Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (20 page)

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El clérigo dirigió una sonrisa de autosuficiencia a su amada, al tiempo que aceptaba una espada corta de uno de los guerreros.

—Bueno, Amarilis, ¿diriges tú el ataque o prefieres que lo haga yo?

—Lo haremos juntos —respondió ella con profunda gratitud. Entonces no pudo resistirse a devolverle la broma y añadió—: Pero trata de no quedarte atrás.

La carcajada de Anarallath fue ahogada por el sonoro grito de guerra de Kethryllia. La elfa de la luna trepó por el muro de orcos muertos y se lanzó contra la siguiente olea­da de atacantes.

Los orcos quedaron tan sorprendidos que detuvieron su embestida, pero por poco tiempo. Las bestiales criaturas sonrieron con ferocidad, dejando al descubierto los colmi­llos, y arremetieron contra los elfos con renovado vigor. Los orcos disfrutaban matando elfos, en cualquier número y de cualquier forma, aunque la más satisfactoria era en el combate cuerpo a cuerpo.

Los ágiles elfos luchaban con gracia y rapidez en medio del barullo, dando varias estocadas por cada una que ases­taban los orcos, mucho más lentos. Kethryllia parecía es­tar en todas partes. Su gran espada centelleaba al desviar las hachas de guerra de sus enemigos. Y allí adonde iba, la seguía Anarallath. El clérigo no era un guerrero tan diestro como ella, pero la comunión entre sus mentes y sus al­mas les permitía luchar juntos con tanta facilidad y efica­cia como si fueran magos unidos para lanzar un solo he­chizo.

Pero a medida que la batalla se prolongaba, Kethryllia empezó a preguntarse si había hecho lo correcto. Los gue­rreros elfos se encontraban inmovilizados entre los orcos muertos y las hordas atacantes. Por suerte, el gran número de orcos se había convertido en una desventaja, ya que tal era su ansia por entablar combate con sus enemigos elfos que rivalizaban con sus propios por ver quién atacaba. Además, en muchas ocasiones las hachas y espadas oreas se hundían en carne orea, ya fuese por accidente o por la im­paciencia.

Al fin la batalla acabó. La mayoría de los defensores elfos habían caído, y los pocos supervivientes de los centenares de orcos que atacaron Sharlarion huían atropelladamente hacia el bosque.

—Espero que los lytharis os den la bienvenida con sus dientes —mascullo Kethryllia, al tiempo que envainaba su espada.

Entonces vio al comandante orco. Una mancha oscura, que la elfa había tomado por una sombra del bosque, se se­paró del denso follaje y se elevó hasta alcanzar el doble de altura que un elfo. Era una criatura con cuernos y un ros­tro que a Kethryllia le recordó un babeante jabalí salvaje sediento de sangre. Su macizo cuerpo tenía la forma de un orco, aunque de su torso sin vello brotaba un par extra de musculosos brazos. En los hombros tenía alas semejantes a las de un gigantesco murciélago. Excepto por sus ardientes ojos carmesíes, la criatura era del color apagado y sin vida de la madera reseca.

El ser del Abismo soltó un rugido mucho más terrible que el de un dragón y levantó sus cuatro garras, preparado para lanzar un ataque mágico.

—¡Aún no habéis vencido a Haeshkarr!

Kethryllia no esperaba nada semejante. Mientras la per­pleja guerrera permanecía inmóvil, Anarallath gritó a sus hermanos clérigos que lo siguieran. Entonces se lanzó ha­cia adelante, enarbolando el símbolo sagrado de Labelas Enoreth y entonando el hechizo de expulsión más pode­roso que conocían los sacerdotes de Sharlarion.

Uno a uno, los clérigos se unieron al canto. Por efecto de su ataque combinado, el bosque que había tras el
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pareció disolverse en un remolino de niebla gris. La sólida figura de la criatura empezó a temblar y a desvane­cerse, hasta convertirse en translúcida bruma que, inexora­blemente, era absorbida por el remolino.

