Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (32 page)

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—Eso espero. —Vhoori hizo una pausa y miró a los el­fos que rodeaban el lecho de la herida, y que discretamente se marcharon. Una vez solos, añadió—: Quieres abando­nar este mundo. Lo has repetido muchas veces durante los días que has pasado sumida en un ensueño reparador.

—¿Días? —repitió ella incrédulamente.

—Sí. La mayoría de los miembros de tu tripulación ya se ha levantado y se encuentra bien. Pero lamento comu­nicarte que un elfo murió al aterrizar en el mar.

—Passilorris —dijo inmediatamente la elfa sin sombra de duda—. Por muy suave que fuera el aterrizaje, no es­taba segura de que pudiera sobrevivir. —La capitana clavó en el mago una furibunda mirada, como si lo desafiara a osar acusar al timonel de debilidad—. Fue un héroe. ¡Sin su esfuerzo, todos habríamos perecido!

—Ha tenido un funeral digno de un héroe —le aseguró Vhoori—, y ocupa un puesto de honor en la historia de Siempre Unidos. Lamento profundamente su muerte. Hay muchas cosas que podría haber aprendido de él sobre la magia de los viajes estelares.

Mariona sorbió por la nariz. No hacía mucho tiempo que ella y Passilorris eran amantes, por lo que estaba excu­sada de simpatizar con Vhoori por la pérdida de un poten­cial maestro.

La capitana tragó el inesperado nudo que se le había formado en la garganta y recorrió la alcoba con mirada in­quisitiva. Era una habitación grande y de forma perfecta­mente circular. Las paredes parecían estar hechas a partir de una única piedra, y grandes ventanas arqueadas daban al centelleante mar.

—¿Dónde diablos estoy?

—En una isla llamada Sumbrar. Esta casa es mía, y los elfos que te curaron forman parte de mi Círculo. No obs­tante, la magia que se puso en contacto con tu nave era en­teramente mía. —-Y añadió tras una pausa—: Creo que lo mejor será que este hecho no salga de aquí, al menos du­rante un tiempo.

—¿Por qué?

Vhoori se sacó un cetro de los pliegues de su túnica y se lo mostró, diciéndole:

—Durante años he almacenado poder mágico en este objeto. Usé gran parte del poder acumulado para traeros a Siempre Unidos. .

-¿Y?

El elfo vaciló y sus ojos verdes examinaron su rostro, como si evaluara hasta qué punto podía fiarse de ella.

—Mis colegas magos no conocen este objeto. Ellos no tienen ni idea de que soy capaz de conjurar solo una magia tan poderosa. Y preferiría que no lo supieran hasta que el Acumulador vuelva a recuperar su poder.

—¡No quieran los dioses que los ancianos te despojen de tu juguete! —exclamó Mariona, y soltó una risita total­mente desprovista de humor—. Por cierto, ¿cuántos años tienes? ¿Noventa? ¿Cien?

—He vivido más de doscientas primaveras —contestó el elfo con dignidad—. Te lo aseguro, te conviene tanto como a mí guardar silencio.

La capitana asintió cautelosamente. No era estúpida y sabía que no podía tratarse a la ligera a un elfo capaz de conjurar una magia tan poderosa. Si Vhoori Durothil que­ría proponerle algo, al menos tendría que escucharlo.

—-Todos los elfos de Sumbrar vieron caer vuestro bote y harán preguntas. Diles lo que quieras, pero no menciones mi participación. Al menos, por ahora.

La viajera estelar entornó los ojos con recelo e inquirió:

—¿Qué planeas? Espero que no pienses lanzar algún tipo de ataque contra la isla principal porque, si es así, ya puedes olvidarte de mí. Nunca he luchado contra elfos, y nunca lo haré.

—No tendrás que hacerlo.

Un leve crujido en la puerta abierta llamó la atención de Vhoori. Rápidamente escondió el Acumulador y miró con impaciencia mal disimulada a la joven elfa en el dintel.

