Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (43 page)

BOOK: Siempre Unidos - La Isla de los Elfos
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Al verlo, Zaor se llevó la mano a la boca para ocultar una sonrisa satisfecha. Esos engreídos iban a recibir una lección sobre la importancia de mantener una mente abierta y ser observadores. Si no se hubieran quedado con la primera impresión, nunca hubieran desdeñado al me­nudo elfo de la luna.

En cada movimiento de Myronthilar había una extraor­dinaria economía; y en cada paso y gesto, precisión y un propósito. Era como una daga: esbelto, cuidadosamente afilado, perfectamente equilibrado, y mortal. Zaor pensó que los resultados del encontronazo serían un buen princi­pio en el necesario proceso de reeducación de los elfos de Siempre Unidos.

Myronthilar se detuvo y contempló seriamente a los reu­nidos.

—Saludos, Saida Evanara —dijo cortésmente, dirigién­dose a una elfa dorada que, súbitamente, adoptó una acti­tud recelosa—. Me temo que soy portador de malas noti­cias: Myth Drannor ha caído.

—Lo sé perfectamente —replicó la elfa, entrecerrando los ojos—. ¡Yo estuve allí hasta la batalla final!

—Sí, he oído cómo los juglares lo cantaban. Pero eran juglares pagados. Hay otros que cuentan que huíste como una rata. —El elfo de la luna echó un vistazo a la elegante sala y proclamó—: Desde luego, son del tipo que nunca actuarían en un local tan selecto.

—¡Cómo te atreves! —gritó Saida, roja por el ultraje—. ¡Nunca me había sentido tan insultada!

—Eso no es del todo cierto. Creo que deberías oír un repertorio más amplio de canciones bárdicas —le sugirió Myron amablemente.

Uno de los guardias se levantó de un salto y se encaró con el menudo elfo.

—Mide tus palabras. Saida Evanara es pariente mía —dijo en tono bajo y ominoso.

—Tienes toda mi simpatía —replicó el elfo de la luna—. Y puesto que nadie puede escoger a sus parientes, no te lo tendré en cuenta.

El guardián arrugó el ceño y su mano fue a la espada con ademán elegante. Pero su rostro expresó un total des­concierto cuando sus dedos se cerraron en torno a una vaina vacía. El gesto desconcertado fue reemplazado por una expresión de pánico al mirar el acero que le amena­zaba la garganta. Era un arma muy familiar. ¡Myron había desenvainado antes que él su propia espada!

El elfo de la luna alzó la espada que había tomado «pres­tada» hasta la frente, parodiando un saludo.

Saida siseó enfurecida y se puso de pie de un brinco. Antes de que pudiera desenvainar, Myron le lanzó el acero robado. Instintivamente, la elfa la cogió, y atacó. El elfo de la luna la esquivó, giró y paró el segundo ataque de Saida... con la espada de ésta.

Con la mano libre, la elfa se palpó la funda que llevaba a la cadera, incapaz de creer lo que veían sus ojos. La funda estaba vacía. Saida entornó los ojos con malevolencia.

—Eres rápido, gris —admitió la guerrera Evanara, al tiempo que adoptaba la posición de batalla—. ¡Pero cuando acabe contigo, creerás que un caballo de batalla te ha pasado por encima!

—Algo de eso he oído —replicó Myron sin darle im­portancia—. Creo que deberías elegir amantes menos in­clinados a lamentarse de sus experiencias.

—¡Ya basta! —gruñó el guardia a quien Myron había desarmado—. ¡Por Corellon, te voz a hacer pedazos!

El enfurecido elfo arremetió contra Myronthilar, pero no se le llegó ni a acercar. De hecho, ni siquiera tocó el suelo. En vez de eso, se encontró jadeando suspendido en el aire, mientras miraba directamente a los ojos del elfo más grande que nunca hubiese visto; un gigante de cabello azul que lo mantenía en vilo agarrándole con una mano el cuello del uniforme, del mismo modo que un niño levan­taría un cachorro por el cogote.

