Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (34 page)

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La capacidad de Vhoori como mago había sobrepasado las predicciones que se hicieran sobre su potencial en su juventud. Particularmente, su habilidad para las comuni­caciones mágicas era asombrosa. Muchas veces había pre­visto un peligro y dado la voz de alarma. Su tarea había sido tan efectiva, que ahora controlaba todo el puesto avanzado de Sumbrar, incluido el nutrido contingente de guerreros acuartelados allí y la veintena de barcos de gue­rra que se mantenían en alerta. Pero quizá la defensa más potente de Sumbrar era la magia capaz de conjurar su Círculo. La torre de Vhoori Durothil se había convertido en una de las mayores de Siempre Unidos, y muchos ma­gos jóvenes se disputaban el honor de aprender con el ar-chimago de Sumbrar.

Pero en Siempre Unidos también había muchos elfos que temían el creciente poder de Vhoori Durothil y que advertían del riesgo que suponía aislar una torre de archi-magos y de la imprudencia de depositar en manos de un único elfo una fuerza combativa tan considerable. El porta­voz de esas voces discrepantes era Darthoridan Craulnober.

A Vhoori le rechinaron los dientes al pensar en su rival. En la última reunión del Consejo, hacía menos de quince días, Darthoridan había pronunciado un largo y elocuente discurso sobre las peligrosas divisiones, cada vez eran más acusadas, entre las razas de elfos. Incluso tuvo la frescura de recordar que en la torre de Sumbrar sólo se aceptaban elfos dorados, y que la guardia de ese puesto avanzado es­taba compuesta asimismo exclusivamente por dorados.

Era cierto. A los ojos de Vhoori, se trataba simplemente de una cuestión de preferencia y conveniencia, pero Dar­thoridan lo pintaba como un siniestro complot. Las semi­llas de la sospecha habían arraigado en las mentes, dema­siado imaginativas, de muchos elfos de la luna, y eso era algo que Vhoori no podía tolerar. El mago no podía per­mitirse llamar la atención sobre su trabajo y no tenía nin­guna intención de rendir cuentas, bajo ninguna circuns­tancia, a un elfo gris.

Y eso no era lo peor que Darthoridan había hecho. El advenedizo Craulnober tenía cada vez más peso en el Con­sejo, e incluso se hablaba de él como posible sucesor del Alto Consejero. Vhoori Durothil ambicionaba ese honor para sí y había elegido el regalo de bodas para Darthoridan en consecuencia.

Un poco más animado, Vhoori descendió del esquife y se dirigió a toda prisa a la habitación más alta de la torre, donde guardaba el Acumulador y muchos otros objetos mágicos que había ido reuniendo o creando. Incluso ahora, en lo más oscuro de la noche, la habitación brillaría con la tenue luz combinada de un centenar de esferas.

Al entrar en la cámara se dio cuenta de que no estaba solo. Mariona Hojaenrama miraba fijamente una de las esferas, y su pálido rostro mostraba una expresión de intenso anhelo.

Vhoori se paró en seco, sobresaltado por la presencia de la capitana en su sanctasanctórum. Su pensamiento fue de preocupación, por lo que la elfa pudiera haber visto. Cada esfera mágica era una ventana, y algunas de las vistas que mostraban estaban reservadas sólo para él.

Pero, como era de prever, la capitana tenía la mirada prendida en la esfera que mostraba las estrellas más allá de Selüne.

El mago carraspeó.

—Si deseas ver las estrellas, capitana Hojaenrama, sólo tienes que salir fuera. Ésta es mi habitación privada y aquí no tienes nada que hacer.

Mariona lo miró, y una comisura de sus labios se alzó en una sonrisa irónica al percibir la consternación de su anfi­trión. *

—¿Nada que hacer? —repitió secamente—. Hoy es el solsticio de verano, Vhoori. Tal vez vine aquí con la espe­ranza de celebrarlo contigo.