—¿Qué pasa, Ester?

—Un mensaje de Aryvandaar, lord Durothil. Se os re­quiere en el Círculo.

—Ygrainne puede actuar como Centro en mi lugar —dijo Vhoori ceñudo—. Avísame si el mensaje es urgente.

La elfa hizo un reverencia y se marchó.

—Aryvandaar —repitió Mariona. En su tono había una pregunta implícita.

—Es un gran reino, muy antiguo, situado al este, a mu­chos días de navegación por mar —explicó Vhoori-—. Mu­chos de nuestros antepasados provenían de allí.

—Cuéntamelo —le pidió la elfa. Los párpados empeza­ban a pesarle y, en esos momentos, deseaba oír la balsá­mica y melodiosa voz del joven elfo. La capitana se recostó en los almohadones mientras Vhoori relataba historias de maravillas y guerras, y del país más hermoso y peligroso que ella hubiera conocido o imaginado. Acunada por la voz del elfo, Mariona fue sumiéndose progresivamente en un estado de ensueño que su espíritu inquieto raramente le permitía alcanzar, segura de que los sueños que le aguar­daban serían agradables.

Una repentina y terrible explosión la devolvió a la cruda realidad. La elfa se sentó erguida, atónita ante una fuerza que empequeñecía los tremendos golpes contra el casco del
Monarca Verde
. Sin embargo, no veía ningún signo de des­trucción. El lujoso mobiliario de la alcoba seguía intacto, y los pájaros continuaban cantando en la ventana. Tampoco se oían ruidos de batalla ni olor a humo o muerte. Unica­mente en el rostro de Vhoori Durothil se leía la devasta­ción; la cara del mago aparecía tan pálida como el perga­mino y retorcida en una indescriptible agonía.

—¡Por todos los infiernos!, ¿qué ha sido eso?

Antes de que Vhoori pudiera responder, un guerrero elfo irrumpió en la habitación, con sus blondos cabellos despeinados y unos ojos negros desorbitados.

—¡Vhoori, el Círculo está destruido! ¡Todos los elfos capaces de tejer Alta Magia han desaparecido! ¡Desapa­recido! No queda ni rastro. ¡No lo hubiera creído si yo mismo no hubiera estado en la sala de hechizos y no lo hu­biera visto con mis propios ojos!

—¿Oíste el mensaje de Aryvandaar? —preguntó Vhoo­ri en un ronco susurro.

—Sí —contestó el guerrero con expresión sombría—. Era una llamada de socorro desde la torre de Sharlarion: nos pedían que enviáramos inmediatamente guerreros y magos por las puertas. Entonces hubo esa explosión que casi me volvió loco y después... nada. Tal como suena. Nada. Yo era el único elfo que quedaba en la sala. ¿Qué significa esto?

Vhoori se apartó bruscamente del aturdido y balbu­ciente elfo y se acercó a la ventana. Durante un largo ins­tante contempló en silencio el mar en dirección a Siempre Unidos pero, por una vez, sus ojos no captaban la belleza de su patria. Ahora era una belleza aún más conmovedora, ya que los acontecimientos del día habían aumentado la importancia de la isla.

—Brindarry, es posible que el día que tanto has esperado esté ya muy cerca. Siempre Unidos tendrá que decidir su camino como nunca antes se ha hecho, y quién sabe si ese camino no correrá parejo al que tú imaginas. Y en cuanto a ti, capitana Hojaenrama, tu situación será mucho más sen­cilla. Todos los que vieron el bote caer del cielo están muer­tos, exceptuando la tripulación, los tres que estamos en esta habitación y los elfos marinos, que sólo saben que tu barco fue destruido por una potente explosión. Será fácil inventar una explicación que los satisfaga. De este modo podremos trabajar aquí, en Sumbrar, en secreto, sin temor a que nues­tra tarea sea descubierta o frustrada —concluyó en voz baja.

