¿Por qué no lo hacían? Tampoco esto pude averiguar. La conmoción general me envolvió en su torbellino de movimientos confusos y encontradas luces; los guerreros hablaban de prisa y excitadamente, me era difícil entender lo que decían, temía demasiado por mi propia vida, para mí el único hecho cierto es que yo era culpable de un crimen y atribuía la excitación que me rodeaba a esa certidumbre, compartida con los guerreros. Preveía, a ciegas y ensordecido, mi propia muerte y sólo entendía la repetida, murmurada, vociferada expresión:
—Lagartija… lagartija…
Cada guerrero señalaba con un dedo a los muros de esta cámara de los tesoros; e indicaban hacia las numerosas lagartijas que corrían velozmente por los muros negros, húmedos, goteantes, disfrazadas a veces por la piedra, y otras veces reveladas por los fulgores del oro que las cubría de metálicos reflejos. Entonces me tomaron entre todos, apresaron mis brazos, mis piernas, mi cabeza, levantáronme en vilo y yo entregué mi pensamiento perezoso a la muerte.
Y sucedió, Señor, algo semejante a la muerte. Me metieron en el c esto del anciano, me retuvieron allí con mis rodillas cerca de mi mentón, me vaciaron las perlas sobre el cuerpo, yo sentí cómo revivían los nacarones grises al contacto con mi piel afiebrada por la ignorancia y el miedo. Me levantaron entre varios; levantaron también el cuerpo del anciano y salimos de esta cueva a los escarpados peldaños del templo.
Trato de rescatar del tumulto de aquellos instantes las veloces impresiones que se sucedieron. Yo era retenido por los brazos de los guerreros, capturado dentro del cesto. El cadáver del anciano era arrastrado por los pies hacia la cima de la pirámide. Era arrastrado boca abajo, y al ascender su cuerpo inánime, sus ojos abiertos me miraron tratando de explicarme algo; y al llegar a la más alta plataforma, el cadáver fue abandonado a los buitres que rápidamente cayeron sobre él. Y ese cuerpo del señor de las memorias confundióse con las pútridas carnes de los otros muertos, rasgados y picoteados ya por las aves de rapiña.
Miré entonces hacia abajo, hacia el pie del agreste templo, y allí reconocí a muchas mujeres, viejos y niños del pueblo de la selva, todos silentes y de pie, pero que parecían desangrarse, pues de sus cabelleras y sus rostros escurría un espeso líquido rojo; y a sus pies, bañados en ese mismo color de sangre, había piedras y flechas y escudos. Todos me miraban desde abajo, y yo miraba reverberar de rojo la selva entera, aturdido por el movimiento incesante de los guerreros que ahora sacaban de la cámara de los tesoros los cestos llenos de perlas y doradas pepitas y me rodeaban de ellos, colocándolos sobre los lamosos escalones de la pirámide. En mis manos pusieron las tijeras. Yo no me desprendía del arma del crimen: mi espejo. Mi cruz y mi orbe. El guerrero de la playa se puso la cintura de plumas negras, signo de una confrontación ritual.
Esperé. El cadáver devorado del viejo en la cima del templo. El festín de los buitres. La nerviosa celeridad de las invisibles lagartijas. Los naturales detenidos, inmóviles, silenciosos y teñidos de rojo, al pie de la pirámide. El cúmulo de objetos, también enrojecidos, a los pies de las mujeres, los viejos y los niños. Y yo en el cesto lleno de aljófares y rodeado de los cestos de oro y perlas. Esperé.
Entonces volaron todas las mariposas de la selva, salieron de entre las enramadas y revolotearon encima de los buitres atareados en la cúspide y escuché la flauta, Señor, y los cascabeles, y el tambor, y los pasos en la selva; y vi abrirse camino entre la espesura a un pájaro lento y majestuoso, un ave de redondo y recortado cuerpo azul y granate y jaldado, que parecía avanzar sobre la maleza, como si ésta fuese un verde mar vegetal.