—Como ves, el
quessir
está ocupado —dijo Zaor, dán­dole a Myron el tratamiento reservado a los elfos nobles—.

Pero si la guardia tiene por costumbre luchar dos o tres contra uno, por favor, elige a algunos de tus camaradas y empecemos.

Él rostro del elfo, que ya estaba rojo por la falta de aire, se volvió púrpura de rabia. Tres guardias se pusieron brus­camente de pie y corrieron a ayudarlo. El elfo de la luna les arrojó el cautivo con toda tranquilidad, derribando a los cuatro de vez.

Mientras, Myron y Saida luchaban frenéticamente, y el resonar y entrechocar de sus espadas llenaba la taberna con su inquietante música. Los últimos dos guardias sentados a la mesa se levantaron para hacer frente al desafío del elfo de pelo azul. Pero, cuando fueron a empuñar sus aceros, se dieron cuenta de que sus fundas también estaban vacías.

Giraron sobre sus talones y vieron a Keryth, con una es­pada en cada mano.

—Perdón —murmuró educadamente, mientras pasaba junto a los dos desconcertados guardias para entregar una de las armas a Zaor. Entonces dio la vuelta a la otra espada y se la ofreció por la empuñadura a su propietario.

—Disculpad las molestias, pero, como veis, mi amigo no puede luchar con vosotros usando su propia espada. No estaría bien usar una hoja de luna en una reyerta de ta­berna, especialmente contra unos contrincantes tan hono­rables como vosotros.

En un movimiento casi cómico, los guardias se volvie­ron al unísono para contemplar, boquiabiertos, la espada que colgaba de la cadera de Zaor. Sus rostros reflejaron una mezcla de desilusión y respeto. Uno de ellos, un elfo de pelo negro azabache que llevaba la insignia de capitán, se levantó. Después de limpiarse con la manga un hilo de sangre de la mejilla, miró a Zaor con curiosidad.

—¿Qué ocurre aquí?

—Desearía solicitar mi admisión en la guardia —res­pondió Zaor.

El capitán no pudo contener una áspera risita.

—¡Pues has elegido una manera muy extraña para ha­cerlo! ¿Por qué no viniste y dijiste que eras un luchador de hoja de luna? Ninguna orden ni regimiento te hubiera re­chazado.

—¿Habrías aceptado también a mis amigos?

—No —admitió el capitán—. Aunque son tan rápidos y hábiles como cualquier elfo de los que tengo a mi mando.

Zaor declinó diplomáticamente expresar qué opinión le merecía la comparación. En vez de eso, insistió:

—Los tres, entonces.

—De acuerdo —accedió el capitán, encogiéndose de hombros.

En ese momento un ruido sordo resonó por toda la taberna. Ambos se volvieron y contemplaron a Saida, que, haciendo rechinar los dientes, tiraba de la espada incrustada en la madera de una pared de la taberna. My­ronthilar, que acababa de esquivar la acometida de la elfa, se examinaba las uñas haciendo gala de una extre­mada paciencia.

—Una cosa más. Ordena a tu teniente que cese el com­bate antes de que se estropee el filo del acero de su colega

—exigió Zaor.

El capitán accedió con gesto desdeñoso y lanzó una mi­rada sesgada al elfo de pelo azul.

—Lo que dijo tu amigo sobre el valor de Saida Evanara en la batalla... ¿Era cierto o sólo la provocaba?

—Eso deberás juzgarlo tú mismo —replicó Zaor, le­vantando los hombros—-. Las palabras de Myronthilar Lanza de Plata tenían un propósito y lo cumplieron. Saida Evanara está bajo tu mando. No soy yo quien debe juz­garla.

—Muy cierto. —El capitán hizo bocina con las manos y gritó—: ¡Quietos!

Myron obedeció al instante, poniéndose lejos del al­cance de su rival con elegancia y bajando la guardia. Acto seguido dirigió una inclinación de cabeza a Saida, en un gesto respetuoso de un luchador a otro para marcar el final de un honorable ejercicio con la espada.

