Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (45 page)

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—Diez. Todos con una excelente tripulación y bien ar­mados —respondió el elfo dorado con orgullo—. No exis­ten mejores barcos de guerra ni en este mundo ni en otros. Si es necesario, yo personalmente dirigiré la batalla desde el buque insignia.

—¿Qué posibilidad tienen diez barcos contra cien dra­gones? —inquirió Zaor, sacudiendo la cabeza—. No, de­bemos avisar enseguida a lady Mylaerla. —El elfo plateado dio media vuelta y abandonó el despacho.

—Si lo haces, serás degradado —amenazó el capitán entre dientes.

—Y si no lo hago —replicó Zaor con sombría certeza y voz que resonó por los corredores—, todos moriremos.

El elfo de la luna dejó al capitán farfullando de indigna­ción y recorrió rápidamente los corredores del alcázar en dirección a los establos. En el prado adyacente le aguar­daba su caballo. No era un semental normal,-sino un caba­lio de luna, una criatura mágica capaz de cabalgar a gran velocidad. Lo necesitaría, porque las Colinas de las Águilas se encontraban a casi ochenta kilómetros al oeste, y ya ha­bía perdido demasiado tiempo por culpa del orgullo de Horith Evanara.

Zaor se subió de un brinco al lomo del semental y lo azuzó con un pensamiento. Mientras cabalgaba por las ca­lles en dirección a las puertas occidentales, el elfo se fijó en una torre circular de mármol blanco, uno de los edificios más sobresalientes de Ruith. Era el Nido de los Pegasos. Los caballos alados y sus jinetes seguían sobrevolando la ciudad, aterrizando en el tejado plano de la torre y practi­cando sin descanso las complejas maniobras que los con­vertían en una legendaria fuerza de defensa.

Por un momento, Zaor se sintió tentado de detenerse y tratar de persuadir al comandante de los pegasos, un elfo dorado, que se uniera a su motín. Sin embargo, sabía que no tendría éxito y, además, dudaba que una veintena o más de caballos alados pudieran hacer mucho contra una horda de dragones.

Así pues, el elfo de la luna abandonó Ruith por una de las puertas, que se desplazaban al azar, de las murallas transparentes. Zaor notó el alivio de su montura cuando dejaron atrás la ciudad. El caballo de luna salió disparado hacia las colinas y subió la primera pendiente escarpada tan fácilmente como una cabra montesa.

Al llegar a la entrada de una cueva, Zaor le ordenó dete­nerse. Entonces desmontó e instó a su caballo a que se re­fugiara en los prados situados al oeste de las montañas. Si todo salía como esperaba, no lo necesitaría en la batalla que se avecinaba.

Cuando el mágico animal estuvo a salvo y fuera de la vista, el elfo de la luna cogió un cuerno curvo de bronce que colgaba de un gancho en la entrada de la cueva. En­tonces se lo llevó a los labios y sopló tres veces.

Antes de que el eco de la llamada se apagara, Zaor se en­contró mirando fijamente dos pares de ojos dorados. Uno correspondía a Ahskahala Durothil y el otro a Haklashara, el venerable wyrm dorado que era su compañero. En esos momentos, Zaor no hubiera sabido decir cuál de los dos resultaba más temible.

La elfa tenía ojos casi como de reptil, que eran la única nota de color en ella. Blanca de cabello y tez, ataviada con una pálida cota de malla y una túnica gris plateada, Ahska­hala se parecía a la lanza que portaba: alta, delgada y letal. La mirada ámbar del dragón era más cálida y menos ame­nazante que la que le obsequiaba la elfa.

La elfa escuchó el aviso de Zaor sin decir palabra.

—Puedo reunir treinta jinetes de dragón —dijo al fin—. Pero no serán suficientes. La mayoría de los dragones son jó­venes. Y, aunque no lo fueran, estamos en clara desventaja numérica.

—Quizá los barcos Ala de Estrella harán que la balanza se incline a nuestro favor —comentó Zaor. Pero él mismo se dio cuenta de lo falsas que sonaban sus palabras.

