Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (12 page)

BOOK: Siempre Unidos - La Isla de los Elfos
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Kymil se esforzó en considerar esa posibilidad.

—¿Elfos dorados? —preguntó al fin cautelosamente.

Lloth rió de nuevo, con alegría y sorna.

—Ah, realmente eres inestimable, y también predecible. Sí, hay elfos dorados en otros mundos. Te he preparado algo. Ven y mira.

Casi en contra de su voluntad, Kymil se acercó a la diosa. La borboteante masa de Ghaunadar se separó para permitirle el paso. Kymil la atravesó con cuidado y escudriñó el globo que Lloth había conjurado de la nada. La escena que vio lo dejó sin respiración.

En un cielo en completa oscuridad, que rivalizaba con la piel obsidiana de la diosa drow, se veían dos extrañas naves enzarzadas en mortal combate. Una, un navio graciosamente alado que parecía una colosal mariposa, estaba tripulada por elfos que hubieran pasado por parientes cercanos de Kymil. La otra nave era un navio fuertemente armado que hervía de seres semejantes a orcos pequeños, aunque hacían gala de una inteligencia y disciplina en la lucha que ningún orco de Toril podría igualar.

—Seros —explicó Lloth—. Son una raza de poderosos e inteligentes orcos de otro mundo. Luchan contra la Armada Imperial Elfa. Como ves, están a punto de vencer.

»¿Te gustaría conocer la naturaleza de ese barco mariposa y de los elfos que lo tripulan? —continuó la diosa en tono ligeramente burlón—. Son supervivientes de un mundo en llamas. Los seros invadieron su patria y la destruyeron. Ahora esos elfos buscan desesperadamente un nuevo hogar, y seguirían a cualquier elfo noble que les ofrezca uno, aunque para ello tengan que derrocar a un monarca. Eso es lo que hicieron tus antepasados cuando huyeron de un mundo moribundo. Y también lo harías tú si te vieras lanzado a un nuevo mundo. Los elfos como tú creen que pueden ejercer el poder por derecho divino.

A Kymil la cabeza le daba vueltas mientras observaba con atención la lucha a vida o muerte que se libraba dentro del globo. Por extrañas que pudieran parecer al principio, la complejidad y las implicaciones del panorama que pintaba la diosa encajaban dentro de los esquemas mentales de Kymil. Después de todo, no era tan duro de aceptar.

—¿Qué tendría que hacer?

Lloth sonrió e hizo un veloz y rebuscado ademán con una mano. Una fétida humareda llenó la cámara, y de ella surgió una segunda deidad aterradora.

Kymil no era ningún cobarde, pero se encogió ante el poder maligno que era Malar, el Señor de las Bestias.

El avatar era enorme, medía dos veces más que Kymil, y estaba armado de terribles garras y cuernos con puntas largas y tan afiladas como espadas elfas. Un pellejo cubierto de pelaje negro lo protegía. Malar miró al elfo con una expresión de desdén en sus ojos carmesíes. Aunque en lo principal parecía un oso, el dios no poseía hocico ni morro visible. La carne sucia que cubría su única cavidad bucal se agitó cuando lanzó un resoplido de evidente desprecio.

Pero, a diferencia de su aliada drow, el dios bestial no perdió tiempo en saludar ni en provocar al elfo. Más alto aún que la delicada Lloth, Malar se inclinó y dio un golpecito al globo flotante con una de sus garras.

—Mira aquí, elfo —dijo con voz áspera y chirriante—. Otro barco elfo que partió de Arborianna antes de que ardiera.

Lleva a bordo unos cuantos seguidores míos (goblins, orcos de baja estofa) y lo impulsa un único mago elfo. No es demasiado grande y su armamento no basta para dar un giro a la batalla. Sin embargo, lleva a bordo un arma viva que puede destruir la nave scro. Un monstruo que matará sin descanso hasta no dejar a ninguno vivo. Tú le entregarás a mis seguidores para que se alimente y, después, lo soltarás en la nave scro. Los elfos te aclamarán como su salvador, pero asegúrate de matar primero al mago elfo, para que no te delate.

