Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (27 page)

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Malar comprobó que sus palabras daban en el blanco, tal como Lloth había predicho. El Señor de las Bestias hu­biera preferido meter a Umberlee en vereda usando la fuer­za bruta y sus garras pero, como la diosa oscura señaló, en muchas cacerías llega el momento en el que el cazador debe conducir a su presa al lugar que él ha elegido.

—Hay muchas cosas que podría hacer —alardeó la en­greída diosa—. ¡Si en los mares que rodean Siempre Uni­dos reina el caos, los elfos aprenderán a conocer mi poder y a reverenciarme!

Malar escuchó mientras Umberlee urdía planes para el Reino Coral, un amplio y heterogéneo grupo de enemigos que se dedicarían a hostigar a los elfos cada vez que se hicie­ran a la mar. Algunas de estas criaturas podrían aventurarse incluso hasta la misma isla, pues la protección de los dioses elfos no excluía a todos los seguidores de otros dioses.

Mientras escuchaba a la diosa del mar alardear y maqui­nar, Malar se admiró de la astucia de Lloth, que tan hábil­mente había planeado cómo volver el poder de Umberlee contra sus enemigos, los elfos. El Señor de las Bestias trató de no pensar demasiado en los resultados de la última cam­paña de la diosa oscura y desechar las sospechas de que, tal vez, Lloth le había manipulado a él con la misma facilidad, entonces y ahora.

Estos pensamientos oscuros le fueron más útiles cuando se convirtieron en rabia, una rabia precisa y mortal que podía concentrar contra los hijos de Corellon.

En los años siguientes, empezaron a formarse en las cá­lidas aguas que rodeaban Siempre Unidos grandes colo­nias de extrañas y malvadas criaturas.

Los pellejudos eran los peores. Eran trolls marinos de unos tres metros de estatura y casi invencibles, pues ellos mismos podían curarse sus heridas de guerra a una veloci­dad increíble. Enjambres de ellos invadían los barcos elfos y se regeneraban con la misma rapidez con la que los elfos los abatían. Cuando los elfos les prendían fuego, sólo con­seguían que la embarcación ardiera y que la tripulación quedara a merced de los pellejudos del mar. Pocos eran los que podían sobrevivir en unas aguas infestadas de tales bestias. Las travesías entre el continente y Siempre Unidos se hicieron muy peligrosas, y eran más los barcos que se perdían que los que llegaban a puerto.

Además de trolls marinos, también había sahuagin, es­pantosos hombres pez, de piel oscura, que odiaban a muerte a los elfos marinos. Bajo las aguas se libraron interminables batallas entre estos dos acerbos enemigos. En unas pocas dé­cadas, los pacíficos elfos marinos que poblaban las aguas cercanas a Siempre Unidos, y que solían guiar a los barcos elfos y explorar la ruta para detectar posibles peligros, fue­ron casi exterminados.

Fue una época muy difícil para los elfos de Siempre Unidos. Aislados del poderoso reino de Aryvandaar —excepto por los mensajes que enviaba y recibía la torre—, y privados de la formidable barrera protectora de los elfos marinos, se dieron cuenta con horror de que su sagrado hogar no era inmune a los ataques.

Habían transcurrido casi cuatrocientos años desde que los primeros barcos que zarparon de Aryvandaar dejaron atrás la isleta montañosa conocida como Sumbrar y fondea­ron en la abrigada bahía situada en la costa ^meridional de

Siempre Unidos. Allí, en la desembocadura del río Ardu-lith, fundaron Leuthilspar, el «Bosque Patrio».

A partir de piedras preciosas y cristal, de piedra viva y enormes árboles centenarios, los archimagos de Aryvan­daar levantaron en los bosques de Siempre Unidos una ciudad que podía rivalizar con cualquiera de los reinos de Faerun. Los edificios surgieron de la misma tierra e iban aumentando de tamaño con el transcurso de los años para acomodar a los clanes, cada vez más numerosos, que alber­gaban, así como a los nuevos colonizadores. Desde un principio, Leuthilspar fue una ciudad de incomparable be­lleza. Torres en forma de espiral se alzaban hacia el cielo como gráciles bailarinas, e incluso las simples calzadas se construían con gemas extraídas de las profundidades de la tierra.

Pese a que nunca alcanzó a estar en una completa armo­nía con la nobleza elfa, Keishara Amarilis hizo una buena labor a la hora de aproximar las posiciones de las facciones en conflicto. Cuando tuvo que responder a la llamada de Arvandor, Rolim Durothil aceptó el puesto de Alto Con­sejero con una humildad y determinación que hubiera de­jado perplejos a quienes lo conocieron como orgulloso guerrero dorado de Aryvandaar.

Rolim y su esposa, la maga y elfa plateada Ava Flor de Luna, dieron ejemplo de armonía entre los clanes y las ra­zas elfas. Tuvieron una familia extraordinariamente nume­rosa, y sus hijos pasaron a engrosar tanto el clan Durothil como el clan Flor de Luna. Los que se parecían al patriarca dorado se consideraban Durothil; y los que salían a la ma­dre, aumentaban el número y el poder de los Flor de Luna.

