Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (39 page)

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Yes que sí, remedando una de tus pullas de juventud, aún soy más barato que una cortesana fea. No obstante, debo ad­mitir que no comprendo la razón de tal parquedad. Después de todo, estoy gastando tu dinero y no el mío.

Junto con esta misiva te devuelvo la tinta en polvo que me enviaste. Es posible que, ciertamente, brille en la oscuridad, pero no tengo ninguna intención de quedarme quieto en el lu­gar en el que me alcanzó un rayo.

A continuación sigue el extracto del libro de saber popular
De Espadas y del Honor de la Sangre
, que me pedías.

Saludos,

Athol el Sin Barbas

Era la época de los humanos.

A muchos elfos les parecía que hombres y mujeres florecían en todas las cosas, mientras que ellos, los hijos de Corellon, de­caían.

A medida que el número de elfos menguaba, como los gra­nos de arena de un reloj, los humanosproliferaban a un ritmo indecente. Las comunidades elfas tuvieron que retirarse a los bosques para dejar paso a los humanos, que se propagaban por todas las tierras y todos los climas. Mientras la Alta Magia se convertía en algo insólito y secreto, los magos humanos descu­brieron antiguos pergaminos que les permitían alcanzar en su corta vida niveles de poder increíble. Pujantes reinos huma­nos se crearon, y cayeron. El legendario Netherilya no era más que un recuerdo, pero de sus cenizas surgieron los señores de la magia para dominar los poblados y las ciudades del norte. Fi­nalmente, los humanos avanzaron hasta el corazón de los bos­ques para establecerse entre los árboles milenarios y los agra­dables valles, que eran las últimas fortalezas elfas en Faerun.

Por todas partes se acrecentaba el contacto entre humanos y elfos. Los semielfos —antaño poco frecuentes seres dignos de lástima, invariablemente fruto de crímenes de guerra— se convirtieron en una presencia casi habitual. El pueblo elfo, como colectividad, no sabía qué actitud adoptar ante esos cambios, y tampoco había unanimidad sobre la mejor ma­nera de tratar con los omnipresentes humanos. Pero en algo sí estaban todos de acuerdo: Siempre Unidos debía seguir siendo exclusivamente de los elfos.

Pocos humanos sabían de la existencia de la isla. La mayo­ría de los que oían los relatos sobre ella creían que era una fantasía elfa, un lugar legendario lleno de maravillas, belleza y armonía. Pero había unos pocos, en su mayor parte marine­ros, que tenían razones de peso para creer que había algo en los remotos mares occidentales. Los barcos que se aventuraban demasiado hacia el ocaso se topaban con terribles tempestades, bandas de belicosos elfos marinos y barreras mágicas de todo tipo. Esos arrojados hombres —los pocos que lograban regre­sar— hablaban cada vez con más frecuencia de una rica isla en el mar.

La imagen que los humanos se hacían de Siempre Unidos estaba muy influida por su experiencia con los elfos de Fae­run. Creían que la isla, de existir, era un lugar de serena be­llezay total armonía, en la que los elfos se dedicaban a culti­var la magia y el arte de la guerra, además de contemplar las maravillas del cielo y el bosque. La verdadera un poco distinta.

Durante milenios, las familias nobles de elfos dorados de Siempre Unidos habían rivalizado por el control del Consejo de Ancianos. Normalmente el cargo de Alto Consejero lo ocu­paba un miembro del clan Durothil, pero los Nierde, los Ni­mesin y los Starym le disputaban ese derecho. Tampoco los cla­nes de elfos de la luna se mostraban dispuestos a ceder sin lucha los puestos de poder e influencia.

Los conflictos entre las distintas razas y clanes nunca llega­ron a desembocar en una guerra, pero la isla se convirtió en un nido de intrigas. La cultura elfa, en el pasado dedicada a la creación de belleza y el establecimiento de una fuerte de­fensa, ahora se centraba en el arte de las maniobras políticas. Los clanes competían entre ellos por la riqueza, la fuerza de armas y las reservas de armas mágicas.

Como era de esperar, en esa época el centro más importante de cultura elfa no era Siempre Unidos, sino el bosque de Cor-manthyr. Cuando los ambiciosos elfos dorados se dieron cuen­ta de ello, muchos abandonaron la isla para establecerse en las florecientes ciudades de Cormanthyr.

Pero ni allí se solventaron las diferencias entre los clanes. Los Nierde, en general, no se mostraban reacios a llegar a un entendimiento con los elfos de la luna y los elfos silvanos que los habían precedido. Incluso toleraban la presencia de huma­nos, halflings y enanos en la comunidad del bosque. Pero los más xenófobos de los clanes dorados —entre ellos los Starym, Nimesin y Ni'Tessine—proclamaban la necesidad de perma­necer aislados.

Después de muchas polémicas, el Consejo Elfo de Cor­manthyr abrió el bosque a los humanos y se erigió la Piedra Alzada como monumento de paz y cooperación entre las dife­rentes razas. Esta es la parte de la historia que se conoce. Pero mucho antes de ese año, en el que ocurrieron acontecimientos tan cruciales que el tiempo se contó a partir de entonces, ha­bían ocurrido otras cosas, cosas secretas, que marcarían el des­tino de los elfos.