—¿Traicionarás a tus seguidores y me pides que yo haga lo mismo con uno de los míos? —preguntó Kymil con la mirada clavada en el dios.

Apenas había acabado de pronunciar estas palabras cuando temió haber firmado su sentencia de muerte. Pero, para su asombro, ambos dioses prorrumpieron en risotadas. Incluso Ghaunadar se unió a las risas, si es que a eso se le podía llamar reír, pues su masa gelatinosa burbujeaba y reventaba en una macabra parodia de hilaridad. Finalmente el horrible coro cesó, Lloth se enjugó las lágrimas y dijo al desconcertado elfo:

—Un puñado de orcos y goblins son un precio muy pequeño a cambio de lo que nos darás. Acepta y te colocaremos en ese barco. El resto es asunto tuyo.

—¿Lideraré una invasión a Siempre Unidos? —preguntó Kymil aturdido.

—¿Acaso no es ésa tu intención? ¿No es ése tu sueño? Con la ayuda de los elfos dorados de Arborianna no debería serte muy difícil suplantar al clan Flor de Luna y gobernar en Siempre Unidos.

—Para que el plan tenga éxito, tendré que ponerme en contacto con los pocos seguidores que me quedan, tanto en Siempre Unidos como en Faerun —dijo Kymil vacilante—. ¿Sería posible?

En respuesta, Lloth sacó un puñado de gemas de un bolsillo disimulado en los pliegues de su vestido de seda negra, y se las ofreció a Kymil.

—Supongo que sabes qué son; gemas de comunicación, muy parecidas a las que tú mismo has usado en el pasado. Dime con quién quieres ponerte en contacto y yo me encargaré de que una gema llegue a sus manos.

Kymil asintió pensativamente. Era un buen plan y podría funcionar. Reuniría apoyos de muchos bandos y después regresaría a Toril para liderar en persona la flota invasora de Siempre Unidos. Pero quedaba una pregunta sin respuesta; una pregunta de enorme importancia.

—¿Por qué apoyas mis ambiciones? —preguntó sin rodeos—. Yo diría que a los ojos de Lloth y Malar, tanto da un elfo como otro.

—A mí y a mis hijos nos ha sido negado Siempre Unidos —respondió la diosa, después de encogerse de hombros—; su reina es la mascota especial de Corellon. La alegría de ver a Amlaruil de Siempre Unidos destruida compensará cualquier alianza ignominiosa que pueda hacer. No te lo tomes a mal, gran Malar.

El Señor de las Bestias resopló, y a Kymil le dio la impresión de que pensaba lo mismo.

—No es eso lo único que me preocupa —prosiguió el elfo con cautela—. Cuando empieces a destruir Siempre Unidos, ¿podrás parar?

—Eres listo —lo elogió la diosa—. Como ya te imaginas, la respuesta es no. ¡Me encantaría hundir esa maldita isla en el mar! Pero me temo que ese placer tendrá que esperar. Aún no tengo suficiente poder para destruir Siempre Unidos. Sin embargo, haré lo posible.

Kymil se horrorizó ante la oscura y cruda ambición que revelaban las palabras de Lloth. No sabía qué ambiciones albergaba la diosa en su oscuro corazón y, en realidad, tampoco quería saberlo, pero por alguna razón creía en su palabra. Él mismo había tenido varios aliados inverosímiles, sólo para alcanzar sus objetivos, y se había comportado justamente con ellos mientras le eran de ayuda. Los ojos carmesíes de Lloth le devolvieron su propia determinación reflejada.

—Haré todo lo que quieras —dijo el elfo.