Todos los elfos de Leuthilspar convenían en que era una solución sabia y un ejemplo. No obstante, pocos siguieron los pasos del Alto Consejero, y las uniones entre las dife­rentes razas de elfos cada vez eran menos frecuentes. Pese a que las relaciones entre elfos dorados, plateados y silvanos eran cordiales, poco a poco se fueron alejando.

Con el transcurso del tiempo, algunos de los elfos más intrépidos abandonaron Leuthilspar y se establecieron por toda la isla. Unos pocos se mezclaron con los elfos silvanos, que vivían en las profundidades de los bosques, y adopta­ron un estilo de vida en completa armonía con la isla sa­grada. Sin embargo, la mayoría se estableció en las anchas y fértiles llanuras del noroeste, y se dedicaron al cultivo de la tierra o a adiestrar veloces y ágiles caballos de guerra.

El extremo más septentrional de la isla era una zona de colinas y montañas escarpadas densamente arboladas. No era sencillo sobrevivir en una zona tan agreste, pero era la tarea adecuada a las energías del pujante clan Craulnober.

Ésta era una familia poco importante que llegó a Siem­pre Unidos como guardia de honor de la familia feudal a la que servía, los Flor de Luna. La cabeza de familia era Allan-nia Craulnober, una guerrera que, pese a su menudo ta­maño, había sobrevivido a las Guerras de la Corona y lu­chado contra las hordas de monstruos, orcos y elfos oscuros que amenazaban Aryvandaar. Allannia conocía demasiado bien los horrores de la batalla y la necesidad de no bajar nunca la guardia.

A la elfa le preocupaba la creciente complacencia de los elfos del Leuthilspar y su absoluta seguridad de que Siem­pre Unidos era un refugio inviolable. Por este motivo, eli­gió una zona que pondría a prueba su resistencia y le exigi­ría que mantuviera en forma el cerebro y su acero siempre afilado. Así, luchando por sobrevivir en tan inhóspito lu­gar, Allania crió a sus hijos para que fueran guerreros.

El primero entre ellos era Darthoridan, su primogénito. Era extraordinariamente alto para ser elfo y más corpu­lento que la mayoría de sus congéneres. Cuando aún era un muchacho y no había alcanzado su estatura definitiva, Allania previo que ninguna espada del arsenal Craulnober haría justicia a su fortaleza. Así pues, encargó al mejor ar­mero de Leuthilspar que forjara un sable de un tamaño y un peso poco común en las armas elfas. Por razones que no pudo explicarse, Allania decidió llamar al sable
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.

En la adolescencia, Darthoridan se fue haciendo cada vez más inquieto. Se pasaba el día practicando sin des­canso, preparándose con su madre guerrera y con sus her­manos para una batalla que nunca llegaba. Aunque no se quejaba, le frustraba el tipo de vida que llevaban en el alcá­zar Craulnober. Sí, él y sus hermanos se estaban convir­tiendo en excelentes guerreros, incluso según los haremos elfos, pero el joven deseaba mucho más. Darthoridan tenía la premonición, cada vez más acuciante, de que ser buen espadachín no era suficiente.

Un día, al acabar sus prácticas, Darthoridan envainó a
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y bajó a la playa. Solía pasar muchas horas allí, poniendo a prueba su fuerza y agilidad trepando por los empinados acantilados, sin importarle el dolor sordo que sentía en los músculos tras realizar sus ejercicios de lu­cha. Aunque se pasaba sentado casi todo el tiempo con­templando el mar, reviviendo las historias que contaban los viajeros de las maravillosas ciudades del sur.

Esa tarde Darthoridan estaba especialmente pensativo, pues su madre había decidido que muy pronto su hijo ten­dría que ir a buscar esposa en Leuthilspar. Al joven no le desagradaba la idea, pero la perspectiva de hacer realidad un sueño lo asustaba un poco.

Después de todo, las tierras del clan Craulnober estaban aisladas, y su alcázar era una simple torre de piedra cons­truida sobre los rocosos acantilados. En su empeño por disponer de una defensa fuerte, Allania Craulnober había dejado de lado todo lo demás y sólo había enseñado a sus hijos el arte de la guerra. Darthoridan no estaba preparado para el estilo de vida que se llevaba en Leuthilspar, y él mismo no confiaba en ser capaz de cortejar y conseguir una novia adecuada.

Para contentar a Allania, se decía el joven con una mez­cla de frustración e ironía, simplemente tendría que entrar con paso marcial en la ciudad, desafiar a una joven de as­pecto guerrero, vencerla y llevársela al norte.

Darthoridan suspiró. Por ridicula que resultase la idea, era lo único que realmente sabía hacer.

El joven guerrero se juró a sí mismo que cuando él fuera el jefe del clan, las cosas serían distintas. Si pudiera hacer su voluntad, se casaría con una dama de alta cuna y de exqui­sita gracia. Ella enseñaría a sus hijos cosas que él no sabía. Además, todos los jóvenes del clan Craulnober serían en­viados con familias nobles del sur, donde aprenderían las artes y las ciencias mágicas que florecían en Leuthilspar. Así aprenderían a dominar la magia innata de los elfos, con re­sultados mucho mejores que los modestos experimentos mágicos que él realizaba en su escaso tiempo libre.

