Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (23 page)

BOOK: Siempre Unidos - La Isla de los Elfos
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Los elfos no tuvieron que esperar mucho hasta que la primera embarcación rompió el interminable azul del mar y del cielo. Rolim Durothil contempló sobrecogido cómo el barco elfo entraba en el puerto. Era una elegante embar­cación construida con madera ligera, y con una proa que reproducía la cabeza de un gigantesco cisne. Sus dos velas se alzaban como alas sobre la batayola, y su aspecto general era el de un ave lista para emprender el vuelo.

La excitación le aceleró el corazón. Era la aventura, la oportunidad que había esperado toda su vida. Rolim era el tercer hijo del patriarca Durothil, por lo que no le corres­pondía heredar ni la posición social ni el poder de su fami­lia en Aryvandaar. Todo lo que tenía se lo había ganado con su espada y su ingenio. Rolim era un guerrero, un su­perviviente de las terribles Guerras de la Corona y poseía riqueza y honor propios. Y ahora él, que había luchado para expandir el reino de Aryvandaar, estaba dispuesto a labrarse su suerte en la selvática Siempre Unidos.

Desde el momento en que se anunció el nombre de la Alta Consejera, una elfa de la luna, a Rolim lo consumía la rabia. Ese título debería haber sido suyo por derecho de nacimiento, además de por sus talentos y logros. Un Du­rothil tenía que gobernar Siempre Unidos. En la mente de Rolim era así de simple.

El elfo dorado miró de refilón a Keishara Amarilis, que observaba atentamente la aproximación del barco con las manos apoyadas en sus estrechas caderas. Keishara ya no era joven, tenía ya cinco o seis siglos de vida, pero aún resultaba atractiva. Era esbelta, alta, con ojos grises de audaz mirada y los clásicos rizos rojizos de su clan. Los suyos los llevaba muy cortos y cubrían su cabeza, exquisitamente moldeada, for­mando un prieto y brillante casquete.

Mientras examinaba a la Alta Consejera, Rolim empezó a considerar una posible vía para alcanzar el poder. En el curso de sus viajes, el elfo dorado había gozado de la com­pañía de un impresionante número de hermosas doncellas, y se enorgullecía de sus dotes de seductor. Esa belleza, ya un poco pasada, caería en sus brazos con mucha más facilidad que una jovencita. Sería muy sencillo conquistarla y, des­pués, influir en ella.

Como si hubiera oído las cavilaciones de Rolim, Kei­shara se dio la vuelta y clavó en él su típica mirada intensa y resuelta. Rolim sospechó que su rostro reflejaba clara­mente sus pensamientos. «Bueno, no importa», se dijo tras superar el embarazo inicial. Aunque no tenía previsto ini­ciar la campaña para ganarse los favores de Keishara de un modo tan directo, quizá no era tan mala idea darle algo en que pensar durante la travesía.

Pero Keishara no se sonrojó ni sonrió tontamente como solían hacer las mozas pueblerinas a las que Rolim seducía. La Alta Consejera parecía más bien divertida. ¡Divertida!

En ese mismo instante, Rolim Durothil le declaró la guerra, una guerra privada y secreta, pero no por eso me­nos seria. Ningún elfo del clan Amarilis lo mandaría a él con impunidad. En un principio pensaba permitir que Keishara conservara su puesto, pero ahora era imposible. Rolim se haría con el poder mediante cualquier medio que tuviera a su alcance.

Una mano vacilante se posó en su manga y lo arrancó de sus oscuros pensamientos. Rolim giró sobre sus talones y bajó la vista hacia su futura esposa, una criatura anodina y de aspecto ratonil, perteneciente a una rama secundaria del clan Flor de Luna. Supuestamente era una archimaga, y puesto que Rolim carecía de toda aptitud para la magia que pudiera transmitir a sus hijos, su padre sugirió que to­mara como esposa a una mujer que supliera esa carencia. Pese a que ella no era una elfa dorada, Rolim aceptó por­que había sabiduría en las palabras de su padre. Si quería que los Durothil de Siempre Unidos adquirieran más poder e influencia, era preciso aportar magia a sus descendientes. No obstante, si Rolim hubiese visto a la joven antes de fir­mar los papeles de compromiso, es muy posible que se lo hubiera pensado dos veces.

