Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (37 page)

Un débil punto de luz rosado en el cielo oriental inte­rrumpió las cavilaciones del dios. Malar entrecerró los ojos, tratando de averiguar por qué le resultaba tan fami­liar. De pronto, los años desaparecieron y el Señor de las Bestias recordó una época remota; la época en la que los cazadores más poderosos de ese mundo causaron una te­rrible destrucción.

El dios se puso de pie de un salto y corrió por el bosque. Se dirigía a la montaña más próxima y no se detuvo hasta que dejó atrás la línea de los árboles. Cerca de la cima se paró y escrutó el cielo nocturno, un oscuro vacío desple­gado ante él en el que únicamente brillaba una luz.

La nueva estrella ya estaba muy alta, y era tan grande y brillante que sus rayos atravesaban la bruma. El lucero col­gaba entre las montañas, centelleando como un ojo de co­lor rubí. Malar alzó los brazos y gritó su triunfo. Era lo que había imaginado: el Rey Asesino había vuelto.

Algunos dioses comprendían el ritmo de las estrellas y celebraban la ocasional aparición de la brillante estrella roja. Pero Malar no era de ésos. Sin embargo, recordaba una cosa, algo de suma importancia. Por razones descono­cidas, cuando el Rey Asesino relucía sobre Faerun, los dra­gones se reunían y emprendían el vuelo.

Malar había encontrado la mejor manera de vengarse de Siempre Unidos.

El dios se puso a bailar a la suave luz roja del Rey Ase­sino, lanzando delgados hilos de magia divina, que busca­rían a sus seguidores y se deslizarían en los sueños de aque­llos dispuestos a escucharlo. Malar envió el mismo mensaje a todos los sacerdotes y chamanes:

«Reunid a los fieles. Ha llegado el momento de iniciar la gran caza.»

La horda de orcos avanzaba por el bosque con gran es­truendo, sin molestarse en lo más mínimo en disimular su presencia o su llegada. No era necesario. El vuelo de drago­nes había pasado por allí, dejando una ancha franja de bosque quemado y sin vida.

—No entiendo por qué vamos por este camino —mas­culló un joven orco de pellejo gris, que caminaba arras­trando los pies casi a la cola del desorganizado ejército. Ésa era su primera incursión y, hasta ahora, había sido una de­cepción. ¡Vaya con la gran caza! Todavía no habían matado a ningún elfo, e incluso las presas de cuatro patas eran es­casas.

Su compañero se encogió de hombros y se puso la lanza, todavía sin manchas de sangre, al otro hombro.

—Vapgard dice que vayamos; nosotros vamos.

—No encontraremos nada —gruñó el orco gris—. A ver, ¿por qué los dragones tenían que quemar el bosque?

—¡Hmmm! ¿Es que ya no recuerdas el invierno del hambre? Nieve dura. Demasiados lobos llegados del sur. Era difícil encontrar caza.

El orco gris gruñó. Pues claro que lo recordaba. Por aquel entonces él todavía era demasiado joven para ser considerado un guerrero, pero ya era un cazador. Los oí­dos aún le dolían por los golpes que le propinaba su madre cuando, un día tras otro, regresaba a la cueva con la bolsa vacía.

—¿Y qué hicimos entonces? —preguntó su compañero.

—¡Ah! —El orco comprendió y sonrió dejando al des­cubierto los colmillos—. Algunos orcos quemaron el bos­que. Otros, muchos, esperaron junto al río.

—He oído que el hermano de Vapgard viene por el río. Las barcas transportan muchos orcos, más que muchos. Ellos esperan. Nosotros vamos detrás. —El orco se detuvo y clavó la lanza en una gruesa capa de cenizas. Entonces le­vantó sus garras, moviendo primero una mano y después la otra, dijo—: Ellos, nosotros. —Con una feroz sonrisa, dio un fuerte manotazo.

—Los aplastaremos —convino alegremente el otro orco.

