—Pudisteis acusarme a vuestro antojo, Sire.
—Un día te expliqué por qué no…
—¿Evitar contiendas dispensables, no darle más armas de las necesarias a la Inquisición? Todas se las habéis dado, si ciertos son los decretos que se han publicado en estos días, firmados por vos…
—Pero tú, Julián, tú y Toribio, de mi orden más amada y más protegida, los Dominicos…
—Los perros del Señor, Señor: tan fieles como fiel os fue Boca— negra.
—Tú colocaste allí ese cuadro, ese negro talismán, ese espejo que me ha torturado incesantemente. . ,
—Sin él, Sire, ¿serías hoy quien eres y sabrías lo que sabes?
—Siempre supe lo que ese cuadro me enseñó a saber aún más: el ángel de mi corazón luchará eternamente con la bestia de mi sangre. Sea; ¿qué has hecho de ese cuadro, tuyo y mío?
—Fue visto por quienes debió ser visto en este tiempo y lugar; ahora será visto por quienes deberán verlo en otro lugar y otro tiempo.
—¿Quiénes?
Señor: he leído vuestro testamento, en los papeles que Guzmán me entregó y que yo entregué a mi cofrade el estrellero. Habláis allí de las rendijas del tiempo, los oscuros minutos vacíos durante los cuales el pasado trató de imaginar al futuro…
—Sí, eso les lego, eso está escrito, un futuro de resurrecciones, un retorno ciego, pertinaz y doloroso a la imaginación del futuro en el pasado como único futuro posible de mi raza y de mi tierra…
—No hago sino cumplir vuestros proyectos; y todos coinciden con los de mi Orden, que es la de los Predicadores; pues, ¿qué hemos de predicar sino lo que recordamos?, ¿y qué hemos de recordar sino lo que hemos escrito o pintado? No quedará más testimonio de las entidades que lo que yo haya pintado en cuadros, estampas y medallones: así, las identidades de ayer serán las de hoy, cuando mañana, Sire, sea hoy.
—No caben estas magias en las reglas de la memoria, que Santo Tomás incluye como parte de la virtud de la prudencia. Y sin prudencia, no hay salvación. ¿Condenarías tu alma, fray Julián, para salvar tu arte?
—Ahora os lo puedo afirmar, Señor. Sí. Condéneme yo, si se salva mi arte, que puede salvar a muchos.
—Qué miserable es tu soberbia. Tu arte, pobre de ti, es un espacio vacío al fondo del altar. Mira.
—Mi arte no está firmado, Sire, y así, no representa una afirmación de mi necia individualidad, sino un acto de creación: reconcílianse en él la materia y el espíritu y ambos no sólo viven juntos, sino que, en realidad, viven. Y antes de este acto, no. Véis magia en lo nuevo, Señor. Yo sólo miro lo que da vida al inasible espíritu y la yerta materia: la imaginación. Y es ésta la que cambia, ni el espíritu o la materia en sí, sino la manera de imaginar su unión. Mi cuadro ya ha estado aquí, en esta capilla. Ha sido visto. Y ha visto. Correspóndele ahora ver y ser visto en otros lugares.
—¿Dónde, fraile?
—En el nuevo mundo, en la tierra virgen donde el conocimiento puede renacer, despojarse de la fijeza del icono y desplegarse infinitamente, en todas las direcciones, sobre todos los espacios, hacia todos los tiempos.
—Candoroso amigo mío: el nuevo mundo no existe.
—Ya es demasiado tarde para decir eso, Señor. Existe, porque lo deseamos. Existe, porque lo imaginamos. Existe, porque lo necesitamos. Decir es desear.
—Id, pues, navegad en el barco de los locos hacia el gran precipicio de las aguas, desplegad, fraile, los velámenes de la navis stultorum… Desplómate, necio, con tu arte, en la catarata del ponto, ¿qué dejarás detrás de ti? Mira otra vez: un espejo vacío.
—Llenadlo, Sire.