El
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Haeshkarr lanzó un grito de furia mientras era impelido hacia la puerta. Entonces, súbitamente y con una rapidez tal que incluso a los ojos elfos les costó seguir sus movimientos, el
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se abalanzó sobre el clérigo que lo había derrotado y lo atrapó. Después, con la misma rapidez, Haeshkarr y Anarallath desaparecieron.

Kethryllia actuó instintivamente. Sin dudarlo ni un mo­mento corrió como un gamo hacia la puerta, que ya empe­zaba a cerrarse, y se lanzó de cabeza al Abismo.

La guerrera se encontró sola en un mundo de brumo­sos remolinos grises. En el aire frío y húmedo resonaban gritos lejanos y gruñidos, pero los únicos signos de vida eran los achaparrados hongos gigantes que crecían en el lodo.

De pronto, la neblina dejó al descubierto al
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. Haeshkarr llevaba a Anarallath sobre los hombros, como haría un cazador con un venado, y con dos de sus manos sujetaba al clérigo, que se debatía. La criatura levantó una de las manos que le quedaban libres y señaló a Kethryllia.

—Mátala y después ven —gruñó a alguien oculto a la vista de la elfa. Nada hubiera importado que conociera a su rival, pues Kethryllia ya corría hacia el
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. Pero la densa niebla gris envolvió al demonio y a su presa como si fuera un denso manto.

Un chillido ahogado, semejante a un ulular, resonó por encima de la cabeza de Kethryllia. La guerrera se agachó a tiempo de esquivar a una criatura del tamaño de un águila, que surgió de pronto de la niebla y que se abalanzó sobre ella con un furioso aleteo.

Kethryllia se hizo a un lado y levantó la mirada hacia la inmunda niebla entrecerrando los ojos. Seis taimadas cria­turas aladas volaban sobre ella en círculos, como cuervos que evaluaran el ágape que les ofrecía un reciente campo de batalla. Kethryllia desenvainó la espada y asestó una es­tocada al segundo de los demonios que la atacó. Pero la criatura era ágil y pudo cambiar de dirección antes de que el arma la tocara. Entonces empezaron a hostigar a la elfa desde todos lados. Kethryllia no tardó mucho en darse cuenta de que nunca podría vencerlas mientras volaban.

Deliberadamente, disminuyó el ritmo de sus movimien­tos, falló paradas y aceptó algunos mordiscos y zarpazos de las criaturas. Tan pronto como las creyó convencidas de que habían vencido, la elfa se derrumbó y cayó de bruces sobre el efervescente suelo, con la espada cerca de sus dedos.

Los demonios aterrizaron y empezaron a dar vueltas a su alrededor con precaución. Uno de ellos avanzó y le desga­rró la mano con una zarpa, a modo de prueba. Kethryllia pugnó por mantenerse inmóvil. Entonces, con risas soca­rronas de malvado júbilo, los demonios se acercaron para devorarla.

Kethryllia agarró rápidamente a
Dharasha
y ejecutó un amplio y potente cortapies, al tiempo que aprovechaba el impulso para sentarse. La poderosa espada atravesó a dos de las sorprendidas criaturas, pero las demás graznaron y aletearon, dispuestas a alzar el vuelo. Kethryllia completó el círculo a su alrededor mientras se iba poniendo de pie. Después de dibujar tres círculos describiendo una espiral ascendente con la espada, cinco demonios yacían sin vida.

La guerrera elfa se abalanzó sobre el único demonio que había conseguido alzar el vuelo, y a duras penas pudo aga­rrarlo por el tobillo. Pero la criatura era más fuerte de lo que Kethryllia se imaginaba y tiró de la guerrera. Ambas cayeron al lodo. Pero el demonio se puso instantáneamente en pie y, renqueando a una velocidad asombrosa, arrastró a la elfa.

