Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (8 page)

Pocos segundos después, la joven diosa contemplaba los restos destrozados de una de las criaturas más dulces del bosque. A través de las lágrimas que le empañaban los brillantes ojos, la diosa distinguió los cuerpos de una hembra de gamo y sus dos cervatillos. Por su aspecto, habían tenido una muerte lenta. En su pelaje pardo se distinguían numerosas heridas malintencionadas, la mayor parte de ellas pinchazos que podrían haber sido causados por una espada o lanza. Pero también habían intervenido garras y dientes. No obstante, Eilistraee estaba segura de que no era obra de un animal, pues los animales de ese bosque sólo mataban para comer. Esa absurda carnicería era otra cosa, algo demasiado horrible para ser concebido. Quienquiera que lo hubiera hecho, había matado por el simple placer de matar.

De pronto Eilistraee supo qué era esa presencia que flotaba en el aire del bosque como una fétida neblina. Era algo con lo que nunca se había enfrentado, pero que reconoció: el Mal caminaba entre los árboles de Arvandor.

La diosa apartó la vista de la macabra escena y sus ojos plateados escudriñaron el follaje pisoteado y empapado de sangre. Daría con el responsable y, entonces, lo llevaría ante el Consejo del Seldarine para que fuera juzgado. No le resultaria difícil seguirlo, pues no se había preocupado de ocultar su rastro. Los gamos formaban parte del ciclo de la naturaleza y, si los cuervos daban cuenta de sus restos, al menos sus muertes no habrían sido tan inútiles.

Muy pronto la diosa se dio cuenta de que el Mal calzaba más de un par de botas. Un ser había matado a los gamos, pero su rastro convergía con el de otro, y las huellas de ambos se confundían en una ancha franja de follaje destrozado y pisoteado.

La joven cazadora hincó una rodilla para estudiar el rastro. Por allí habían pasado muchos seres, demasiados para que pudiera diferenciar las marcas de cada uno. Asustada, la diosa puso una oreja contra el suelo; el sonido que oyó parecía un lejano trueno.

Eilistraee se puso de pie de un salto y trepó ágilmente a las ramas de un vetusto roble. De allí saltó a otro árbol y luego a otro, siguiendo el rastro de los invaosres. La joven tenía una vista aguda y avanzaba de árbol en árbol casi con tanta rapidez como en el suelo, por lo que pronto tuvo a los intrusos a la vista.

Eran un centenar, quizá más, y todos eran dioses. Eilistraee conocía a unos pocos: la descomunar criatura de pelaje rojo era Hruggek, el dios de los goblins peludos; la deidad goblin era una de esas cuyo nombre había oído, pero ahora no recordaba. El jefe era un cojeante Malar, tan cubierto de cicatrices y tan magullado que únicamente seguía adelante por pura maldad. Todos ellos iban mucho más armados de lo que requería la cacería, y avanzaban con funesta determinación para Arvandor.

¿Cómo era posible? Tan sólo los elfos y otros pueblos nemorosos conocían el camino a Arvandor. Otro misterio era cómo tan variopinto ejército podía patear el bosque, gruñendo, empujándose y dándose empellones unos a otros sin que el más mínimo ruido viajara por el aire y alertara de su llegada.

La desesperada diosa deseó que la luna brillara, pues Sehanine le había enseñado cómo viajar por sus tenues hilos de magia simplemente con el poder de la mente. La magia de Eilistraee no era gran cosa y se limitaba a cosas sencillas: conocimiento de hierbas y curación, una comunión especial con las criaturas del bosque, y amor por la música y la danza. Nada de eso le sería ahora de utilidad, salvo acaso su habilidad como cazadora.

La joven sintió la tentación de descargar contra ese ejército una pequeña tormenta de flechas. Tenía un carcaj lleno de delgados proyectiles y una puntería sin igual que le permitiría abatir a veinte o más enemigos antes de que lograran hacerla caer.

¿Pero entonces qué? ¿Qué sería de los demás dioses elfos cuando ese ejército los atacara sin previo aviso? Eilistraee logró contenerse. Ella era la hija de Corellon Larethian y su principal obligación era para el panteón elfo.

La jven apretó los dientes y voló por las copas de los árboles en cumplimiento de su deber. La diosa no podía evitar sentirse orgullosa por ser ella quien iba a dar la voz de alarma. Lo que le daba alas era la esperanza de que Corellon, el supremo guerrero elfo, la recompensaria permitiéndole luchar a su lado en la inminente batalla.

Estaba segura de que así sería, no sólo por su aguda vista y su pronta información. Eilistraee había pasado gran parte de la noche buscando la funda que su padre había perdido en el Páramo. Era un objeto que Corellon tenía en gran aprecio, pues era un regalo de Araushnee, y la llevaba siempre en la batalla como prenda de su amada. La joven se preguntó si su padre también la querría a ella un poco más cuando le devolviera tal tesoro.

Y así, fue una Eilistraee esperanzada y presa de excitación la que regreso a Arvandor, pese al peligro que amenazaba el bosque que era su hogar.