Pero Saida Evanara se quedó inmóvil, el acero presto para el ataque y todo el cuerpo temblando por la furia y la indecisión.

—¡He dicho que ya basta! —bramó el capitán. Se acercó a la elfa y le agarró la muñeca. Saida lo miró a la cara. Los ojos de la elfa expresaron recelo y después cautela.

—A sus órdenes —dijo, y añadió—: No hubiera ata­cado, mi capitán.

—Yo no estoy tan seguro —murmuró el capitán, escru­tando la faz de la guerrera.

Entonces le soltó la muñeca y dio media vuelta.

—Seguidme a los barracones. Me parece que tenéis mu­cho que aprender.

Los tres elfos de la luna intercambiaron sonrisas de triunfo y se apresuraron a seguir al capitán. Pero el elfo do­rado giró y clavó la mirada en la compañía de guardias.

—Hablaba con vosotros —les dijo con tono grave.

Lady Mylaerla Durothil, la formidable matriarca del clan de elfos dorados más poderosos de la ciudad, estudió a su visitante con interés.

Ya no era joven. En realidad, hacía muchos veranos que había pasado por el ecuador de su vida mortal. Pero tam­poco era tan vieja como para no apreciar la belleza del elfo sentado frente ella. Si ese joven capitán estaba dispuesto a desperdiciar sus encantos con una vieja elfa, ¿por qué no darle la oportunidad de hacerlo? Además, el plan del joven la intrigaba.

—¿Estás seguro de que Ahskahala Durothil pertenece a mi familia?

—No hay duda —contestó Zaor—. He hecho un estu­dio del linaje Durothil y le aseguro que, al igual que usted, es descendiente directa del Rolim Durothil, que fue uno de los primeros pobladores de Siempre Unidos. Sus ante­pasados combatieron el vuelo de los dragones en el año de la Gran Caza de Malar. Ahskahala es una digna descen­diente de todos esos ilustres elfos. Además, es la jinete de dragón más espléndida y temible que he visto en mi vida.

—¿De veras? ¿Entonces por qué sobrevivió a la caída de Myth Drannor, mientras que tantos otros arrojados gue­rreros perecieron?

Era una pregunta difícil, e importante. Casi tan impor­tante como el modo en que Zaor presentó la respuesta.

—Ahskahala no comulga con los hábitos y las inquietu­des de los habitantes de las ciudades —contestó cuidado­samente—. Ella prefería vivir en plena naturaleza y servir al Pueblo de Cormanthyr vigilando los puestos avanzados. Si no hubiera sido por ella, la ciudad hubiera caído mucho antes. Gracias a su celo, más de una banda de merodeado­res orcos y goblins fue neutralizada. Pero su dragón resultó herido durante los primeros días del cerco, y ambos que­daron atrapados en su guarida de las montañas. Cuando, por fin, el dragón pudo alzar el vuelo, la batalla ya había acabado.

—Hummm. ¿Cómo podemos ponernos en contacto con esa jinete de dragón?

—La habilidad de la casa Durothil para comunicarse es legendaria —respondió, inclinando la cabeza en señal de respeto—. No creo que sea una tarea demasiado compli­cada para sus magos.

—Bien dicho. ¿Pero qué te hace pensar que Ahskahala vendría a Siempre Unidos? —inquirió astutamente la ma-triarca—. ¿Qué tendría aquí que ganar? ¿Poder? ¿Honor? ¿Riquezas?

—Ahskahala ha sido testigo de la caída de una civiliza­ción elfa. Seguro que no desea que le ocurra lo mismo a otra.

Mylaerla parpadeó; no estaba acostumbrada a tal fran­queza.

—¿Crees posible que Siempre Unidos corra la misma suerte que Myth Drannor? —¿Usted no?

Durante un largo momento ambos elfos se sostuvieron la mirada. Entonces Mylaerla se recostó en la silla y pare­ció que su rostro se desprendía de una máscara.

