Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (59 page)

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—Siempre Unidos no tiene heredero —afirmó Amla­ruil sin rodeos—. La espada de Zaor es el arma de un gue­rrero, pero ninguno de nuestros hijos podría desenvainarla y sobrevivir. Debemos dar a Siempre Unidos un heredero.

—Soy viejo, Amlaruil —repitió Zaor.

La elfa se lanzó sobre él y enmarcó su ajado rostro entre sus manos, tan lisas y tersas como las de una doncella. Am­laruil tenía los ojos anegados en lágrimas y un profundo pesar suavizaba su airada expresión.

—No me abandones, amor mío —rogó con sereno apa­sionamiento—. No podría soportarlo.

—Tú puedes soportarlo todo —replicó él, acaricián­dole su brillante cabello—. Nunca he conocido a nadie tan fuerte.

—¡Juntos somos fuertes! —exclamó ella con vehemen­cia—. ¿Es que no lo ves? Lo que hemos logrado lo hemos logrado juntos. El lazo que nos une es profundo y único, pero podría serlo más.

Zaor la miró, perplejo por la oferta que le hacía. A ve­ces, muy pocas, entre dos elfos se establecía un profundo vínculo que los llevaba a una compenetración absoluta de sus almas. El mismo fuego divino que la unía a ella con el Seldarine lo sostendría a él, aunque Zaor no se podía ni imaginar el precio que tendría que pagar ella por eso. Él podría cumplir la promesa que ella le pedía; podría pro­meter que se quedaría en Siempre Unidos mientras fuera necesario.

—Es el solsticio de verano —susurró Amlaruil, aferrán­dose a él con una urgencia que hizo arder la sangre del fati­gado guerrero y lo rejuveneció—. Es el día de las prome­sas. Ven conmigo al claro, amor mío.

El rey fue incapaz de resistir el ruego que leía en los ojos de su amada. La cogió en sus brazos, aún fuertes pese a la edad, y se la llevó del jardín como si fuera de nuevo una novia.

Los guardias de palacio se apartaron para dejarlos pasar, y los jardineros y sirvientes se esfumaron. Todos los rostros mostraban sonrisas de comprensión y alegría. Nadie vio nada incongruente en la imagen de la hermosa primavera en brazos del otoño. Se celebraba el solsticio de verano y las promesas que se hacían ese día eran mágicas.

Así comenzó la nueva vida en común de Zaor y Amlaruil.

En los años siguientes tuvieron cuatro hijos más. Pri­mero, Amnestria, que heredó el pelo azul de su padre y la insólita belleza de su madre y algo que no provenía de nin­guno de ellos. Ora risueña ora feroz, Amnestria poseía un temperamento que no encajaba en la serena corte de Leu­thilspar.

Zandro y Finufaranell, los chicos que siguieron, se ajustaban más al patrón elfo. Ambos eran estudiantes aplicados e ingresaron en las Torres muy jóvenes. Final­mente nació Lamruil, el alegre y encantador benjamín de la familia, consentido por todos. Cuando aún era un mu­chacho de no más de treinta o cuarenta años, ya era un aventurero y conquistador. El príncipe siempre hacía dia­bluras aunque, afortunadamente, el intenso amor y la admi­ración que sentía por su hermana mayor Amnestria lo fre­naba un poco. El año en el que el joven abandonó la isla en busca de aventuras y objetos elfos mágicos, muchos habitantes de la capital —incluidos sus propios tutores e instructores de armas— respiraron tranquilos.

La llegada de Thasitalia Flor de Luna revolucionó la vida en palacio. Ahora que se acercaba el fin, la aventurera debía realizar una última tarea antes de responder a la lla­mada de Arvandor: como portadora de una hoja de luna, su deber era seleccionar a un heredero.

Durante las semanas que pasó en la corte, la elfa de mi­rada de águila y lengua afilada escandalizó a los nobles e hizo las delicias de los más jóvenes con los relatos de sus viajes.

