Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (62 page)

BOOK: Siempre Unidos - La Isla de los Elfos
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No obstante, era su hijo, su último hijo. Amlaruil corrió hacia él y lo rodeó con sus brazos. El le devolvió breve­mente el abrazo, tras lo cual la cogió por los hombros y la apartó de él.

—No hay tiempo, madre —la apremió—. Sé dónde es­tán los otros cuatro barcos. Uno transporta a sesenta magos rojos decididos a saquear los tesoros mágicos de Siempre Unidos. Los acompañan rufianes humanos, en busca de oro y doncellas elfas. Hay más humanos de la misma calaña en los otros tres barcos, además de hechiceros humanos y tantos guerreros como caben en las bodegas. Sé lo que te es­toy pidiendo, pero también sé que querrías saberlo.

—Ilyrana ha partido —dijo la reina, clavando en la faz de su hijo una mirada de preocupación—. ¿Si hago esto, estás dispuesto a empuñar la espada de tu padre?

—Que me la traigan —-respondió el príncipe categóri­camente—. ¡Si es preciso, la empuñaré!

La reina hizo una señal con la cabeza a uno de sus con­sejeros, el cual fue a recoger la espada envainada de su lu­gar de honor, un pedestal situado detrás del trono. La reina la colocó sobre una mesa próxima.

—Todos vosotros debéis ser testigos de esto: nombro al príncipe Lamruil mi sucesor. Ahora guardad silencio mientras lanzo el hechizo.

—¡No lo hagáis, señora! —exclamó Keryth, que se puso de pie de un salto. El elfo temblaba de rabia—. Sé qué pre­tendéis y cómo va a acabar todo esto. ¡Os necesitamos aquí! Nosotros nos encargaremos de esos barcos. ¡Seguro que no son una amenaza tan importante como quiere ha­cernos creer el príncipe! La reina vaciló.

—Tú has visto los barcos, Lamruil. Dime, ¿debo lanzar el conjuro?

Antes de que el joven pudiera responder, se oyeron en el vestíbulo los sonidos de una breve refriega y la airada voz de una mujer. Maura irrumpió en la sala con ojos desorbi­tados. Al ver a Lamruil contuvo un grito, pero no fue hacia él, sino que corrió hacia la reina y, rápidamente, le dijo todo lo que había visto en su sueño.

—La doncella guerrera es Ilyrana. ¡Y gritaba vuestro nombre! ¡El devorador de elfos está en Arvandor! Está ata­cando los espíritus de los fieles. Vi a Zaor entre ellos.

La cara de la reina expresó decisión.

—Os necesitamos aquí —repitió Keryth.

—Eso no es cierto —replicó Lamruil fríamente—. Lance o no lance ese hechizo, voy a pedir su abdicación. Ahora la espada es mía y el reino también.

—¿Y qué hay de tu reina? ¿Qué pasa conmigo? —le es­petó Maura.

—¿Que qué pasa contigo? —En el rostro del príncipe se dibujó un leve desconcierto—. Elegiré a una doncella elfa de alta cuna para que sea mi reina.

—¡No eres más que un... un drow albino! —le espetó Maura rechinando los dientes y con ojos encendidos.

El príncipe se encogió de hombros otra vez y se volvió hacia Amlaruil.

—¿Y bien, madre? ¿Qué decides? ¿El deber, como siem­pre? —Lamruil soltó una breve risa desdeñosa cuando Amlaruil asintió y, acto seguido, preguntó al elfo encapu­chado que lo acompañaba—: ¿Convencido, milord? ¿Le dirás dónde encontrar los barcos?

El elfo se sacó la capucha y reveló un bello rostro do­rado, que a nadie resultaba familiar. El extraño fue breve y preciso. Hecho esto, Lamruil cogió una de las pálidas ma­nos de la reina y se la llevó a los labios.

—Adiós, madre —se despidió, sin mostrar pesar.

La reina se lo quedó mirando un instante, tras lo cual dio media vuelta y se dirigió al trono. Se sentó en él y cerró los ojos. Un aura de magia la rodeó cuando empezó a tejer el hechizo que alejaría de las costas de Siempre Unidos a los peligrosos barcos y que a ella la enviaría a luchar una vez más junto a Zaor.

