Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (22 page)

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Hojaestrella fue la primera en notarlo. Los elfos no sólo utilizaban el Tejido, también eran parte de él, y la joven sintió que las almas de los archimagos empezaban a des­prenderse peligrosamente del tejido de la vida.

En ese momento, el conjuro ya estaba completado, pero el flujo de poder mágico no se interrumpió. Los elfos eran incapaces de liberarse.

La torre se tambaleó, como si fuera un juguete que dos dioses titánicos se disputaran, y al bramido del hechizo se sumaba la algarabía que reinaba fuera de la torre. Con sus sentidos agudizados, Hojaestrella percibió la agonía de la tierra, que era rasgada por temblor tras temblor. La elfa vio que Faerun se fragmentaba y que grandes porciones del mismo eran arrastradas y se desgajaban una y otra vez, dando lugar a islas dispersas en el otrora impoluto océano. Hojaestrella presenció la destrucción de ciudades, el hun­dimiento de cordilleras en el mar, así como las mareas que arrasaban a aterrorizados elfos y a otras criaturas en un centenar de playas recién creadas. Hojaestrella lo vio todo, pues en esos momentos era una con el Tejido.

No obstante, estaba sola. La magia había consumido las formas mortales de los magos y había absorbido su esencia vital, que alimentaba el cataclismo que habían desatado.

Pero Hojaestrella aún percibía las débiles y resplande­cientes líneas del entramado de magia que habían creado. La joven ahuecó las manos e invocó el poder que habían sido los archimagos de Faerun. Los llamó, les suplicó, les imploró y les exigió, usando todo el Arte al que había con­sagrado su vida. Hojaestrella se aferró a ellos mientras de­saparecían lenta e inexorablemente.

Cuando el postrer destello de su luz colectiva se apagó en su mente y la oscuridad cubrió incluso el brillante di­bujo del Tejido, el último pensamiento de Hojaestrella fue para el antiguo bosque, el hogar que había abandonado impelida por su obligación de crear otro.

Hojaestrella despertó sobre el frío suelo de la oscura y silenciosa torre. Hizo un esfuerzo por levantarse, tratando en vano de liberarse de la bruma de dolor y total agota­miento que la aprisionaba. Lo primero que le vino a la mente es que la Reunión había fracasado.

A medida que el sordo estruendo que oía en su cabeza se fue acallando, notó a su lado un sonido inaudible, un si­lencioso zumbido. Hojaestrella parpadeó para librarse de las lucecitas que revoloteaban ante sus ojos y posó la mi­rada en el objeto.

En un cuenco poco profundo, que parecía haber sido tallado a partir de una única gema azul verdosa, había plantado un pequeño árbol. Era un perfecto roble adulto en miniatura, con diminutas hojas verdes y doradas que relucían. La sorprendida elfa rozó con un dedo la corteza plateada y sintió una oleada casi abrumadora de amor y re­conocimiento. Instintivamente, supo que el árbol alber­gaba las almas de los archimagos, y que éstos estaban con­tentos.

—¿Pero cómo es posible? —murmuró—. ¿Están conten­tos pese al fracaso?

—No ha sido ningún fracaso —dijo una voz suave a su espalda—. Al menos, no del todo.

Hojaestrella se volvió y se quedó boquiabierta. Tenía ante ella dos elfos de cabello dorado, demasiado bellos para ser mortales. El hombre llevaba armadura, y alrededor de la fabulosa espada que le colgaba a un costado revoloteaban lucecillas, como estrellas que giraran vertiginosamente. Su compañera, ataviada con un maravilloso vestido y ador­nada con piedras preciosas del color de la luz de las estrellas, se adelantó y ayudó a la estupefacta elfa del bosque a po­nerse de pie.

Hojaestrella supo, sin lugar a dudas, que sus ojos con­templaban a las deidades elfas más poderosas, por lo que se inclinó en una reverencia.