Cuando, finalmente, las devastadoras y largas Guerras de la Corona acabaron (aproximadamente en el 9000, según el Cómputo del Valle) a algunos elfos les preocupaba que ese pe­ríodo de luchas pudiera repetirse. Para evitarlo estaban dis­puestos a hacer todo lo que estuviera en sus manos.

Por aquel entonces vivía en Cormanthyr un anciano adi­vino elfo llamado Ethlando, un superviviente del antiguo reino de Aryvandaar. El creía que la creciente división entre los elfos podría conducir a la destrucción de todo. Ethlando había alcanzado una edad muy avanzada incluso para los el­fos, pues tenía más de dos milanos, y se le atribuía un especial vínculo con el Seldarine. Sus visiones eran infalibles y su voz respetada por todos incluso en los asuntos más nimios. Muchas veces lo buscaban para que actuara de arbitro entre los clanes más beligerantes.

En los años en los que el destino de Cormanthyr aún se de­batía acaloradamente, Ethlando declaró que la voluntad de los dioses era que Siempre Unidos fuese gobernada por una única familia real. Su plan para elegir al clan adecuado era tan complejo, tan supeditado a una magia fuera del alcance de los magos mortales, que el Consejo decidió que, verdadera­mente, el Seldarine había hablado por boca del adivino.

No obstante, hubo algo en lo que no transigieron: Ethlando insistió en que sólo los elfos de la luna podían reclamar ese ho­nor. Pero tos elfos dorados ejercían el poder en Cormanthyr, por lo que la clase gobernante decretó que todos los clanes no­bles —por supuesto con excepción de los drows— que lo de­searan, podían reclamar el trono de Siempre Unidos.

Se eligieron trescientos maestros armeros, a los que se les en­comendó forjar cada uno una sola espada. Pese a que todos los artesanos tenían licencia para trabajar a su gusto, debían cumplir ciertas condiciones. Todas las armas debían ser sables de doble filo y la empuñadura debía adornarse con un gran ópalo. De todas las piedras preciosas conocidas por los elfos, el ópa­lo era el conductor de magia más puro y eficaz. No obstante, los espaderos tenían prohibido imbuir cualquier tipo de poder mágico a las armas. Esto, insistió Ethlando, se haría a su de­bido tiempo.

Las espadas se acabaron justo antes del Año de la Piedra Alzada. Cuando llegara el momento, se dirimiría, sin dudas ni disputas, qué clan se convertiría en el clan real.

Preludio
Las sombras más profundas, 1371 CV

La hembra dragón plateada descendió en picado hacia Sumbrar, volando directamente hacia la alta torre circular. La dragona era una Guardiana y su tarea consistía en ad­vertir a los elfos de un peligro inminente. La Guardiana te­nía razones para pensar que su aviso llegaría demasiado tarde.

El animal batió sus relucientes alas para frenar su deses­perado vuelo, al tiempo que sus garras de los pies se aferra­ban a las caprichosas esculturas que rodeaban el techo abo­vedado de la torre de Sumbrar. Entonces, cubrió con sus alas la lisa piedra para estabilizarse y estiró el cuello hacia abajo para mirar por la alta ventana arqueada de la sala su­perior de la torre. Allí los magos se reunían para formar su Círculo de magia. ¡La hembra dragón sólo esperaba que no se murieran del susto al ver aparecer de pronto en la ventana un enorme rostro plateado cubierto de escamas!

Pero, para su sorpresa, la sala estaba vacía. Silencio. No había ningún mago para hacer frente a la inminente ame­naza. El primer pensamiento de la dragona fue que no lo sabían, pero sus finos oídos captaron un ruido sordo pro­cedente de las cuevas de Sumbrar, y sus sentidos se aviva­ron con el reverbero mágico que emanaba de las profundi­dades de la isla.

Seis antiguos dragones despertaron de su largo sueño y alzaron el vuelo. La dragona contempló con respeto reve­rencial cómo los legendarios héroes de su gente echaban a volar como salidos de un libro de leyendas. Pero, aun así, una profunda sensación de temor se impuso a su asombro; estaba escrito que los Durmientes sólo serían convocados en el caso del más grave peligro.

La Guardiana desplegó sus alas plateadas y echó a volar, poniendo rumbo a las Colinas de las Águilas. Allí buscaría a los jinetes de dragón y averiguaría qué suerte había co­rrido su compañero elfo. Shonassir Durothil no había res­pondido a su silenciosa llamada y, aunque temía saber la respuesta, debía saber a qué se enfrentaban.

Muy lejos de las costas de Siempre Unidos, en una torre muy distinta situada a la sombra de la única montaña de Aguas Profundas, otra de las guardianas de la isla echó ha­cia atrás su cabeza argentada y lanzó un lamento de angus­tia y frustración.

La mujer se aferraba al marco dorado de su espejo en­cantado, con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Khelben Arunsun, el mago humano dueño de la torre, se acercó a ella y, dulcemente, le separó los dedos.