—Mi señor Rolim —empezó a decir la elfa en tono de disculpa.

—¿Qué deseas, mi señora...? —Se interrumpió brusca­mente, pues tan absorto estaba en sus ambiciones que en esos momentos no recordaba el nombre de su futura es­posa.

La elfa se sonrojó, pero no comentó la descortesía.

—Nuestra escolta está lista para llevarnos al barco —anunció, al tiempo que señalaba un bote y los dos elfos marinos que los esperaban sentados a los remos.

La futura esposa de Rolim dirigió una sonrisa al elfo de extraña apariencia que los ayudó a subir al bote.

—Gracias, hermano. Tú y tus parientes sois muy ama­bles al ayudar a los elfos de Aryvandaar a llegar a nuestro nuevo hogar. Si algún día necesitáis los servicios de un elfo terrestre, por favor, recurrid a nuestra familia. Os presento a Rolim Durothil, que va a convertirse en mi señor esposo. Y yo —añadió lanzando al elfo dorado una mirada car­gada de intención— soy la maga Ava Flor de Luna.

Las comisuras de los labios de Rolim sugirieron una sonrisa. Tal vez la esposa que le había enjaretado su clan y el Consejo no era tan insustancial como parecía. Desde luego, había cautivado a los elfos marinos y no estaba to­talmente desprovista de encanto, con sus grandes ojos gri­ses de mirada grave y la abundante mata de cabello que no era del todo plateado, sino que tenía el suave matiz grisá­ceo del pelaje de un gatito. No, con ese ligero sonrojo de resentimiento en las mejillas, ya no le parecía tan anodina.

«Quizás esta travesía marítima será más interesante de lo que creí», se dijo Rolim Durothil contemplando a su fu­tura esposa.

La travesía a Siempre Unidos fue larga, y los primeros días transcurrieron sin novedad. De hecho, los elfos de Aryvandaar tenían poco que hacer. La tripulación estaba formada por un gran número de elfos marinos, que se tur­naban para desempeñar las tareas de navegación y mante­nimiento así como explorar la ruta en busca de posibles peligros. Tan sólo el capitán del barco era un elfo terrestre, un plebeyo plateado cuyo nombre Rolim nunca se mo­lestó en aprender.

El futuro patriarca del clan Durothil en Siempre Uni­dos pasaba la mayor parte del tiempo estableciendo sutiles contactos con las otras familias de elfos dorados. Estos no­bles se dedicaban durante horas a trazar los planos de la ciudad que pensaban construir. Puesto que el clan de Ro­lim era la casa más ilustre, los demás aceptaban su lide-razgo y secundaban sus sugerencias.

Rolim no sabía qué hacía Ava Flor de Luna durante el día, y tampoco le importaba demasiado. Por la noche dor­mía bajo cubierta, en compañía de otras elfas. A bordo del barco había poca intimidad, y Rolim sabía que tendrían que esperar a llegar a su nuevo hogar para consumar la unión. Sin embargo, lo que no se esperaba es la impacien­cia que se apoderaba de él cada vez que entreveía fugaz­mente la menuda forma de su mujer. También lo cogió por sorpresa que el pálido y serio rostro de Ava lo persi­guiera en sus horas de descanso y hallara la manera de in­troducirse en sus sueños de ambición y de gloria.

Una noche, ya tarde, Rolim soñaba despierto cuando el barco interrumpió su suave balanceo. El elfo se irguió y notó que, aunque la embarcación cabeceaba, no se oía nin­gún sonido de lluvia ni viento.

