Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (35 page)

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Barcos humanos. Arnazee había visto antes embarcacio­nes como ésas, y sabía perfectamente qué tipo de personas transportaban.

—Piratas —murmuró. Un racimo de burbujas flotó hasta la superficie del agitado mar.

Ahora comprendía qué papel desempeñaba la tortuga marina. Ninguna nave humana podría atravesar las barre­ras mágicas que protegían a Siempre Unidos, por lo que los piratas habían cerrado un trato con el monstruo. Arna­zee se preguntó qué le habrían ofrecido a cambio de entre­garles el barco elfo. Seguramente riquezas, pues cederle a los elfos para que los devorara hubiera sido una promesa vana; si ése hubiera sido el único propósito de la tortuga dragón, no hubiera necesitado ayuda de los piratas.

Arnazee giró en el agua y nadó hacia arriba con brazadas rápidas y potentes. Su cabeza emergió a la superficie, y la elfa se balanceó en las turbulentas aguas mientras evaluaba la situación.

Los guerreros elfos del
Mar-en-medio
luchaban desespe­radamente contra su gigantesco enemigo. A tan corta dis­tancia, la magia no era una solución viable; cualquier he­chizo suficientemente potente para hacer daño a la tortuga también destruiría el barco. Sus flechas, incluso los enor­mes proyectiles de la balista, rebotaban contra la coraza del monstruo, y todas sus partes vulnerables estaban ocultas bajo el agua.

Probablemente Darthoridan había seguido la misma lí­nea de pensamiento que Arnazee, pues saltó por la borda y se lanzó contra la monstruosa tortuga. En la mano empu­ñaba un largo tubo metálico, del que sobresalía la punta de una lanza provista de púas. A la espalda llevaba atada otra lanza.

Arnazee contuvo la respiración; el ataque de Darthori­dan era una acción valiente y desesperada. El caparazón de la tortuga era una masa repleta de protuberancias y pin­chos, por lo que era como si se lanzara de cabeza contra una fila de armas afirmadas y prestas.

Pero el elfo cayó de pie e, inmediatamente, empezó a trepar por la cresta central del caparazón, tachonada de púas, con la intención de llegar a la cabeza del animal.

La elfa marina dejó escapar una exclamación de alivio. Un hombro del elfo sangraba mucho, pero al menos ha­bía sobrevivido al salto. Arnazee nadó hacia la tortuga dragón sin apartar la mirada del intrépido guerrero a quien amaba.

Ése fue el momento que la tortuga eligió para volver a embestir contra el barco. El impacto hizo perder el equili­brio a Darthoridan. El elfo se tambaleó y rodó por el irre­gular lomo del animal, haciéndose mucho daño. Final­mente, chocó contra una de las protuberancias del borde del caparazón. Sin molestarse en ponerse en pie, el elfo empezó a avanzar penosamente alrededor de la macabra mole, usando las púas como asideros, y dirigiéndose hacia la abertura de la que salía una enorme pata delantera.

Arnazee asintió sombríamente. El arpón que Darthori­dan llevaba podía dispararse con una potencia considera­ble y si conseguía atravesar limpiamente los pliegues de piel dura y curtida de la pata, podría llegar al corazón.

Pese a estar herido, Darthoridan se movía con rapidez. En cuestión de segundos alcanzó su objetivo. Entonces afirmó los pies en una protuberancia ósea y, arpón en mano, se sumergió en el agua. El aguzado oído de la elfa marina captó el chasquido seco del arpón al ser disparado bajo el agua.

Un terrible bramido hendió la noche. La tortuga dra­gón se encabritó como un semental enfurecido, se volvió y giró la maciza cabeza ora a un lado ora al otro, buscando la causa del ataque. Sus iris amarillos localizaron al elfo, que pendía del borde de su caparazón. El reptil entrecerró los ojos con malevolencia y estiró el cuello hacia atrás, al tiempo que accionaba las mandíbulas. Pero Darthoridan había vuelto a rodar sobre el caparazón y ahora trepaba por el centro, fuera de su alcance.

