Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (9 page)

—Ghaunadar —murmuró horrorizado el Señor de los Elfos. Ghaunadar era un antiguo mal elemental que nunca antes había hecho acto de presencia en el Olimpo. Sólo la existencia de auténtica maldad podía abrir la puerta de Arvandor a tal poder. Corellon tuvo un momento de desesperación al darse cuenta de hasta dónde había llegado el traidor.

En ese momento el dios ogro que huía de los duendecillos vengadores pasó a toda prisa junto a Corellon. Los ojos amarillos del ogro se abrieron desmesuradamente al ver al elfo atrapado. e inmediatamente se oscurecieron con un ansia asesina y sueños de gloria. Sin hacer caso de las punzantes espadas de los duendecillos, el ogro alzó su mangual —que consistía en una gruesa cadena que terminaba en una bola de pinchos— y empezó a hacerlo girar en el aire a medida que se acercaba a Corellon.

El Señor de los Elfos buscó con la mirada a Araushnee y la triunfante expresión de su rostro le heló la sangre, de un modo que ni la nube de Malar ni el horror de Ghaunadar que se arrastraba hacia él podían haberlo hecho.

Antes de ser capaz de asimilar el golpe, un chillido de Eilistraee lo hizo apartar la mirada de la cara de satisfacción de Araushnee. El Señor de los Elfos alzó la vista justo cuando su hija disparaba una flecha que atravesó la garganta del ogro.

El bestial dios se detuvo, pero su mangual no. La cadena se le enrolló alrededor del cuello antes de que la bola con pinchos chocara contra su pecho. El contorno del dios ogro empezó a desvanecerse, aunque no antes de que otras dos flechas de Eilistraee se alojaran en su garganta.

Una cuarta flecha volaba ya. Corellon sintió otra vez la sensación de hormigueo que le transmitía la vaina de su espada y comprobó que el proyectil alteraba levemente su rumbo. Al darse cuenta de que la flecha de su hija iba hacia él, Corellon supo por qué su espada se había roto en la batalla con Gruumsh el Tuerto.

El devastador dolor de la traición de Araushnee le atravesó de parte a parte. El Señor de los Elfos ni siquiera sintió la flecha de su hija que le atravesaba el pecho.

5
Fin de la batalla; declaración de guerra

El ocaso ya había abandonado el bosque y la luna empezaba a aparecer justo cuando una Aerdrie Faenya, maltrecha pero victoriosa, voló de regreso al campo de batalla de Arvandor. Había sido un día muy largo pero Auril, la Hacedora de Tormentas, había sufrido una derrota completa, cuyo precio era su eterno destierro del Olimpo. Desde este momento, la diosa del mal tiempo tendría que contentarse con conjurar el invierno en los mundos mortales. Ni que decir tiene que eso supondría un considerable aumento de las responsabilidades de Aerdrie, ya que debería asegurarse de que la diosa derrotada no concentraba su gélida cólera en el pueblo elfo. Aerdrie sospechaba que muchos de los dioses vencidos y desterrados se vengarían en los elfos mortales.

Mientras sobrevolaba el campo de batalla, Aerdrie comprobó con alivio que sus hermanos también habían triunfado. La mayoría de los invasores habían sido desterrados y, pese a que la zona de lucha se veía pisoteada y llena de sangre, estaba casi en calma. Los árboles de Arvandor mostrarían las cicatrices de las tormentas de Auril por algún tiempo, pero todas las deidades del bosque se unirían para curar y limpiar la floresta. La hija cazadora de Corellon ya se había encaramado a un árbol y sin duda derramaba sobre sus ramas su magia sanadora.

La diosa descendió en picado hacia el Seldarine, que pronto se alzaría con la victoria, con la mente ya puesta en la inminente celebración. La mirada de Aerdrie se posó en la joven Eilistraee justo cuando la joven y sonriente cazadora disparaba una flecha negra. Horrorizada, Aerdrie vio que el proyectil se dirigía a Corellon Larethian, atravesaba el reluciente peto que protegía al Señor de los Elfos y lo lanzaba hacia atrás.

