Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (55 page)

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—Debéis regresar enseguida —dijo Lydi'aleera—. El­fos dorados traidores os han preparado una trampa.

—Eso es muy poco probable —replicó el rey con impa­ciencia.

—Es cierto. —La reina se puso tensa—. Tengo ante mí a un mensajero de las Torres del Sol y la Luna. Los magos han descubierto la conspiración y me han avisado.

Hubo un momento de silencio antes de que el rey repu­siera:

—No puedo regresar a palacio, pero dad las gracias a los magos por su diligencia.

Amlaruil se abalanzó hacia adelante y asió con fuerza la mano de la reina.

—¡Zaor, tienes que volver! ¡Te han tendido trampas! ¡Yo misma vi una cerca del pabellón del lago de los Sueños, y uno de mis agentes oyó a los conspiradores hablar de otras! También te esperan elfos armados, dos que yo sepa, quizá más. ¿Por qué has partido solo, sin decir a nadie adonde ibas?

—¿Amlaruil? —La voz de Zaor se animó y sonó espe­ranzada—. ¿Tienes alguna noticia de nuestros hijos, de Xharlion y Zhoron? ¿Están vivos?

La maga comprendió qué había llevado al rey al bosque.

—Hoy mismo he estado en el alcázar Craulnober. Los chicos están sanos y salvos —le aseguró—. ¡No es más que una treta para pillarte solo!

—Gracias a los dioses —dijo Zaor con devoción—. Ahora mismo vuelvo a Leuthilspar.

La luz del anillo de Lydi'aleera se apagó.

—No hubiera hecho caso de mi aviso —se lamentó la reina amargamente—. Oh, no. ¡Él sólo escucha a la madre de sus hijos! Bueno, pronto dejarás de ser la única.

—Con vuestro permiso, debo regresar a las Torres —se limitó a decir Amlaruil—. Os haré llegar las pociones.

—Nada de eso —la corrigió suavemente la reina—. Me las traerás tú misma y me las entregarás en mano. ¡Si hu­biera algún modo de hacerlo sin que fuera indecoroso, te obligaría a que te quedarás y contemplaras el resultado, desde el primer sorbo de vino que tome el rey hasta el na­cimiento del legítimo heredero de Siempre Unidos!

La Gran Maga se volvió, incapaz de soportar la crueldad que veía en el rostro de Lydi'aleera. Entonces huyó de la sala, sin ninguna consideración por la dignidad, y chocó contra un elfo de pelo bermejo que entraba.

—Lady Flor de Luna —la saludó el elfo en tono ligera­mente burlón, cogiéndola por los codos para evitar que ca­yera—. Qué sorpresa veros aquí, teniendo en cuenta que el rey no se encuentra en la corte. Espero que nada le haya ocurrido a la princesa.

Amlaruil se desasió bruscamente de él y alzó ambos bra­zos en un gesto desesperado. Inmediatamente desapareció en un estallido de fuego plateado.

—Caramba —comentó Montagor Amarilis, parpadean­do—. Una desaparición inusualmente llamativa para nuestra Gran Maga. Debía de arder en deseos de perder­nos de vista. ¿Qué le has hecho, hermanita?

Sonriendo como un gato satisfecho, Lydi'aleera se colgó de su brazo y lo condujo al balcón. Mientras caminaban, le contó lo sucedido. Montagor escuchó boquiabierto. Al acabar, se rió por lo bajo y sacudió la cabeza asombrado.

—¡Bien hecho, hermanita! ¡No te creía tan astuta!

—He tenido un maestro excelente —replicó Lydi'alee­ra, con una sonrisa de suficiencia.

Montagor le dio las gracias con una inclinación de ca­beza.

—Puesto que lo tienes todo bajo control, me marcho.