—Es inútil, Laeral —le dijo con firmeza, cogiéndola por los hombros y haciendo que se diera la vuelta—. En todas partes es lo mismo. Todas las puertas de Siempre Unidos están bloqueadas. No hay nada que tú, ni yo ni na­die podamos hacer.

—¡Pero esta puerta es diferente! Se suponía que nadie podría cerrarla. ¿Te acuerdas de lo que nos costó ocultarla y moverla?

—Si algún día las cosas en este mundo llegan a suceder como se supone que deben hacerlo, es posible que todos muriéramos del susto —replicó Khelben completamente serio—. Laeral, daría cualquier cosa para que fuese de otro modo. Debes aceptar que la batalla por Siempre Unidos está en manos del Pueblo.

La mujer gimió y se refugió en los brazos del archimago.

—Nosotros podríamos hacer algo, Khelben. Tú y yo, mis hermanas. ¡Tiene que haber algo en lo que podamos ayudar!

El mago acarició la plateada melena de Laeral. Su singu­lar tono revelaba su herencia elfa y servía para recordar los vínculos que unían a la mujer con Siempre Unidos. Por extraño que pudiera parecer, hacía mucho tiempo que la maga humana y la reina elfa eran casi amigas, y Laeral lle­vaba en un dedo una de las runas elfas que la proclamaban agente de confianza de la reina de Siempre Unidos. Pero, ahora, incluso la magia del anillo se había esfumado. El ex­traño sudario que había caído sobre la remota isla también tapaba su luz sobrenatural.

Siempre Unidos se había quedado solo.

—Confía en los elfos —la exhortó el archimago—. Han capeado muchos temporales y su nave aún no se ha hun­dido.

—Hay más —susurró Laeral, abandonando el refugio que le ofrecían los brazos de Khelben y con lágrimas que empezaban a correrle por las mejillas—. Oh sí, hay más. Nunca te he dicho nada de Maura...

Maura se agarraba a las plumas doradas de la gigantesca águila y se inclinaba sobre su cuello, mientras volaban muy alto sobre los árboles de Siempre Unidos. El fuerte viento hacía ondear furiosamente su negra melena, y con expresión sombría escrutaba el suelo en busca de cualquier signo del paso del devorador de elfos.

Finalmente lo vio. Estaba cruzando un arroyo y levan­taba cortinas de agua a su paso. Las gotas de agua centellea­ban en el aire a la brillante luz matutina.

—¡Allí abajo! —gritó Maura al águila, osando soltar una mano para señalar—. ¡Sigue a ese ser!

—Ohhh. Es un bicho grande —comentó el águila, mien­tras sus ojos recorrían el abovedado caparazón del mons­truoso devorador de elfos—. Rompemos conchas y carnes para muchas águilas. ¿Por qué no luchamos contra él?

—Después. Primero tenemos que ir a la Arboleda de Corellon y avisar a los elfos del peligro. ¿Sabes dónde está?

—¿Tú qué crees? Sé dónde está la madriguera de cada conejo. Tú dices, yo voy. Luchamos. ¿De acuerdo?

—Sí, pronto — accedió Maura.

El águila viró bruscamente cuando el devorador de elfos se volvió hacia el este. Maura se aferró a las plumas del ave mientras ésta tedoblaba sus esfuerzos. Volaban a tal veloci­dad que a la joven se le cortaba la respiración, y tenía que agarrarse con fuerza para que el potente viento que produ­cían las alas no la arrastrara.

Pero, por rauda que volara el águila, pasaron varios mi­nutos hasta que logró rebasar al monstruo. A Maura le pa­reció que pasaba una eternidad antes de divisar los tem­plos elfos.

—Déjame allí —gritó, señalando un santuario above­dado de cristal verde.

—No posar allí —replicó el águila—. Veo enemigos junto al río, muchos, muchos. Hombres-pez, muy malos. Ahora luchamos, ¿sí?

—¡No, ahora no luchamos! —gritó Maura, soltando una mano y golpeando con ella las alas del animal—. ¡Pri­mero avisar a los elfos!

—Hablas raro —dijo el águila, al tiempo que lanzaba una mirada perpleja por encima del hombro.

Maura gritó de frustración. Se inclinó hacia adelante y habló alto y rápido a la oreja del ave.

—¿Saben los tuyos quién fue el rey elfo? Bien, pues su hija está allí, en uno de esos edificios. ¡Si no la sacamos de aquí, el bicho grande se la comerá!

El águila lanzó un penetrante chillido, que igualó al de Maura en cuanto a la rabia, aunque lo sobrepasó en potencia.

—Bicho no comerá a polluelo de Zaor —prometió so­lemnemente. Y, sin aviso previo, voló en un estrecho círculo y después se lanzó en picado, profiriendo un grito.

Maura hundió la cara en las plumas del cuello del águila y se aferró a ella con todas sus fuerzas. El viento hacía fla­mear sus ropas y las desgarraba, y los ojos le escocían tanto que apenas veía nada. El repentino y frenético batir de las alas del animal la advirtió del inminente aterrizaje. Alzó la cabeza y entrecerró los ojos. Pero enseguida los abrió des­mesuradamente, sin importarle el aguijón del viento.

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