Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (57 page)

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—¿Y si consigo desenvainar la espada? —preguntó la reina, con mirada completamente desesperanzada—. ¿Guar­darás silencio sobre todo esto?

—La hoja de luna decidirá si vives o mueres. Yo acataré su decisión. De un modo u otro, tú ganas: un reino o una muerte honorable. Es más de lo que te mereces.

Puesto que no le quedaba otro remedio, Lydi'aleera se dirigió junto a Shanyrria al pedestal ceremonial sobre el que yacía la espada de Zaor. Él arma aún resplandecía con una débil luz azul. Antes de que nadie adivinara qué se proponía, Lydi'aleera se adelantó, cogió la espada con dos manos y empezó a desenvainarla.

Un terrible estallido de luz azul iluminó el valle. Cuan­do se apagó, lo único que quedaba de la elfa era un mon­tón de cenizas blancas que empezaban a dispersarse.

Shanyrria asintió, expresando así su conformidad con la sentencia que había dictado la hoja de luna. No sentía nin­gún remordimiento por el papel que había desempeñado en la muerte de la reina. Para ella, Lydi'aleera no sólo era culpable de las muertes de su hermano y de su padre, sino también de traición a la corona. Era justo que tuviera el mismo destino que había impuesto a su propio hijo por su orgullo, ambición y cobarde silencio.

Hubo muchos testigos de la muerte de Lydi'aleera. Murmullos de asombro recorrieron la multitud, y los elfos supusieron que la reina había enloquecido por el dolor o estaba decidida a demostrar la valía del clan Amarilis tras el fracaso de su hijo. A Shanyrria no le importaba qué pen­saran, siempre y cuando todos aceptaran una verdad muy importante: Lydi'aleera Amarilis no merecía reinar. No era, y nunca había sido, la verdadera reina de Siempre Unidos.

La rapsoda de la espada se volvió hacia la multitud y buscó a Amlaruil. La localizó entre los magos de las Torres, pálida y anonadada. Shanyrria hizo una profunda reveren­cia, desnudó su espada y se la llevó a la frente en señal de respeto.

—La reina ha muerto —proclamó, y sus palabras pare­cieron reverberar en el estupefacto silencio. Entonces ca­minó hacia Amlaruil y colocó a sus pies la espada en sím­bolo de lealtad.

—La reina ha muerto —repitió Shanyrria—. Larga vida a la reina.

Zaor comprendió al punto la trascendencia del mo­mento. Con paso firme se dirigió al altar y desenvainó su espada. Entonces, la sostuvo en alto con una mano y ofre­ció la otra a la Gran Maga.

Tras una breve vacilación, la elfa se acercó a Zaor y le co­gió la mano. Acto seguido, alargó la otra mano para coger la empuñadura de la espada del rey.

Una luz azul sobrenatural se derramó de la hoja de luna y los envolvió a ambos. Allí permanecieron, juntos, delante de todo Siempre Unidos, unidos por la antigua magia.

Uno a uno, los sombríos elfos se fueron arrodillando, aceptando aquello que ninguno de ellos podía negar. Siempre Unidos tenía, por fin, una verdadera reina.

20 del mes del Reinado de la Llama de 1368 CV

Lamruil, príncipe de Siempre Unidos, envía sus cariñosos saludos a lord Danilo Thann.

Gracias por tu última carta, amigo mío, y por la encanta­dora balada que enviaste para mi querida Maura. Hoy, día del solsticio de verano, se la ofreceré como regalo. No puede de­cirse que tenga mucha habilidad con el arpa, pero he estado practicando el sencillo acompañamiento que compusiste y es­pero no hacer el ridículo. Maura no tiene mucho criterio mu­sical. De hecho, es tan tranquila como una ardilla en otoño, y muy pocas veces la he visto permanecer sentada el tiempo sufi­ciente para escuchar una balada hasta el final. No obstante, no conozco a ninguna mujer a la que no le guste oír alaban­zas a su belleza y estoy seguro de que hallará placer en ese ho­menaje.