La tortuga dragón cambió de táctica y giró sobre sí misma. Una vez, dos veces, el pálido caparazón del abdo­men brillaba a la luz de la luna mientras trataba de desem­barazarse del molesto elfo. Los giros del monstruo provo­caron dos grandes olas, que levantaron el barco elfo y lo aproximaron aún más al mar turbulento y a los piratas, que cada vez estaban más cerca.

Arnazee gimió y nadó todavía con más rapidez, aunque era consciente de que poca cosa podría hacer. Cuando Darthoridan cayera al agua, la tortuga acabaría con él de un solo mordisco.

Pero cuando el reptil se enderezó, el guerrero elfo seguía pegado como una lapa a la cresta central de su caparazón. No obstante, no podría aguantar mucho más, pues su san­gre se mezclaba con el agua que descendía por el costado del caparazón. Ningún guerrero podía resistir con esas he­ridas.

De pronto, el mar que rodeaba a Arnazee se encalmó. Los vientos sobrenaturales amainaron y las altas olas coro­nadas de espuma se hundieron en el mar, provocando pe­queñas ondas que rizaban la superficie. Arnazee oyó el gutural grito de sorpresa de los piratas, que reducían el ve­lamen para adaptarse a la disminución del viento. Ya no necesitaban tanto; pronto abordarían el barco de Dartho­ridan.

La desesperación invadió momentáneamente a la elfa marina, pero al contemplar el mar encalmado, le llegó la ins­piración, tan claramente como si la voz de la Gran Oceá­nide le hubiera susurrado al oído la solución.

¡Sin la señal del furioso oleaje que señalaba la posición de los peligrosos escudos, los humanos no tenían manera de saber dónde estaban!

La sacerdotisa empezó a entonar un encantamiento cle­rical, pidiendo un espejismo que convirtiera las serenas aguas que rodeaban Siempre Unidos en un espejo; un es­pejo que reflejara el mar aún picado de la tormenta de Umberlee. »

Una vez completado el hechizo, Arnazee se sumergió, un instante antes de que uno de los barcos piratas chocara contra el escudo protector.

Una llamarada luminosa convirrió la noche en pleno día, y al barco en una antorcha. La elfa se sumergió aún más para escapar del repentino calor, y esquivar a los pira­tas que, después de sobrevivir a la primera explosión, se lanzaron o fueron arrojados al mar, y ahora luchaban por salir a la superficie.

El rugir y crepitar del fuego, los furiosos bramidos de la tortuga dragón, el ruido de los humanos heridos; todos es­tos sonidos componían un coro triunfante que colmaba los sentidos de Arnazee. Demasiado tarde captó las vibra­ciones que anunciaban una nueva presencia en las aguas. Instintivamente se hizo a un lado, y una esbelta forma gris pasó rozándola.

Por un momento Arnazee creyó que el delfín había re­gresado para unirse a la batalla. Pero la piel áspera que le arañó el brazo sólo podía pertenecer a una criatura. Los ti­burones, atraídos por el alboroto de la batalla y el olor de sangre derramada, habían acudido a alimentarse.

La elfa marina desenvainó un cuchillo y se sumergió más profundamente. Con el arma cortó un trozo de alga kelp y, rápidamente, se vendó el rasguño causado por el roce del escualo. No sangraba mucho, pero unas pocas gotas de sangre en el agua que la rodeaba podrían causarle la muerte. En esos momentos, los tiburones parecían ha­berse vuelto locos ante la abundancia de carne a su dispo­sición y estarían entretenidos con los piratas un cierto tiempo. Pero era poco probable que se saciaran hasta el punto de renunciar a la caza de su presa favorita: un elfo marino herido.