Segunda parte
Dorados y plateados

«Nadie, ni siquiera los sabios elfos más eruditos y venerables saben con seguridad cuándo y de dónde llegaron los primeros elfos a Toril. Pero se cuentan leyendas de un pasado muy remoto en el que los elfos huyeron a millares de un Faerie —ese país mágico que existe en las sombras invisibles de un millar de mundos—, devastado por la guerra.

Las canciones y las historias que hablan de esa época son tan numerosas como las estrellas. Pero ningún ser vivo podría ofrecer una historia que saciara a esos sabios que estudian el saber ancestral del mismo modo que un amante estudia la cara de su amada, o del mismo modo que los soñadores elevan la mirada al cielo nocturno y se maravillan.

Sin embargo, a veces, de los pequeños relatos surge un patrón, del mismo modo que con baldosines o teselas se hace un mosaico, o con miles de brillantes hilos que se entrelazan para dar lugar a un bordado.»

Extracto de una carta de Kriios Halambar, maestro luthier del Colegio Superior de Bardos de Nuevo Olamn,

Aguas Profundas

6
Tejiendo la telaraña
La Era de los Dragones

En la victoria fueron derrotados.

Los elfos de Tintageer —al menos los pocos que sobrevivieron al largo asedio, a la batalla subsiguiente y al terrible cataclismo mágico que puso fin a la misma— contemplaron, abrazados unos a otros, cómo el mar embravecido hacía añicos los últimos barcos invasores. La isla estaba l i bre de enemigos. Las furiosas aguas los habían arrastrado a todos en un ataque mágico cuyo poder superaba las expectativas de los que lo habían lanzado. Incluso ahora, la isla elfa se estremecía en violentas convulsiones, como si la misma tierra sintiera que el horror aún no había acabado o tuviera un presentimiento de catástrofe.

—¡Los árboles! —gritó de pronto una elfa, al tiempo que señalaba hacia la línea de flexibles palmeras en la playa, que se balanceaban frenéticamente.

Los otros supervivientes miraron, y un murmullo de consternación recorrió el maltrecho grupo. Antes de la batalla, las palmeras jalonaban la avenida que describía una curva y pasaba junto al templo de Angharradh. Esa avenida estaba antes a cientos de pasos de distancia del océano. Mientras los elfos miraban horrorizados, las olas rompían contra la costa y el agua subía más y más en dirección a los dibujos en forma de almendra grabados en los troncos de las palmeras.

—¡A la colina de la danza! ¡Deprisa! —ordenó un muchacho elfo. Su incipiente voz de barítono se quebró en la última palabra y se elevó hasta los tonos de una infantil y aguda voz de soprano.

Pero los elfos lo obedecieron al punto. Lo hubieran hecho aunque el razonamiento del muchacho no hubiera sido tan evidentemente acertado. Pese a que Durothil acababa de salir de la infancia, también era el hermano menor del rey, y el último de la familia real de Tintageer. Además, había algo en el joven príncipe que infundía respeto a pesar de su juventud y del timbre inseguro de su voz.

Los elfos dieron la espalda a la ciudad en ruinas y corrieron por los bosquecillos cubiertos de escombros que conducían a la colina de la danza. Era el lugar más elevado de la isla y sería el mejor refugio hasta que las aguas, anormalmente altas, se retiraran.

Al aproximarse a la cima, los pasos de los elfos se fueron haciendo más ligeros, y la angustia de sus semblantes desapareció. Ese lugar sagrado albergaba sus recuerdos más felices así como su magia más poderosa. Allí se reunían para celebrar el cambio de las estaciones, entonar las viejas canciones y bailar por el puro gozo de estar vivos, para hacer acopio de luz de estrellas y tejerla en maravillosos encantamientos que fortalecían al Pueblo o conferían magia a sus obras de arte.

Pero los elfos no pudieron recordar durante mucho rato las alegrías pasadas. El suelo empezó a temblar y, a continuación, sufrió una breve y violenta convulsión, como si algo lo angustiara.