Parece que progresas en tu empresa. Comprendo perfecta­mente que te sientas frustrado, pues la historia de los elfos de Siempre Unidos es tan larga y compleja que ninguna obra puede hacer más que ofrecer unas pinceladas. Sin embargo, merece la pena desfuerzo.

Me pedías que te hablara de la reina. Hacerlo es una tarea casi tan ímproba como la que tú te has impuesto: por mucho que se diga de ella, uno se queda siempre corto. Amlaruil de Siempre Unidos es amada y venerada por los elfos de la isla y respetada en el extranjero. Incluso muchos que no le deben leal­tad política, reconocen que, en un sentido místico, es la Reina de Todos los Elfos. La reina personifica todo aquello que los el­fos valoran: belleza, gracia, magia, sabiduría, poder. Y eso es sólo el principio. Del mismo modo que tu amiga Laeral es la Elegida de su diosa Mystra, Amlaruil es más que mortal y me­nos que diosa. Asimismo es mi madre y, como tal, muchas ve­ces casi me vuelve loco, como suele suceder entre madres e hi­jos. Y, para ser sincero, confieso que yo le devuelvo el favor.

Uno de los mayores logros de la reina Amlaruil es que está por encima de la mayoría de las mezquinas divisiones entre las razas elfas: dorados y plateados se unen para cantar sus alabanzas; los elfos verdes prenderían fuego a sus bosques milenarios para servirla y protegerla; los elfos marinos la adoran; y se rumorea que el monarca del Reino Coral ha pedido varias veces su mano en matrimonio. Yo puedo confirmarlo, pues es­cuché a escondidas una de sus proposiciones. Incluso algunos drows reconocen a Amlaruil como su legítima reina. No hace mucho tiempo, la reina recibió en secreto a un representante de la diosa Eilistraee. Aunque nunca se tolerará la presencia de drows en la isla, ahora el clan Flor de Luna está aliado con un buen número de seguidores de la Doncella Oscura.

Permíteme que te cuente una historia que, a mi entender, ilustra a la perfección la veneración que todos los elfos, inde­pendientemente de su color, sienten por Amlaruil.

Mucho antes de que tú nacieras, cuando yo no era más que un jovenzuelo al que empezaba a hervir la sangre, celebré el solsticio de verano como siempre ha hecho mi gente: con ban­quetes, música, jolgorio y baile. La familia real tiene por cos­tumbre celebrarlo cada año en diferentes partes de la isla. Un año fuimos a la que se organizaba en los lozanos prados de los Campos del Caballo, que cubren gran parte del noroeste de Siempre Unidos.

El día amaneció espléndido y despejado, y yo me sentía di­choso por haber captado la atención de una de las doncellas primaverales que bailaban en los rituales de la mañana. Era una elfa dorada y de buena familia, aunque no noble. Al poco rato, ya sabía que ese año me uniría a la fiesta de un modo que nunca antes había hecho.

En nuestro ímpetu juvenil, ni ella ni yo podíamos esperar a que llegara la noche. ¡Después de todo, el solsticio de verano es el día más largo delaño!Ella era mayor que yo y tenía más ex­periencia en esas cosas. Sus suaves sonrisas y dulces palabras de promesa me hicieron olvidar una virtud supuestamente elfa: la paciencia.

Antes de que se secara el rocío en la hierba, nos escabulli­mos para celebrar nuestra fiesta privada. Debo admitir con sonrojo que el lugar elegido fue el pajar de su padre, pero, en esos momentos, nada nos importaba esa singular falta de ori­ginalidad e imaginación.

Más tarde, mientras nos sacábamos uno al otro briznas de paja del pelo y reíamos por tonterías que, en otras circunstan­cias, no nos hubieran parecido, ni mucho menos, tan graciosas o inteligentes, fuimos interrumpidos por su padre. Sí. Hasta ahora tiene todos los ingredientes de una mediocre balada de taberna, ¿verdad?

