Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (60 page)

BOOK: Siempre Unidos - La Isla de los Elfos
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Entre él y el palacio había un enorme laberinto formado por setos de boj. ¡Perfecto! El elfo esbozó una fugaz sonrisa de maldad. La bruja gris y su mascota humana habían en­trado en su propia tumba. Podían pasar días antes de que sus cuerpos fueran descubiertos en ese laberinto. .

El plan también tenía sus puntos débiles. El laberinto en sí no le preocupaba, pero sólo se podía entrar en él a tra­vés de un jardín de campanillas, unas flores que se cultiva­ban tanto por su aroma como por su sonido. El elfo perci­bía su suave música en la tranquila atmósfera de la mañana. Escuchó un momento y apretó los dientes. No era el pri­mer jardín de ese tipo que veía. Los macizos de flores y las estatuas estaban dispuestos de manera que atraparan y ca­nalizaran hasta la mínima ráfaga de viento, por lo que las campanillas tocaban constantemente una o varias melo­días. Cualquier cambio en el flujo de aire, por mínimo que fuera, modificaría la melodía. Él jardín era un hermoso y efectivo sistema de alarma.

Pero su presa se dirigía a palacio por el laberinto, por lo que tendría que arriesgarse. Saltó por encima del bajo muro de piedra, pasó junto a los inquisitivos pavos reales y atravesó el jardín de campanillas con una economía de movimientos sólo al alcance de los mejores exploradores. Como se temía, el tintineo cambió sutilmente a su paso. Para sus aguzados oídos, la alteración sonó como un so­noro toque de trompeta, y se agachó detrás de una estatua, preparado para recibir a la guardia de palacio.

Tras varios minutos en silencio se relajó. Una sonrisa de desdén curvó sus labios al imaginarse a los guardias de pa­lacio; demasiado zopencos para reconocer la alarma musi­cal. Y, además, sin el más mínimo oído. El intruso pasó por alto el hecho de que pocos elfos, ya fuesen dorados, plateados o verdes, poseían su fino oído para percibir la su­til mezcla de magia y música. Después de todo, él era un rapsoda de la espada y pertenecía a la élite de los cantores de hechizos. Con una risa ahogada, el elfo se introdujo en el laberinto.

No temía perderse, pues sabía que ese tipo de estructu­ras solían seguir un patrón común. Pero tras doblar algunos recodos, empezó a sospechar que aquél era una excepción. Jamás había visto un laberinto así. Enorme y caprichoso, sus enrevesados senderos conducían de un jardín a otro, a cual más fantástico. Cada vez más consternado, el elfo pasó junto a árboles de frutas exóticas, fuentes, pérgolas, matas de bayas, diminutos estanques en los que nadaban brillantes peces y colibríes que desayunaban entre jazmi­nes rojos. Más impresionantes eran las ilusiones mágicas, que recreaban episodios familiares de la tradición elfa: el nacimiento de los elfos marinos, el vuelo de dragones, el aterrizaje del barco Ala de Estrella.

El intruso siguió adelante y corrió hacia la entrada de otro claro con jardín. Una sola mirada y se detuvo. Ante él se levantaba un pedestal de mármol rematado por un globo de grandes dimensiones lleno de agua. ¡No podía haber pasado por allí sin darse cuenta! Se acercó para echarle un vistazo de cerca y vio que dentro de la esfera ru­gía una ilusión mágica: una terrible tempestad en el mar que zarandeaba diminutas embarcaciones elfas. Ante sus horrorizados ojos, la diosa marina Umberlee surgió de las olas, con su blanco cabello ondeando por efecto del ven­daval como estallidos de luz. ¡Por los dioses, era otra vez el nacimiento de los elfos marinos!

No había duda. Ni siquiera ese ridículo laberinto podía tener dos ilusiones mágicas iguales. Indignado consigo mismo, el elfo se mesó los cabellos dorados. ¡Él, un afa­mado explorador, además de reputado espadachín y can­tor de hechizos, se había movido en círculos!