Animado por esa perspectiva, el joven orco marchó sin ninguna queja el resto del día. Al caer la tarde, la horda sa­lió del devastado bosque. Primero la Maleza y luego pra­dos reemplazaron a los carbonizados árboles centenarios.

Un excitado aullido nació en la cabeza de la turba y se fue extendiendo hacia la cola como una onda. Los orcos se precipitaron hacia adelante. El orco gris esperó a que la onda de movimiento le llegara, y tuviera espacio para co­rrer y matar.

—Ya era hora —gruñó cuando, por fin, pudo bajar la lanza. Entonces salió disparado por el prado. La hierba que pisaba no sólo estaba reseca y frágil por el fuego de los dragones, sino también resbaladiza por la sangre. El orco tuvo que frenarse para no tropezar con lo que parecían ha­ber sido las ancas de un búfalo del bosque. Probablemente un bocado que se había caído de la boca de algún dragón.

Cuando la horda se dispersó, el orco tuvo una mejor vi­sión del campo de batalla. No era lo que había esperado encontrar.

Vio montones de cuerpos diseminados, algunos de cria­turas del bosque que los dragones no habían devorado, aunque la mayoría eran elfos. Algunos habían muerto des­trozados por enormes garras y colmillos; otros abrasados por el fuego de los dragones; y otros consumidos hasta los huesos por el aliento ácido de un dragón negro. La carnice­ría era todo un espectáculo, pero no ofrecía ni diversión ni satisfacción. El joven orco quería matar. Necesitaba matar.

Con los colmillos al descubierto, empezó a zigzaguear por el campo, imitando a sus compañeros de más edad, que propinaban puntapiés a los cuerpos de los elfos y los alan­ceaban. De vez en cuando, uno de ellos encontraba a un elfo que aún respiraba, y cada vez el hallazgo era anunciado con alaridos de triunfo así como el sonido sordo de los palos y las lanzas al golpear.

Pero, a causa de su juventud, el orco ocupaba una posi­ción cercana a la cola de la horda y, cuando llegó, ya no quedaba ningún trofeo que reclamar. Finalmente, el campo de batalla pisoteado por cientos de otros pies quedó en silencio, y el orco pensó que eso no era cazar. Ellos actuaban más bien como cuervos y lobos, arreba­ñando los restos de los dragones.

El gris se encogió de hombros. Bueno, tampoco era tan terrible ser como los cuervos y los lobos. Además, si hoy no mataban elfos, ya lo harían mañana. El río quedaba sólo a medio día de marcha hacia el sur, y a su orilla vivía una gran comunidad elfa. Pese a estar fortificada con una muralla y magia, caería fácilmente. No podía ser de otro modo. Todos los defensores avanzados de la ciudad —el­fos del bosque arqueros y guerreros— estaban muertos. Además, el vuelo de los dragones solía seguir el curso de los ríos y, seguramente, el fuego de los leviatanes ya había derrumbado parte de la muralla y quizás incluso esas infa­mes torres. Había una cantidad ingente de orcos en movi­miento, exaltados por ese primer derramamiento de san­gre elfa.

Mañana, la ciudad de los ellos caería... Mañana, el pla­cer de la caza y el orgullo de conseguir muchos trofeos serían suyos.

Chandrelle Durothil, la poderosa hija del Alto Conse­jero de Siempre Unidos, actuó como Centro en otro en­cantamiento de llamada. Pese a que esa tarea requería una absoluta concentración, la elfa percibía los inconfundibles sonidos del vuelo de los dragones: el estruendoso batir de alas gigantes y los gritos y rugidos que lanzaban las enor­mes criaturas al revolotear alrededor de la torre y descen­der en picado.

La maga también sentía el sonoro crujido de la magia que resonaba en el aire. En todo Aber-toril no había cria­turas más mágicas que los dragones, incluidos los elfos. La única esperanza de sobrevivir al ataque de las hordas oreas era hacer renacer a los jinetes de dragón; la increíblemente poderosa unión de la magia de los dragones y los elfos.

