Bajo la mirada hasta la taza de té y los trozos de galleta. Sé que todo lo que he hecho hasta ahora, todos mis movimientos nefastos, me han traído hasta aquí, de vuelta a la cocina de Ava, el último sitio al que pensé que regresaría.
Sigo con el dedo el borde del plato mientras sopeso las pocas opciones que tengo. Al final, la miro a los ojos con una sonrisa y le digo:
—Te lo pido.
A
ntes de que llegue a llamar a la puerta, Damen ya está aquí. Pero lo cierto es que siempre ha estado aquí. Lleva aquí los últimos cuatrocientos años, tal y como está ahora: descalzo, con una bata abierta y el pelo alborotado que le da un aire muy atractivo. Me mira con ojos soñolientos.
—Hola —dice con una voz ronca que delata que es la primera vez que la utiliza hoy.
—Hola. —Sonrío, paso a su lado, tomo su mano y empiezo a subir las escaleras—. No bromeabas cuando dijiste que siempre me percibías cuando estaba cerca, ¿verdad?
Aprieta los dedos sobre los míos y utiliza la mano libre para peinarse la maraña de cabello. Lo miro con una sonrisa y lo animo a dejarlo como está. Es muy raro verlo así, adormilado y desaliñado, y la verdad es que me gusta bastante.
—¿Qué noticias me traes? —Me sigue hasta su habitación especial y se frota la barbilla mientras observa cómo contemplo su colección de antigüedades.
—Bueno, para empezar, estoy mejor. —Doy la espalda al retrato que hizo Picasso de él para estudiar la versión de carne y hueso, mucho más agradable y sexy—. Bueno, todavía no estoy recuperada del todo, pero voy por el buen camino. Si sigo el programa, no tardaré mucho.
—¿Qué programa? —Se apoya contra el viejo canapé de terciopelo mientras me recorre con la mirada. Me escruta con tanto detenimiento que empiezo a pasarme las manos por el vestido, avergonzada. Quizá debería haber manifestado algo menos informal, algo nuevo y bonito, antes de venir a verlo.
Pero estaba tan animada después de charlar con Ava, después de las sesiones de meditación y purificación que no pude esperar, impaciente como estaba por contárselo… por estar con él otra vez.
—Ava me ha sometido a una especie de… limpieza rápida. —Me echo a reír—. Aunque es una limpieza mental, no con infusiones de té verde ni nada de eso. Ha dicho que me… vendría bien. —Me encojo de hombros—. Estoy mejor, entera otra vez. Me siento nueva y mejorada.
—Pero… creí que ayer ya estabas mejor. Al menos, eso fue lo que me dijiste en Summerland. —Inclina la cabeza a un lado.
Asiento, decidida a concentrarme en mi anterior viaje con él y no en el que tuvo lugar después de la horrible escena con Roman, cuando me encontré con Jude.
—Sí, pero… ahora me siento incluso mejor… más fuerte… casi como antes. —Sé que debo admitir la siguiente parte, que es un paso del ritual de purificación: limpiarse y reparar los agravios, más o menos lo mismo que en uno de esos programas de desintoxicación en doce pasos, pero lo cierto es que yo no era muy distinta de cualquier otro adicto que se enfrenta a una horrible adicción—. Ava dice que era adicta a la negatividad. —Trago saliva y me obligo a enfrentarme a su mirada—. El problema no solo se debía a la hechicería o a Roman. Según ella, era adicta a pensar en mis miedos, en todas las cosas negativas de mi vida. Cosas como… ya sabes, como mis malas decisiones y nuestra incapacidad para estar juntos, y… bueno, todo eso. Y al hacerlo, al concentrarme en esas cosas, en realidad acababa atrayendo… hummm… todo tipo de oscuridad y tristeza, y… bueno… también a Roman. Y eso acabó separándome de la gente a la que más quiero. Como tú, por ejemplo.