Los elfos contemplaron con lágrimas en los ojos cómo su reina lanzaba su último conjuro para defenderlos. La sala se llenó de un remolino de silencioso poder, que gi­raba como un torbellino de viento, agitando violenta­mente el cabello y las capas de todos. De pronto hubo una explosión silenciosa, la segunda en ese día.

Amlaruil se había esfumado.

Inmediatamente el príncipe se precipitó sobre la espada del rey y la retiró de su antigua funda. Los perplejos y ape­nados elfos sufrieron otro shock al ver al príncipe, sano y salvo, empuñando la espada de Zaor. La hoja de luna relu­cía en sus manos, y la mágica luz azul parecía zumbar con una cólera justificada.

—Kymil Nimesin, te acuso de ser un traidor a Siempre Unidos y apelo a la magia de la espada para que disipe la ilusión que has creado. Todos vosotros sois testigos.

Los rasgos del elfo dorado brillaron y empezaron a des­dibujarse, para dar lugar a una cara familiar: la del elfo cu­yas maquinaciones habían causado la muerte del rey Zaor y de la princesa Amnestria.

—Ha sido descubierto y acusado. Vosotros, los conseje­ros de la reina Amlaruil tenéis la palabra. ¿Que castigo me­rece?

La sentencia fue unánime: una sola palabra que pareció pronunciada por una sola garganta. El joven rey de Siem­pre Unidos alzó la hoja de luna para ejecutarla.

Kymil Nimesin tomó la única vía de escape que cono­cía. Tocó la gema que Lloth le había dado y anuló el pode­roso hechizo que contenía las puertas de Siempre Unidos en una única entidad. Parte del poder liberado abrió un portal que había preparado por si tenía que huir.

La espada de Zaor trazó un sibilante arco en el aire va­cío. Kymil había vuelto a escapar.

Amlaruil aterrizó en Arvandor con una fuerza que la hizo tambalearse. Unos brazos fuertes la rodearon, unos brazos muy familiares. La elfa alzó los ojos y contempló el rostro de su único amor, Zaor, tan joven y lleno de vida como el día en que se conocieron en el claro. Amlaruil le tocó la cara y después tendió una mano a la nueva y pode­rosa forma de su hija.

—Dadme los dos vuestra fuerza —murmuró Amlaruil.

La reina de Siempre Unidos se volvió para enfrentarse al monstruo de Malar, sin saber muy bien cómo podría dete­nerlo. Para su asombro, dos formas divinas de ojos carme­síes, que relucían con malvado regocijo, avanzaban a la sombra del devorador de elfos.

Los labios de la Gran Maga se curvaron en una son­risa que no auguraba nada bueno a sus enemigos, y em­pezó a reunir magia. Ahora que su cuerpo mortal ya no era obstáculo, podía absorber todo el poder que deseara del Seldarine, de la fuerza de la fe de Ilyrana y del amor de Zaor.

Una descarga de refulgente magia azul voló hacia los dioses, los envolvió en un estallido de brillante luz y, un instante después, desapareció. En lugar de la enorme cria­tura de pelaje negro que había sido Malar, ahora había un ser muy alto que, a ojos de todos, podría pasar por un elfo. A su lado había una delicada diosa elfa de piel blanca.

Lloth, que había levantado las manos para lanzar su contraataque mágico contra la odiada reina elfa, chilló al ver sus propias manos.

El devorador del elfos se volvió hacia el lugar del que procedía el sonido y echó a correr hacia la comida que veía tan cerca. Los dioses del mal, presintiendo que su propia criatura iba a destrozarlos, dieron media vuelta y huyeron. Desaparecieron con un estallido de humo sulfúreo, perse­guidos de cerca por el engendro de Malar.

Amlaruil sonrió y se volvió hacia Zaor.

—El hechizo se disolverá en el Abismo; allí no tengo poder. ¡Pero, qué caras han puesto!

La familia reunida estalló en carcajadas de alivio, abra­zados, compartiendo el gozo de una eternidad que aca­baba de empezar.