El elfo nos miraba con grave dignidad y casi temblando de rabia. «Con vuestro permiso, príncipe Lamruil, desearía ha­blar con mi hija a solas», dijo en tono tenso y cortante.

Yo recogí mis ropas y salí del pajar. ¿Qué otra cosa podía hacer? No obstante, no me fui muy lejos, pues aunque respe­taba el derecho del elfo a gobernar su familia como le plu­guiera, no iba a permitir que hiciera ningún daño a la chica.

Así pues, sin pensarlo, me cubrí precipitadamente con mi atuendo de fiesta allí mismo, a la puerta del pajar, y, descara­damente, escuché a escondidas el pequeño drama que se desa­rrollaba dentro.

«Te has deshonrado a ti misma y a tu familia, Elora», dijo el granjero con el mismo tono grave pero controlado.

«¿Por qué?», replicó ella, y yo me imaginé cómo echaba hacia atrás su cabeza dorada en un gesto descarado y desafiante. «Hoy es el solsticio de verano, y no estoy prometida con nadie. Puedo hacer lo que me plazca, y ni siquiera mi respetado padre puede inmiscuirse en estos asuntos.»

«¡No me refería a eso, y lo sabes muy bien!», bramó el elfo, perdiendo el control. «¿Cómo has podido entregarte a un elfo gris? ¿Cómo has podido?»

Se hizo un pesado silencio, al que, debo admitir, yo añadí mi absoluta sorpresa. Finalmente, mi compañera respondió: «Lamruil es príncipe de Siempre Unidos. ¿Quién es para ti digno de yacer conmigo: el rey?».

«¡No oses hablar de tal traición a la corona y a Amlaruil! ¡Sería capaz de matar con mis propias manos a cualquier elfa que traicionara a Amlaruil de Siempre Unidos, incluso si fuera mi propia hija!»

«¿Entonces por qué rechazas al príncipe Lamruil?», replicó ella muy razonablemente, o al menos eso me pareció a mí. «El es hijo de su madre.»

«¿Y qué?»

Hubo otro momento de desconcertado silencio, mientras la moza y yo tratábamos de comprender la lógica del padre.

«Bueno. La reina Amlaruil también es una elfa gris», apuntó Elora.

Un sonoro bofetón resonó en el aire matutino. «¡Cuidado con lo que dices de la reina de Siempre Unidos!», gruñó el elfo.

Yo estuve a punto de irrumpir en elpajar para impedir que la siguiera pegando, pero no fue necesario. El mismo granjero salió hecho una furia, demasiado encolerizado para darse cuenta de mi presencia allí, en paños menores, llevando una bota desatada y blandiendo una espada vengadora. Dudo que lo hubiera impresionado.

Así son las cosas. Pese a la enemistad existente entre platea­dos y dorados, Amlaruil es verdaderamente la Reina de Todos los Elfos. Las acciones de unos pocos fanáticos, como Kymil Nimesin, han hecho mucho daño —mi familia lo sabe mejor que nadie—, pero creo que no lograrán destruir lo que Am­laruil ha construido.

No obstante, debo admitir que ya me equivoqué en el pa­sado.

¡Por el sol y las estrellas! ¡Qué manera tan deprimente de acabar una carta! Deja que te dé las gracias de nuevo por la canción a Maura, que espero fervientemente añada dulzura y calor a mi noche de solsticio. Da saludos a Arilyn de mi parte. Espero veros pronto a los dos.