El mago se quedó momentáneamente sin habla, antes de comprender el comentario de la elfa. No podía imagi­narse ningún tipo de intimidad con esa fémina de lengua viperina, pero sabía perfectamente que a ella le gustaba de­cir cosas para desconcertarlo. En el pasado había funcio­nado, pero ahora el mago le respondía de igual modo.

—Me sorprende que te des cuenta del cambio de las es­taciones, y mucho menos de la llegada del solsticio —co­mentó en tono ligeramente irónico—. Quizá te has adap­tado a este mundo más de lo que quieres admitir.

—¡Ni lo sueñes! —replicó Mariona con expresión des­deñosa—. ¡Cuanto antes me sacuda de las botas la arena de este condenado lugar, mucho mejor! —La elfa se puso en pie bruscamente y se acercó al mago, con las manos en jarras—. Y hablando de marcharme, ¿cuándo podré ha­cerlo?

—¿Marcharte?

—¡No te hagas el tonto! El primer barco ya está casi listo. El timón original se ha reconstruido y ha sido pro­bado bajo las olas. La cápsula de aire aguantó; el barco es perfectamente maniobrable. Puedo abandonar este lugar y quiero hacerlo de inmediato.

Vhoori suspiró.

—Hemos tenido esta conversación cientos de veces, capitana. Sí, hay un barco listo para emprender el viaje a las estrellas. Pero ¿quieres decirme quién va a tripularlo? ¿Quién, aparte de ti, está dispuesto a hacer ese largo viaje? ¿Shi'larra?

Mariona fulminó al mago con la mirada, pero no pudo refutar sus palabras. Hacía años que la elfa no veía a su an­tigua navegante. Shi'larra era feliz en su nuevo hogar y tiempo atrás había desaparecido en los tupidos bosques de Siempre Unidos.

La elfa silvana no había sido la única tripulante del
Mo­narca Verde
en adoptar las costumbres de los elfos nativos. Uno a uno, los miembros de su tripulación se habían ido marchando a la isla principal con cartas de presentación escritas por el mismo lord Durothil.

La capitana bufó frustrada. Probablemente esos locos se habían pasado la noche bailando a la luz de las estrellas, sin recordar los días en que viajaban por ellas.

Bueno, ¡al Abismo con ellos! Seguro que había otro modo de salir de este peñasco.

—¿Y qué hay de tus hechiceros? —inquirió la elfa de mala gana.

En los años transcurridos desde su aterrizaje, Vhoori aprendió algunos de los secretos de los viajes estelares, en gran parte experimentando, y los transmitió a varios ma­gos jóvenes de su Círculo. Cualquiera de los magos dora­dos podría llevarla donde ella deseara. Mariona había visto mejores timoneles, pero también peores. Además, los gue­rreros estacionados en Sumbrar eran un grupo de élite, bien entrenados y muy hábiles en asuntos de barcos y na­vegación. Sin duda, a algunos les encantaría viajar por las estrellas. Había gloria, aventuras e incluso tesoros a manos llenas al servicio de la Flota Imperial Elfa.

—Mi gente conoce cuál es su papel, y lo acepta gustoso —contestó Vhoori. Y era cierto, Mariona tenía que admi­tirlo aunque le pesara. En ese momento la capitana com­prendió la futilidad de un sueño que había acariciado du­rante tanto tiempo.

Soltó una maldición y golpeó con el revés de la mano la esfera que tenía más cerca. La bola de cristal mágico, de in­calculable valor, fue a estrellarse contra la pared del otro lado de la habitación.

Los ojos del archimago se encendieron de cólera. Ma­riona alzó el mentón y lo miró de hito en hito, como si lo desafiara a que la golpeara. En ese momento de furia, de­sesperación y frustración, la muerte rondó por la habita­ción. Pero la cara de Vhoori se dulcificó, se acercó a ella y le colocó una mano sobre el hombro.

—No has perdido las estrellas. Si abrieras tu corazón, volverías a sentir de nuevo su maravilla.