—¿Yo? ¿No pintarías, mejor, tú mismo otro cuadro en mi altar?
—No. Mi cuadro ya habló. Que ahora hable otro. Es su turno.
—¿Quién, fraile, qué? Debes saberlo, tú que sabes acelerar los desastres…
—Señor: mostrad la cabeza cortada de ese pobre pintor flamenco, que guardáis en un arcón de vuestra alcoba, al espacio vacío que ocupó mi pintura…
—¿Nunca saldrás de aquí, Felipe?
—Nunca, Ludovico. De todo podrá dudarse, menos de eso. Éste es mi espacio, ceñido, determinado. Aquí viviré hasta saber qué me toca en el reparto de la Providencia: el eterno cielo, el eterno infierno o las temidas resurrecciones que un día me anunció mi espejo al ascender esas escaleras que conducen al llano.
—Otros se irán…
—Mas nadie más vendrá.
—Si ganaras un mundo, un mundo nuevo, ¿jamás lo visitarías?
—Jamás, Ludovico, aunque existiese. Que otros corran en pos de ese espejismo. Mi palacio contiene cuanto yo he menester para conocer mi suerte.
—Subiste por esa escalera…
—Sí…
—Sólo te viste a ti mismo…
—SÍ…
—Podrías ver al mundo…
—Te digo que el mundo está contenido aquí, en mi palacio; para eso lo construí: una réplica de piedra que para siempre me aísle y proteja de las asechanzas de lo que se multiplica, corroe y vence: el cancro de ambiciones, guerras, cruzadas, crímenes necesarios y sueños imposibles, los nuestros, Ludovico, los de nuestra juventud. Ve qué mal hemos venido a parar. Pedro no conoció el mundo sin opresión que soñó; Simón no conoció sino el hambre y la plaga, y Celestina sólo las servidumbres del cuerpo. Y tú, Ludovico, nunca conocerás el mundo sin Dios y de plena gracia humana.
—Nosotros sólo iniciamos esos sueños…
—Bien se ha burlado de ustedes el tiempo.
—Quizás, ahora, otros los prosigan.
—¿Quiénes, mujer?
—Estos tres muchachos
—Pobrecita de ti, Celestina; si ésa es la ilusión que te anima, prepárate ya a pasar tu memoria, tu sabiduría y tus labios heridos a otra mujer, y mírate en el espejo de la vieja trotera que te los pasó a ti… Y tú, Ludovico, ¿en qué fincarás ya tu sueño de la gracia humana, directa, sin dioses, sin mediadores?
—En cuanto he aprendido durante estos veinte años. Repasa cuanto aquí he dicho y sabrás lo que yo sé, ni más ni menos.
—Me has hablado de la unidad divina y de la dispersión diabólica, si bien te entendí.
—Así es. Y de la lucha humana que tiene lugar en todos los grados intermedios de esa escala. Es tu lucha. Pero tú sólo viste a Felipe en la escalera, no al mundo. Viste las transformaciones de tu materia individual, mas no las puertas que,se abrían al lado de cada peldaño de tu ascenso, convocándote a abrirlas y reconocer otras posibilidades.
—¿Cuáles, Ludovico? Dímelo tú.