Kethryllia trató de levantar la espada y resistirse, pero el espeso lodo por el que era arrastrada le mantenía el brazo derecho inmovilizado contra el costado. La elfa se abrazó al tallo de un hongo con las botas, tratando de frenar el pre­cipitado vuelo del demonio. La frágil planta cedió inme­diatamente, lanzando al aire una lluvia de irritantes y fé­tidas esporas. A Kethryllia le ardían los ojos, le dolían tanto como si una mofeta le hubiera lanzado en plena cara su líquido.

No obstante, aunque estaba cegada y todos los múscu­los del cuerpo le dolían, la elfa de la luna no se dio por ven­cida. Tenía una posibilidad de someter a ese demonio y obligarlo a que la condujera a su amo. O, al menos, podía destruir a los secuaces del
tanar'ri
y esperar que así atraería su furia hacia ella. A Kethryllia no se le ocurría otro modo de dar con el
tanar'ri
y con su amado en ese vasto y som­brío lugar.

Súbitamente, el brazo de la elfa recibió una sacudida tan fuerte que se dislocó. El demonio había desistido de tratar de desembarazarse de ella y había alzado otra vez el vuelo.

La dolorida Kethryllia seguía sin poder ver, pero sabía hacia dónde blandir la espada. El demonio batía desespera­damente las alas e, involuntariamente, ayudó a la elfa a po­nerse en pie. Entonces Kethryllia trazó un arco con
Dha­rasha
. Se oyó un chillido breve y terrible, seguido por un torrente de icor hirviendo.

La guerrera arrojó a un lado el pedazo de demonio al que seguía agarrada y se apartó bamboleándose del hu­meante charco maloliente. La elfa prefirió envainar su espada antes que dejarla en el suelo, pues temía que el revuelto lodo que pisaba pudiera arrebatársela. Entonces empezó a curarse las heridas.

Primero se agarró el hombro con la mano sana y volvió a colocar el hueso en su sitio. Se hizo mucho daño y, además, el hombro le dolería horrores durante días. Pero Kethryllia sabía que en la lucha iba a necesitar todo el servicio que ese hombro pudiera prestarle. Hecho esto, rebuscó en su bolsa la poción curativa que todos los guerreros de Sharlarion lle­vaban. Retiró el tapón con los dientes, vertió una pequeña cantidad en una mano y se lo aplicó. Luego se dio un ma­saje con él sobre los párpados de los ojos, que le ardían.

El terrible y entumecedor frío que reinaba en el Abismo la ayudó, pues, extrañamente, parecía paliar el dolor y ace­lerar la recuperación de la vista. O quizás era que ahora que el dolor disminuía, empezaba a notar el frío. Fuera como fuese, el húmedo y fresco aire se había convertido en ráfa­gas de viento glacial que llevaban consigo un hedor mucho peor de lo que Kethryllia hubiera creído posible.

Por entre la bruma de sus ojos, aún doloridos, la guerrera vio ante ella a una hermosa elfa de piel oscura, más alta y más terrible que cualquier mortal. La criatura temblaba presa de una rabia apenas contenida. Pese al frío, se cubría únicamente con vaporosas telas negras y un tesoro en joyas de plata digno de un dragón.

Flanqueaba a la diosa, en perfecta formación, un escua­drón de elfos de mirada vacua, algunos de los cuales esta­ban en estado de putrefacción. Pese a que todos habían te­nido la piel oscura, la tez de la mayoría de ellos era ahora de un gris reseco y apagado. La carne verdosa, incluso el hueso, asomaba allí donde la piel muerta había caído.

A Kethryllia se le hizo un nudo en la garganta de horror y pavor, mientras observaba a esos seres sobrenaturales. To­dos los muertos en vida iban bien armados y aunque lucha­rían sin pasión, harían gala de toda la destreza que poseían en vida. Kethryllia ya se había enfrentado a elfos oscuros vi­vos, y sabía que eran unos formidables guerreros.