Arnazee se colocó el cuchillo entre los dientes y se im­pulsó hacia arriba, hacia las enormes formas que se perfila­ban contra el cielo rojizo. La tortuga dragón volvía a aco­sar al barco elfo y lo empujaba implacablemente hacia mar abierto, hacia los dos barcos piratas que aguardaban el pre­mio. La parte posterior de la pata del monstruo sangraba, pero el hilo de sangre era cada vez más débil. El arpón de Darthoridan apenas había logrado penetrar en el pellejo de la tortuga. Ahora le tocaba a la elfa intentarlo.

Arnazee fue a por la enorme cola. La cogió por el ex­tremo, tiró de ella para darse impulso y la rodeó con sus piernas tan fuerte como pudo. Con una mano empuñó el cuchillo y lo hundió en la cola. Entonces, tiró de él hacia abajo con firmeza y le hizo un corte profundo.

La tortuga dragón bramó de nuevo. El sonido reverberó por el agua y fue tan terrible que incluso los tiburones in­terrumpieron su macabro festín. Arnazee se agarró a la cola, que se agitaba furiosamente en el agua. Al ver que ese método no era eficaz, la tortuga la sacó del agua y dio un brusco coletazo hacia arriba. La elfa marina se soltó y fue a estrellarse contra el caparazón erizado de púas.

No tuvo tanta suerte como Darthoridan. Oleadas de dolor recorrieron su cuerpo al chocar de cara contra la pro­tuberancia ósea del centro. No obstante, logró erguirse, desclavarse de la corta púa que le había penetrado hasta el hueso de la cadera y ponerse de rodillas. Arnazee trató de hacer caso omiso al punzante dolor que la entumecía y se obligó a mirar la herida. Sangraba mucho y eso, en un mar infestado de tiburones, sería su sentencia de muerte. Pero quizá podría sobrevivir el tiempo suficiente para acabar lo que había empezado.

Gateando, la elfa marina fue acercándose al lugar en el que yacía Darthoridan. El elfo estaba casi inconsciente y más malherido de lo que ella había creído en un principio. Arnazee lo abofeteó, le gritó y le suplicó hasta que la miró.

—Arnazee —susurró Darthoridan—. Oh, mi pobre amor perdido. Hay tantas cosas que debo decirte...

—Ño hay tiempo para eso —replicó ella sombría. Con una mano ensangrentada señaló la embarcación elfa. Ya había pasado la barrera y los piratas abordaban sus cubier­tas de cristal—. ¡Debemos impedir que los humanos cap­turen el barco! Ya sabes qué uso harían de él.

Un estridente chillido femenino, preñado de dolor y terror, se impuso a los ruidos de la batalla. Darthoridan maldijo al contemplar a dos humanos que arrastraban fuera de la bodega a una elfa que se debatía. El brillante vestido de la mujer y la corona de flores estivales que le pendía de lado en la despeinada cabeza no dejaban lugar a dudas de quién era.

Darthoridan se puso trabajosamente en píe, pero no acudió enseguida en ayuda de su esposa. En vez de eso, co­gió el arpón e introdujo una segunda lanza en el tubo me­tálico. Arnazee supo qué pretendía, tan claramente como si lo hubiera dicho en voz alta; su deber primordial era im­pedir que el barco elfo cayera en manos humanas. Mien­tras la tortuga dragón siguiera con vida, el barco estaba perdido.

La elfa marina bajó la mirada hacia las agitadas aguas, donde los tiburones continuaban alimentándose ávida­mente. Ningún elfo terrestre, por ágil que fuera, podría es­quivarlos en el agua. Si Darthoridan trataba de detener de nuevo a la tortuga dragón, seguramente resultaría muerto y sus esfuerzos no habrían servido para nada.

Arnazee agarró el arpón con su mano sana.

—Vete —le pidió a Darthoridan, señalando con la ca­beza la escala de cuerda que los piratas habían colgado del casco de cristal.