—No, quédate —le apremió la reina—. Zaor no llegará hasta mañana, como muy pronto, y me gustaría que me aconsejaras sobre el mejor modo de deshacerme de esa maldita Ilyrana. Y, puestos en ello —añadió con un tono menos agradable—, podrías explicarme por qué nadie me ha dicho nada sobre los últimos dos mocosos de Amlaruil. ¡Cuando termines de explicarte, podrás empezar a pensar en cómo asegurarte de que esos tres bastardos no despojen a tu futuro sobrino del trono que le corresponde legítima­mente!

Tras huir de palacio, el primer deseo de Amlaruil fue re­gresar al instante al alcázar Craulnober y asegurarse con sus propios ojos de que sus hijos estaban a salvo de los conspiradores. Pero sabía que si iba los encontraría alegres y saludables, y tan sucios como dos cochinillos por sus bu­lliciosos juegos. No había otro motivo para hacer ese viaje que el personal.

Había hecho una promesa y la cumpliría a cualquier precio. Encerrada en una habitación de la torre, consultó antiguos libros de sabiduría popular y hierbas medicinales y combinó las viejas leyendas con el poder de su Alta Ma­gia. Trabajó toda esa noche hasta bien entrada la mañana siguiente. El resultado fueron dos pequeños frascos que permitirían a Lydi'aleera hacer realidad sus sueños y que des­truían los suyos propios.

Con el corazón en un puño conjuró la magia que la lle­varía de nuevo al Palacio de Ópalo. Esta vez halló a la reina acompañada por su hermano. Ambos paseaban por los es­pléndidos jardines que rodeaban el palacio cogidos del brazo.

Entonces cayó en la cuenta de que cuando Zaor cayera bajo el hechizo de la reina, Montagor Amarilis tendría un poder considerable en la corte. Ya se rumoreaba que la reina dependía de su hermano para todo.

Bueno, ella no podía hacer nada al respecto. Amlaruil entregó las pociones a Lydi'aleera y se marchó tan rápida­mente como había llegado. Al marcharse, se llevó consigo a Ilyrana, pues no podía confiar a Lydi'aleera la seguridad de su hija. Si era capaz de arriesgar la vida de stí propio ma­rido para lograr engendrar un heredero, ¿qué no haría para deshacerse de cualquiera que pudiera arrebatar el trono a su hijo?

Amlaruil reunió a sus tres hijos con la mayor rapidez posible y, una vez más, los confió a su agente Rennyn. An­tes del atardecer de ese mismo día, la maga contemplaba desde lo alto del alcázar Craulnober cómo el barco que iba a ponerlos a salvo en las islas Moonshae desaparecía en el horizonte.

Regresó a las Torres con gran pena en el corazón. No sólo había perdido a Zaor por una poción mágica que ella misma había preparado, no sólo sus hijos se habían mar­chado, sino que se sentía distanciada del mismo Siempre Unidos. Lo acaecido en el claro del bosque le había arreba­tado para siempre el sentimiento de seguridad que consi­deraba suyo por derecho de nacimiento.

Le parecía inconcebible que un elfo fuera un asesino o que sus propios hijos no estuvieran seguros en Siempre Unidos. Ya nada era como antes. ¿Acaso los dioses no ha­bían creado Siempre Unidos para que fuera el último refu­gio de todos los elfos?

Esa noche, mientras la agotada maga buscaba descanso en un estado de ensueño, tuvo una pesadilla. Estaba de nuevo en las murallas del alcázar Craulnober, pero la es­cena que contemplaba no era la de una embarcación elfa de alas blancas que surcaba un mar en calma. El castillo se veía quemado y ennegrecido, totalmente en silencio e in­quietantemente muerto. Y en el mar flotaban los restos de una docena de barcos elfos destrozados.

La maga se despertó sobresaltada, asaltada por la horri­ble certidumbre de que ese sueño no era únicamente fruto de su mente inquieta. Se vistió rápidamente y conjuró la magia que la transportaría hasta el alcázar de sus parientes.

Rayaba el alba cuando salió del camino mágico para aparecer en el patio del antiguo castillo. Amlaruil tuvo la extraña sensación de que soñaba despierta.

