Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (46 page)

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Rápidamente, los otros barcos se abrieron en abanico para formar una línea defensiva entre la isla y los dragones. Las catapultas descargaron un auténtico aluvión de pro­yectiles contra los leviatanes.

El letal fuego dio resultado. Cuatro dragones se precipi­taron en espiral a las aguas, con las alas destrozadas. Pero los demás, incluso los heridos, continuaban avanzando. Su líder era un enorme rojo macho. La coraza natural que ro­deaba su poderoso pecho se hinchó cuando el monstruo se dispuso a lanzar su fuego mortal.

«¡Alzad escudos, ahora!»

La imperativa y desesperada voz de Jannalor Nierde sonó en las mentes de todos los elfos que componían el Círculo. Todos a una, los archimagos entonaron las pala­bras del hechizo protector.

De las fauces del dragón brotó una llamarada que pare­cía no acabarse nunca. El inmenso escudo curvo de magia que protegía a los barcos repelió el calor y salvó a las naves de la destrucción, aunque en pocos segundos la otrora ba­rrera invisible se puso al rojo y la superficie borboteaba como cristal que se fundiera.

La mayoría de los dragones se agacharon para esquivar las lenguas de fuego reflejadas. Entonces, se deslizaron bajo los barcos, dejando que el calor abrasador y las llamas se elevaran en el aire sin causarles ningún daño. Sólo uno o dos fueron atrapados por la corriente ascendente y lanzados hacia arriba.

«No ha estado del todo mal», pensó Amlaruil aliviada. La peor arma de los dragones no había destruido los barcos, y ahora volaban por encima de la mayoría de wyrms, en una posición más fácilmente defendible.

De inmediato los buques de guerra empezaron a manio­brar para cambiar de formación. Las naves situadas en los ex­tremos viraron al oeste, seguidas por las demás, hasta que las nueve formaron un círculo. Pero los dragones nada sabían de formaciones y lanzaron contra los barcos un repentino, terri­ble y despiadado ataque en masa desde todos los lados.

Esto dio al traste con cualquier esperanza de una de­fensa organizada. Los magos que iban a bordo de los bar­cos contraatacaron. Enormes bolas de luego volaban hacia los dragones rojos y eran respondidas por ráfagas de luz multicolor y tremendos estallidos de sonido. Arcos here­dados de antiguos héroes disparaban flechas encantadas, dirigidas a los puntos vulnerables de los wyrms, que eran los ojos y las fauces, cuando estaban totalmente abiertas.

Bajo la guía de Jannalor, el Círculo hacía lo que podía, aportando su energía combinada para fortalecer un ataque elfo tras otro. Pero había demasiados dragones. Éstos ata­caban las naves elfas con su magia, se lanzaban en picado y atrapaban guerreros elfos con las garras, desgarraban las velas con sus temibles colmillos y rompían los cascos de cristal con sus enormes cuerpos. Los wyrms luchaban fre­néticamente, aguijoneados por un hambre desesperada y el misterioso impulso irresistible del vuelo de los dragones.

La actitud defensiva de los barcos voladores tampoco ayudaba a los magos, pues no había ataque que pudieran apoyar. Uno tras otro, los buques sucumbieron ante el fuego de los dragones y las terribles nubes de ácido que los fundían, o quedaron tan maltrechos y perdieron tantos tripulantes que se vieron obligados a descender al mar.

Una súbita oleada de magia, como el sol que atraviesa de pronto las nubes, inundó las mentes de los magos uni­dos en el Círculo. Uno a uno, remontaron el aire mental­mente en busca de la fuente.

Treinta dragones dorados y plateados, todos montados por un guerrero elfo, volaban hacia la batalla en precisa formación.

