Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (30 page)

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Vhoori. Por un momento sus pensamientos regresaron al mundo mortal, arrastrados por la preocupación que sentía por el brillante y ambicioso joven mago.

«No temas. El hijo del hijo de tu hijo traerá grandes ma­ravillas al Pueblo y un poder mayor del que los mortales de este mundo puedan imaginar.»

Por extraño que pudiera parecer, a Rolim no le asombró demasiado la voz que resonó en su mente, y que resultaba tan tranquilizadora como el ritmo de las olas del mar. El elfo ya había rebasado los límites de su mundo mortal y empezaba a entrar en comunión con los Ancianos, los el­fos que lo habían precedido. Ahora Rolim los sentía más claramente, pero no como un bullicio de voces que habla­ran al mismo tiempo. Era más bien como entrar en una gran sala y que los amigos lo saludaran con sonrisas de bienvenida. En ese regreso al hogar había una paz —una unidad— que llenaba un rincón no identificado de su alma; el lugar en el que nacían todos los anhelos que había tenido en su vida.

Débilmente, Rolim notó que Ava lo cogía de la mano, pero no sintió apenas calor ni presión, pues sus cuerpos se desvanecían y se convertían en relucientes sombras trans­lúcidas. Sin embargo, era consciente de que la menuda mano de Ava estaba segura en la suya, pues ambos eran uno con el Pueblo.

El sol del amanecer atravesó las copas de los árboles con sus brillantes rayos sesgados. Las últimas motas plateadas y doradas revolotearon juntas en un efímero pero vertigi­noso torbellino, mientras danzaban para dar la bienvenida a la luz.

La mansión Durothil era una de las más espléndidas y caprichosas de todo Leuthilspar. Desde lejos, parecía una bandada de gráciles cisnes sorprendidos en pleno vuelo. Con sólo mirar sus altas torres uno ya sabía que albergaba un gran número de poderosos magos, pues levantar cual­quier tipo de edificio del suelo exigía mucho poder.

La última adición a la mansión era también una de las más altas e imaginativas. Dos torres de cristal en espiral entrelazadas de un modo que sugerían, que no retrataban, dos bailarines elfos entrelazados. De la torre brotaban con­trafuertes grácilmente curvados, algunos de los cuales an­claban la estructura a la isla sagrada, y otros alzaban manos suplicantes hacia la luz de las estrellas. El interior de la to­rre no era tan fantasioso. Estaba dividido en gran número de cámaras de pequeño tamaño, cada una con un propó­sito concreto, determinado por su creador.

En una de esas habitaciones, el joven guerrero dorado Brindarry Nierde paseaba sin descanso arriba y abajo, deva­nándose los sesos para tratar de instilar un poco de sentido común en la mente del joven mago que estaba sentado tran­quilamente delante de él. En realidad, flotaba en el aire con las piernas cruzadas y las manos posadas sobre las rodillas. Sin embargo, a Brindarry le costaba enfadarse con su amigo, pues Vhoori Durothil era el epítome de todas las cualidades que Brindarry apreciaba.

Para empezar, representaba la quintaesencia de la belleza de los elfos dorados: tez broncínea, pelo negro azabache, grandes ojos almendrados del color de un prado estival. Sus manos delicadas de dedos largos, sus rasgos angulosos, fina­mente moldeados, así como su rostro triangular, recordaban las antiguas esculturas encantadas de los dioses, que sus ante­pasados trajeron de Aryvandaar. Vhoori Durothil era alto, como su insigne bisabuelo Rolim, y tan ágil como el afa­mado guerrero. Pero Vhoori sobresalía en otro campo; desde edad muy temprana había dado muestras de su excelente po­tencial mágico. Ya era el Centro de un pequeño Círculo y sus coetáneos le mostraban una deferencia exagerada para su edad y sus logros. La mayoría de los elfos daban por sentado que, con el tiempo, Vhoori Durothil se convertiría en el ar-chimago más poderoso de todo Siempre Unidos, y lo trata­ban en consonancia. Pero, en opinión de Brindarry, el joven mago se contentaba con muy poco.