De la garganta de Aerdrie escapó un chillido semejante al de un súbito vendaval. La acción de Eilistraee tenía que ser una traición, pues todo el Seldarine conocía la habilidad de la Doncella Oscura con el arco.

La diosa del aire extendió ambas manos y de sus dedos surgió una tempestad de una furia que hubiera avergonzado a la misma Auril. La ráfaga de viento golpeó a la joven cazadora con tal fuerza que la derribó de la rama. Eilistraee cayó a plomo, rompiendo ramas secas a medida que caía. Por último, chocó contra el suelo y se quedó inmóvil.

Sin ni siquiera echar un vistazo a la joven diosa caída, Aerdrie se posó en el suelo y corrió a reunirse con los supervivientes del Seldarine, que se arracimaban alrededor de su líder muerto. Todos se apartaron para dejar paso a Araushnee y contemplaron en respetuoso silencio cómo la diosa se arrodillaba junto a Corellon y lloraba la pérdida de su amado.

—No está muerto —dijo de pronto Hanali Celanil.

Araushnee alzó su rostro bañado en lágrimas que escondía entre las manos y clavó una mirada acusadora en la diosa de la belleza y el amor.

—¿Cómo es posible que tú, precisamente tú, te burles de mi dolor? ¡Mi amado ha muerto!

—Las flechas de la Doncella Oscura no pueden matarlo —insistió Hanali.

—No sé por qué Eilistraee ha hecho algo así, pero sé que su puntería es certera y que nunca ha fallado un blanco —replicó Araushnee.

Sin malgastar más tiempo en palabras, Hanali apartó a un lado a la consorte del dios supremo y se arrodilló junto a él. La armadura protectora de Corellon se abrió en cuanto la tocó.

—Tal como me imaginaba —murmuró Hanali, estudiando la gran cabeza de flecha alojada parcialmente en el pecho de Corellon—. Eilistraee cazaba ogros; esta flecha está pensada para perforar el pellejo de un ogro, pero es demasiado grande para deslizarse entre las costillas de Corellon. Está alojada aquí. Ayúdame —añadió dirigiéndose a Araushnee.

Entre las dos retiraron la flecha del cuerpo del elfo y atendieron sus heridas. Pero Corellon no revivía. Lo rodeaba un aura de paralizante desesperanza, como si el mal contra el que había combatido durante ese largo día lo hubiera helado. Las demás deidades iniciaron una salmodia, derramando sobre el Señor de los Elfos su poder sanador conjunto. Incluso Araushnee se sobrepuso a su dolor y sacó de los pliegues de su vestido una refulgente ampolla.

—Es una infusión preparada con agua de Elysium y hierbas curativas recogidas en el corazón de Arvandor. Lo ayudará a recuperarse —dijo al tiempo que acercaba la ampolla a los labios de Corellon.

Lo cierto era que Araushnee se había preparado para esa eventualidad. Últimamente su «amado» le había dado suficientes pruebas de la tenacidad con la que se aferraba a su vida inmortal. Era posible que la pócima que contenía la ampolla no bastara para acabar con un Corellon herido, pero ciertamente lo sumiría en un sueño más profundo. Con un poco de suerte, y tal vez repitiendo las dosis, el Señor de los Elfos nunca despertaría. En el caso de que llegara a descubrirse la naturaleza de su sueño comatoso, Araushnee revelaría una verdad simple pero devastadora: había sido Eilistraee quien recogió las hierbas y preparó el brebaje. La joven cazadora había fabricado el veneno mortal para que los elfos mortales untaran sus flechas de guerra con él, pero eso sólo lo sabían ella y Araushnee. Dado que Eilistraee no podía hablar ni ahora ni durante un cierto tiempo —o acaso para siempre—, Araushnee no temía que esa parte del complot fuera descubierta. Y entonces, cuando ella pudiera disponer del poder de Corellon...