Los labios de Amlaruil se curvaron en una sonrisa triun­fante. Había reconocido a la temible lady Mylaerla Duro­thil. A lomos de un venerable dragón plateado, la matrona tenía el aspecto de una guerrera nata. La sombría elfa pla­teada que cabalgaba a su derecha sólo podía ser la legendaria Ahskahala. ¡Con heroínas como ésas defendiendo Siempre Unidos no podían perder!

Pero mientras miraba y aportaba su magia al Círculo, para que Jannalor tejiera una poderosa red que ayudara a los jinetes como un viento favorable, Amlaruil se dio cuenta de que la batalla no iba a ganarse fácilmente.

Los dragones dorados y plateados atacaron a los invaso­res desde arriba, con audaces picados y descargas de ener­gía mágica. Pero los malvados wyrms contraatacaron con sus propias armas letales. Entre la terrible confusión de sangre, acero, fuego, humo y magia, las gigantescas criatu­ras se enzarzaban en combates cuerpo a cuerpo. Aquí y allá dragones entrelazados caían en picado desde un cielo en llamas y eran tragados por el mar.

Una voz estridente y lejana, que pronunciaba gritos de guerra elfos, se impuso a los rugidos de los dragones en combate y el clamor de los guerreros elfos. Águilas gi­gantes, casi tan grandes como algunos de los dragones, se unieron a la batalla. Los lideraba una espléndida hem­bra dorada que montaba Zaor Flor de Luna. Su rebelde cabello azul ondeaba tras de él como una nube de tor­menta, y la hoja de luna que blandía brillaba con fuego arcano.

Por puro acto reflejo, Amlaruil lo buscó con el pensa­miento. Zaor se disponía a enfrentarse con su espada a un dragón que amenazaba con devorarlo, y la elfa le transmi­tió fuerza con su magia. La espada lo obligó a que ladease la cabeza y, entonces, el pico curvo del águila de Zaor se hundió en el vulnerable cuello del wyrm.

La joven maga percibió muy cerca una acumulación de magia y su atención voló hacia un dragón negro de pe­queño tamaño que inspiraba para lanzar su aliento contra el mortífero jinete del águila. Amlaruil detectó el escudo protector de la hoja de luna y le envió magia para activarlo. El negro leviatán escupió un fétido flujo de ácido, que se estrelló contra el escudo de la hoja de luna y se disolvió, sin más, en una nube hedionda, como se evaporara el agua que se arroja a una forja.

Amlaruil se sumergió en la magia de la espada de Zaor, descubriendo sus secretos y prestándole su magia y su fuerza. Inconscientemente, la elfa abandonó su lugar en el Círculo y se unió a unos lazos cada vez más profundos y mágicos. No obstante, en un lejano rincón de su mente aún podía oír la voz de Jannalor, aún sentía los pensamien­tos de asombro de los magos, que dedicaban sus esfuerzos a reforzar el nuevo y poderoso Centro, que inesperada­mente había tomado las riendas de la batalla.

Zaor parecía estar en todas partes, esgrimiendo como un rayo la espada contra los invasores. Él y su magnífica águi­la trabajaron juntos como si fueran uno. Amlaruil percibía débilmente la voz del elfo, que animaba y daba instruccio­nes a la bien llamada Flecha Dorada. Pero, sobre todo, sen­tía que la singular magia de Siempre Unidos latía en la hoja de luna de Zaor y unía a todos sus defensores. Era una magia que la elfa conocía muy bien, pues fluía por sus ve­nas y por todo su cuerpo.

Amlaruil no era la única en percibir el poder de Zaor y de su espada. A medida que la magia de la espada de rey su­tilmente llegaba a todos los hijos de Siempre Unidos y los inspiraba, las otras águilas, incluso los jinetes de dragón, se congregaron alrededor del guerrero elfo de la luna.

Las águilas atacaban sin tregua, hundiendo sus ganchu­dos picos en los invasores y desgarrando sus correosas alas con garras tan largas y afiladas como una espada. Las aves se lanzaban en picado en grupos de dos y de tres contra los leviatanes, que a su vez atacaban a los barcos elfos.