—Hay algo que debo mostrarte —dijo Amlaruil, sepa­rándose un poco de Zaor—. Es un mensaje de nuestro hijo menor, del rey. Me lo puso en la mano cuando nos despedíamos.

La elfa se sacó de la manga una nota diminuta y se la mostró. En ella había escritas estas palabras: «¡Una vez más, por el bien del Pueblo!».

La reina se dio cuenta de que su amado no comprendía qué había querido decir Lamruil. Su hijo conocía los sa­crificios que su madre había hecho. En el pasado, tuvo que hacer comprender a su amor que primero era Siem­pre Unidos. Lamruil le pedía que, una vez más, renun­ciara por un tiempo a ese amor; él también lo haría si fuera necesario.

—Sí —dijo suavemente—. Será un buen rey. Pero no de Siempre Unidos.

Epílogo
Amanecer

Los altos acantilados en los que Lamruil y Maura se dije­ron adiós la última vez volvían a ser el escenario de la despe­dida, y ambos sabían que ésta era la definitiva. Los ojos de la doncella reflejaban tristeza, pero también determinación.

—Yo no soy una reina, y lo sabes perfectamente —dijo con serenidad—. Tú tienes un destino que cumplir y no puedes abandonar Siempre Unidos.

—Sabes que te quiero. Dije esas cosas porque era pre­ciso; tenía que convencer a Kymil Nimesin de mi perfidia.

—Lo sé perfectamente —contestó la joven—. Y yo ac­tué en consecuencia.

—Muy cierto. Si no recuerdo mal, me llamaste drow al­bino.

—Quería que fuera un insulto fuerte y de lo más con­vincente —dijo la joven, y se sonrojó encogiéndose de hombros.

—Pues te luciste —repuso él secamente. Ambos rieron, pero enseguida la tristeza volvió a adue­ñarse de los ojos de Maura.

—Ahora debo irme —anunció.

El joven elfo sabía que era inútil tratar de disuadirla. No obstante, sentía como si el corazón se le volviera cenizas que se desmenuzaban.

—¿Adonde irás?

—No sé, a algún lugar agreste. Es todo lo que me im­porta.

—¡Ojalá pudiera ir contigo! —exclamó Lamruil.

—Quizá puedas, hijo mío —dijo una voz familiar, una voz que sonaba como aire y música.

Lamruil volvió sus maravillados ojos hacia ese sonido. La familiar y querida forma de su madre se materializó en el aire, en el aire, más allá del borde del acantilado. Al principio era sólo una sombra titilante, una imagen trans­parente. Entonces empezaron a parpadear motas de luz semejantes a chispeantes gemas multicolores —plateadas, doradas, azules, verdes y oscuras—, que se arremolinaron y giraron en torno a la vitrea figura.

Lamruil y Maura se abrazaron, atemorizados, mientras la aparición iba tomando forma. Pocos instantes después una fantasmal Amlaruil surgió del aire.

Cuando posó un pie en el suelo de Siempre Unidos, re­cuperó el color. Su blanca piel adquirió tonos crema y su vaporoso cabello cobrizo pareció convertirse en una llama­rada de fuego rojo y dorado. Una tangible oleada de poder recorrió su cuerpo cuando el latido mágico que era Siem­pre Unidos fluyó por ella y reclamó a su reina.

Sin decir ni una palabra, Amlaruil sacudió la cabeza.

—Has demostrado ser un digno sucesor de Zaor, hijo mío. Ha llegado el momento de que gobiernes tu propio reino.

—Pero tú eres Siempre Unidos —objetó Lamruil—. ¿Por qué has vuelto, si no para reinar aquí, donde eres ne­cesaria?

—No fue nada fácil dejar Arvandor y a Zaor —repuso la reina, y una momentánea tristeza se apoderó de su her­moso rostro—. Pero tienes razón. Tenía que volver por el bien del Pueblo. Siempre Unidos todavía me necesita. Las defensas de la isla están muy debilitadas y los elfos han per­dido la confianza. Aunque esto último quizás era necesa­rio, tendremos que reconstruir. Mía es la responsabilidad de esta empresa. Tú, hijo mío, tienes otra muy distinta.