—Es un ultraje —explotó Brindarry cuando se le acabó la paciencia—. ¡Por la sangre sagrada de Corellon! Los el­fos grises mandan en Siempre Unidos, y tú te dejas llevar por los acontecimientos tan despreocupadamente como las nubes que arrastra una brisa estival.

El mago enarcó una ceja, y Brindarry se sonrojó al reco­dar que la bisabuela de su amigo, la archimaga Ava Flor de Luna, había formado parte de esa vilipendiada raza.

«Elfo gris» era un término despectivo para referirse a los elfos llamados normalmente elfos de la luna o plateados. Una ligera inflexión de la palabra «gris» en lenguaje élfico transformaba el insulto en el término «escoria», es decir la sustancia de desecho que quedaba al crear objetos de metal precioso, implícitamente una referencia a los elfos «de oro». De labios de otro elfo, «gris» era el peor de los insultos.

Pero Vhoori pareció dispuesto a no darle importancia. Con mucha gracia descruzó las piernas y apoyó los pies en el suelo.

—¿Y qué quieres que haga, mi impaciente amigo? ¿Qué acabe con el nuevo Alto Consejero con una bola de fuego, o que lo abata de una sola estocada con una espada fan­tasma?

—Sería mejor que quedarse de brazos cruzados —mas­culló Brindarry—. ¡Desde luego tienes poder para hacer algo!

—No, no lo tengo. Al menos, todavía no.

Esas enigmáticas palabras eran lo más cerca que había estado Vhoori de expresar en voz alta las ambiciones que compartían. Brindarry contempló a su amigo con ojos bri­llantes de excitación.

—¡Ya es hora de que pienses en tomar lo que te corres­ponde! —exclamó—. ¡Llevas demasiado tiempo haciendo de chico de los recados!

—Chico de los recados —repitió Vhoori con tono suave, y una irónica sonrisa asomó en las comisuras de sus labios—. Nunca había oído decirlo así. Supongo que de­bería replicar que enviar mensajes de una torre de archi-magos a otra es una parte importante del trabajo de los Círculos. Cierto que es mi principal tarea pero, teniendo en cuenta mi edad, los Ancianos creen que es mejor que aprenda poco a poco, una cosa después de la otra.

—¿Cómo esperas llegar a gobernar Siempre Unidos si todo lo que haces es charlar con los magos de Aryvandaar? —inquirió un Brindarry exasperado.

—La información es poder.

—Un poder que comparten todos los elfos de tu Círculo —objetó Brindarry.

—Eso da igual —repuso Vhoori con una leve sonrisa de misterio—. Llegará el momento en el que eso ya no será así. Ven, quiero mostrarte algo.

Con su amigo a la zaga, el mago ascendió por una estre­cha escalera de caracol que conducía a lo más alto de la to­rre. En el centro de la pequeña cámara abovedada había una columna de alabastro, de la que sobresalía un objeto semejante a un cetro. Medía aproximadamente lo mismo que un brazo elfo y estaba construido con un metal sati­nado que no era ni dorado ni plateado, sino de un matiz sutil, para el que el preciso vocabulario elfo no tenía nom­bre. Bajo la superficie, completamente lisa, parecía haber intrincadas tallas. Era una maravillosa obra de arte y ma­gia, rematada por una gema dorada de gran tamaño.

—El Acumulador —explicó Vhoori, mientras acariciaba con mano amorosa el liso metal—. Con esto puedo acumu­lar poder de cada hechizo que lanzo. Con el tiempo, habré acumulado tanto que seré capaz de actuar solo y tejer Alta Magia como un Círculo de uno.