Tu tío y amigo,

Lamruil

Preludio
El anochecer, 1371 CV

Shanyrria Alenuath fue una de las primeras que vio la ca­ravana que se aproximaba por el cielo. La rapsoda de la es­pada estaba entrenando a unos estudiantes en una colina, no lejos de las Torres del Sol y la Luna. Era un grupo muy pro­metedor, pues al menos la mitad de ellos poseía la combina­ción de talento musical, mágico y guerrero para convertirse en rapsodas de la espada. Quizá sólo dos o tres tuvieran las cualidades necesarias para seguir el entrenamiento especiali­zado que se ofrecía en la Torre del Amanecer. Allí, rapsodas de la espada cualificados pulían sus talentos musicales con un ambicioso objetivo: revivir el antiguo y casi olvidado arte de los cantores de hechizos. Ésta era sólo una de las empresas surgidas tras el desafío de Amlaruil, cuando aún era la Señora de las Torres. Como reina, había continuado fomentando las artes elfas, y Shanyrria se sentía orgullosa de participar en esa empresa. Ella nunca sería una cantora de hechizos, pero ha­bía consagrado su vida a buscar estudiantes prometedores y llevarlos a la Torre del Amanecer.

Pero su lealtad era, en primer lugar, hacia la reina. Al ver la rosa azul pálido en el estandarte de la caravana, soltó la espada y se olvidó de sus estudiantes. La guerrera contem­pló con horror la parihuela cubierta por un lienzo blanco que cuatro pegasos blancos llevaban hacia el sur. Parecía un cortejo fúnebre. La rosa azul era el símbolo de los Flor de Luna, y los pegasos estaban al servicio de la reina.

Shanyrria despidió al punto a sus estudiantes y descen­dió corriendo la colina hacia la Torre del Sol. Laeroth

Maestro de Runas, sucesor de Amlaruil en el cargo de Gran Mago, sabría si... Shanyrria puso freno a sus pensa­mientos, sin querer ni siquiera dar forma a las palabras. No obstante, tenía que saber qué significaba esa parihuela cubierta de un lienzo blanco. Laeroth sabría qué ocurría.

La rapsoda de la espada encontró a todos los archima-gos reunidos en la gran sala de hechizos, aguardando al Gran Mago. Shanyrria no pudo esperar, por lo que se abrió paso entre ellos a codazos para ir a buscar a Laeroth. El envejecido elfo estaba en la cámara superior de la Torre y retiraba el envoltorio que protegía el Acumulador. La elfa sintió una mano de dedos helados que le apretaba la garganta, mientras consideraba qué peligro exigía el em­pleo de una de las mayores defensas de Siempre Unidos. Era un antiguo objeto que acumulaba el poder de los he­chizos que se lanzaban a su alrededor. Los agudizados sen­tidos de Shanyrria cantaron en armonía con la magia que emanaba del Acumulador en silenciosa melodía.

—Debo llevar esto a palacio —se limitó a decir Laeroth a la rapsoda de la espada—. La reina necesita a todos los defensores de Siempre Unidos.

—¡Entonces vive! —exclamó Shanyrria aliviada—. ¡Gracias sean dadas a los dioses! ¿Pero y la parihuela real?

—La princesa Ilyrana —contestó el Maestro de Ru­nas—. Aún vive, pero su espíritu ha partido para seguir lu­chando en otro plano. Ahora llevan su cuerpo a la reina.

—¿Cómo...?

—Ítyak-Ortheel —la cortó el Gran Mago. Su voz, nor­malmente amable, estaba preñada de odio—. Malar liberó a su criatura en el mismo Siempre Unidos. Ilyrana se la llevó, a Arvandor creo, pero me temo que la mayoría de los cléri­gos perecieron en la batalla. —El elfo posó la mirada en el Acumulador y añadió—: Y aún no ha acabado. Todos los habitantes de Siempre Unidos deben hacer frente a esta amenaza o todos moriremos. Estamos solos, pues las puer­tas mágicas de Siempre Unidos están bloqueadas. Los archi-magos se han reunido para tratar de hacer algo al respecto.

»Tú eres amiga de los centauros —prosiguió—. Avísa­los; diles que corran hacia el río y contengan a los sahuagin y a los pellejudos que han penetrado hasta el corazón de la isla. Después, corre a la Torre del Amanecer y prepara a los cantores de hechizos para defender el valle. Se aproxima una flota invasora y, si alguno de los barcos atacantes llega a tierra, ya puedes imaginarte qué trofeos se cobrarían.

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