Amlaruil alzó ambas manos e hizo un complejo y fluido movimiento. De pronto, sus manos sostenían un cuenco verde en el que había plantado un diminuto y exquisito ár­bol, con hojas verdes, azules y doradas.

—¿Sabes qué es esto? —preguntó la reina.

El príncipe asintió, con ojos maravillados y muy abiertos. Hacía mucho tiempo que compartía la pasión de sujnadre por los antiguos tesoros elfos y conocía tan bien las viejas le­yendas como cualquier adivino o experto en tradiciones.

—¡Es el Árbol de las Almas, uno de los mayores tesoros de Siempre Unidos! —exclamó.

—Ha llegado su hora. El Árbol de las Almas será plan­tado en el continente para crear un segundo refugio para los elfos —decretó Amlaruil—. ¿Dónde lo plantarías si tuya y sólo tuya fuera la decisión?

El príncipe reflexionó.

—Mi primera idea fue restaurar la gloria de Corman-thyr —dijo al fin—. Pero esa época ya ha pasado. No, el nuevo reino debe ser más fácilmente defendible. Una isla, como Siempre Unidos, pero con protecciones y fuerzas distintas.

»Creo —añadió tras un breve silencio—, que situaría ese reino en el centro de un gran océano, uno aún más impo­nente que los dominios de Umberlee. Más al norte de la Co­lumna del Mundo se extienden vastas regiones inexploradas. Una verde isla rodeada por hielo sería un buen refugio.

—Pero, a diferencia de Siempre Unidos, sería un reino secreto, sólo conocido por los elfos —agregó Amlaruil en tono aprobador—. Has elegido bien. Aunque será un valle oculto, reforzado por la presencia de archimagos y prote­gido por un océano de hielo, también será una tierra salvaje y peligrosa. Tal vez ése sea el reto que el Pueblo necesita.

»Y para ese reino, no puede haber mejor reina que la que tu corazón ha elegido —concluyó la reina, posando su mirada en Maura.

Amlaruil ofreció una mano a Lamruil y la otra a la joven humana.

—Maura nunca podría ser la reina de Siempre Unidos. Pero el agreste reino que has elegido, hijo mío, es perfecto para ambos. —Aquí hizo una pausa y sus ojos se llenaron de una insondable tristeza—. Sé lo que es estar separado de la persona a quien más amas. Yo serviré a Siempre Unidos tal como es mi deber y por el tiempo que sea necesario, pero no voy a imponer la misma pesada carga sobre mi hijo.

La joven vaciló un instante pero, finalmente, sus peque­ños dedos marrones se cerraron alrededor de la mano que le ofrecía la reina.

Esa noche las calles de Leuthilspar se iluminaron con luces de fiesta y en un millar de boscosas laderas parpadea­ron las hogueras y el aire se llenó de música y del sonido de las celebraciones. Los cansados y maltrechos elfos se rego­cijaban del regreso de su amada Amlaruil y confiaban en poder recuperar lo que habían perdido.

No obstante, en su corazón todos sabían que Siempre Unidos nunca volvería a ser el mismo, o quizá nunca había sido lo que los elfos habían deseado que fuera.

En último término, la promesa de un reducto inmune a los cambios, la visión de un lugar en el que el paso del tiempo no importaba y los acontecimientos lejanos no te­nían ninguna consecuencia, había resultado vana.

Siempre Unidos sobreviviría, pero, tal como sus antepa­sados habían tenido que hacer tantas veces, los elfos ten­drían que evolucionar.

Muchos se quedarían atrás y cerrarían filas en torno a su reina para recuperar la fuerza de Siempre Unidos y am­pliarla de nuevas maneras. Muchos de ellos encontrarían una nueva patria, como los desesperados elfos dorados procedentes de otro mundo, a los que Lamruil sorprendió al darles la bienvenida y ofrecerles un refugio. Muchos de esos recién llegados, junto con algunos nativos de Siempre Unidos, seguirían al inquieto Lamruil y construirían un nuevo reino en la soledad de un mundo de hielo. Sin em­bargo, otros partirían a Arvandor quizás antes de tiempo, incapaces de adaptarse a una idea más amplia del mundo mortal que los rodeaba.

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