Brindarry profirió un grito de victoria. —¡Y entonces ya no tendrás que rendir cuentas a esos vie­jos chochos que limitan el uso de la magia! Tendrás un po­der tremendo. Será muy fácil derrocar al usurpador Amarilis —concluyó alegremente.

—No es tan sencillo como piensas —le advirtió Vhoo­ri—. La tradición, amigo mío, es algo muy poderoso. Tammson Amarilis no sólo tiene la ventaja de sus propios méritos, que son considerables, sino también de los méri­tos de todos sus ilustres antepasados. Incluso en el caso de que todos los elfos dorados de Siempre Unidos que están descontentos me apoyaran, tendríamos pocas esperanzas de dar un golpe con éxito, si utilizamos las tácticas guerre­ras tradicionales. Es hora de buscar no sólo nuevos poderes, sino nuevos métodos. Y tal vez —reflexionó el mago—, nue­vos aliados.

El vastago Nierde resopló.

—¿Y cómo piensas buscar a esos aliados?

—Haciendo lo que hago mejor—respondió Vhoori se­camente—, siendo el mejor «chico de los recados» que Siempre Unidos ha tenido.

La nave elfa estaba condenada. La capitana Mariona Hojaenrama lo sabía, pero aun así dio la orden de contraa­taque.

La muerte de la nave le dolía. Llevaba décadas viajando por las estrellas y nunca había encontrado otra que se le pudiera igualar. En apariencia, era como una colosal mari­posa, con dos juegos de velas que brillaban con luz trémula y mostraban todas las tonalidades de verde conocidas en su mundo esmeralda. Tan grandes eran esas velas, seme­jantes a alas, que casi ocultaban el cuerpo del barco, una sólida estructura con una quilla de más de treinta metros de longitud. El elegante buque de guerra era herencia de su tío, que lo había creado y cuidado personalmente, y ahora Mariona continuaba la tradición de la familia de ex­plorar, comerciar y viajar por placer. La elfa conocía su embarcación tan bien como un caballero conoce su pegaso y sentía su agonía final tan intensamente como si fuera su corcel favorito.

La capitana observó estoicamente cómo su tripulación colocaba las balistas en posición de disparo y cargaba la ca­tapulta con metralla. La nave estaba armada con dos balis­tas, capaces de arrojar enormes proyectiles metálicos con la misma precisión que un arquero elfo, así como una cata­pulta que podía disparar una devastadora lluvia de piedras o saetas. No obstante, no seria suficiente, y ella lo sabía. La nave estaba condenada, y también la tripulación. Pero, por lo menos, se llevarían por delante a algunos q'nidars.

Mariona maldijo por lo bajo al ver la bandada de q'ni­dars que se aproximaban al barco en perfecta formación de a uno. Los q'nidars —espantosas criaturas semejantes a murciélagos, con una envergadura de más de cuatro me­tros y una cola larga provista de púas, como las de los wy-vern— eran tan negros como el espacio inhabitado en el que cazaban, pero en sus alas cristalinas relucían todos los colores del espectro luminoso y térmico. Los q'nidars eran devoradores de calor que viajaban por el vasto espacio en­tre las estrellas. Se comunicaban exhalando intrincados di­seños de calor y energía, que otros miembrqs de la especie detectaban y comprendían. Pero el desastre estaba servido cada vez que trataban de «comunicarse» con naves estela­res. En realidad, el calor, la luz y la actividad de las naves solían atraerlos.

Pero estos q'nidars no eran únicamente curiosos. Cons­tituían una partida de caza y, a juzgar por su compacta forma de volar, necesitaban alimentarse desesperadamente. Los monstruos alados volaban en fila, casi tocándose unos a otros para así poder alimentarse del calor que emitía el compañero que los precedía.