Pese a soñar despierto, Darthoridan permanecía alerta ante lo que lo rodeaba. El joven elfo notó una pequeña mancha negra en una ola que se aproximaba a la arena y entrecerró los ojos a la luz del atardecer para tratar de dis­tinguir de qué se trataba. Las olas arrastraban el objeto adelante y atrás, como si quisieran jugar con él antes de de­positarlo en la playa.

Con un suspiro Darthoridan se levantó y empezó a des­cender por el acantilado hacia el borde del agua. Estaba bastante seguro de qué se encontraría; de vez en cuando el mar arrojaba a las playas del norte el cuerpo sin vida de un elfo marino, como lúgubre testamento de las guerras que se libraban bajo las aguas. No sería la primera vez que el elfo entregaba los despojos de un hermano marino a las llamas purificadoras y que cantaba las plegarias que lleva­rían el alma a Arvandor. En momentos como éste, Dar­thoridan daba por bien empleadas todas las horas dedica­das al entrenamiento con la espada y la lanza.

Tal como sospechaba, se trataba de otra víctima del Reino Coral, a la que las olas mecían muy cerca de la playa. Darthoridan se metió en el agua, cogió en sus brazos a la elfa muerta y la condujo con honor a su lugar de eterno descanso. Mientras amontonaba las piedras y recogía ramas para depositarla encima, trataba de no fijarse en las terribles heridas de la elfa marina, que ya no sangraban y que el mar había limpiado hacía tiempo, ni de pensar en lo joven que era la pequeña luchadora.

—Si la batalla no ha acabado antes de que los niños ten­gan que luchar, ya está perdida —murmuró Darthoridan, citando las palabras de su madre. Mientras preparaba la pira funeraria, y después contemplaba las llamas que se al­zaban para saludar al ocaso, el joven rezó para que ni sus hermanos pequeños, ni los hijos que esperaba tener un día, corrieran la misma suerte. Pero si en los mares no ha­bía paz, ¿cómo podría evitarse?

Finalmente, cuando sólo quedaban brasas, el joven se alejó y empezó a caminar por la playa, con la esperanza de que el relajante ritmo de las olas calmaría su atribulado co­razón. Al retirarse, la marea dejaba sobre la arena restos del mar: conchas rotas, pedazos de barcos naufragados o largas tiras de algas de aspecto gomoso. Por aquí y allá se veían pequeños animales, que se escabullían rápidamente hacia el mar, o que se sumergían para pasar la noche en las pe­queñas lagunas, formadas por la retirada de las aguas, y que salpicaban la playa.

Al saltar por encima de uno de esos lucios, Darthoridan se fijó en la extraña forma de un rama cubierta de musgo que sobresalía del agua. Se parecía a una enorme y horrible nariz con anchos orificios nasales. El elfo la observó más de cerca, así como la maraña de algas que flotaban en la su­perficie del agua.

Una silenciosa alarma sonó en su mente, y su mano buscó a
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. Pero antes de poder desenvainarla, la pequeña laguna explotó con una erupción de agua sa­lada y un rugido semejante a un rabioso león marino.

Era un pellejudo. Darthoridan miró con horror y sobre­cogimiento cómo el ser se levantaba tan alto como era. El troll marino medía casi tres metros y estaba protegido por un duro pellejo moteado gris y verde, así como por una ex­traña cota de mallas confeccionada con conchas. Esa insó­lita armadura repiqueteó inquietantemente cuando el pe­llejudo alzó sus ciclópeas manos para atacar.

Por instinto, Darthoridan dio un salto hacia atrás. Pese a su estatura, por mucho que estirara el brazo derecho, el que empuñaba la espada, nunca podría llegar tan lejos como los brazos del pellejudo. El monstruo casi arrastraba los nudi­llos por el suelo y, aunque no iba armado, sus garras eran temibles. Si el pellejudo lo alcanzaba, lo mataría, como sin duda había hecho con la elfa marina.

El joven sostuvo a
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en posición defensiva, presta para el ataque. El pellejudo arremetió y trató de pro­pinarle un tremendo zarpazo con la mano abierta. Dartho­ridan se agachó y rodó para alejarse de la bestia. Entonces, alzó el arma por encima de la cabeza y la descargó con fuerza contra el larguirucho brazo del troll, aún extendido. El acero elfo se hundió en la carne y cercenó el antebrazo. El miembro cayó sobre la arena y se sacudió.

Después de limpiarse el icor que le había salpicado la cara, Darthoridan levantó de nuevo a
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. Y justo a tiempo, pues el pellejudo atacó con furia, chasquean­do sus potentes mandíbulas y farfullando por el dolor y la rabia. La única mano que le quedaba buscó la garganta del elfo. Darthoridan logró desviar la manaza del troll, luego se lanzó entre las piernas del ser y rodó para ponerse de pie.

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