Avanzo hacia él mientras una parte de mi cerebro grita: «¡Cuéntaselo! ¡Cuéntale qué es lo que te ha llevado realmente a esa conclusión! Cuéntale lo que ocurrió con Roman… lo siniestra y retorcida que te volviste».
Otra parte, la parte a la que decido escuchar, me dice: «Ya lo has contado suficientes veces… ¡es hora de seguir adelante! Lo último que quiere Damen es escuchar los repugnantes detalles».
Se acerca a mí, me coge de las manos y me estrecha entre sus brazos.
—Te perdono, Ever —dice en respuesta al interrogante de mi mirada—. Siempre te perdonaré. Sé que admitirlo no te ha resultado fácil, pero me alegro mucho de que lo hayas hecho.
Vuelvo a tragar saliva, consciente de que esta es mi última oportunidad… que es mejor que lo escuche de mis labios que de los de Roman. Pero justo cuando estoy a punto de contárselo, Damen desliza la mano por mi espalda y la idea desaparece. Solo puedo concentrarme en él, en su aliento cálido sobre mi mejilla, en el «casi» roce de sus labios sobre mi oreja, en el increíble hormigueo que recorre todo mi cuerpo. Su boca encuentra la mía y presiona, empuja, con la protección del velo siempre de por medio. No obstante, el resentimiento se ha acabado para mí, y también lo de prestarle atención a ese velo. Estoy decidida a disfrutar de las cosas tal y como son.
—¿Quieres ir a Summerland? —susurra medio en broma—. Tú harías de musa y yo de artista y…
—Y podrías besarme mucho rato y no terminar ese cuadro jamás. —Me aparto con una carcajada, pero Damen vuelve a abrazarme.
—Pero… ya te he pintado. —Sonríe—. El único de mis cuadros que merece la pena. —Al ver mi expresión confusa, añade—: Ya sabes, ese que está en algún lugar del museo Getty.
—Ah, sí… —Me echo a reír al recordar esa noche mágica en la que pintó una versión de mí tan hermosa y angelical que no me la merezco… No, también he acabado con eso. Si lo que dijo Ava es cierto, si los pensamientos crean la realidad y las aguas siempre vuelven a su cauce y todo eso, entonces prefiero alcanzar el cauce de Damen y no el de Roman, y pienso empezar por ahí—. Es probable que se encuentre en algún laboratorio subterráneo de alta seguridad y sin ventanas, donde cientos de historiadores del arte se reúnen con el único propósito de estudiarlo, determinar quién lo pintó y de dónde ha salido.
—¿Tú crees? —Su mirada se pierde en la distancia, complacido con esa idea.
—Bueno… —murmuro al tiempo que aprieto los labios contra su mandíbula y jugueteo con el cuello de la bata—. ¿Cuándo vamos a celebrar tu cumpleaños? ¿Y cómo podré igualar el regalo maravilloso que me hiciste?
Damen gira la cabeza y suspira… uno de esos suspiros que salen de dentro y no son físicos, sino emocionales. Un suspiro lleno de tristeza y pesar. El sonido de la melancolía.
—Ever, no te preocupes por mi cumpleaños. No lo celebro desde…
Desde que tenía diez años. ¡Por supuesto! Ese horrible día que empezó tan bien y acabó con el asesinato de sus padres. ¿Cómo he podido olvidarlo?
—Damen, yo…
Intento disculparme, pero él hace un gesto despreocupado con la mano, se gira y se acerca al cuadro de Velázquez en el que aparece montado en un semental blanco encabritado de crines largas y rizadas. Toquetea la esquina del gigantesco marco dorado como si fuera necesario ajustado, aunque resulta evidente que no lo es.
—No hace falta que te disculpes —asegura sin mirarme todavía—. De verdad. Supongo que el paso de los años no resulta tan importante después de vivir tantos.
—¿También será así para mí? —inquiero. No me gustaría nada que los cumpleaños dejaran de importarme… y menos aún no recordar qué día es.