Su primer ataque contra la nave había sido inesperado. Desde la distancia habían lanzado su aliento, tan caliente que inflamó la burbuja protectora que rodeaba la nave e impedía que la envoltura de aire y calor, necesarios para vi­vir, se escapara. El timonel que no estaba de guardia, un mago de considerable poder, había empleado toda su ener­gía para apagar las llamas. Y sí, lo había conseguido, pero no antes de que la reserva de aire se calentara y enrareciera peligrosamente.

Todavía hacía calor en la embarcación. A la capitana se le pegaban en la frente lacias mechas de cabello plateado, y el dolor que le causaban las ampollas en las manos y la cara se intensificaba al ser consciente de los daños que había su­frido su nave. La súbita descarga de calor había resquebra­jado el casco de cristal y chamuscado las alas, dejándolas muy frágiles. El barco aún aguantaba, pero no podría so­brevivir a un segundo ataque. Mientras tanto, los q'nidars se acercaban, ansiosos por prenderle fuego y alimentarse de la energía de las llamas.

Mariona esperó hasta que el q'nidar que iba en cabeza estuvo a tiro y entonces gritó la orden de disparar. La pri­mera balista arrojó con un ruido sordo un gigantesco pro­yectil, que fue a estrellarse contra la parte superior del pe­cho del q'nidar y lo lanzó violentamente contra los que lo seguían. Unos pocos q'nidars que volaban al final de la for­mación lograron apartarse, pero la mayoría se debatía y re­volcaba en una maraña de alas de murciélago y colas arma­das con púas.

En ese momento, los elfos dispararon la catapulta. Una lluvia de bolas metálicas con pinchos, trozos de cadenas, res­tos de clavos y fragmentos de metal cayeron sobre el enjam­bre de q'nidars. Los chillidos de los monstruos heridos y agonizantes reverberaron por la atmósfera del barco como un coro del Abismo. Los q'nidars que habían salido mejor parados emprendieron un rápido y desesperado vuelo hacia la estrella más cercana, mientras que un puñado de sus com­pañeros, destrozados y silenciosos, empezaban a flotar hacia la negrura del espacio vacío. Uno de ellos se dirigía directa­mente hacia el buque de guerra.

—¡Atrás toda! —gritó la capitana por el tubo que co­nectaba la cubierta con la sala de navegación. El timonel (un mago que añadía su magia al poder del timón mágico, semejante a un trono, que impulsaba el barco), se dio por enterado. Mariona notó, con gran preocupación por su parte, que la voz del mago sonaba débil y fatigada. Passilo-rris llevaba demasiado tiempo al timón y apenas le queda­ban fuerzas ni magia.

La renqueante nave empezó a trazar lentamente un bor­do hacia estribor, siguiendo la maniobra de evasión dirigi­da por el timonel. Pero no fue lo suficientemente rápida. El q'nidar se desplomó sobre la envoltura del barco. Sus negras alas se extendieron como un paño mortuorio y su cuerpo re­botó ligeramente por el impacto contra el escudo protector. La envoltura de aire se había reducido tanto, que la criatura quedó colgando a muy poca distancia del barco, oscilando suavemente entre las velas gemelas.

Para horror de Mariona, el q'nidar abrió los ojos, los en­focó y después los entrecerró con malevolencia, y la miró fijamente. El pecho de la criatura creció lentamente, como si se preparara a gastar su último aliento en una exhalación mortal.

—¡Disparad! —gritó la capitana Hojaenrama señalando hacia el q'nidar.

Con todo el peso de sus cuerpos, los servidores de la ba­lista hicieron girar la enorme arma y la inclinaron hacia arriba para apuntar contra la nueva amenaza. El proyec­til salió disparado como un rayo y atravesó el corazón del q'nidar.

Del monstruo muerto emanó un intenso resplandor que pretendía envolver la burbuja protectora. La superfi­cie de ésta empezó a agitarse y borbotar como si fuera agua que rompe a hervir. Una ráfaga de aire caliente atravesó la abertura y abrasó a los servidores de la balista antes de que el escudo mágico pudiera repararse y tapar la brecha.

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