Haklashara carraspeó. Fue un horrible sonido que re­cordó a Zaor el chirrido que precede a un alud de rocas.

—¿Y qué hay de las águilas gigantes que anidan en los riscos? —sugirió—. Te he repetido muchas veces, elfa, que podríamos convencerlas para que se dejaran entrenar por los elfos. ¡No veo por qué la carga de defender Siempre Unidos debe recaer únicamente en los dragones!

—¡No es el momento de volver otra vez sobre eso! —Ahs­kahala fulminó con la mirada a su montura—. Suponiendo que tuvieras razón, y sólo es una suposición, ya no tenemos tiempo. Tendríamos que entrenarlas desde el momento que salen del huevo. Un águila no entrenada no podría trabajar con un jinete elfo.

—O viceversa —apostilló el dragón con aire de supe­rioridad.

Pese a que elfa y dragón habían hablado en tono de broma, las palabras de Haklashara dieron a Zaor una idea desesperada. Sabía que todas las criaturas que poblaban Siempre Unidos se sentían íntimamente unidas a la isla. Un águila común que defiende su nido es un adversario temible. Unas cincuenta águilas gigantes vivían en las co­linas a las que daban nombre. Si pudiera convencerlas para que se unieran a la batalla, quizá tendrían una opor­tunidad.

—¿Quién es el cabecilla de las águilas? —preguntó a Haklashara.

—Hmmm. —El dragón levantó una pata y se dio gol­pecitos en su escamoso mentón con una garra, mientras pensaba—. Creo que es Flecha Dorada.

—¿Sabes dónde puedo encontrarlo? ¿Puedes llevarme hasta él?

—Hasta ella —lo corrigió el dragón—. Flecha Dorada es una hembra y tiene tan mal genio como la otra que tene­mos aquí. En cuanto a tus preguntas, sí y sí. Sé dónde tiene el nido y voy a llevarte allí. —El leviatán se deslizó fuera de la cueva, con movimientos sinuosos como los de una ser­piente, y se agachó para permitir que Zaor lo montara.

—¿Vas a dejar que te monte otro elfo? —preguntó una perpleja Ahskahala.

Él dragón dirigió a su compañera elfa una mirada de puro placer y regodeo, y repuso irónico:

—Sólo un elfo que tiene el suficiente sentido común para reconocer la sabiduría cuando la oye. —Una críptica expresión cruzó por su escamoso rostro, y añadió en tono más serio—: Y sólo un elfo que lleve tal espada.

Antes de que Ahskahala pudiera protestar de nuevo, el dragón dobló las alas y se elevó.

La súbita ráfaga de viento y la velocidad estuvieron a punto de hacer caer a Zaor. Él elfo se agarró con ambas manos a la perilla de la silla, pues en ello le iba la vida, y maldijo como un soldado. La grave y chirriante risa del dragón resonó por encima del aullido del viento.

—Acostúmbrate, rey elfo —le aconsejó Haklashara—. ¡Por mucho que me duela reconocerlo, en vertical, Flecha Dorada vuela más deprisa que yo!

Haklashara fue ascendiendo hasta que por debajo sólo tuvieron un banco de nubes. De pronto, curvó las alas en un arco ceñido y bajó describiendo círculos.

Cuando emergieron de las nubes, a Zaor casi se le salie­ron los ojos de las órbitas por el pánico. El dragón iba lan­zado a una velocidad increíble contra la pared de roca de una montaña.

La profunda y atronadora risa del wyrm rebotó en la montaña y resonó una y otra vez en las colinas. Cuando Zaor ya estaba convencido de que iba a ver ante él los ár­boles de Arvandor, Haklashara viró bruscamente a un lado para planear y posarse, con increíble ligereza, sobre un sa­liente rocoso de tamaño considerable.

El viento aún rugía en sus oídos cuando bajó de un salto de la silla de montar. No obstante, casi se queda sordo por un agudo chillido, tan intenso que desprendió unas rocas, las cuales rodaron por la escarpada ladera de la montaña. Flecha Dorada se lanzó contra los invasores agitando fu­riosamente las alas.