—No dejaré que a ti te ocurra. —Se da la vuelta y me mira con expresión animada—. Cada día será motivo de celebración… de ahora en adelante, te lo prometo.
Y aunque es sincero, aunque lo dice de corazón, lo miro y niego con la cabeza. Porque lo cierto es que si bien me he comprometido a purificar mi energía y a concentrarme solo en las cosas buenas y positivas que quiero, la vida sigue siendo la vida. Sigue siendo algo duro, complicado y retorcido, con lecciones que deben aprenderse y errores que hay que cometer, con sus triunfos y sus decepciones. No todos los días son una fiesta. Y creo que por fin me he dado cuenta, por fin he aceptado que eso no es algo malo. Por lo que he visto, hasta Summerland tiene su lado oscuro, su propia versión de la sombra, un pequeño rincón oscuro en mitad de toda esa luz… o al menos eso me pareció a mí.
Cuando lo miro, sé que necesito decírselo y me pregunto por qué no se lo he mencionado todavía. Pero en ese momento suena mi móvil y ambos nos miramos y gritamos al mismo tiempo:
—¡Adivina quién es!
Es un juego al que jugamos a veces para ver quién tiene poderes psíquicos más fuertes y rápidos, y solo tenemos un segundo para responder.
—¡Sabine! —exclamo, ya que es lógico asumir que se ha despertado, ha encontrado mi cama vacía y ahora intenta descubrir si me han abducido los extraterrestres o me he marchado por voluntad propia.
Sin embargo, menos de una fracción de segundo después, Damen dice:
—Miles. —Pero su voz no suena alegre, y su mirada se ha vuelto sombría, preocupada.
Saco el teléfono del bolso y, cómo no, veo la foto que le saqué a Miles con el disfraz de Tracy Turnblad, sonriéndome con una pose absurda.
—Hola, Miles —lo saludo. Escucho el zumbido estruendoso y los chasquidos de la electricidad estática, la banda sonora habitual en las llamadas transatlánticas.
—¿Te he despertado? —pregunta con una voz que suena débil, distante—. Porque si es así, bueno, no te enfades conmigo. Mi reloj biológico lleva unos días fastidiado. Duermo cuando debería comer y como cuando debería… Bueno, borra lo último, porque esto es Italia y la comida es alucinante. Me pasaría el día comiendo si pudiera. En serio. No sé cómo es posible que esta gente coma tanto y tenga ese aspecto tan sexy. No es justo. Un par de días de
dolce vita
bastarán para convertirme en un gordinflón… pero, aun así, me encanta. De verdad. ¡Este sitio es increíble! Bueno, ¿qué hora es ahí?
Echo un vistazo a mi alrededor en busca de un reloj y al no encontrarlo me encojo de hombros y respondo:
—Hummm… Temprano. ¿Y ahí?
—No tengo ni idea, pero lo más seguro es que ya haya pasado la hora de comer. Anoche fui a un club alucinante… ¿Sabías que aquí no hace falta tener los veintiuno para ir a una discoteca o beber alcohol? Te lo juro, Ever, esto sí que es vida. ¡Estos italianos saben lo que es disfrutar de la vida de verdad! De todas formas… ya te lo contaré cuando regrese… Te haré una representación y todo, te lo prometo. Pero ahora no, porque el coste de esta llamada hará que a mi padre le dé un infarto, seguro, así que iré al grano: dile a Damen que me he pasado por el lugar del que me habló Roman y que… ¿Hola? ¿Me oyes?… ¿Sigues ahí?
—Sí, claro, sigo aquí. Se te oye un poco entrecortado, pero más o menos bien. —Le doy la espalda a Damen y me alejo unos pasos, sobre todo porque no quiero que vea que mi rostro se ha convertido en una máscara de horror.