—Una vida no basta. Se necesitan múltiples existencias para integrar una personalidad. Toda identidad se nutre de otras. Nos llamamos solidaridad en el presente. Nos llamamos esperanza en el futuro. Y detrás de nosotros, en el ilusorio pasado, vive, latente, cuanto no tuvo oportunidad de ser porque esperaba que tú nacieras para dársela. Nada perece por completo, todo se transforma, lo que creemos muerto sólo ha cambiado de lugar. Cuanto es, es pensado. Cuanto es pensado, es. Todo contiene el aura de lo que antes fue y el aura de lo que será cuando desaparezca. Perteneces simultáneamente al presente, al pasado y al futuro: a la epopeya de hoy, el mito de ayer y la libertad de mañana. Podemos viajar de un tiempo a otro. Somos inmortales: tenemos más vida que nuestra propia muerte, pero menos tiempo que nuestra propia vida. No abriste las puertas, Felipe. Crees tener al mundo entero reproducido dentro de tu palacio, y sólo te tienes a ti mismo, pero nada eres, ni unidad ni dispersión, ni cielo, ni infierno, ni resurrección: nada, porque has negado las unidades que, sumadas, integrarían la tuya; porque al hacerlo, te quedas sin cielo, que es unidad final y primera; porque si no hay cielo, no hay infierno; y no habiéndolo, no hay dispersión; y faltando el escenario de la gracia humana, que entre estos polos se despliega, tampoco conocerás la verdadera resurrección, que es seguir viviendo en otros y ya no en nuestra piel. Tú solo, Felipe, serás sólo lo que has temido: un lobo cazado en tus propios dominios por descendientes que no te reconocen. Y te matan.
—¿Hay tiempo de hacer otra cosa?
—Tu capilla…
—El teatro de la memoria…
—Transfórmala…
—Trabajaremos juntos, tú y yo, Celestina…
—Los tres muchachos…
—Busca a tu Cronista…
—Trae a Julián y Toribio…
—Sumemos nuestro saber para transformar este lugar en un espacio que verdaderamente los contenga todos y en un tiempo que realmente los viva todos: un teatro donde nosotros ocupemos el escenario, donde hoy está tu altar, y el mundo se despliegue, se represente a sí mismo, en todos sus símbolos, relaciones, tramas y mutaciones, ante nuestra mirada: los espectadores en el escenario, la representación en el auditorio: un teatro donde giren tres círculos concéntricos, uno con todas las formas de la materia, otro con todas las formas del espíritu y otro con todos los signos del universo estelar; al girar cada rueda, y las tres juntas, se irán integrando todas las combinaciones de la naturaleza, el intelecto y las estrellas; y de cada combinación nacerá una forma particular, que permaneciendo simbólicamente en nuestras ruedas, se desprenderá activamente de ellas, para ascender por tu escalera y salir al mundo exterior; y el mundo exterior nos devolverá nuevas formas que descenderán por tu escalera y se sumarán a la triple rueda de nuestro teatro, transformándolo sin fin…
—¿Qué ganaremos, Ludovico?
—Sabremos la verdad del orden de las cosas y nuestro lugar en ellas y con ellas: seremos a la vez actores y espectadores en el centro mismo de la lucha entre el caos y la inteligencia, entre el sueño y la razón, entre la unidad y la dispersión, entre el ascenso y el descenso: veremos cómo se mueve, integra, relaciona, vive y muere cuanto es. Lo sabremos todo, porque todo lo recordaremos y todo lo preveremos en el mismo instante. Y así, Felipe, reconquistaremos nuestra auténtica naturaleza humana, que es divina, y Dios no será más necesario, ni el cielo, ni el infierno, ni la resurrección, porque en un mismo instante que es todos los tiempos y en un mismo espacio que los contiene a todos, habremos visto y sabido, para siempre y desde siempre, la manera como todo se relaciona: la totalidad de las maneras y formas como hemos sido, somos y seremos, reunidas en una sola fuente de sabiduría que todo lo unifica sin sacrificar la unidad de nada. Asistiremos, Felipe, al teatro de la eternidad, llevaremos a su conclusión el secreto y febril sueño del veneciano Valerio Camillo: todo convirtiéndose en todos, todos convirtiéndose en todo, la pluralidad eterna alimentando la unidad eterna, y ésta alimentando a aquélla, simultáneamente y para siempre. Y entonces sí podremos clamar, con júbilo, las palabras bautismales de la era naciente que será el renacimiento de todo: ¡Oh, qué gran milagro es el hombre, un ser digno de reverencia y honor! Pues penetra la naturaleza del dios, como si él mismo fuese un dios; pero reconoce a la raza de los demonios, pues sabe que de ellos desciende.
—¿Estamos a tiempo? ¿Basta que dé una orden para iniciar esta construcción dentro de la construcción? ¿Hoy mismo?