La elfa se apartó bruscamente de él y se dejó caer en una silla. Nunca se había sentido tan derrotada.

—Todos estos años en esta isla dejada de la mano de los dioses, ¿para qué? Nunca podré marcharme. ¡Estaré atra­pada en Sumbrar hasta que muera!

—Este mundo es muy grande, capitana Hojaenrama.

He llegado a conocerte a ti y tu naturaleza, y tu antigua tri­pulación me ha hablado de la reputación de tu intrépido clan. No te sientes satisfecha estando siempre en el mismo lugar. ¿Pero no crees que merece la pena explorar los mares de Aber-toril, sus tierras diseminadas y sus culturas? Si lo deseas, te proporcionaré un barco y una tripulación.

Una chispa de interés saltó en la embotada mente de Mariona. No era el espacio, pero incluso así...

—Supongo que sería demasiado pedir que tuvieras ma­pas y cartas de navegación decentes —masculló.

—Juzga por ti misma —repuso Vhoori, apenas pu-diendo reprimir una sonrisa—. Mi biblioteca está a tu disposición. Sí, tenemos cartas de navegación, pero proba­blemente tú puedas mejorarlas. Ciertamente, posees un co­nocimiento de las estrellas que nadie en Siempre Unidos puede igualar. Tu trabajo guiará a las nuevas generaciones de elfos durante muchos siglos. —El mago hizo una pausa, como si de pronto lo asaltara una duda—. Es decir, si eres capaz de capitanear un barco sobre el agua. Yo diría que es más sencillo navegar por el vacío infinito que tener que li­diar con las mareas y los vientos.

Los ojos de la capitana relampaguearon.

—Yo ya surcaba los mares a bordo de barcos cuando tú aún ibas en pañales, y además.... —Mariona se interrum­pió de repente, pues el mago había prorrumpido en carca­jadas. Al darse cuenta de que Vhoori le tomaba el pelo y, lo más importante, que le había recordado deliberadamente una época y un trabajo que le gustaban, Mariona sonrió a regañadientes.

—Ahora que lo mencionas, creo que no me importaría surcar esas aguas.

Con estas palabras, la capitana cogió una de las muchas esferas, que mostraba un paisaje marino, y la lanzó alegre­mente al mago. Vhoori la atrapó y bajó la mirada. Enton­ces sus ojos se abrieron por la sorpresa y volvió a fijarlos en la imagen de la bola.

—Caramba. Parece que mi regalo a Darthoridan Craul­nober ha sido de lo más oportuno.

Curiosa, Mariona se levantó para echar un vistazo a la esfera mágica por encima del hombros de Vhoori. En su interior vio la imagen de un barco de cristal, semejante a un buque elfo de guerra. Pese a los esfuerzos de los marine­ros, que se afanaban con las sogas, las velas, que brillaban con luz multicolor, colgaban flojas y ondeaban al viento en vano. A popa, otro grupo de elfos disparaba contra una enorme criatura que zarandeaba y empujaba la nave hacia una franja de extrañas turbulencias que no eran normales. La apariencia de la criatura, una colosal tortuga, era cierta­mente insólita. Pero lo que más extrañaba a Mariona era el límite invisible que separaba abruptamente el mar de calma de la tormenta.

—La tortuga dragón quiere destruir el barco —razonó Vhoori. El mago no parecía muy disgustado.

—No creo —objetó la capitana—. ¡Mira qué enorme es! Podría romper el casco de cristal con unos pocos coleta­zos. Y apostaría mi daga favorita a que ese dragón tiene otras armas.

—Su aliento —admitió Vhoori—. Si la tortuga dragón quisiera, podría lanzar una nube de vapor hirviendo con­tra el barco y matar a la mayoría de sus tripulantes.

—Pero también dañaría el barco —replicó Mariona—. No es eso lo que quiere.

—¿Qué entonces? —inquirió el mago, al que no le gus­taba la dirección que tomaba el razonamiento de la elfa.