—Bueno, pues eso, que me he pasado por ese lugar del que Roman hablaba sin parar. De hecho, he salido hace unos minutos de allí y… bueno, hay cosas muy raritas en ese sitio, Ever, te lo juro. Y cuando digo raritas, me refiero a raras de verdad. Alguien va a tener que darme un montón de explicaciones cuando regrese.
—¿Raritas… en qué sentido? —le pregunto. Siento la presencia de Damen detrás de mí. Su energía ha pasado de la calma a la alerta máxima.
—Solo… raritas. Eso es todo lo que voy a decir, pero… mierda… ¿Me oyes? Te pierdo otra vez. Escucha, solo… joder, da igual. Te enviaré algunas fotos en un correo electrónico, así que, hagas lo que hagas, no lo borres sin verlo primero, ¿vale? ¿Ever? ¡Ever! Teléf… de… mierd…
Trago saliva con fuerza antes de colgar. Damen me pone la mano en el brazo y pregunta:
—¿Qué quería?
—Va a enviarme unas fotos —respondo en voz baja sin apartar la mirada de sus ojos—. Hay algo que quiere que veamos.
Damen asiente con una expresión de resignación, como si el momento que esperaba hubiese llegado y se adelantara a las repercusiones. Quiere ver cómo reacciono para ver si los daños han sido catastróficos o no.
Abro la página principal y luego pincho el icono del correo. Observo los giros de la espiral de conexión mientras espero a que aparezca el correo de Miles. Y luego, en el segundo en que lo veo, contengo el aliento, lo señalo con el cursor… y se me doblan las rodillas.
El cuadro.
O, mejor dicho, una fotografía del cuadro. En aquel entonces no se había inventado aún la fotografía; de hecho, no se inventaría hasta varios siglos después. Pero allí está, justo delante de mis narices, y solo puede ser él. Ellos. Posando juntos.
—¿Es muy malo? —pregunta Damen, que se mantiene inmóvil mientras me recorre con la mirada—. ¿Tan malo como me esperaba?
Lo miro de reojo un instante antes de volver a concentrarme en la pantalla, incapaz de apartar los ojos de ella.
—Depende de lo que te esperaras —murmuro. Recuerdo cómo me sentí el día que indagué en su pasado en Summerland. Recuerdo que me puse verde de envidia cuando vi la parte en la que salía con Drina. Pero esto… esto no se parece en nada. De hecho, ni se acerca. Sí, Drina es despampanante… siempre fue despampanante; incluso en sus momentos más crueles y despreciables, era deslumbrante, al menos por fuera. Y tengo la certeza de que, sin importar el año que fuera, ya estuviera en la época de los polisones o en la de las faldas con cancán, ella siempre estaba maravillosa. Pero lo cierto es que Drina ya no está; se encuentra tan lejos que la mera idea de pensar en ella o de verla ya no me molesta. De hecho, no me molesta en absoluto.
Lo que me molesta es Damen. Su postura, su forma de mirar al artista y… lo arrogante, vanidoso y pagado de sí mismo que parece. Y aunque sé que tiene ese matiz canalla que tanto me gusta, no me resulta tan atractivo como antes. Es mucho menos «saltémonos-las-clases-y-apostemos-en-las-carreras» y mucho más «este-es-mi-mun-do-y-tú-tienes-suerte-de-que-te-deje-vivir-en-él».
Y cuanto los miro (Drina sentada en una silla de respaldo alto, con las manos enlazadas sobre el regazo, con el cabello y el vestido llenos de joyas, lazos y cosas brillantes que quedarían ridículos en cualquier otra persona; y Damen, que está de pie junto a ella, con una mano apoyada sobre el respaldo de la silla y la otra suelta al costado, con la barbilla alzada, una ceja enarcada de esa forma suya tan arrogante), siento que… Bueno, hay algo en él… algo en la expresión de su mirada que resulta casi… cruel, despiadado incluso. Como si estuviera dispuesto a hacer lo que hiciera falta, a pagar el precio que fuera para conseguir lo que deseaba.