Antes de poder seguir fustigándose, oyó un débil chas­quido no muy lejos y lo siguió hasta un gran jardín circu­lar cercado por flores que atraían nubes de mariposas mul­ticolores. Del jardín, dominado por un seto de rosas azul pálido en forma de media luna, partían muchos senderos. En un extremo de la media luna, un anciano jardinero elfo podaba los rosales con más vigor que pericia.

El elfo intruso sonrió de nuevo. Según todos los indi­cios, era el centro del laberinto y seguramente su presa ha­bía pasado por allí. El viejo jardinero le diría qué dirección había tomado, aunque tuviera que amenazarlo con su es­pada.

El elfo penetró lentamente en el jardín. Un enjambre de mariposas alzó el vuelo, y el jardinero alzó la vista. Sus ojos azul plateado se posaron en el intruso y se iluminaron, luego preguntó suavemente el motivo de la interrupción. No obstante, se limitó a hacerle señas y carraspeó, como si se dispusiera a saludarlo.

«¡No, eso no! —pensó el intruso en un momento de pá­nico—. ¡Ahora no debo alertar a mi presa!»

Una daga voló, y en el rostro del jardinero se dibujó la sorpresa. El anciano levantó una mano, buscando a tientas la hoja alojada en su pecho y entonces se desplomó. La basta gorra que llevaba cayó y se derramó una abundante melena azul salpicada de hebras plateadas.

¡Pelo azul!

Presa de una violenta excitación, el asesino salvó a todo correr la distancia que lo separaba del jardinero. Al arrodi­llarse junto al cuerpo sin vida, un destello dorado le llamó la atención. De debajo de la tosca túnica de lino del an­ciano recogió un medallón con el emblema real. El asesino encontró el cierre y lo abrió. Contenía una pintura en mi­niatura de la exquisita e inconfundible faz de la reina Am­laruil, que lo miraba con una sonrisa muy personal en los labios.

¡Era cierto! El asesino soltó el medallón y se apoyó en los talones. Le invadía una vertiginosa sensación de júbilo. ¡Gracias a un afortunado error, había matado al rey Zaor!

Un penetrante grito femenino de angustia interrumpió su celebración privada. En un único y veloz movimiento, el asesino se levantó y giró sobre sí mismo, empuñando dos espadas gemelas. Tenía ante sí a su presa original. Es­taba tan blanca e inmóvil que por un momento pareció una estatua de mármol, pero ningún escultor podría haber captado ese rostro pálido, crispado por el dolor y la culpa. Con los nudillos de una mano se apretaba la boca y con la otra mano se aferraba al brazo de un hombre alto que la flanqueaba.

«Ah, hoy tengo la suerte de cara», se regodeó el asesino. Rápidamente y con seguridad, avanzó hacia la pareja con las espadas prestas. Para su sorpresa, el gigantón que acom­pañaba a la bruja tuvo la suficiente presencia de ánimo para coger un pequeño arco de caza que llevaba a la es­palda y disparar una flecha.

El asesino notó primero el contundente impacto y des­pués un dolor lacerante cuando la flecha atravesó su ar­madura de cuero y se le clavó en un costado, justo debajo del tórax. Bajó la vista y comprobó que una buena parte del astil sobresalía y que el proyectil no le había alcanzado ningún punto vital. Haciendo acopio de toda su austera autodisciplina, hizo caso omiso del dolor y enarboló las espadas. Aún podía matar a la bruja —matarlos a los dos— antes de escapar. Sería un día bien aprovechado.

—¡Por aquí! —resonó muy cerca una vibrante voz de contralto.

El grito de la elfa había alertado a la guardia de palacio. El asesino podía oír los pasos de, al menos, una docena de soldados que se aproximaban. ¡No podían capturarlo e in­terrogarlo! Él estaba dispuesto a morir por la causa, pero los grises no le concederían la dignidad de la muerte. Usando su maldita magia, la reina gris sondearía su mente para averiguar los nombres de su maestro y de los cantores de hechizos que estaban al acecho en el mismo Siempre Unidos, esperando con proverbial paciencia dorada la se­ñal de ataque.