Amnestria, en particular, escuchaba embelesada las des­cripciones de lugares lejanos y de extraños sucesos. El rey y la reina observaban cómo a la princesa se le iluminaban los ojos escuchando a Thasitalia, y la perspicaz Amlaruil sen­tía un miedo indefinible. Ni ella ni Zaor se mostraron sa­tisfechos cuando Thasitalia cedió su arma a Amnestria. No obstante, no era un honor que pudieran desdeñar, espe­cialmente teniendo en cuenta cómo habían sido elegidos ellos mismos. Amnestria era la escogida y la joven aceptó la hoja con pasión y gozo: la espada de una aventurera, de una luchadora solitaria. No era un buen auspicio para al­guien que Amlaruil y Zaor habían esperado que se sentara en el trono de Siempre Unidos.

Sin embargo, la princesa parecía contenta con la vida que llevaba en Leuthilspar. A sus estudios de esgrima y magia de combate, la doncella añadió un estricto entrena­miento para estar a la altura del reto de la hoja de luna. Pero el mundo se le vino abajo cuando su prometido, Elaith Craulnober, la abandonó a ella y a Siempre Unidos sin ninguna explicación.

Después de eso, durante semanas todo el mundo en pa­lacio anduvo de puntillas cerca de la princesa desairada, pues el violento temperamento de Amnestria era legenda­rio. De todos los miembros del clan real, sólo Lamruil se atrevió a hacerle una visita.

El príncipe encontró a su hermana en su alcoba, guar­dando con rostro decidido y de cualquier manera ropa y objetos de valor en un baúl. Cuando Lamruil entró, la elfa lo miró e hizo una mueca.

—La puerta estaba cerrada con llave y encantada —dijo con irritación—. ¡No creí que tus conocimientos de magia alcanzaran para abrirla!

El príncipe se limitó a encogerse de hombros, tras lo cual preguntó, mirando el atestado baúl:

—¿Qué es todo esto?

—Voy a buscarlo. —Amnestria cerró la tapa de golpe. —¿A quién? ¿A Elaith?

—Me ha enviado una nota... desde Aguas Profundas —contestó la joven, dirigiendo a su hermano una mirada burlona—. Qué amable, ¿no crees? Se ha unido a una banda de aventureros, humanos en su mayoría. Dice que quiere ver mundo. Pues bien, ¡también tendrá que verme a mí!

—Oh.

—¿Oh? ¿Eso es todo? ¿No vas a tratar de convencerme de que es una locura? —¿Serviría de algo?

Amnestria no pudo evitar que una sonrisa suavizara su expresión y lanzó un hondo suspiro.

—Bueno, es un consuelo saber que al menos una per­sona en este palacio me entiende.

—Te entiendo más de lo que piensas —dijo Lamruil, con voz de pronto grave. Entonces alargó la mano y tocó el cinturón que ceñía la cintura de su hermana. Amnestria lo llevaba un agujero más flojo de lo habitual.

Los ojos de la elfa siguieron su gesto. Entonces puso ceño y se encogió de hombros. Pese a ser extraordinaria­mente hermosa, no conocía la vanidad.

—¿Y qué? Qué más da un agujero que otro, siempre y cuando la espada y los pantalones no me caigan.

—Hablando de eso, ¿cómo te despediste de Elaith?

El rostro de la princesa se ensombreció y se dio media vuelta para echar los cierres al baúl con más fuerza de la necesaria.

—Eso no es asunto tuyo.

Lamruil vio que no lo entendía, por lo que dijo dulce­mente:

—Ya han pasado cuatro lunas desde que Elaith abandonó la isla. Antes de que pasen muchas más ya no podrás llevar ese cinturón.

Amnestria se volvió hacia él, con los ojos muy abiertos por la sorpresa. Entonces se dejó caer en la cama y enterró la cara en las manos.

—¡Oh, qué estúpida he sido! —se lamentó—. ¿Cómo pude no darme cuenta?

El príncipe se sentó a su lado. Odiaba ser él quien se lo dijera.