Lleno de curiosidad, se cubrió a toda prisa con su capa, se ató el cinto y subió a cubierta. Junto a la batayola vio a un puñado de marineros, tensos y vigilantes, con sus ma­nos palmeadas cerradas sobre sus armas, listos para utili­zarlas. También se reunieron en cubierta unos cuantos el­fos de Aryvandaar aún con ojos soñolientos. Rolim se dio cuenta de que eran todos los archimagos que viajaban en el barco, entre los cuales estaba Ava, con la mata de pelo suelta y ondeando a su alrededor como una pequeña nube de tormenta.

Rolim corrió hacia los magos, cogió del brazo a su fu­tura esposa y se la llevó a un aparte. —¿Qué pasa? —inquirió.

—Nos están atacando —murmuró Ava, apenas pres­tándole atención. La atribulada mirada de la elfa se posó en los preocupados hechiceros-—. Nos preparamos para formar un Círculo si es necesario. Déjame volver junto a los demás; yo soy el Centro.

~¿TÚ?

A Ava se le encendieron las mejillas ante la incredulidad que se reflejaba en la voz de Rolim.

—Sí, yo. No será mi primera batalla, aunque supongo que esto también te sorprende. —La ira de la elfa se desva­neció al instante, y su atención se centró de nuevo en el grupo de hechiceros—. Por desgracia, los magos sólo pue­den atacar si el enemigo atraviesa nuestras defensas y ame­naza directamente el barco. ¡Ojalá pudiera hacer algo para ayudar a los elfos marinos que luchan por nosotros!

—Les pagamos generosamente por sus servicios —co­mentó Rolim—. Además, me parece que poco puedes hacer para cambiar el curso de una batalla que ni siquiera ves. Guarda la magia para ayudar a aquellos a los que está desti­nada, señora maga, y no desperdicies tu tiempo ni tus pen­samientos en esos peces de dos patas.

La cólera prendió en los ojos de Ava, que abofeteó a Ro­lim con tanta fuerza que el elfo volvió la cabeza hacia un lado. Los instintos guerreros de Rolim entraron en acción y, antes de pensárselo dos veces, trató de devolver el golpe.

Pero no llegó a tocarla. La menuda elfa le cogió la muñeca con ambas manos y pronunció una sola palabra. Al ins­tante, el avezado guerrero elfo estaba tendido de espaldas contra la dura madera de la cubierta y su futura esposa le aplastaba la garganta con una rodilla.

—Las siguientes palabras que digas contra alguien del Pueblo serán las últimas que pronuncies —le informó Ava sin levantar la voz—. Todos los que viajan en este barco fueron elegidos al azar, bajo la guía de los dioses, y todos tienen un propósito y un destino. ¡Pero juro por el Selda-rine que no permitiré que reproduzcas en nuestro nuevo hogar la confusión y la devastación de las Guerras de la Corona! Si lo intentas, lucharé contra ti, mi señor.

Dicho esto, se marchó. Rolim se puso trabajosamente en pie y escrutó furtivamente la cubierta. Al parecer, nadie había presenciado la humillación que había sufrido a ma­nos de su esposa, que aún no era tal. Todos estaban dema­siado ocupados arrastrando a bordo a los elfos marinos he­ridos que habían emergido a la superficie del mar, bañada por la luz de la luna.

Arrodillada cerca de la barandilla, Ava atendía a una guerrera moribunda. Con sus pálidas manos la maga tra­taba, en vano, de cerrar la herida mortal que la elfa marina había recibido en el pecho. Pese a que las lágrimas le roda­ban por las mejillas, Ava entonaba con voz fuerte y tran­quilizadora antiguas plegarias que guiarían el alma de la guerrera a Arvandor, el hogar de todos los elfos, tal como debía de ser Siempre Unidos.

Mientras contemplaba cómo la elfa plateada atendía a la moribunda de manera tan desinteresada y sentida, Ro­lim sintió una desgarradora punzada de dolor, como si algo que aprisionaba su corazón acabara de romperse. Una oleada de calor y luz lo invadió, trayéndole una paz que no imaginaba que le faltara.