—Levántate y escucha lo que hemos venido a decirte —declaró la diosa Angharradh—. Nosotros te elegimos para esta tarea. En otro tiempo, en un país en el que se me veneraba, los sacerdotes y magos lanzaron un conjuro que casi los destruyó a todos. Hay cosas que los dioses no pue­den impedir, ya que si lo hicieran privarían a sus hijos mortales de la posibilidad de elegir. No obstante, hicimos lo que pudimos. Con tu ayuda.

—¿Qué es esto? —inquirió la elfa mirando el diminuto árbol.

—El Arbol de las Almas —respondió Corellon Lare­thian con seriedad—. Cuídalo bien, pues será importante para asegurar que el Pueblo tenga un hogar en este mundo. Guárdalo en Siempre Unidos, en un lugar oculto.

—¿Siempre Unidos? ¿Es que existe? ¿Dónde está? —pre­guntó Hojaestrella, con la esperanza brillándole en los ojos.

Corellon tocó la frente de la elfa con un dedo e, instantá­neamente, ésta vio en su mente un mundo rotatorio en el que reconoció los fragmentos rotos y desperdigados de lo que había sido Faerun, un único continente. Una pequeña isla relucía como una esmeralda en el mar, rodeada por enormes extensiones de agua. Al tiempo que miraba, el desgarrado Tejido empezó a recomponerse por sí mismo, y si bien es cierto que sobre la mayor parte del mundo era muy tenue, sobre la isla era brillante y luminoso.

De pronto, Hojaestrella se encontró en la isla. Tal era su hermosura que los ojos se le llenaron de lágrimas. En ella había todo lo que un elfo podía desear: bosques antiguos y profundos, fértiles claros, alegres ríos, inmaculadas playas blancas, la compañía de criaturas del bosque y de seres má­gicos, así como magia jubilosa y vibrante que colmaba el aire como la luz del sol.

Hojaestrella tocó el Árbol de las Almas para compartir esa visión con los elfos que habían dado su vida para crearla.

—Después de todo, lo conseguimos —murmuró feliz.

—De eso no estoy tan segura —la corrigió Angharradh con tono grave—. Cuando abandones esta torre, enseguida verás qué quiero decir. ¿Tienes idea de cuántos elfos han muerto? ¿Te imaginas hasta qué punto ha cambiado el mundo?

»Siempre Unidos es, en parte, fruto de la magia que tú y los demás magos arrancasteis del Tejido de la Vida, es cierto. Pero eso no habría bastado; gran parte del poder fue absorbido en la destrucción que desencadenó vuestro he­chizo. A falta de una explicación mejor, podríamos decir que Siempre Unidos es una parte de Arvandor, un puente entre los mundos así como el trabajo combinado de elfos mortales y de sus dioses. No te atribuyas demasiado mérito, ni asumas toda la culpa —añadió la diosa en tono más suave—. Lo sucedido estaba escrito. Tu labor será procurar que el Pueblo halle su camino hacia esa patria que tan cara se ha conseguido. ^

—Plantaré, el Árbol de las Almas en Siempre Unidos con mis propias manos —prometió Hojaestrella.

—-No —la advirtió Corellon—. Debes cuidarlo y prote­gerlo, pero el Árbol de las Almas tiene otra finalidad. Quizá llegue el día en que los elfos deseen regresar al continente, o se vean obligados a ello. Este árbol contiene el poder de la Alta Magia, un poder que ya empieza a desaparecer de Fae-run. Con el tiempo, sólo existirá en Siempre Unidos. Las almas que moran en el interior del árbol y las almas de los' elfos aún no nacidos que decidan entrar en él en vez de re­gresar a Arvandor darán al Pueblo una segunda oportuni­dad en Faerun. Cuando se plante, ya no se moverá nunca más. El poder de su interior permitirá a los elfos conjurar Alta Magia a su sombra, que se hará mayor y más poderosa con cada año que pase.

«Recuerda lo que te he dicho y transmite mis palabras a aquel que reciba la custodia del árbol de tus manos —ad­virtió Corellon gravemente—. El Árbol de las Almas no debe ser tomado a la ligera, ni plantado por impulso.