Todo era exactamente como lo había imaginado. Los milenarios muros del castillo se veían ennegrecidos y des­moronados. No se distinguían indicios de vida. Era como si toda esa comunidad floreciente y vital hubiera sido arra­sada por una ráfaga de fuego de dragón.

Un chillido débil y agudo, que parecía proceder de de­bajo de la tierra, cortó el frío aire de la mañana. Amlaruil corrió hacia allí y tiró de la pesada puerta que permitía el acceso a los subterráneos del castillo. Después de bajar a toda prisa una larga y curvada escalera, halló en una pe­queña cámara, situada en lo más profundo del alcázar, a los dos únicos supervivientes: un elfo demasiado anciano para luchar y un bebé que berreaba.

El anciano levantó la vista cuando Amlaruil entró. Te­nía los ojos inyectados en sangre y el rostro cubierto de ho­llín. La maga apenas lo reconoció: era Elanjar, el patriarca del clan Craulnober y el maestro de armas que había tra­tado de inculcar disciplina a sus dos rebeldes hijos.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Amlaruil, arrodillán­dose al lado del elfo.

—Nos invadieron criaturas de la Antípoda —contestó Elanjar, y sus ojos se endurecieron.

—No —murmuró Amlaruil incrédulamente—. ¿Có­mo es posible? ¡Los habitantes de la Antípoda nunca han puesto un pie en la isla!

—Y no lo han hecho, aún —replicó el anciano—. Co­noces la isla Tilrith, ¿verdad?

La maga asintió. Se trataba de una isla diminuta situada justo al norte de las tierras de los Craulnober y que se pare­cía mucho al paisaje septentrional de Siempre Unidos. Era un lugar agreste, con rocosas colinas llenas de cuevas. Los Craulnober dedicaban la isla a la cría de ovejas, y un puñado de sirvientes vivían en ella todo el año para cuidar de los re­baños. Súbitamente alarmada, Amlaruil se dio cuenta de que estaban en la época del nacimiento de los corderos de primavera y en la que se esquilaban las ovejas. Muchos aldeanos y nobles debían de encontrarse en Tilrith, bien para realizar esos trabajos o para asistir a las fiestas que se organizaban para la ocasión.

—Los atacaron en la isla —murmuró la maga aterrada.

—La mayoría fueron masacrados junto con las ovejas —dijo Elanjar con profunda amargura—. Unos pocos lo­graron escapar, y los drows los persiguieron, no en barcos sino con magia. Lanzaron sobre las embarcaciones y sobre el alcázar una tormenta de fuego como nunca había creído posible. Los pocos elfos que quedaban aquí perecieron cal­cinados. Yo conseguí sobrevivir gracias a la magia de mi es­pada —añadió, rozando la reluciente empuñadura de la hoja de luna de los Craulnober—. Cuando la tormenta descargó, sostenía en brazos a Elaith, mi nieto. Él y yo so­mos los únicos supervivientes del clan Craulnober. —La cabeza chamuscada del anciano se inclinó, como si esa re­velación le hubiera robado las últimas fuerzas que le que­daban.

Amlaruil le puso una mano en el hombro para conso­larlo y extendió las manos para tomar al bebé. Entonces retiró la manta medio carbonizada para mirar al niño y en sus labios apareció una sonrisa involuntaria. El pequeño Elaith era un niño muy guapo, con grandes ojos color ám­bar de mirada solemne y cortos rizos plateados.

—Este niño es pariente mío —dijo la maga con dul­zura—. Sus padres acogieron a mis hijos, y yo haré lo mismo por el suyo. Elaith será mi hijo adoptivo, y juro por todos los dioses que lo querré tanto como a un hijo de mi propia carne. Aprenderá magia en las Torres y será edu­cado en la corte de Leuthilspar, tal como corresponde a un elfo noble y al heredero de los Craulnober.

»Ven —añadió mirando a Elanjar—. Debo poneros a los dos a salvo en las Torres. Los drows volverán a la caída de la noche.

—El alcázar Craulnober es casi inexpugnable —dijo Elanjar, y en su frente apareció una honda arruga de preo­cupación—. ¡Si los drows lo conquistan, tendrán un bas­tión desde el que atacar toda la isla!