No todas las águilas sobrevivieron. Las llamaradas expe­lidas por un dragón sorprendieron a una de ellas en pleno picado, y el aire se llenó de plumas doradas y del hedor de carne carbonizada. Otra cayó al mar, con un ala rota que le colgaba inerte sobre el largo tajo que tenía en el costado, tan profundo que dejaba al descubierto el hueso.

Pero, finalmente, la batalla acabó. Un único barco elfo, una docena de dragones con sus respectivos jinetes y me­nos de una veintena de águilas gigantes volaron a ritmo cansino hacia la isla. Dejaban atrás un cielo aún negro por el humo y un mar que aún echaba vapor y hervía por el fuego que había acabado con los barcos y los gigantescos guerreros.

Lenta y suavemente, Jannalor recuperó de manos de la joven maga el control del Círculo.

«Aún nos queda otra tarea que pondrá a prueba las pocas fuerzas que nos quedan. Todos estáis ligados a la magia de los dragones bondadosos y sabéis que los pocos supervivientes se encuentran gravemente heridos. De­bemos sumirlos en un sueño profundo y reparador, o to­dos morirán», dijo telepáticamente el Gran Mago en tono lúgubre.

«Yo me llevaré la mitad del Círculo, por ejemplo, todos los hombres, a la torre de Sumbrar. Sin duda, algunos de los dragones heridos de más gravedad se detendrán allí, pues es la tierra más cercana. En Sumbrar hay cuevas en las que podrán dormir. Nakiasha, ve con las demás a las Colinas dejas Águilas y haced lo mismo.»

Los elfos rompieron la comunidad con el Círculo y reordenaron los lazos mágicos en dos grupos. Junto con las otras elfas, Amlaruil se concentró en tejer el encanta­miento que crearía un plateado sendero mágico que las conduciría a todas a las Colinas de las Águilas.

Fue su primer viaje mágico. Una luz blanca la envolvió en un súbito y vertiginoso remolino. Amlaruil fue arras­trada hacia el vórtice y se aferró a los hilos mágicos que la unían con el Círculo y a ese vínculo más profundo y perso­nal que la guiaría allí adonde quería ir.

Cuando la magia se disipó, la elfa sintió una ráfaga de frío viento en la cara. Abrió los ojos cautelosamente y comprobó que se encontraban más menos a medio ca­mino de la cima, en la vertiente occidental de una mon­taña. Sobre sus cabezas giraban y planeaban cinco drago­nes plateados y un gran dorado. Los seguían las águilas como brillantes sombras.

Era evidente que el dorado estaba en apuros. Tenía un ala destrozada y la carne le asomaba por una herida en el flanco, donde las escamas fundidas goteaban como lí­quido dorado. Ahskahala no había corrido mejor suerte. Tenía el rostro cubierto de hollín y sangre seca y el pelo y la túnica en gran parte carbonizados. Zaor y el águila perma­necían al lado del dragón herido. Los sentidos de Amlaruil seguían conectados con los del guerrero, por lo que oía la voz de Zaor y percibía la magia de su espada. Guerrero y hoja de luna unían sus esfuerzos para animar al wyrm a continuar.

El dragón, al que Zaor llamaba Haklashara, aterrizó pe­sadamente, demasiado bruscamente, y se deslizó de forma lastimosa por la ladera sembrada de rocas. La cabeza del le­viatán, en la que faltaba uno de sus altivos cuernos curvos, se volvió para mirar a su compañera elfa, y una extraña sonrisa se dibujó en sus fauces de reptil al comprobar que Ahskahala seguía sentada en la silla.

Amlaruil corrió hacia ellos para evitar que la elfa herida se golpeara contra el suelo al caer.

—Habla con el dragón. Haz que entre en la cueva —le urgió, al tiempo que bajaba a Ahskahala—. Lo sumiremos en un sueño mágico y profundo para que se cure y viva. Así podrá servir de nuevo a Siempre Unidos.