Un haz de luz de luna tan afilado como un estilete la golpeó a la velocidad de un rayo, haciendo pedazos el sueño de victoria de la diosa y arrebatándole la ampolla de sus dedos de ébano. Sorprendida, Araushnee se alejó de Corellon y lanzó una maldición tan vil que las deidades elfas que entonaban sus cánticos enmudecieron.

La luz de luna que la había atacado se retiró y se atenuó. Entonces se extendió formando una bruma y adoptó una forma que Araushnee conocía perfectamente.

—¡Sehanine! —exclamó. Se puso en pie y se volvió contra su hijo, que todo el tiempo había permanecido a su espalda como un cuervo que acecha la oportunidad de conseguir comida. Instintivamente Vhaeraun reculó.

—¡Idiota! —le espetó Araushnee, con el rostro contraído por la rabia y la frustración—.¡Es demasiado pronto, demasiado pronto! Un día más y habría tenido tanto poder que el Seldarine no habría podido hacer nada. Pero tú... ¡Nos has destruido a los dos!

La diosa oscura levantó una mano dispuesta a golpear a su hijo, pero Hanali Celanil le agarró la muñeca con una fuerza extraordinaria en alguien tan delicado.

—¡Ya basta! Tus propias palabras suscitan graves preguntas, Araushnee, y puedes estar segura de que hallaremos las respuestas. Ten presente que el Consejo considerará esas preguntas conforme a lo que has dicho y lo que hagas —dijo Hanali severamente.

Araushnee dio la espalda a su hijo y se desasió violentamente de la diosa que la sujetaba. Entonces levantó la mirada hacia la bellísima faz de Hanali y se mofó:

—¿Y quién reunirá al Consejo? Ningún dios elfo posee el poder de Corellon y sólo él puede convocarlo. ¡Despiértalo si puedes o trágate tus acusaciones!

En respuesta, Sehanine Moonbow y Aerdrie Faenya se colocaron a los lados de Hanali. De las tres se elevó una luminosa neblina que adoptó la forma de una única diosa de increíble hermosura y poder sobrecogedor. Al contemplarla, Araushnee supo que tenía enfrente a su sucesora.

—Soy Angharradh —dijo la nueva diosa con una voz que era viento, luz de luna y música—. He nacido de la esencia de las tres mayores diosas elfas. Soy tres y soy una; tres para asegurarme de que la traición nunca más entre en Arvandor, y una para estar al lado de Corellon.

Angharradh se inclinó, rozó con su mano la frente de Corellon y después su corazón. Las heridas del señor del dios supremo se cerraron y la oscura aura que lo rodeaba pareció disiparse. El dios abrió los ojos y los posó no en la espléndida Angharradh, sino en Araushnee. Su mirada expresaba una profunda congoja y una determinación igualmente intensa.

—Entre nosotros se ha introducido un gran mal —dijo en un seco susurro—. Por el bien del Seldarine y de nuestros hijos elfos, debemos hacerle frente. El Consejo está convocado. Todo aquel que lo desee puede hablar libremente.

Sehanine se avanzó y contó su historia, empezando por sus sospechas sobre el bordado encantado de Araushnee. A continuación, relató que había presenciado el duelo entre Corellon y Gruumsh, y cómo
Sahandrian
se rompía. La diosa de la luna admitió haberse comportado como una estúpida al abordar a Araushnee y contó cómo cayó en la telaraña de la diosa oscura, la cual la entregó a Vhaeraun. En pocas palabras les narró cómo había escapado y el poder al que tuvo que renunciar para hacerlo.

Los miembros del Seldarine se quedaron en silencio mientras trataban de asimilar la espantosa declaración de Sehanine. Finalmente, Corellon habló:

—Todos habéis oído las acusaciones y habéis presenciado hechos inquietantes. Ahora debéis decidir qué destino merece Araushnee.