—No lograrán poner un pie en Siempre Unidos —le aseguró Amlaruil, mientras lo ayudaba a ponerse de pie—. ¡Los detendremos en Tilrith y sellaremos los túneles para siempre, aunque debamos emplear todos los guerreros y todos los magos de Siempre Unidos!

Zaor cruzó solo y a pie la puerta norte de Leuthilspar y se dirigió a palacio a paso vivo. No había avanzado mucho cuando Myronthilar Lanza de Plata apareció a su lado como una pequeña sombra gris.

—Te dije que me esperaras —gruñó el rey.

—Y lo he hecho —le aseguró su amigo—. Ese asunto tan importante que tenías que marcharte solo... ¿Está resuelto?

—Parece que acaba de empezar —contestó con expre­sión sombría—. ¿Sigue Amlaruil en palacio? El guerrero dudó.

—Ha venido y se ha ido más de una vez desde tu mar­cha y desde que llegó portando noticias de que estabas en peligro. Y el hermano de la reina apenas se ha movido de allí. Mira a las doncellas de palacio como si estuviera eli­giendo con cuál va a divertirse esa noche y examina los ar-cones como para tratar de decidir cuál es el mejor para guardar sus capas y botas. Te diré una cosa, mi señor, eso no me gusta nada.

—Siempre has desconfiado de Montagor Amarilis —re­plicó Zaor—. Si deseara reclamar el trono, lo habría hecho hace veinticinco años.

—Montagor no vale para rey y él lo sabe. Pero quizá de­sea ser regente —objetó Myron gravemente—. Casi ha abandonado la esperanza de que nazca un heredero Ama­rilis, pues la princesa Ilyrana pronto llegará a la mayoría de edad y será proclamada princesa heredera antes de que este año acabe.

—¿Crees que la princesa está en peligro? —inquirió Zaor, deteniéndose bruscamente.

—Lady Amlaruil lo cree —repuso Myron—. Se ha lle­vado a la princesa y ha enviado lejos a ella y a los gemelos. Ella me pidió que saliera a tu encuentro lo antes posible sin romper mi palabra. —Puso cara grave y preguntó—: ¿Es cierto? ¿Atentaron contra tu vida aquí, en el mismo Siempre Unidos?

—¿Dudas de la palabra de la Gran Maga? —le espetó Zaor secamente.

Como esperaba, el rostro de Myron adoptó una expre­sión casi de reverencia, y repuso con serenidad:

—No. Ni en esto ni en ninguna otra cosa.

—Gracias por tu fe, amigo mío —dijo una voz de mu­jer a su espalda.

Ambos guerreros dieron un salto y se volvieron. Sus semblantes mostraron pesar porque los habían pillado por sorpresa. Compadeciéndose de la poderosa combinación de orgullo masculino y elfo, Amlaruil extendió una mano y tocó el anillo que llevaba Myronthilar.

—La runa que te di me permite encontrarte cuando lo necesito —explicó—. ¡Ojalá hubiera dado otra a Zaor, en vez de preocuparme por las apariencias y el decoro! Pero hay otros asuntos que reclaman vuestra atención, señores. —En pocas palabras les puso al tanto de la invasión de Tilrith.

—Todas las fuerzas de Siempre Unidos partirán hacia el norte al instante —decidió Zaor con rostro sombrío—. ¿Puedes conducirnos a palacio, señora?

Amlaruil tejió un conjuro que los transportó a los tres instantáneamente a las cámaras de consejo de Zaor. Con la enérgica eficiencia de un curtido líder militar, el rey envió mensajeros a todos los rincones de Siempre Unidos para reunir a los elfos para la batalla.

Finalmente, se volvió hacia Amlaruil, que se mantenía en silencio y le preguntó:

—¿Puedes llevar un Círculo a la costa norte? Necesita­remos magia muy poderosa para cerrar los túneles. Y quizá será preciso hundir Tilrith en el mar para seguridad de Siempre Unidos.

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