Se apartó el follaje y apareció un hombre cubierto por un manto blanco con bordes purpurinos; y en su cabeza descansaba esa ave, que era un luengo y lujoso penacho: y le seguía una compañía abigarrada de músicos y hombres con abanicos de plumas y rollos bajo los brazos y una compañía de guerreros con rodelas de cuero y máscaras de tigre y águila y lanzas terminadas en duras cabezas de piedra y arcos y flechas pintados de rojo, y cargadores cubiertos sólo por taparrabos que portaban sobre sus espaldas cestos y bultos envueltos en piel de venado. Y al final de la procesión, otros hombres como éstos, desnudos, que cargaban sobre los hombros un palanquín hecho de cañas entrelazadas y cubierto por los cuatro costados de pieles de venado labradas, realzadas, pintadas con amarillas cabezas de serpientes empenachadas y adornadas con pesadas medallas y tiras de la más pura plata.
Rogué. viéndome así rodeado, así situado y así enfrentado, que la memoria del viejo muerto porque se vio en mi espejo huyese de sus ojos abiertos y penetrase en los míos a través del espejo. Pues ahora yo ocupaba su lugar; y nada entendía, nada sabía, nada podía prever o imaginar. Ocupaba su lugar: el del señor de las memorias, y nada recordaba. Era el prisionero de un rito ; era su centro, pero desconocía mi papel en el. Sentíme más viejo que el viejo, y más muerto que él, cautivo del cesto y las perlas y el espejo que mantenía en mi mano. Digo que rogué una cosa: que la última mirada del anciano fuese la cautiva de mi espejo como yo lo era del cesto. Quise cerciorarme de mi propia existencia en medio de tantos misterios y acerqué el espejo a mi rostro, temiendo ver en su reflejo la cara de mi propia decrepitud, mágicamente adquirida en ese veloz trueque de miradas entre el anciano y yo. Pues si al verme en el espejo me veía viejo, entonces el anciano se había visto joven y de ese terror había muerto. Miréme. Y entonces, sólo entonces, cuando el azogue me devolvió mi propio semblante de juventud, entendí que el anciano desconocía su propia vejez: se había visto tan viejo como yo le veía, pero tan viejo como él jamás se había visto…
Los guerreros descendieron los peldaños cargando los cestos llenos de oro y perlas, y los entregaron al hombre del penacho y éste los revisó y luego los hombres con los abanicos de plumas contaron minuciosamente el contenido de las canastas y dictaron palabras a los hombres con los rollos de papeles que en ellos trazaron signos con pequeños y afilados palos de puntas coloradas. Entonces los cargadores foráneos añadieron los cestos de oro y perlas del pueblo de la selva a sus fardos y el joven guerrero de la cintura de plumas preguntó si todo estaba bien y el hombre del penacho asintió y dijo que sí, que el señor que habla o el señor de la voz, pues así traduje su expresión para mí, estaría contento con los tributos de los hombres de la selva y seguiría protegiéndolos. El hombre del penacho hizo un signo a uno de los que se abanicaban constantemente, y éste entregó al joven guerrero varias mazorcas coloradas y muchos ovillos de algodón; y el guerrero se postró y besó las sandalias del hombre del penacho y así, pensé, se consumó el trueque del oro y las perlas a cambio del pan y el algodón, y para eso servían los tesoros de estas playas y estos ríos, y el anciano había sido el guardián y ejecutor del pacto que entendí cuando el guerrero de las plumas negras le agradeció al señor del penacho lo que le daba a cambio de los tesoros:
—Agradecemos a los señores de la montaña el don del grano rojo y del blanco algodón.
Guardó un entristecido silencio mientras el hombre del penacho esperaba con los brazos cruzados a que continuara y yo, escondido dentro de mi cesto, calculaba los canjes de esta ceremonia de tributos; los hombres del río y de la selva ofrecieron oro y perlas a cambio de pan y tela. ¿Qué esperaba ahora, a cambio de las mazorcas y el algodón, el hombre del penacho? El guerrero de las plumas negras volvió a hablar:
—Te entregamos, a cambio de tu protección, a nuestros padres y mujeres e hijos aquí reunidos.