La elfa de la luna se volvió hacia la figura de la elfa alta y le dijo:

—Excelsa señora, no tengo nada contra de vos ni vues­tros guerreros. Si lo deseáis, abandonaré vuestro reino al instante, pero primero debéis decirme dónde puedo en­contrar al
tanar'ri
Haeshkarr.

—¿Haeshkarr? —repitió la figura elfa con voz estridente e iracunda—. Es un esbirro de Lloth. ¿Por qué lo buscas?

—Para vengarme —respondió Kethryllia en tono grave. Para su sorpresa, los ojos escarlata de la diosa se iluminaron con perverso júbilo. Pero, tan rápidamente como apareció, éste volvió a apagarse.

—Una mortal —se burló la diosa—. ¿De qué puedes servirle a la gran diosa Kiaranselee? ¡Muchos desean ven­ganza, pero pocos tienen los medios o la voluntad para lle­varla a cabo!

—Entonces permitid que demuestre qué soy capaz de hacer —dijo la elfa con calma, pues estaba urdiendo un plan—. Lucharé contra tres, o mejor contra cinco, de vues­tros guerreros muertos en vida. Si los venzo, quizá pueda seros de utilidad en vuestra venganza contra Lloth.

Era una suposición, pero dio en el clavo. La diosa aplau­dió encantada, tras lo cual señaló con el dedo a varios de sus esclavos.

—¡Matadla! ¡Matadla! ¡Matadla! —les gritó.

Cinco zombis levantaron sus armas y avanzaron hacia Kethryllia. La elfa de la luna desenvainó su espada encan­tada y arremetió contra el muerto en vida más cercano. La criatura efectuó una parada precipitada, pero también pre­cisa. Kethryllia impulsó hacia arriba los aceros entrelazados, giró a un lado y propinó una soberana patada a las rodillas de su rival. El hueso reseco se hizo añicos, y su contrincante se derrumbó. Kethryllia hizo un barrido hacia debajo, de re­vés. En el momento en que
Dharasha
tocó al elfo oscuro, éste se convirtió en polvo.

La diosa Kiaranselee chilló, aunque Kethryllia no supo si de rabia o de excitación. Y tampoco tenía tiempo para decidirlo. La guerrera paró el arco alto que otro zombi di­bujaba con su espada, y luego giró sobre sus talones para detener la estocada de otro, que se le había acercado sigilo­samente por la espalda. Kethryllia se agachó y abatió a sus dos contrincantes con un hábil cortapies. Entonces hun­dió la espada primero en uno y después en el otro, antes de que tuvieran oportunidad de levantarse.

Los dos zombis que seguían en pie se abalanzaron sobre

Kethryllia mientras ésta continuaba en el suelo. La gue­rrera rodó a un lado y después hacia atrás, blandiendo su acero y golpeando al muerto en vida que tenía más cerca con la parte plana del arma. El zombi se desplomó instan­táneamente. La elfa de la luna se puso de pie de un salto y se encaró con el último esclavo en liza. Pocos segundos des­pués, éste también descansaba en paz, si es que un montón de fétido polvo que ya empezaba a dispersarse puede consi­derarse paz eterna.

Respirando entrecortadamente, Kethryllia hizo frente a la diosa elfa oscura. La guerrera sabía que ni siquiera en condiciones óptimas —esto es, descansada e ilesa— hu­biera podido vencer a cinco elfos oscuros. Pero
Dharasha
estaba encantada para destruir criaturas no muertas con sólo tocarlas. No obstante, sus hechizos nada podían con­tra los moradores del Abismo. Kethryllia se dijo que la diosa no tenía por qué saberlo.

La diosa de la venganza y de los muertos en vida aplau­dió.

—¡Bravo, mortal! ¡Ni siquiera los
tanar'ris
son capaces de vencer a mis servidores con tanta facilidad!

Kethryllia se llevó la espada a la frente en señal de res­peto.

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