—Yo iré con él —murmuró Ahskahala con voz ronca. La guerrera clavó sus ojos enrojecidos en Amlaruil.

—Pero...

—Yo iré con él —repitió Ahskahala con una voz más fuerte, concluyente y definitiva—. Haklashara y yo nos curaremos juntos, y nos despertaremos juntos. ¡Tienes que hacerlo, maga!

Una mano se posó suavemente en el hombro de Amla­ruil y, sin necesidad de mirar, supo que era Zaor.

—De otro modo, se negará a vivir —dijo el guerrero dulcemente.

La joven maga asintió. Zaor cogió a la jinete de dragón en brazos, y los tres penetraron en la cueva, seguidos por el dragón gravemente herido.

Se internaron profundamente en la montaña, hasta que Ahskahala les dijo que se detuvieran. La elfa apretó con fuerza los dientes cuando Zaor la dejó cuidadosamente en el suelo y después miró satisfecha la sala de piedra y al dra­gón, que se hizo un ovillo a su lado, como un gigantesco gato dispuesto a echarse una siesta.

—Aquí está bien. Nos quedaremos hasta que el peligro que amenace Siempre Unidos sea tan grave como el de hoy. Si llega ese día, llamadnos.

La guerrera se quitó un anillo y se lo entregó a Zaor, di-ciéndole:

—Pronunciad mi nombre, mi señor, y los jinetes de dragón responderán a vuestra llamada. Si los dioses son propicios y ese día tarda en llegar, entregad este anillo a vuestro sucesor.

—Lo sabes —dijo Zaor asombrado.

—Si alguien tan obtuso como Haklashara puede ver lo que sois, ¿creéis que yo no? —replicó la elfa, con una ligera sonrisa en su faz ennegrecida.

—Lo he oído —gruñó el dragón.

Ahskahala se rió débilmente, se recostó contra el esca­moso costado de su compañero y dijo a Amlaruil:

—Ya puedes empezar. Estamos muy cansados.

Por un momento, Amlaruil se sintió invadida por el pá­nico. El hechizo que le pedían era Alta Magia y tan pode­roso que no podía lanzarse con seguridad sin la fuerza y el apoyo de un Círculo. Y eso sólo para dormir al dragón; su­mir a un elfo en estado de sueño eterno aún era más com­plicado.

Sin embargo, qué otra opción tenía. Los valientes dra­gón y elfa morirían antes de que Amlaruil tuviera tiempo de reunir a sus compañeras magas, sin contar con que ellas también debían de estar ocupadas atendiendo a otros dra­gones.

La hechicera respiró hondo para tranquilizarse y enton­ces se sumergió por entero en la magia. Su cuerpo se ba­lanceaba y sus manos se movían en gráciles ademanes mientras entonaba las palabras del hechizo y tejía los hilos de magia para darles la forma que necesitaba. Mientras trabajaba, sentía cómo la telaraña plateada iba tomando forma y, por último, cubría a dragón y elfa como una có­moda manta.

Tan ensimismada estaba en el poder de la magia que no notaba el transcurso del tiempo. Tampoco sentía el ham­bre y el cansancio que solían sobrevenir a los magos tras trabajar en un Círculo. Al contrario, el flujo de magia le daba nuevo ímpetu.

Casi con pesar interrumpió el encantamiento y dejó a Ahskahala y su amigo dragón sumidos en un profundo sueño. Sin hablar, Zaor y ella abandonaron la cueva.

Al salir al exterior, la ladera se veía desierta, y los colores del atardecer teñían las lejanas colinas.

—Las otras deben de haber regresado a las Torres —mur­muró Amlaruil—. Trabajando juntas, habrán completado antes la tarea que yo sola.

Tras un momento de silencio, Zaor le cogió una mano y le dijo:

—Te sentí junto a mí en la batalla. Percibí tu magia, tu fuerza.

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