Recobré mi aturdida visión; y vi que los viejos, las mujeres y los niños estaban pintados con la almagra tan laboriosamente recogida. El señor del penacho los contó y dictó palabras al escriba y dijo que con ese número estaba bien, que se calmarían las furias del día del lagarto, cuando todas las cosas del mundo sangran mientras no se sacia la sed de la diosa de la tierra, que en este día sufre amargo frío hasta que se la riega con sangre de humanos. Y entonces los viejos, las mujeres y los niños fueron rodeados por los guerreros del señor del penacho y él dijo que regresarían cuando el día del lagarto volviese a coincidir con el día del fin de las tormentas, al encontrar su descanso la bella diosa del pantano del principio, a la cual le serían dedicadas el oro y las perlas de esta costa. Y dijo también que guardasen bien estos tesoros y entregasen siempre estas vidas en tal día, y así tendrían siempre los frutos del algodón y el grano rojo.
—Y ahora, terminó el señor del penacho, déjame saludar a tu cacique.
Todos le abrieron paso y el hombre del penacho ascendió majestuosamente hasta el lugar donde yo me encontraba sumergido en mi cesto. Ascendió entonando un cántico y acompañado de las flautas y cascabeles y tambores, y también del vuelo de mariposas y el silencio de la selva, mirando siempre hacia el lejano sol, más allá del ce— meritorio de aire en la cima de la pirámide.
Llegó hasta mí y sólo entonces me miró. Yo miré su rostro ceniciento; él, mi pálido semblante. Esperaba encontrar al viejo de siempre; me encontró a mí y su semblante se transformó; huyó de él la gravedad majestuosa y en su sitio apareció primero el asombro, en seguida el terror. Yo sólo repetí las palabras que tanto me intrigaban:
—Primer hombre…
El señor del penacho perdió toda dignidad, me dio la espalda, bajó corriendo la escalinata lamosa, resbaló, cayó, su penacho rodó hasta el pie del templo, se levantó chillando, apartó a todos, guerreros del pueblo de la selva y guerreros de la montaña, hombres de los abanicos y hombres de los rollos, cargadores y prisioneros, llegó hasta el palanquín guarecido de plata y cuero y serpientes, hincóse junto a él, hablando en voz baja pero con ojos llameantes que constantemente volteaban a mirarme, y de entre una apertura de los cueros apareció una mano del color de la canela, con larguísimas uñas pintadas de negro y pesados brazaletes chocando en la muñeca.
La mano hizo un gesto, el hombre del penacho se levantó de prisa, dio muchas órdenes con voz chillona, los cargadores devolvieron los cestos de oro y perlas al pie de la pirámide, los guerreros liberaron con grandes aspavientos a los prisioneros del pueblo de la selva, los hombres de los abanicos de plumas recogieron apresuradamente las majorcas y los ovillos y todos los que llegaron de la montaña, con la veloz invisibilidad de las lagartijas, se perdieron en la selva.
Señor: mírame de vuelta en el pueblo junto al río. Estoy metido dentro de mi cesto, con mi espejo y mis tijeras. Ojalá que mis únicas posesiones fuesen éstas, las mismas con las que llegué aquí. No. Caliento y doy vida, con mi cuerpo trémulo, a las perlas moribundas. Mi casa es la del anciano muerto: una enramada, una débil estructura de cañas. Estoy rodeado de cuatro pieles de venado a guisa de muros, que me aíslan del mundo, aun cuando no del agitado rumor de los naturales que chillan, cantan quejumbrosamente, discuten, encienden hogueras.