Zaor desenvainó su hoja de luna con un sonido sibi­lante. Entonces la enarboló en posición defensiva y se puso en guardia.

Un aura de poder, semejante a una brillante neblina azul, rodeaba al elfo. La magia de las runas grabadas a lo largo de la espada relucía, como si hubieran atrapado rayos en su interior. Pero Zaor no atacó al espléndido animal.

El águila gigante, recubierta de plumas doradas, era más alta que un caballo de batalla y presentaba una estampa magnífica en su furia. Zaor confió en que, al igual que Ha­klashara, Flecha Dorada reconociera la trascendencia de la espada mágica y el destino del elfo que la empuñaba.

Flecha Dorada se detuvo ante la reluciente aura, ba­tiendo salvajemente las alas y mirando con furia al dra­gón con sus ojos dorados. El viento que levantaba ame­nazaba con arrojar a Zaor al vacío, pese al mágico escudo protector de la espada.

—¿Por qué has venido a mi nido, dragón? —preguntó el águila con voz aguda y sonora—. Traes mucha magia azul, elfo, en esa espada. ¿Por qué vienes? ¡Si quieres ro­barme los huevos, llegas tarde! Los huevos se rompen, las crías ahora son aguiluchos. ¡Ya no están aquí, vuelan lejos y son fuertes!

—¿Me tomas por un estornino o una ardilla? ¡Yo no robo nidos, y tú lo sabes! —resopló el dragón.

—No culpes a Haklashara por esta intrusión, reina Fle­cha Dorada —intervino Zaor, avanzando un solo paso—. Siempre Unidos te necesita a ti y a tus fuertes hijos.

—¿Quién eres? —preguntó el águila, ladeando la ca­beza.

—Para ser alguien con una buena vista legendaria, eres sorprendentemente lenta para ver lo que tienes ante las na­rices —le espetó el dragón secamente—. ¿No reconoces el poder de la espada? ¡Late como si fuera el corazón de Siempre Unidos! «Mucha magia azul», puedes apostar por ello. ¡Éste es el rey de los elfos, cabeza de chorlito! Al fin ha venido.

Zaor no se hubiera atrevido a hacer tal anuncio y tam­poco deseaba confirmarlo. Para su alivio, comprobó que Fle­cha Dorada aceptaba la afirmación del dragón sin protestas.

—¿Por qué vienes a mi nido, rey de los elfos?

—He venido a avisarte de un gran peligro para tu gente y la mía. Como no eres un ave nocturna, es posible que aún no te hayas enterado. En el cielo oriental ha aparecido una brillante estrella roja. Cuando eso sucede, los drago­nes malvados se reúnen para volar juntos y sembrar la de­solación. Esta vez se dirigen a Siempre Unidos. Tenemos que detenerlos antes de que lleguen a la isla.

—¿Qué quieres que haga Flecha Dorada, rey de los el­fos? —preguntó el águila tras una breve reflexión.

—Tú eres la reina de las águilas gigantes. Quiero que las conduzcas a la batalla. El riesgo será grande —añadió grave­mente—, y muchas no regresarán. Lo mismo sucederá con todos aquellos que luchen, sean águilas, dragones o elfos. Pero, si no queremos morir todos, no tenemos otra opción.

—Hmmm. Las águilas nunca luchan con los dragones —caviló Flecha Dorada, pero su voz no reflejaba ningún miedo.

—Yo lo he hecho —afirmó Zaor—, y sé, estoy conven­cido de ello, que estaréis a la altura de las circunstancias. Creo que juntos podemos contenerlos.

—¿Convencido, rey elfo?

Flecha Dorada clavó en Zaor una mirada inescrutable. Entonces se abalanzó sobre él, y su aguileno pico buscó la garganta del elfo.

Zaor se dejó guiar por el instinto y no retrocedió ni trató de parar el golpe. El enorme pico se cerró con un chasquido a tan sólo un dedo de distancia de su cara. Águila y elfo se sostuvieron la mirada.