Un inquietante silencio siguió al terremoto, que fue roto por un débil murmullo que procedía de algún punto lejano del océano. Los elfos volvieron la mirada al mar y comprendieron que los estremecimientos de la isla habían sido sus agónicos coletazos. Una enorme pared de agua se acercaba por el oeste.

Los elfos contemplaron en silencio cómo les llegaba la muerte.

—Tenemos que bailar —urgió Durothil, al tiempo que zarandeaba a la elfa que tenía más cerca y que parecía estar en trance. Bonnalurie, la última sacerdotisa de Angharradh que quedaba con vida, se lo quedó mirando un momento antes de que su mente, confundida por el dolor, captara el significado de las palabras del muchacho. Entonces, sus ojos brillaron y refulgieron con determinación. Juntos agruparon a los elfos y les expusieron su desesperado plan.

A indicación de la sacerdotisa, los supervivientes formaron un Círculo y empezaron a seguir los pasos de Bonnalurie, que ejecutaba uno de los hechizos elfos más potentes. Todos se unieron a la danza, incluso los niños y los heridos, aunque ignoraban la Alta Magia que el baile conjuraba, y que el riesgo que corrían ellos y la sacerdotisa era enorme.

Una vez que sus pupilos se habían fusionado por completo con el ritmo de la danza, Bonnalurie se puso a cantar. Su argentina voz de soprano resonó por la isla invocando el poder de su diosa, reuniendo los hilos de magia que emanaban de cada uno de los elfos y tejiéndolos en un único objetivo. La magia que creaba era una Busca, tan poderosa como para atravesar los velos que separaban los mundos, intentar localizar un lugar de poder semejante al del sitio donde estaban bailando y abrir un camino hacia ese mundo. En circunstancias normales, sólo los magos elfos más poderosos se habrían atrevido a lanzar un conjuro de ese tipo, y sólo con el apoyo del Círculo. Pese a que ella no era maga, Bonnalurie sabía más del Arte que muchos clérigos; comprendía la enormidad de la tarea que había emprendido y el precio personal que tendría que pagar. Y no sería la única: sólo unos cuantos de los elfos que bailaban podrían viajar con seguridad por el camino argénteo. En cuanto a los demás... Bueno, Bonnalurie necesitaba hasta el último aliento y la última pizca de magia que pudiera reunir para realizar su conjuro. Si fallaba, todos perecerían.

La magia atrapó a los elfos y éstos continuaron bailando casi en estado de éxtasis. Aunque no sabían qué hacían, cada uno de ellos hallaba su lugar dentro del dibujo que surgía de la danza. Uno tras otro, todos rompieron a cantar uniéndose a Bonnalurie y sumando a la magia de la sacerdotisa su propia esencia vital. Algunos de ellos palidecieron hasta parecer espectros, como si la magia que tejían los consumiera, pero nadie titubeó. La canción que entonaban a coro desafiaba la inminente muerte. Y así siguieron bailando y cantando, incluso cuando el rugido del océano les impedía oír sus propias voces.

Una sombra cayó sobre los danzantes cuando el muro de agua tapó el sol del ocaso. Entonces el océano se abatió sobre la isla y arrojó a los elfos por el camino de plata que su magia había creado. El mar pareció seguirlos hasta allí, pues el estallido de poder que los arrastró los golpeó como olas oscuras y despiadadas.

Después de lo que le pareció una eternidad, Durothil aterrizó en una tierra desconocida, con tal fuerza que un dolor agónico sacudió hasta la última fibra de su cuerpo. El joven elfo trató de olvidarse del dolor, rodó sobre su espalda y se puso en cuclillas, la mano en la empuñadura de su daga. Sus ojos verdes recorrieron la zona en busca de peligro. Al no percibir ninguno, se obligó a pasar revista a los elfos que habían podido completar la mágica travesía.

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