Tras un breve instante de vacilación, el asesino dio me­dia vuelta y huyó hacia el claro y el portal mágico abierto.

Con respiración entrecortada y mareado por el dolor y la pérdida de sangre, el elfo se lanzó al círculo de humo azul que delimitaba el portal mágico. Unos brazos fuertes aunque delgados lo cogieron y lo ayudaron a posarse en el suelo.

—¡Fenian! ¡¿Qué ha sucedido?!

—El portal conduce a Siempre Unidos —dijo el elfo ja­deando—. ¡El rey Zaor está muerto!

Su compañero lanzó un grito de triunfo que resonó por las montañas y asustó a una pareja de pájaros cantores.

—¿Y ella? ¿Y el arpista? —preguntó con excitación.

—Aún viven —admitió el asesino. El esfuerzo de hablar le provocó un espasmo de agonía. Hizo una mueca y aga­rró con ambas manos el astil de la flecha.

—No te preocupes —lo consoló su amigo—. Amnes­tria y su amante humano pronto se reunirán con Zaor. —Dicho esto, apartó suavemente las manos del herido y empezó a sacar la flecha—. ¿Te vieron?

—Sí —respondió el asesino entre dientes.

Las manos que aferraban la flecha quedaron quietas y después se pusieron tensas.

—No importa. Lo has hecho muy bien. —Con un rá­pido movimiento, hundió la flecha hacia arriba para cla­vársela en el corazón. Cuando Fenian dejó de respirar, el elfo extrajo el proyectil y volvió a colocarlo en el ángulo original. Entonces se levantó y miró con un cierto pesar al elfo muerto—. Pero no lo suficiente —murmuró.

El elfo huyó rápidamente, bajando la ladera de la montaña en dirección a la ciudad humana, donde desa­parecería entre la multitud. Los elfos de Siempre Unidos no tardarían en seguir el rastro de Fenian por el portal mágico, pero para entonces él ya estaría lejos. Se perdería en Aguas Profundas y hallaría la manera de aprovecharse del descubrimiento que había realizado ese día. Una puerta a Siempre Unidos era justo lo que necesitaba para alcanzar el objetivo al que había dedicado su vida. Qué adecuado que fuese Amnestria, la antigua princesa here­dera de Siempre Unidos, ahora caída en desgracia, quien lo ayudara a conseguirlo.

Kymil Nimesin sonrió mientras corría, ajeno a los dos pares de ojos que lo observaban.

—Podría ser él —caviló Lloth, apartando la vista de su poza adivinatoria para fijarla en su viejo aliado.

—¡Es un elfo! —gruñó asqueado Malar, el Señor de las Bestias.

—¿Quién mejor que un elfo? —replicó la diosa—-. Los planes de esos elfos dorados son bastante ingeniosos y po­drían ser el añadido que necesitamos para lograr lo que tanto hemos deseado. Sea como sea, vamos a vigilarlo y, si resulta prometedor, podemos unir esfuerzos.

25
La venganza de Malar, 1371 CV

La diosa Lloth se sentía satisfecha. En un túnel situado bajo los océanos que rodeaban Siempre Unidos, ella y Ma­lar contemplaban con perverso regocijo en una enorme bola de cristal cómo, por fin, podían vengarse de los hijos de Corellon Larethian.

Ni que decir tiene que hubiera sido mucho más agrada­ble estar allí en persona, pero no podían acercarse más. El escudo de Corellon protegía la isla e impedía el acceso a todos los dioses del mal. Pero no podía impedir que los drows usaran la puerta que Kymil Nimesin había dis­puesto de manera tan conveniente, ni cortar el paso a la le­tal criatura de Malar: el devorador de elfos.