—Tres barcos —dijo Mariona, tamborileando sobre la bola con los dedos e indicando tres manchas de calor y co­lor en la distancia—. Creo que esa gente quiere tu barco. La tortuga dragón se ha confabulado con ellos o, más proba­blemente, ambos han acudido a la llamada de quienquiera que ha conjurado esa tormenta sobrenatural.

—Esto no es el trabajo de un mago —caviló Vhoori, mientras estudiaba con atención la tormenta desatada dentro de la esfera. Los barcos que la aguda vista de Ma­riona había divisado eran ahora mucho más visibles. Eran largos y bajos, y cada uno llevaba una única vela cuadrada. No era la primera vez que Vhoori veía embarcaciones como ésas. Eran piratas del norte, humanos primitivos que no poseían la magia necesaria para crear una tormenta como ésa.

Sólo había una explicación para tal tempestad: era cosa de la mismísima Umberlee. Por la razón que fuera, la ca­prichosa diosa se había aliado con los piratas.*

Gracias a su poder, los pequeños y robustos barcos avanzaban a gran velocidad, con las velas hinchadas al má­ximo que podían soportar sin desgarrarse. Incluso los más­tiles parecían estar a punto de quebrarse.

—Yo diría que son piratas y quieren capturar el barco elfo intacto —dijo Mariona, respondiendo la pregunta de Vhoori antes de que éste la formulara—. A bordo de un barco elfo les será más fácil superar las defensas de Siempre Unidos, para atacar a otros barcos o incluso saquear ciuda­des costeras.

—No podemos permitirlo —afirmó Vhoori. El mago miró a los ojos de Mariona Hojaenrama y vio en ellos re­flejada su propia determinación, como si fueran un espejo.

—Me has prometido un barco. Yo puedo navegar por esas aguas —dijo la capitana, señalando con la cabeza la imagen del turbulento mar conjurada en la esfera.

—No lo dudo —replicó Vhoori—. Pero nunca llegaría­mos a tiempo para ayudar al barco elfo. Al menos, no si va­mos por mar. Ven. —El hechicero dio media vuelta y abandonó la habitación de la torre.

La elfa frunció el entrecejo, desconcertada, pero enton­ces comprendió el sentido de las palabras de Vhoori y una feroz sonrisa iluminó sus ojos. Siguió al mago.

—Has dicho «nosotros». ¿Acaso me acompañarás en esa batalla?

—Esta noche el primer barco Ala de Estrella hará su vuelo inaugural —anunció el mago—. ¿Quién mejor que yo para llevar el timón?

—De acuerdo —consintió la capitana—. Tu tienes más poder que cualquier timonel con el que haya navegado. Pero recuerda: yo soy la capitana y esa batalla es mía. ¿Crees que recordarás cómo recibir órdenes?

—No es lo que mejor sé hacer —repuso Vhoori seca­mente—. Pero sí, esta batalla la librarás tú, y la ganaré yo.

Mariona lanzó una larga y aguda mirada de soslayo al mago. A ella no le importaba quién se atribuyera la victo­ria. La perspectiva de pisar de nuevo la cubierta de un barco volador era suficiente. Sin embargo, había algo en la voz de Vhoori que no le había gustado, y desconfiaba. Se estaba cociendo algo más que una inminente batalla con­tra una tortuga dragón, tres barcos piratas tripulados por humanos y una enfurecida diosa marina. ¡Como si no fuera suficiente!

Para tranquilizarse, Mariona recordó una de sus máxi­mas favoritas: «Si fuera fácil, no valdría la pena hacerlo». Según esto, mucho se temía la elfa que lo que la esperaba esa noche merecería mucho la pena.

Mientras Arnazee nadaba desesperadamente hacia la embarcación de su amado, una larga sombra proyectada por la luna cayó sobre ella. A ésta la siguió inmediata­mente otra. La elfa marina hizo una pausa en su precipi­tada carrera, a tiempo de ver el tercer barco que pasaba so­bre ella.

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