—Sé por qué Elaith se marchó de Siempre Unidos. Su abuelo partió a Arvandor y la hoja de luna pasó a él. Al empuñarla, la espada se adormeció, pues no hay ningún heredero Craulnober.

—¡Eso es! ¡Maldita sea! —exclamó la elfa, irguiéndose de pronto—. Si al menos hubiera esperado a desenvainarla hasta que nosotros...

—De esperar, ahora estaría muerto —la interrumpió Lamruil de modo terminante—. Si hubiera existido un heredero, la espada lo habría matado y tú hubieras tenido que guardar la espada para tu bebé.

Ambos guardaron silencio unos momentos mientras Amnestria trataba de asimilar las palabras de su hermano.

—Aún hay más —continuó Lamruil de mala gana—. He recibido esto de un explorador humano, un camarada de Elaith —añadió, sacándose una carta de la túnica—. En ella dice que cree conocerte un poco, por las descrip­ciones de Elaith, y te suplica que no vayas.

—No he dicho a nadie que pensaba ir —murmuró la princesa.

—Bueno, tal vez sí te conoce más que un poco. Hay más. El grupo de aventureros al que se ha unido Elaith ha abandonado la ciudad. Su intención es buscar el antiguo cementerio de Aryvandaar y... saquearlo.

Los ojos de Amnestria se apagaron por el horror, pero éste fue consumido al instante por la cólera que los in­flamó.

—¿Y el humano?

—Él no lo aprueba y tratará de detenerlos por cualquier medio.

—Yo lo ayudaré —proclamó la princesa con sombría determinación. »

—¿Y qué pasa con el niño?

—Aún puedo viajar y luchar. Cuando ya no pueda, buscaré un lugar en el que no me conozcan y daré a luz en secreto. ¡Te juro por todos los dioses del Seldarine que Elaith nunca sabrá nada de este hijo! ¡Prefiero entre­gar a mi hijo antes de unir mi clan con un traidor y un rufián!

Amnestria fulminó con la mirada a Lamruil, desafián-dolo a que tratara de llevarle a contraria.

—Estás en tu derecho —dijo éste—. Te ayudaré en lo que pueda, pero debes prometerme dos cosas. La primera es que me dirás dónde está el niño y, la segunda, que debe educarse en los saberes que necesita un rey en potencia. Tal vez un día Siempre Unidos lo necesite.

—¡Maldita sea, Lamruil! —exclamó Amnestria, tala­drándolo con la mirada—. ¡Te pareces a nuestra madre! Ya empiezas a hablar como un rey.

—Corellon no lo permita —replicó el aludido con una amplia sonrisa y sinceramente divertido por la idea—. Te ayudaré a huir —añadió suavemente—. Bran Skorlsun no ha sido el único en sospechar que te marcharías en busca de Elaith. Hay un barco que te espera frente a la costa de Ruith, y he sobornado a algunos sirvientes de palacio para que te puedas escabullir en secreto.

La princesa le dio las gracias con un breve y fuerte abrazo, tras lo cual preguntó:

—¿Quién es Bran Skorlsun?

—El explorador humano. Le he dicho dónde debe ir a recogerte. Parece un buen hombre, y creo que os vais a en­tender.

Lamruil recordaría mucho tiempo esas palabras y llega­ría a lamentarlas. Amnestria y Bran Skorlsun se reunieron y frustraron los intentos de Elaith y sus camaradas. El anti­guo cementerio de Aryvandaar, el lugar donde reposaban los restos mortales de los que murieron en defensa de ese maravilloso país, no fue profanado.

Elaith jamás supo que tenía un hijo. El bebé nació ayu­dado por manos humanas y fue criado en secreto. Amnes­tria cumplió sus promesas.

Pero no regresó a la isla. La princesa elfa encontró un

amor más profundo que el que había perdido y se casó con Bran Skorlsun. Ambos crearon una relación de compene­tración tan profunda como la que compartían Amlaruil y Zaor. Pero, al hacerlo, Amnestria puso involuntariamente en marcha una serie de acontecimientos que tendrían con­secuencias nefastas para la familia real, y para todo Siem­pre Unidos.