—Tienes más razón en muchas cosas de lo que te imagi­nas, Zaor Flor de Luna —dijo la elfa amargamente—. No tienes ni idea de lo harta que estoy de que los Durothil sólo se dediquen a chismorrear con ayuda de la magia. No siempre fue así. El primer jinete de dragón fue un Duro­thil, el Durothil por excelencia. ¿Lo sabías?

Sin esperar respuesta, la elfa masculló una gruesa maldi­ción y, frustrada, sacudió la cabeza.

—Mi clan desciende de ese Durothil, ¿y en qué nos he­mos convertido? ¡En haraganes decadentes, encerrados en nuestras torres y satisfechos de desperdiciar nuestros bre­ves siglos de vida usando la magia para intercambiar coti-lleos y espiar alcobas lejanas! ¡Bah!

—Quedan dragones en Siempre Unidos, ¿verdad? —in­quirió Zaor, inclinándose hacia adelante. .

—Sí, creo que sí —repuso Mylaerla tras una breve refle­xión—. He oído historias de que, recientemente, se han visto un dorado y dos plateados sobrevolando las Colinas de las Águilas. —La matriarca enarcó una inquisitiva ceja—. Si Ahskahala es todo lo que dices, dudo de que le cueste mucho entrenar a esos dragones. Lo que me preo­cupa es: ¿cómo se llevará con los Durothil de Siempre Unidos y con los de su clase?

—Sus parientes no lo tendrán nada fácil —reconoció Zaor.

—Perfecto —dijo la elfa, asintiendo y sonriendo con maliciosa satisfacción—. En ese caso, voy a llamarla al instante.

Zaor comprendió que esas palabras eran de despedida, y se levantó para marcharse.

Mylaerla exhaló un hondo suspiro. Algo en él hizo que Zaor se quedara inmóvil en medio de su cortés inclinación de despedida. Se irguió, buscó los ojos de la elfa y asintió para animarla a proseguir.

—Esta visita me ha traído a la memoria muchas co­sas. Para empezar, llevo demasiado tiempo en esta ciu­dad. Han pasado muchos años desde la última vez que subí a las Colinas de las Águilas. ¡Ni siquiera sé si toda­vía quedan dragones en Siempre Unidos! —La mujer miró a Zaor con una sonrisa extrañamente tímida—. Dime algo, joven, ¿crees que soy demasiado vieja para montar un dragón?

Mientras hablaba, sus ojos adoptaron una expresión de nostalgia y su avejentado rostro se suavizó. Pero la conmo­vedora añoranza no hizo su voz menos acerada ni su pre­sencia menos impresionante.

—Milady, no creo que ningún dragón vivo se lo pue­da impedir —replicó Zaor, sin poder contener una son­risa.

La elfa, encantada y sorprendida, se echó a reír. Aún sonriendo cálidamente, se levantó y tendió la mano al jo­ven guerrero, como si fueran dos aventureros.

—Los jinetes de dragón serán los guardianes de Siem­pre Unidos. Nadie violará sus costas.

—Con la voluntad de los dioses —respondió Zaor con fervor.

—Hablaba en serio al decir que deseo aprender esa ha­bilidad —dijo Mylaerla, ladeando la cabeza—. ¿Pero y tú? ¿Te unirás a los jinetes que surquen los vientos?

—Lamentablemente no. Mi responsabilidad es otra.

Tras una prolongada e inquisitiva mirada, lady Durothil asintió pensativa.

—Sí. Creo que tienes razón.

17
Herederos del destino

Para muchos elfos de Siempre Unidos, las Torres del Sol y la Luna eran el epítome de la cultura elfa.

Las Torres, construidas con piedra blanca extraída por medios mágicos de corazón de la tierra elfa, se alzaban en lo más profundo de un denso bosque y estaban rodeadas por espléndidos jardines. Las Torres albergaban algunos de los objetos mágicos más poderosos conocidos por el Pue­blo, además de hechiceros y archimagos dedicados al estu­dio, la contemplación, la formación de Círculos y la edu­cación de estudiantes prometedores.

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