Entre las ramas puedo ver, esta noche, el negro tapiz de los cielos y contar sus estrellas, ubicarlas, distinguirlas. Debo acostumbrarme a este diálogo con las estrellas. Temo que no tendré, desde ahora, más amistad que ésta, fría y brillante y lejana. Como el viejo se miró en el espejo, yo me miraré en la doble estrella del crepúsculo y de la aurora, Venus, preciosa gemela de sí misma. Ella será la guía de mi viaje hacia la inmovilidad absoluta. Ella será mi calendario.
Los guerreros rodean mi prisión. Pienso y repienso esta singular ironía. Yo, el hombre sin memoria, ocupo el lugar del señor de la memoria. Yo, el extraño llegado del mar, soy el fundador. Yo, el desnudo y el desposeído, soy el joven jefe. Yo, el último de los hombres, soy el primer hombre.
Cuando me canso de mirar las estrellas, me duermo. I)e día, no miro al cielo, pues el sol incendiaria mis blancas pestañas y mis pálidos párpados y mi rubia barba. De día me miro al espejo y empiezo a contar mis arrugas, mis canas, mis encías sangrantes, mis dientes rotos. Esperaré metido en este cesto a que la vejez me devore y llegue a ser tan anciano como el viejo al que maté con mi espejo.
Ahora mi espejo me matará a mí. Mi destino será verme envejecer inmóvil, en esta veloz imagen.
Es el corazón el reino del espanto. Lunas, soles, días, estrellas, amparadme; reloj de agua, reloj de arena, libro de horas, calendario de piedra, mareas y tormentas, no me abandonéis; asidme al tiempo; humo seco, gritería, llanto, quejido, silencio, ¿cómo sabré, al cabo, si es el mundo que me rodea o el corazón que me pertenece el que estas brumas y estos rumores abriga? Entro, por vía del espanto, al reino del silencio. Pierdo la cuenta de los días de Venus, repitiéndome a solas que los días de mi destino en esta extraña tierra sólo pueden ser del número señalado por el anciano en el templo: los días de mi destino robados a los días del sol; los días enmascarados robados a los días de mi destino. ¿Cómo conocer esos cinco días estériles que debo hurtarle a mi mala fortuna a fin de ganárselos al momento de mi muerte? ¿Cuáles signos, cuáles voces? ¿Cuánto tiempo, Dios mío, ha pasado desde entonces? ¿Qué edad tendré ya?
El silencio se ahondó en torno a mí. Lo expulsé de mi corazón espantado y lo situé en el pueblo de la selva.
En vano, Señor, me desterré de mí mismo para enterrar mi oído en el aire de este pueblo; en vano esperé los rumores de la vida que una vez compartí con estos naturales. Ni pies sobre el polvo, ni manos entre las hierbas; ni llanto de niños ni cántico de ancianos ni voces de guerreros ni quejumbres de mujeres: nada.
Pensé: han huido a un nuevo lugar; desconozco la razón de las peregrinaciones que los llevan del río al monte, del monte al río, del río a un nuevo lugar, cargando sus esteras, sus cestos de inútiles tesoros, sus almadías y sus varas, las preciosas majorcas con que liarán su humeante pan, los ovillos de algodón con que tejerán sus ('amas y vestidos. No, ahora ya no tienen ni pan ni tela, y por culpa mía. Ahora no tienen más tesoro que las escasas ramas secas salvadas a la lluvia. Soy la desdicha; nada les he dado; todo les he quitado.
Imaginé: me han abandonado aquí, me han dejado en manos del hambre y la lluvia y los mosquitos y la crecida del río; moriré desangrado, ahogado, famélico. Y al preguntarme, ¿por qué me abandonan?, sólo supe contestarme: me temen. Y al preguntarme, ¿por qué me temen?, contestéme de nuevo: les traje la mala suerte, maté a su memorioso padre, les dejé sin recuerdos, ahora serán niños, no, apenas animalillos sin orientación en sus vidas; soy la mala suerte: por mi culpa perdieron lo que iban a recibir a cambio de las perlas y el oro. Me han dejado abandonado entre sus inservibles riquezas; han huido, ellos mismos, en busca de tierras de algodón y majorca.