24
La Elite
2 del mes de Ches, 1321 CV

El elfo emergió en un claro, un pequeño prado verde ro­deado por un círculo de enormes y milenarios robles situa­dos muy cerca unos de los otros. Su camino lo había lle­vado a un lugar de extraña belleza que, a unos ojos menos avezados que los suyos, podría parecer totalmente natural. El elfo nunca había visto un lugar tan verde. Unos rayos de sol matutinos atravesaban las hojas y enredaderas, e incluso el aire que lo rodeaba parecía espeso y vivo. A sus pies, gotas esmeralda se adherían a la hierba. Los inquisidores ojos del elfo se estrecharon mientras hacía cabalas. Se arrodilló y examinó la hierba hasta encontrarlo: un rastro casi imper­ceptible donde la hierba, que llegaba hasta los tobillos, no tenía rocío. Sí, su presa había pasado por allí.

Rápidamente siguió la estela entre dos robles gigantes­cos. Él elfo apartó una cortina de enredaderas, salió del claro y parpadeó al brillante sol de la mañana. Cuando sus ojos se acomodaron a la claridad, vio un estrecho sendero de tierra que serpenteaba entre los árboles.

Si su presa no sabía que la seguía, ¿por qué no tomaba el camino más directo a través del bosque? El elfo se abrió paso sigilosamente por la maleza y empezó a seguir el ras­tro. Casi nada indicaba que otra persona había pasado por allí antes que él, pero eso al elfo no le importaba. Pese a su vergonzoso origen, los que buscaba eran dos de los mejo­res exploradores que hubiera conocido. Muy pocos eran capaces de caminar sobre la densa y alta hierba de ese claro resguardado sin dejar más que un rastro de rocío.

El elfo se deslizó silenciosamente por el camino. El co­razón le latía desaforadamente al pensar en la victoria que ahora tenía al alcance de la mano, y por la que tanto había esperado. Los elfos, en especial los dorados, sabían ser pa­cientes y tras esa misión había años de planificación, déca­das de discusión y casi cuatro siglos de espera, hasta que llegara el momento oportuno y dispusiera de los medios adecuados. Por fin era el momento de golpear, y aquél se­ría el primer golpe.

El rastro moría junto al muro de piedra, y el elfo volvió a detenerse, alerta. Se agachó a la sombra del muro y exa­minó la escena que tenía ante él. Al otro lado del muro se abría el jardín más hermoso que había visto en su vida.

Los pavos reales se paseaban ufanos por un prado, algu­nos de ellos con las plumas de la cola extendidas en aba­nico, haciendo ostentación de docenas de ojos azules y verdes irisados. En las ramas de los floridos árboles, que abrazaban el estanque y se reflejaban en sus aguas, trina­ban pájaros de brillantes colores. El elfo sintió cómo su in­nato amor por la belleza colmaba su interior y por un mo­mento olvidó su misión. Mientras observaba ese jardín se dijo que sería sencillo seducir a los elfos con tal esplendor.

Y, realmente, habían sido seducidos, concluyó cuando levantó la mirada del jardín para ir a posarla en un lejano castillo, una maravilla de ópalo y mármol creada por arte de magia. En sus ojos dorados apareció una mirada de odio y triunfo al darse cuenta de que el rastro lo había con­ducido al mismo corazón del poder de los elfos grises. Ya hacía demasiado tiempo que la antigua raza de los elfos dorados soportaba el yugo de sus inferiores. El elfo em­pezó a planear su ataque con renovada determinación.

Su situación no podía ser mejor: ningún guardia patru­llaba por los jardines exteriores. Si atrapaba a su presa an­tes de que se acercara demasiado al palacio, podría golpear y marcharse sin que repararan en su presencia, y así regre­sar otro día y atacar de nuevo.

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