—Estás herida —protestó el elfo, dándose cuenta al fin de las manchas de sangre en la piel moteada de Arnazee.

—Me muero —dijo simplemente ella—. Vete y déjame morir por un buen fin. Tú tienes que salvar el barco y a la tripulación.

Antes de que Darthoridan pudiera responder, la elfa marina se descolgó del caparazón de la tortuga y se sumer­gió en el agua. El elfo de la luna respiró hondo, se estreme­ció y, acto seguido, avanzó por el caparazón hasta situarse justo en la nuca del monstruo. Aunque la tortuga dragón ya había cumplido su cometido —que era conducir al barco elfo más allá de los escudos mágicos—, no se mar­chó, sino que continuó dando vueltas alrededor del barco como un tiburón al acecho.

Darthoridan esperó hasta que la tortuga pasara otra vez junto a la escala que los piratas habían utilizado para abor­dar el barco. Entonces saltó y logró agarrarse a los últimos peldaños. El choque contra el casco de cristal le produjo un dolor punzante y casi abrumador en el hombro desga­rrado, pero se impulsó hacia arriba y saltó por encima de la borda.

En cubierta se libraba una batalla sangrienta y feroz. Los elfos luchaban para salvar sus vidas, pero no eran gue­rreros, sino un puñado de amigos y familiares de Dartho­ridan, que habían querido acompañar a los recién casados al norte.

De pronto una ola golpeó el barco, y éste dio un ban­dazo. Darthoridan se agarró a la batayola para no caer y, de repente, se encontró mirando a los ojos de la tortuga dra­gón. El monstruo tenía una mirada enloquecida y un ar­pón clavado en el paladar que le impedía cerrar su gigan­tesca boca. Si cerraba las mandíbulas, la lanza le llegaría al cerebro.

Darthoridan vio unas finas manos palmeadas que afe­rraban la base de la lanza. Arnazee no había conseguido asestar un golpe mortal, pero, pese a estar herida, no iba a soltar a su presa. ¡Ni siquiera si para ello debía introducirse en la tremenda boca! Por un momento el guerrero tuvo es­peranzas; la lanza no iba a moverse, y quizás Arnazee se diera por satisfecha con eso y escaparía. Mientras lo pen­saba, el dragón lanzó una nube de vapor, que a la luz del sol del amanecer se tiñó de color carmesí. El monstruo gritó algo indescifrable y echó la cabeza hacia atrás. Las flojas manos de Arnazee soltaron la lanza y desapareció en la niebla carmesí.

Darthoridan se pasó una mano por los ojos anegados en lágrimas y volvió la atención hacia la batalla. Todos los pi­ratas de uno de los barcos invadían la cubierta del
Mar-en-medio
, y el otro buque se acercaba. Muy pronto, los elfos serían superados.

De las nubes salió disparada una línea plateada dirigida hacia el segundo barco pirata. El guerrero miró boquia­bierto cómo un proyectil de balista impactaba contra el único mástil de la embarcación y lo hacía pedazos. El palo cayó, destrozando una amura de la nave de madera y ente­rrando a los piratas bajo un montón de lona.

El elfo levantó la vista en la dirección de la que había partido el ataque. No podía dar crédito a sus ojos: su salva­dor era un barco volador, una reluciente nave elfa que des­cendía en picado sobre los piratas como una mariposa vengadora.

Mariona Hojaenrama soltó un grito de alegría cuando el proyectil de la balista hizo diana. Los años de frustración pa­sados en Sumbrar desaparecieron como por ensalmo cuan­do la capitana sintió de nuevo la maravilla de volar y la emoción de la batalla.

—Buen tiro —comentó tras ella una voz que le era de­masiado familiar.

La capitana giró sobre sus talones y vio a Vhoori Duro­thil, que observaba impasible el desarrollo de la batalla, sosteniendo en las manos una vara coronada por una reful­gente gema dorada.

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