—Lo recordaré —prometió la elfa, y mientras lo hacía rogó en silencio que nunca fuera necesario plantarlo. Su corazón y su alma se regocijaban con la visión de Siempre Unidos y con la seguridad de que nada a este lado de Ar­vandor podría reemplazarlo en los corazones del Pueblo.

10
La vuelta a casa

Pese a la devastación causada por el Desgajamiento, los pueblos elfos se fueron recuperando lentamente. Con el tiempo, prosperaron otra vez en las múltiples tierras que antaño conformaran Faerun. El antiguo nombre se con­servó, pero ahora sólo describía un continente.

Cientos de comunidades elfas desaparecieron en el caos y la destrucción del Desgajamiento, y otras cambiaron para siempre. Pero Sharlarion, en el bosque, fue una de las pocas que sobrevivieron intactas. Sus afortunados habi­tantes aumentaron en número y se extendieron por los bosques, las colinas y las tierras bajas del entorno, y llega­ron a crear un reino conocido como Aryvandaar.

Fue una era de magia poderosa, y las torres de los archi-magos salpicaban todo Aryvandaar como ranúnculos en un prado estival. Fueron innumerables las grandes obras de magia que estos Círculos crearon: armas para la guerra, esta­tuas de los dioses que daban la bienvenida al alba cantando o que bailaban a la luz de las estrellas, o piedras preciosas que guardaban poderosos hechizos. Pero quizá la obra más sobresaliente fueron las puertas mágicas que unían las co­munidades del continente con Siempre Unidos.

Aunque la mayoría de los elfos se sentían a gusto en sus comunidades, siempre tenían presente Siempre Unidos. Esta isla, hogar de los elfos, conformaba en gran medida su identidad elfa así como su destino individual. Una de las bendiciones más usuales era: «Que puedas ver Siempre Uni­dos», para expresar el deseo de que ese elfo gozara de una larga vida mortal, que acabaría en el momento y el lugar que el aludido eligiera. Ciertamente, muchos elfos iban en pere­grinación a la isla elfa antes de responder a la llamada de Ar­vandor.

Pero por importante que fuera Siempre Unidos en los corazones y las mentes del Pueblo, el Consejo de Ancianos decretó que aún no había llegado el momento de colonizar la isla. Los elfos del continente tenían otros asuntos de los que ocuparse.

En esos momentos, casi todo el poder en Aryvandaar re­caía en manos de los elfos dorados, aunque en el Consejo de Ancianos había asientos reservados a dignos miembros de todas las razas de elfos de piel clara. Los gobernantes dora­dos se sentían orgullosos de los logros de su reino y ansia­ban expandirse con el fin de aumentar y compartir las ma­ravillas de Aryvandaar. Pero lo que empezó como una gran visión fue degenerando en encarnizadas y brutales guerras.

Las Guerras de la Corona asolaron el país durante si­glos, desde los bosques más septentrionales a las soleadas tierras bajas. La destrucción fue tan enorme y generali­zada, que no sólo estaba en juego la gloria de Aryvandaar, sino su propia existencia.

Para acrecentar aún más la aflicción de los elfos, una nue­va y poderosa diosa mandaba en el sur. Se trataba de una diosa elfa de piel oscura que parecía empeñada en extermi­nar a las demás razas élficas. Bajo su mando, los ilythiiris empezaron a ejercer presión contra el norte en grandes nú­meros, deslizándose a través de los túneles y hendiduras que el Desgajamiento creó en las profundidades de la tierra.

En su avance hacia el corazón de las colinas y montañas, los ilythiiris toparon con la resistencia de muchos de los clanes de enanos que desde tiempos inmemoriales lucha­ban por implantar un cierto orden en el caótico mundo subterráneo. Las batallas entre ambas razas fueron largas y cruentas, y muchos enanos perecieron. Algunos de esos robustos seres huyeron hacia el norte, buscando dónde es­tablecerse en las colinas de Aryvandaar. Los elfos les dieron la bienvenida, aunque con reparos. El reino de Aryvandaar era ahora muy débil y era preferible soportar a aliados ena­nos antes que sufrir un destino que muchos de los mayores temían: la total destrucción.