Los elfos de Faerun no eran los únicos seres vivos que sufrían los estragos del vuelo de los dragones. Las guerras entre las diferentes razas de dragones habían sido largas y cruentas. Ahora, los dragones malvados del sur —en su mayoría rojos y un puñado de negros, más pequeños pero igualmente letales— se habían reunido en un número sin precedentes para emigrar hacia el norte. Durante el viaje, se dedicaban a arrasar las tierras de los pacíficos wyrms. Los dragones de bronce encontraban los lagos reducidos a vapor y los lechos resecos y sin vida. Asimismo, los rojos fundían la roca con su flamígero aliento y sellaban la en­trada a las cuevas de los dragones plateados y dorados, atrapando dentro a muchos de ellos.

Chandrelle había sido una de las primeras elfas en viajar a través de las nuevas puertas, creadas recientemente, y que conectaban Siempre Unidos con el continente. Su es­poso, un pariente lejano suyo recién llegado a la isla, y que también se apellidaba Durothil, había ayudado a crear la puerta entre Siempre Unidos y su ciudad natal.

Ahora esa ciudad estaba casi en ruinas. En el pasado, ha­bía sido una hermosa villa situada a orillas de un caudaloso río, abundante en truchas, y protegida por murallas y pode­rosa magia. Pero el fuego de los dragones había destruido las tierras de cultivo y los bosques de la zona, y había abierto enormes boquetes en las murallas. Un barrio entero era ahora una pila de humeantes cenizas y sólo el Mythal, un po­deroso escudo mágico, impedía que la ciudad fuera arrasada.

Pero la torre seguía en pie. Sus archimagos sumaron sus fuerzas con los numerosos hechiceros enviados desde Siem­pre Unidos para defenderla. Ahora, todos juntos entonaban poderosos encantamientos que llamaban y sometían a los dragones. En un pasado remoto, los jinetes entrenaban a sus monturas desde la cuna e iban creando entre ellos profundos lazos mágicos. Sin embargo, ahora no había tiempo para eso.

Por los gritos que le llegaban desde la ciudad, los magos supieron que habían tenido éxito. Hábilmente Chandrelle disminuyó el flujo de poder y deshizo el Círculo de magos.

—Han venido otros siete —anunció con una voz en la que aún resonaba el poder—. Ahora hay suficientes drago­nes para todos.

Todos los magos corrieron a dar la bienvenida a los re­cién llegados. Uno de los dragones, una hembra dorada, avanzó e inclinó su enorme cabeza ante la archimaga en se­ñal de respeto.

—Hemos oído lo que planeáis hacer —anunció con voz que hizo temblar la torre—. Es una locura.

—No hay más remedio —insistió Chandrelle—. Voso­tros solos no podéis vencer a los dragones del mal, y noso­tros tampoco. Os necesitamos para alcanzar a los dragones que se dirigen al norte y rodearlos. Necesitamos vuestra Alta Magia para detenerlos.

—Y después de acabar con ellos, ¿qué?

—Entonces podréis vivir en paz de nuevo y los elfos po­dremos reconstruir nuestras ciudades.

La hembra de dragón meneó su dorada cabeza.

—Tanto poder y tan poca sabiduría —murmuró.

—¿No nos ayudaréis? —inquirió Chandrelle.

—No tenemos elección. Vuestra magia nos ha obligado a venir y nos obliga a la mayoría a serviros.

No era el tipo de apoyo que esperaba obtener Chandre­lle, pero tendrían que conformarse con eso. La maga ex­plicó rápidamente a los dragones recién llegados cuál sería su parte en el plan. Entonces se trajeron sillas de montar construidas a toda prisa y se colocaron sobre las criaturas. Ése sería el vuelo de ensayo, y no habría otro.