—Falta un solo acto.
—¿Cuál?
—De ti depende, te he dicho. Eres libre.
—¿Cuándo?
—Mañana.
—¿El séptimo día?
Felipe consideró largo tiempo, en silencio, estas razones. Más tarde les contó a Celestina y Ludovico cómo salió de cacería una mañana del mes de julio, esperando recorrer los vergeles estivales de su infancia; y en vez, se desató una tormenta que le obligó a guarecerse en una tienda, con un breviario y un perro, lejos de la caza preparada por Guzmán. Bocanegra huyó, inexplicablemente, como si quisiera defender a su amo de graves peligros. Regresó herido, con la arena de la costa en las patas. El can maestro no pudo decirle la verdad que ahora conocía el amo: Guzmán hirió al perro; el perro quiso defender a Felipe de una amenaza peor que la de cerdo salvaje: el regreso de los tres usurpadores… No, no fue esto lo que entonces le preocupó, sino dos hechos singulares. El ánimo rebelde de la armada de miserables enviados al punto más alto de la sierra para avisar con humo y fuego la presencia del venado, privados del placer de matarle. Y el carácter inevitable de los actos finales de la montería: formalmente, el Señor debía dar la orden para que sonaran las bocinas, se descuartizara al venado y se otorgaran los premios y galardones de la jornada; en la realidad, todo sucedió independientemente de sus órdenes, como si verdaderamente las hubiese dado.
Como siempre, salió esa noche a la capilla. Dos alabarderos le aguardaban, con antorchas en una mano y espadas sangrientas en la otra. Desconfortada, la madre Celestina meneaba la cabeza entre los dos guardias.
—¿Cumplieron mis órdenes?
—Señor: el sobrestante que nos dijisteis va de regreso a su pueblo natal, con una taleguilla de oro amarrada a la cintura, pero sin manos con que tomarla ni lengua con que contar nada.
—Bien.
—Y esta mujer, Señor, ha regresado con un anillo vuestro, que dice le permite llegar hasta vos. La encontramos rondando las celdas, y como es de esas que dañan la fama, y tres veces que entra en una casa, engendra sospecha, pues la hemos traído hasta aquí…
El Señor despidió a los alabarderos. Miró de reojo el espacio vacío al fondo del altar. Preguntó a la madre Celestina:
—¿Están en su lugar el bobo y la enana?
—Encamados, no majestá, bajo la misma sábana y hasta que se nos mueran.
—¿Hablaste con la monja?
—Me aguardaba impaciente la Inesilla, y sorprendióme a mi regreso. ¡Ángel disimulado! ¿Cómo puede despreciarla ese hermoso caballero, si parecen hechos tal para cual? «Madre mía —me dijo—, queme comen este corazón serpientes dentro de mi cuerpo.» Oh género femíneo, encogido y frágil; adóbele el virgo, adivinando vuestras intenciones para con ese burlador de honras, de cuyas hazañas me entretuvieron las otras monjas y las azafatas, Azucena y Lolilla; y al propio caballero Don Juan me acerqué, como me dejasteis dicho con la Inesilla, y le dije, alalé, putillo, gallillo, barbiponiente, a todo un convento has desvirgado, dices como yo pienso que placer no comunicado no es placer, alalé, ¿y yo, aunque vieja, no sabré darlo y recibirlo, no tendré corazón, ni sentimientos?, ¿no tomarás conmigo las sábanas por faldetas?, ¿me dejarás morirme con virgo intacto?, y mucho rió el caballero, y dijo que más fuerte estaba Troya, y que allí mismo se desbraguetaba y ale, mas yo le contesté que no se ganó Zamora en una hora, y que mayor es el placer de noche, que es capa de pecadores, y que le esperaba, Señor su mercé, en la celda donde ahora os conduciré, y donde él debe estar ya, y donde desde hace horas está la Inesilla, disfrazada con hábitos semejantes a los míos, y bien embozada…