La puerta. En ese ataque intervenían muchos elemen­tos, pero la puerta era el que había hecho posible el golpe más mortífero. Qué gran maravilla era la magia de los círcu­los cantores, que usaban canciones-hechizo para combinar multitud de efectos mágicos en uno solo, sobre todo si se tenía en cuenta el uso que Kymil había hecho de ella. Si­guiendo sus indicaciones, los cantores del Círculo habían reunido el poder de todas las puertas que conducían a Siempre Unidos y lo habían usado para crear una única puerta. De ese modo la isla quedaba aislada de cualquier interferencia mágica externa.

Era un plan magistral, y Lloth se sentía impresionada por Kymil. El elfo dorado había alimentado sus planes du­rante siglos, buscando y entrenando a todos los cantores de hechizos con talento que encontraba. ¡Si fuera capaz de

imbuir tal paciencia en sus seguidores drows! ¡Qué pronto llegarían a dominar todo Aber-toril!

Bueno, pronto invadirían Siempre Unidos y, por el mo­mento, debería contentarse con eso. Sin duda, Malar pen­saba que su monstruo también destruiría a los elfos oscu­ros y que así arrebataría la victoria a su aliada, Lloth. Pero la diosa siempre mantenía la guardia alta ante una posible traición. Para asegurarse, ofreció algunos de sus seguidores drows al devorador de elfos y comprobó que no eran de su gusto. Cuando se acabara la diversión en Siempre Unidos, Malar tendría que llevarse a su criatura.

La diosa echó una mirada a Malar. Aunque éste no per­día de vista la imagen de la bola de cristal, daba vueltas sin cesar, muy inquieto. Eso ponía nerviosa a Lloth. Los drows habían hecho bien su trabajo al atraer a muchos guerreros de Siempre Unidos a los túneles cuando se hizo de día y poder asesinarlos en la oscuridad. Pero necesitaba al devorador de elfos de Malar para destruir por completo la isla. El Señor de las Bestias no se sentía cómodo bajo tie­rra. Si se marchaba, llevándose consigo su maravilloso ju­guete, el juego habría terminado antes de empezar.

—Parece que la caza es buena —apuntó Lloth. Sus ojos carmesíes relucieron al contemplar cómo dos drows corta­ban en tajadas la carne de los huesos de un defensor. Mi­rara donde mirase, los túneles eran un campo de batalla.

—¡No soy un topo que tenga que abrir túneles en el suelo para encontrar gusanos! —bufó Malar, en modo al­guno impresionado por el espectáculo.

Antes de que Lloth pudiera replicar, la imagen en la bola adivinatoria cambió. Había un nuevo actor en la ba­talla: una gigantesca doncella elfa rebosante de poder di­vino. Aún no había podido asimilar esa amenaza cuando la doncella guerrera atrapó hábilmente en su red al devora­dor de elfos y, ante sus horrorizados ojos, doncella y mons­truo desaparecieron.

Malar también lo vio. El terrible rugido del Señor de las Bestias resonó en el túnel, provocando el desprendimiento de rocas de las paredes y deteniendo momentáneamente la orgía de sangre de los drows.

Lloth se recuperó al instante de la impresión y su rápida mente empezó a considerar las nuevas posibilidades. *

—Un nuevo avatar —dijo—. Pero no es un avatar de ninguno de los dioses que conozco. Es el espíritu de una poderosa elfa mortal, por lo que sólo puede haber ido a un lugar. ¡La doncella elfa se ha llevado al devorador de elfos a Arvandor!

—Y donde vaya él, podemos ir nosotros —añadió Ma­lar, que empezaba a comprender—. Pero sólo somos dos contra los dioses del Seldarine.

—No importa —le aseguró la diosa—. ¡Todo lo que de­bemos hacer es mirar y disfrutar de la devastación que causa tu monstruo! Me imagino que Ityak-Ortheel encontrará muy sabrosos los espíritus de los elfos muertos. ¡Con un poco de suerte, es posible que incluso devore a uno o dos dioses!

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