—Eres valiente, rey de los elfos —lo elogió el águila, al tiempo que se apartaba—. Confías en Flecha Dorada, Fle­cha Dorada confía en ti. Hoy las águilas lucharán con los elfos y los dragones.

—Ahora que ya os habéis puesto de acuerdo, yo debo irme —intervino el dragón—. Ahskahala no es un de­chado de paciencia y, con una batalla en puertas, aún me­nos. Majestades. —Sin ni pizca de ironía, Haklashara in­clinó su astada cabeza ante el águila y el elfo, tras lo cual saltó al vacío.

—Supongo que no piensas ir andando, ¿verdad? —co­mentó Flecha Dorada, desplegando sus alas.

Eso solucionó el siguiente problema de Zaor: cómo persuadir al águila gigante para que le permitiera montarse en ella. El elfo trepó a sus anchos hombros y se sentó justo detrás de su enorme testa. El ave lanzó un estridente chi­llido y alzó el vuelo.

En la Torre del Sol, Amlaruil se unió a los otros archi-magos en un hechizo de busca. Los miembros del Círculo aunaron fuerzas para ver a kilómetros de distancia, a mar abierto, y localizar a los dragones que volaban directa­mente hacia Siempre Unidos.

Eran unos setenta. Muchos de ellos mostraban los efec­tos de un largo vuelo: escamas sin brillo o a punto de des­prenderse; alas maltratadas por las tormentas y los vientos marinos; y tal delgadez que el correoso pellejo del cuello les colgaba en lacios pliegues. Los leviatanes no habían po­dido resistirse a la llamada del vuelo de los dragones y re­corrían largas distancias sin descansar ni comer.

Pero el cansancio de los dragones no animó demasiado a los elfos. Ahora los reptiles estaban desesperados y nece­sitaban imperativamente llegar a Siempre Unidos. Para conseguirlo lucharían con todas las fuerzas que les queda­ran contra los defensores de la isla.

Los elfos trataban aún de asimilar la terrible imagen mental del vuelo de los dragones, cuando una nueva mara­villa apareció en su amplio campo de visión mágica. Amla­ruil contuvo la respiración, sobrecogida, al contemplar por vez primera a la flota Ala de Estrella.

La formaban diez buques de guerra, que volaban hacia los dragones invasores como una bandada de gigantescas mariposas. Sus esbeltos cascos de cristal hendían el aire tan rápidamente como las elegantes figuras de los dragones y sus relucientes velas dobles multicolores aprovechaban hasta el último soplo de viento.

Mientras Amlaruil miraba, el barco color rojo sangre que iba en cabeza disparó la balista. Un enorrjie proyectil con punta de hierro voló raudo como un rayo hacia el dra­gón negro más próximo.

Para asombro de la elfa, el oscuro wyrm agarró hábil­mente la flecha en el aire con una de sus zarpas delanteras e, inmediatamente, la enderezó contra su cuerpo, para que todo el impacto del proyectil no repercutiera sólo en la pata. Acto seguido, giró el proyectil de la balista, tan hábil­mente como un guerrero elfo haría con una vara. El dra­gón sacó su enorme lengua y lamió la pérfida punta.

El aire se llenó de un corrosivo siseo y la fetidez del me­tal ardiendo cuando el ácido del dragón negro empezó a comerse la punta de hierro. Entonces, sosteniéndola como si fuera una jabalina, el monstruo retrasó la zarpa que la sostenía y la lanzó hacia el buque insignia.

La nave elfa viró bruscamente hacia un lado, pero no pudo impedir que la flecha envenenada atravesara la amu­ra de estribor y abriera un boquete. El agujero empezó a hacerse más grande a medida que el ácido se extendía, co­miéndose la vela carmesí. Los trozos caían sobre la cu­bierta como gotas de sangre. Los gritos de los elfos heridos resonaban de un modo horrible. La nave empezó a tamba­learse y a caer hacia el mar.

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