Chandrelle montó su dragón con una mezcla de emo­ción y temor. Los jinetes de dragón habían usando magia durante siglos, ¡pero ésa era la primera vez que un Círculo trataba de tejer encantamientos en el aire!

El leviatán desplegó las alas con estrépito. Antes de que la maga pudiera recuperar el aliento, ya estaban en el aire.

Durante los años que había pasado como archimaga en la torre de Aryvandaar, la elfa había visto muchas maravi­llas, pero ninguna le había producido una sensación de eu­foria mayor que volar a lomos de un dragón. Ambos se ele­varon verticalmente como una estrella fugaz al revés. En pocos instantes, la ciudad era tan vaga como un sueño ol­vidado, y el río una mera cinta. La elfa echó atrás la cabeza y rió, sintiendo el fuerte viento de cara.

Cuando las nubes fueron montículos de nieve y bruma bajo ellos, el dragón se niveló y empezó a volar en círculos. Más dragones emergieron de las nubes y, uno a uno, fue­ron incorporándose a la formación. Era hora de lanzar el hechizo.

Chandrelle se concentró y buscó en su interior la magia que fluía a través de ella y que le permitiría conectar con las mentes de los demás magos. Entonces, uno a uno, fue atrayéndolos hacia el Tejido. La elfa reunió los hilos y los tejió en un único hechizo de destrucción; el más poderoso desde el que, en tiempos legendarios, desgajara la Tierra Única.

Al rayar el alba del día siguiente, los archimagos y sus monturas se reunieron para concluir los preparativos. El humor general era sombrío, pese al éxito de la prueba del día anterior, o quizá precisamente por eso. No era fácil aceptar la magnitud de la destrucción que iban a desenca­denar.

Más de un centenar de dragones y jinetes alzaron el vuelo esa mañana. Los leviatanes ascendieron por encima de las nubes del amanecer, y entonces volaron con veloci­dad mágica hacia el norte.

No era difícil seguir la trayectoria del vuelo de los dra­gones. A veces quemaban la tierra y mataban a todas las criaturas que encontraban, en busca de presas que les die­ran energía para seguir volando, pero otras veces actuaban sólo por el mero placer de destruir. Los dragones malignos eran rojos y negros, y en la tierra carbonizada y anegada en sangre hallaban un truculento reflejo de sí mismos.

Antes del mediodía, los jinetes de dragón adelantaron a sus enemigos. Los dragones malignos volaban muy bajos, engolfados en su orgía de destrucción. A esa altura los vientos eran caprichosos y el aire estaba impregnado de una mezcla de bruma matinal y humo de los bosques que­mados. Los rojos y negros no podían volar tan rápida­mente como sus perseguidores.

A una señal de Chandrelle, los jinetes se dispersaron y empezaron a formar un amplio círculo sobre la horda de dragones malvados. Los dragones perseguidores volaban en precisa formación, como una enorme bandada de gan­sos de relucientes plumas doradas y plateadas.

Los magos elfos iniciaron el canto, conjurando magia y haciéndola girar en un vertiginoso Círculo. Juntos crearon un torbellino de aire y magia, una tormenta mayor que cualquiera que el mundo hubiese visto, y la lanzaron contra los dragones que volaban más abajo.

No hubo ningún aviso, ni tiempo para que los dragones migratorios eludieran el ataque. En el aite resonaban los sonidos de la destrucción: el bramido y el crepitar del in­cendio del bosque, los distantes gritos de miedo y dolor de las criaturas del bosque, y sus propios rugidos triunfales. Súbitamente, todos estos sonidos se apagaron cuando el cono de magia descendió sobre ellos.

El violento viento que se arremolinaba arrastró a los dragones, que nada pudieron hacer para resistirse. Muchos murieron en el primer estallido súbito de sonido y energía, y sus cuerpos actuaron como cachiporras que el viento blandía contra sus compañeros aún vivos.

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