Los dioses del Seldarine, venidos de un centenar de mundos distintos y de todos los rincones del sagrado bosque elfo, se reunieron rápidamente para hacer frente a la amenaza. Con ellos llegaron los dioses de otros pueblos mágicos, como duendes geniecillos, e incluso los dioses de la antigua Corte Faérica se embutieron en sus armaduras de batalla. También acudieron en ayuda de los elfos las deidades de los pueblos de los bosques: unicornios inmortales, centauros y faunos de mirada salvaje. Todos los poderes de Arvandor unidos contra la amenaza. Seguros tras la cortina de magia protectora de Arvandor, esperaron la orden de ataque de Corellon Larethian.

La primera en hacerlo fue Aerdrie Faenya, la diosa del aire. Al verla aparecer se quedaron mirando con la boca abierta. De la cabeza a la cintura, Aerdrie tenía la aparencia de una hermosa elfa de pálida piel cerúlea, ondeante cabello blanco y alas con plumas del color de las nubes estivales. Aerdrie no se movía sobre dos piernas sino en un remolino brumoso y con una gracia etérea y una velocidad insólitas para todos ellos. A los atemorizados invasores les dio la impresión de que el mismísimo cielo había caído sobre ellos y adoptado forma elfa.

Pero el delicado aspecto de Aerdrie era engañoso, pues de su mano extendida brotaron tempestuosos vientos y violentos rayos que obligaron a los atacantes a retroceder tambaleantes y a aferrarse desesperadamente a las ramas azotadas por el viento. Por un instante pareció que la cólera de Aerdrie bastaría para borrar del mapa a los invasores.

Pero había otros dioses que deseaban poner a prueba sus poderes contra los elfos. Un gélido viento procedente del norte sopló como carro de combate, llevando con él a la diosa Auril. La diosa arrasraba tormentas de invierno, a cuyo lado los peores ataques de Aerdrie parecían suaves céfiros. Al paso de Auril los árboles temblaban, sus hojas se endurecían y se curvaban hacia dentro, como si buscaran el calor que conservaba el tronco.

Desesperada por proteger el bosque elfo de la letal escarcha de Auril, Aerdrie extendió sus alas y se elevó muy por encima de los árboles de Arvandor. Entonces cayó en picado sobre la diosa invasora como un halcón. El encontronazo de las dos diosas provocó relámpagos y un atronador estruendo que sacudió las hojas de los árboles que fueron alcanzados.

Las dos diosas forcejearon en pleno aire como un par de panteras y fueron arrastradas por la vorágine de su batalla. Muy pronto sólo quedaron de ellas los remolinos nubosos de profundo color púrpura y livido tinte blanco que se alejaban por el lejano firmamento y los rayos que se arrojaban una a la otra como si fueran insultos.

La horda de invasores, súbitamente libres de los invisibles grilletes que formaban los vientos de Aerdrie, agrupó y atacó. Ante el horror de los dioses elfos, traspasaron fácilmente el muro de magia que protegía Arvandor y cargaron contra los atónitos defensores, salvando rápidamente la distancia que los separaba.

Al presenciar esa profanación del bosque sagrado, Corellon Larethian recordó lo que Sehanine había dicho de su espada: que
Sahandrian
había sido destruida por una traición elfa. Era evidente que la diosa de la luna había dicho la verdad y que el mismo traidor actuaba de nuevo. Sólo un dios elfo podía alterar la magia que protegía Arvandor. Muy probablemente, se dijo Corellon con tristeza, el traidor se encontraba entre las huestes que lo apoyaban.

Pero ¿quién era? Sehanine lo sabía, o al menos lo sospechaba, pero la diosa había desaparecido. Sólo se podía luchar, y tendría que hacerlo sin conocer el nombre de su enemigo más peligroso. De pronto se le ocurrió el espantoso pensamiento de que la misma Sehanine fuera la traidora. Ella había presenciado cómo Gruumsh casi lo derrotaba y le había entregado la espada para que siguiera luchando en vez de huir a Arvandor. Además, Sehanine no estaba entre las fuerzas de Arvandor.

Corellon inspiró hondo para calmarse y posó la mirada en el enemigo que sí podía ver. El Señor de los Elfos enarboló a
Sahandrian
y con el grito de «Por Arvandor» cargó contra la multitud que les atacaba.

Los dioses elfos y sus cohortes lo siguieron, pero el lugar de honor, a su lado, estaba reservado a su veloz y hermosa hija. Corellon se sentía orgulloso de Eilistraee por haber dado la alarma, y estaba encantado de que hubiera tenido la idea de buscar la funda de Araushnee en el Páramo. Ahora el dios supremo llevaba la prenda y le consolaba pensar que su amada Araushnee gozaba de la relativa seguridad de la retaguardia, desde donde lanzaba hechizos junto con otros dioses cuya fuerza era más mágica que militar.

Corellon se arriesgó a echar un vistazo de soslayo y vio a Araushnee un poco apartada de los demás dioses de magia, con las manos extendidas y los ojos carmesíes brillantes por el poder que se concentraba en ellos. Su hijo, Vhaeraun, custodiaba a su madre mientras ésta realizaba sus conjuros.