—Cuánto he esperado para escuchar esas palabras —dijo Brindarry con el entrecejo fruncido por el desconcierto—. Pero ¿por qué será que no comprendo qué quieres decir?

—Entonces hablaré sin tapujos —contestó Vhoori, dándose la vuelta para mirar a la cara a su viejo amigo y a su nueva aliada—. Brindarry, nuestro momento está cerca. Capitana Hojaestrella, tu destino está indisolublemente unido al mío. Sólo yo puedo ayudarte. Como ves, después de tantos siglos de batallas, la Guerra de la Corona final­mente ha pasado factura. El antiguo reino de Aryvandaar ha caído y, para bien o para mal, Siempre Unidos está solo.

13
Mareas de furia

Un viento glacial azotaba el islote, transportando ca­rámbanos de aroma salobre que cubrían el pelaje negro del Señor de las Bestias. Malar encorvó sus enormes hombros en un vano intento de protegerse del frío, mientras escu­chaba con una paciencia insólita en él cómo la diosa Um­berlee gemía y chillaba de frustración. La diosa marina golpeaba las olas con los puños una vez y otra, y a cada golpe el agua bañaba la rocosa costa.

Los secuaces de Umberlee, las temibles criaturas del Reino Coral que se suponía que harían entrar en vereda a los elfos del mar, habían sido si no vencidos, al menos con­tenidos. Los elfos marinos de Siempre Unidos habían re­cuperado la magia, ¡y todo por la intervención de una dei­dad elfa! Desde tiempos inmemoriales Umberlee sentía unos celos terribles de la Gran Oceánide, y su rabia por ese hecho era temible.

—Hay otras criaturas en el mar que te obedecen, ¿ver­dad? —inquirió Malar cuando su voz resonante pudo ha­cerse oír por encima del rugido y el estrépito de las olas.

Umberlee se interrumpió en medio de un lamento y se hundió en la cresta de la ola que montaba, mientras refle­xionaba sobre esa cuestión. Su rostro se suavizó ligera­mente al considerar las posibilidades.

—Sí, hay muchas —convino—. En las profundidades marinas habitan terribles criaturas que, sin duda, acudi­rían a mi llamada. ¡Voy a hacerlo enseguida!

—Y tempestades —añadió Malar, al tiempo que rompía

un carámbano, semejante a una daga, que le colgaba del peludo mentón, y que daba prueba de la gélida potencia de la furia de la diosa—. No puedes conquistar la isla, pero estoy seguro de que puedes perturbar el tráfico ma­rino. Muchos elfos querrán huir hacia Siempre Unidos para escapar de los conflictos en el continente. —En los ojos rojos del Señor de las Bestias brilló una luz intensa y perversa—. ¿Crees que deberíamos permitir que llegaran a la isla?

—No, tienes razón —repuso encantada la diosa del mar. De pronto se lanzó sobre Malar y lo abrazó, deján­dolo empapado de fría agua salada. Al marcharse, dejó tras de sí un mar tan en calma como la charca de una ninfa en el bosque.

Malar soltó una risita chirriante, como un bufido. El gélido abrazo de la diosa no era más que una molestia me­nor, una pequeña vejación. En su opinión, las cosas iban bien.

La devastación causada por las seculares Guerras de la Corona había sido profundamente satisfactoria. Al Gran Cazador no le decepcionó del todo la derrota de los elfos oscuros, o drows, como ahora se llamaban. Pese a su alianza con la diosa Lloth, a Malar no le gustaba ningún elfo, oscuro o no. Disfrutaba con las guerras de los drows contra los leales hijos de Corellon, pero las muertes de asaltantes drows lo complacían tanto como la matanza de pacíficos elfos del bosque. De hecho, estaba encantado con que los elfos se enfrentaran entre sí, ya que las luchas internas no sólo servían a sus propósitos, sino que se lo pa­saba en grande observándolas.