Sin dudarlo, buscó en su bolsa la poción sanadora que todos los guerreros de Aryvandaar llevaban; su última es­peranza de salvación si las cosas se ponían feas en la batalla. Se acercó a Ava y le ofreció la preciada ampolla. —Para nuestro Pueblo —le dijo suavemente. Sus miradas quedaron prendidas sólo un instante, pero en ese breve lapso Rolim vio en aquellos ojos grises el elfo que podría llegar a ser. Era una imagen muy distinta de la que habían pintado sus ambiciones pero, de todos modos, se sintió contento.

Aunque aún tendrían que pasar muchos días antes de que Rolim Durothil pisara las playas de Siempre Unidos, en ese momento la isla se convirtió en su hogar.

La diosa Lloth se encontraba en un dilema. Durante si­glos se había dedicado a hostigar a los elfos de Aber-toril y disfrutaba haciéndolo.

En raras ocasiones recordaba que en otro tiempo llamó hijo al dios Vhaeraun. Ahora eran rivales. En cuanto a Ei-listraee, Lloth jamás le dedicaba ni uno solo de sus pensa­mientos, ni para bien ni para mal. La vida de la Doncella Oscura era muy semejante a la que había llevado en Arvan­dor: moraba en el bosque donde, según decían, malgastaba la poca magia divina que conservaba para ayudar a viajeros perdidos y cazadores elfos.

Lloth prefería las florecientes ciudades del sur de Faerun, donde la agitación y la intriga se propagaban como piojos. Asimismo, le cogió gusto a los oscuros y tortuosos túneles, que parecían hechos a propósito para esconder tesoros, tender emboscadas y dedicarse a otras deliciosas actividades clan­destinas. Después de la tediosa monotonía del Abismo, el conflicto latente entre los ilythiiris y los hijos de Corellon, de piel clara, resultaba un tónico. Las Guerras de la Corona habían sido fuente de una perversa alegría. Si hacía balance, Lloth no había sido tan feliz desde hacía milenios.

Pero, en cuanto al Desgajamiento, no sabía qué pensar. Las terribles inundaciones habían arrastrado el cuerpo mor­tal de Ka Narlist, y la magnífica ciudad de Atorrnash ya no era más que una leyenda. Lloth no lloraba la pérdida de su consorte, ya que hacía tiempo que estaba harta de él. Los machos, concluyó, no eran más que un fastidio. Si bien no lamentaba la muerte de Ka'Narlist, sí que le dolía la pérdida del maravilloso chaleco confeccionado con la magia de el­fos marinos. Existía la posibilidad de que Ka'Narlist se las hubiera arreglado para capturar su propia esencia en una de las perlas negras, y a Lloth no le gustaba pensar que, tal vez, su perverso y ambicioso consorte no estaba tan muerto como ella creía.

Las demás consecuencias del Desgajamiento también le despertaban sentimientos encontrados. Por una parte, ha­bía destruido a muchos de sus seguidores. Pero, por la otra, por cada uno de sus elfos que se había precipitado al mar o había sido aplastado por las rocas, habían muerto al menos tres seguidores de Vhaeraun. Lloth era ahora la principal diosa de los elfos oscuros.

Así se conseguían las victorias en los campos de batalla, como bien sabía Lloth. En los últimos siglos, había adqui­rido una considerable experiencia en el arte y la práctica de la guerra elfa.

Tan interesante era esa nueva afición, que la diosa había abandonado por completo su antigua ocupación de tejer bordados encantados. Los seres vivos eran hebras mucho más interesantes para su telar, y las intrigas, siempre distin­tas, que urdía le resultaban infinitamente más atrayentes que los ordenados destinos de los elfos oscuros mortales, que antaño hilara y cuidara. En el tiempo pasado en el Abismo se había aficionado al caos.

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