Así llegó la hora en que Siempre Unidos se convirtió en un reino al que los elfos pudieran escapar si era necesario, un refugio fácilmente defendible. El Consejo fue el encargado de el egir a varios clanes nobles para iniciar la colonización del hogar de todos los elfos.

Como todos suponían, el clan Durothil fue el primero en ser seleccionado. Lo acompañarían otros dos poderosos clanes de elfos dorados, Evanara y Alenuath y, por parte de los elfos de la luna, los Amarilis, Flor de Luna y Le'Quelle. En cada una de estas casas recaía el honor y la responsabili­dad de elegir a los miembros que irían a Siempre Unidos. Las familias nobles no estarían solas: cada una de ellas lle­varía sirvientes del pueblo llano, guerreros pertenecientes en su mayoría a clanes menos poderosos que eran fieles a las grandes familias nobles, así como representantes de di­versos oficios, como zapateros, toneleros o talladores de gemas, y que serían tan importantes para el nuevo reino como los nobles que los gobernarían y protegerían.

Después de mucho debatir, se decidió que Siempre Uni­dos sería gobernado por su propio Consejo de Ancianos, formado por dos representantes de cada clan noble. La lí­der del Consejo sería Keishara Amarilis, una archimaga considerada digna descendiente de la famosa heroína elfa plateada. Aunque muchas de las familias de elfos dorados quedaron decepcionadas de que ese honor no recayera en sus casas, la mayoría de ellas convinieron en que Keishara era la más adecuada para ser la Alta Consejera. Además, los elfos dorados y los plateados no aceptarían por unanimidad a otro candidato.

El día señalado, una larga hilera de colonizadores —apro­ximadamente doscientos— partió hacia el oeste. Viajaban ligeros de equipaje y sólo llevaban consigo lo imprescindi­ble para el trayecto, además de objetos únicos que habían heredado de sus antepasados, como libros de saber popu­lar, armas mágicas y delicados instrumentos musicales. Siempre Unidos les ofrecería todo lo que necesitaran, y es­taban seguros de que pronto construirían una ciudad que podría rivalizar con cualquiera de Aryvandaar. En Siempre Unidos ya había presencia elfa; elfos silvanos la habitaban desde el día de su creación, muchos siglos atrás. Según los clérigos del Seldarine, los dioses habían ordenado que fuera así. Los elfos del bosque vivían en armonía con la tierra y ajustaban el Tejido a una única cadencia elfa. La presencia de elfos dorados y plateados acabaría de refinar y estructu­rar esa magia.

Durante una luna los elfos elegidos viajaron hacia el oeste. Finalmente, sus oídos percibieron el murmullo del mar, y se dirigieron al sur siguiendo una costa salpicada de rocas, hasta que se encontraron con una enorme montaña que se alzaba ante ellos, solitaria.

En ese lugar, una llanura al abrigo de dos bosques, había un magnífico puerto de aguas profundas. Los elfos mari­neros solían tomar tierra en él y amarraban sus barcos a muelles submarinos con la ayuda de los habitantes del mar y de los elfos marinos que poblaban la costa.

Los elfos de Aryvandaar contemplaron el puerto con gran interés. A diferencia de las ciudades de su reino, poco distinguía ese lugar de la espesura que lo rodeaba. Un cami­nante que pasara por allí por casualidad no vería nada espe­cial, pero entre los elfos había algunos que habían acudido a la feria de primavera y comprobado con qué rapidez po­día instalarse un animado mercado a la sombra de la mon­taña. El interior de la montaña albergaba un antiguo reino enano, y en las colinas y bosques de más allá vivían hal-flings. Incluso un puñado de comerciantes humanos pro­cedentes de las primitivas tribus del norte se aventuraban hasta el mercado del puerto, cuando parte del hielo que cu­bría los mares se fundía. Pero ahora era pleno verano e in­cluso las embarcaciones que los llevarían a Siempre Unidos estaban ocultas en cuevas marinas, más al sur.

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