Los elfos de Faerun habían sufrido una serie de devasta­dores reveses. Sus seguidores —en su mayor parte orcos y goblins— continuarían hostigando todas las comunidades elfas diseminadas por los bosques. Había llegado la hora de volcar su odio en la isla de los elfos. Dejaría que Umber­lee hiciera lo que pudiera, es decir, lo que pudiera para él. También había humanos, que se llamaban a sí mismos Lo­bos de las Olas, con un considerable talento para realizar incursiones, y que serían unos magníficos instrumentos de la cólera de la diosa. Aunque, estrictamente hablando, esos humanos no eran seguidores de Malar, el tlios estaba se­guro de que lograría convencerlos para que se unieran a la caza del elfo. De momento, eso bastaría.

No obstante, Malar, el Gran Cazador, era consciente de que nunca cedería de buena gana a otros el reto de la caza o el placer de matar.

Arnazee, elfa marina, en otro tiempo hija y matrona de una de las familias nobles de elfos de la luna de Siempre Unidos, nadaba hacia el sur, hacia la ciudad de Leuthilspar tan deprisa como podía.

Habían transcurrido muchos años desde el extraño nau­fragio ocurrido frente a la costa oriental de Sumbrar y, desde entonces, no había pasado un solo día sin que ella reflexionara sobre los insólitos acontecimientos de ese día. No era que los naufragios fueran algo poco común. Al contrario, las tempestades desatadas fuera de los límites de protección de Siempre Unidos enviaban a un buen nú­mero de embarcaciones elfas al fondo del mar. Los elfos marinos de la gran ciudad de Iumathiashae no paraban, rescatando a todos los elfos que podían y llevando malas noticias sobre la suerte que habían corrido otros. Pero ese naufragio, ocurrido hacía tanto tiempo, había sido algo es­pecial. La increíble fuerza que había destrozado la embar­cación sugería que un poder nuevo y muy intenso había tenido algo que ver en ello.

A Arnazee le había costado mucho tiempo hallar una respuesta a las preguntas que la acosaban. Y ahora que la había encontrado, no sabía qué hacer.

Mientras nadaba hacia el sur, Arnazee apartó con su mano de dedos largos unidos por delicadas membranas unos filamentos de algas que flotaban. Ya se había acos­tumbrado al aspecto de sus propias manos. Ahora era una elfa marina en pensamiento y espíritu, además de por su apariencia física. No obstante, conservaba fuertes vínculos de lealtad hacia los clanes terrestres. Para bien o para mal, Vhoori Durothil era pariente suyo, el hijo del hijo de su hermano, y acusarlo iba contra todos sus antiguos valores.

Pero era su deber.

No saber qué uso pensaba dar Vhoori a su nuevo poder hizo aún más difícil la decisión. La magia elfa conocía in­numerables variantes y era habitual que los elfos la usaran para hacer volar objetos comunes. Sin embargo, ningún elfo debería acumular el inmenso poder que se necesitaba para que todo un barco volase, o para que lo rodeara una cápsula de aire que le permitiera viajar bajo las olas o entre las estrellas.

Lo que más preocupaba a Arnazee era el secretismo con el que el elfo dorado había rodeado su trabajo. No era na­tural en ningún elfo —especialmente en un archimago— aislarse de sus hermanos, tal como hacía Vhoori. Para los magos de una torre poderosa, era peligroso no permitir que la comunidad de magos tuviera noticia de sus experi­mentos, al menos en parte. Vhoori Durothil podría estar planeando hacerse con el poder en Siempre Unidos. Y, aunque en su hogar marino podía enterarse de muchas co­sas, había poco que pudiera hacer.

Después de pensárselo mucho, Arnazee decidió con­fiarse a Darthoridan. El sabría qué hacer. Pese a que ya no eran marido y mujer, Arnazee iba a verlo siempre que po­día y comprobaba que, con cada año que pasaba, se volvía más sabio.

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