—Destierro —respondieron a coro, aunque pareció que la palabra la pronunciase una sola garganta.

Corellon contempló la pérfida mirada de ojos carmesíes de Araushnee, y le pareció increíble no haber visto antes la maldad que encerraban. La diosa permanecía tensa y desafiante, con los puños apretados a los costados y su esbelto cuerpo temblando por el esfuerzo que le costaba no abalanzarse sobre Corellon. ¿De dónde procedía tanta rabia, tan terrible ambición?

—¿Qué has hecho? —le preguntó el Señor de los Elfos—. ¿Qué esperabas ganar con tus acciones? Si te faltaba algo, sólo tenías que decirlo y yo te lo hubiera dado.

—Exactamente —gruñó Araushnee—. Tú me lo hubieras dado. ¡El verdadero poder no se da, se arrebata! Uno de tus «grandes regalos» fue que tuviera en mis manos el destino de seres mortales, ¿pero mandaba sobre mi propio destino? ¡Me tratabas como una posesión apreciada y mimada, pero te interponías en todo aquello que yo deseaba!

—No es cierto —protestó Corellon—. Siempre fui respetuoso contigo. Te amaba.

—Y vivirás para lamentarlo —repuso ella entre dientes.

El Señor de los Elfos meneó la cabeza perplejo y se volvió a su hijo:

—En cuanto a ti, Vhaeraun —añadió con voz triste—, aunque también hayas cometido traición, mereces distinta suerte. Eres joven y simplemente hiciste lo que tu madre te dijo. Es trágico que ese camino te condujera al mal. Debes aprender a pensar y vivir por ti mismo. Quizá, con el tiempo, puedas redimirte y reintegrarte a la hermandad de Arvandor. Pero, por el momento, deberás encontrar un lugar en un mundo mortal, y solo.

—Solo no —repuso Vhaeraun con firmeza—. Eilistraee conspiró con nosotros. Ella también merece compartir mi suerte.

—¿Eilistraee? No puedo creer que ella... —intervino Sehanine.

—¡Tú no estabas aquí! —la interrumpió duramente Aerdrie—. ¡Yo vi cómo disparaba la flecha que derribó a Corellon! ¡Además, tal como ha dicho su madre, su puntería es infalible!

—¡No puedo creer que sea capaz de algo así! —dijo Corellon meneando la cabeza.

—¡Pues créelo! —siseó Vhaeraun, furioso de que Corellon sufriera tales dudas y angustia al pensar que su queridísima Eilistraee hubiera podido ponerse en su contra. ¡Pero, no le importaba llamar traidor a su hijo! Vhaeraun siempre había odiado a su hermana gemela más joven por ser la preferida. Ahora había llegado el momento de su venganza.

El joven dios se volvió hacia su madre. En sus ojos ardía tal animosidad que incluso Araushnee dio un respingo.

—Me prometiste poder y honor —susurró, para que sólo ella lo oyera—. Y en vez de esto lo he perdido todo. Por culpa de tus ambiciones me lo han arrebatado todo. Dame a Eilistraee y lo daré por bien empleado.

Araushnee miró de hito en hito a Vhaeraun y le pareció verse en un espejo. La diosa asintió casi imperceptiblemente.

—Vhaeraun dice la verdad —declaró—. Mis hijos me eran leales. Sea cual sea el castigo de Vhaeraun, lo justo es que sea compartido por Eilistraee. ¿Acaso no fue ella quien te devolvió mi funda encantada?

—¿Dónde está Eilistraee? —preguntó Corellon.

Aerdrie se ruborizó aunque, en su caso, sería más propio decir que una oleada de bochorno tiñó de azul su rostro de huesos altos y angulosos.

—Estaba segura de que te había atacado, señor, y descargué mi furia sobre ella. Cayó del árbol. Es posible que siga con vida, no lo sé.

—¡Buscadla! Atendedla —insistió Corellon.

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