Entonces los invasores y los dioses elfos chocaron y ya no hubo tiempo para pensar. Corellon propinaba mandobles y estocadas rápido como una flecha, mientras que con la poderosa
Sahandrian
desviaba las hachas y picas del enemigo. Muchos dioses elfos ocuparon posiciones cercanas a él, pues los invasores tropezaban unos con otros, todos empeñados en atacar a su más poderoso enemigo. Eilistraee se batía junto a Corellon con una espada plateada y escalofriante ferocidad, peo la batalla pronto la arrastro, y la joven diosa se perdió en la confusa aglomeración.

Un desgarrador aullido nasal, que sólo podía proceder de Kurtulmak, llamó la atención de Corellon. El dios elfo lo miró y vio al dios kobold que se arrancaba una reluciente flecha negra del trasero. Corellon se fijó en el extraño ángulo del proyectil, casi vertical, y alzó la vista, al tiempo que instintivamente paraba el ataque de una daga. Eilistraee había terpado a un árbol y ya tenía otra flecha engra en el arco, presta para ser disparada. La joven dirigió a su padre una sonrisa que era al mismo tiempo traviesa y feroz, y entonces lanzó el proyectil hacia donde la lucha era más encarnizada.

Su objetivo era una deidad goblin menor que trataba de sorprender a Corellon por la espalda. Apretando una daga entre los dientes, el goblin avanzaba a gatas entre las piernas de un hobgoblin que luchaba casi cuerpo a cuerpo contra un centauro usando un bastón, muy cerca de donde se batía el Señor de los Elfos. La flecha de Eilistraee se clavó en las posaderas del goblin, cuya reacción fue dar un respindo. La cabeza del goblin chocó con la entrepierna del hobgoblin, que lanzó un agudo chillido de dolor e indignación. Encolerizado, se olvidó por completo del centauro y empezó a golpear a su aliado goblin. El centauro resopló indignado y se alejó al trote en busca de un oponente más digno.

Corellon se rió entre dientes, pero todo su regocijo desapareció al percatarse de que una herrumbrosa espada lo amenazaba después de atravesar el cuerpo del dios faérico que luchaba a su lado.

Rápidamente, tanto que los ojos apenas podían seguir sus acciones, Corellon agarró a su mágico aliado y tiró de él para separarlo de la espada. Para muchos dioses esto supondría una muerte segura, pero era la única posibilidad de sobrevivir que tenía el hada. Para los de su especie el hierro era tan letal como el veneno para un humano.

Corellon percibió detrás de él un enfurecido relincho así como un ruido sordo y el crujir de huesos con el que unos cascos se abrían paso. Entonces se volvió y lanzó a su aliado herido sobre el lomo de la diosa pegaso. Sin detenerse a recobrar el aliento ni pensar, eludió la caída del dios orco cuyo cráneo había aplastado el caballo alado, giró sobre sus talones, se agachó bajo el arco trazado por la espada de hierro del orco e impulsó a
Sahandrian
hacia arriba. El Señor de los Elfos tiró de su arma para liberarla del abdomen del ogro y, con un floreo, paró la lanza de un hobgoblen. La batalla se prolongó de este modo durante toda la mañana.

Acosado por todos lados, Corellon siguió luchando al igual que todos los que defendían el bosque sagrado. De vez en cuando, una forma se desvanecía. Los dioses no mueren fácilmente, pero pocas veces se enzarzan en luchas tan cruentas como ésta. Hubo bajas en ambos bandos, y durante muchas horas el resultado final fue incierto.

Pero, finalmente, llegó el momento en que Corellon giró dispuesto a enfrentarse a su próximo atacante, y vio que ya no quedaba ninguno. Entre los árboles resonaban los sonidos de algunas escaramuzas aisladas; cerca de él un airado fauno saltaba sobre un goblin caído, sin duda ratuando en el trasero del dios las huellas de sus pezuñas; un ogro se tambaleaba como un loco por el cercano bosque, usando manos y garras para tratar de librarse de las pequeñas luces brillantes que lo perseguían como un enjambre de encolerizadas abejas. Eran duendecillos, se dijo Corellon, tan fieros e intrépidos como siempre. Pese a que el ogro se defendía desesperadamente, y más de una lucecilla parpadeó y se desvaneció, los duendecillos continuaban acosando al ogro con sus diminutas espadas.

La batalla casi había terminado; Arvandor se había salvado. Corellon asintió satisfecho y envainó a
Sahandrian
. Cuando sus dedos rozaron el tejido de la funda bordada, sintió una extraña y hormigueante sensación en su mano. De pronto lo invadió una abrumadora premonición de maldad mucho más terrible que la bruma de oscuridad de Malar.

Instintivamente trató de huir, pero no podía. Entonces bajó la mirada y reparó en una sustancia viscosa de un horrible color verdusco que rezumaba del suelo y le impedía mover las botas.

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