Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (56 page)

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—Así se hará —afirmó Amlaruil.

En ese preciso momento las puertas de la sala se abrie­ron de par en par y Lydi'aleera entró, seguida de cerca por Montagor. Los ojos de la elfa se encendieron al posarse en Amlaruil y su sonrisa se tornó felina. Deliberadamente, tomó una licorera con vino y sirvió dos copas. Entonces, sacó las pequeñas ampollas del cinturón y las sostuvo de forma que la maga las viera y supiera qué pensaba hacer.

—Bienvenido de vuelta, mi señor. ¿Querréis beber con­migo para celebrar vuestro regreso? —ronroneó.

—No puedo quedarme —contestó Zaor, meneando la cabeza—. ¿No habéis oído las noticias o sospechado que algo andaba mal? El palacio está alborotado y los soldados ocupan las calles de la ciudad. No es momento de celebra­ciones.

La petulante expresión en la cara de la reina se borró. —¡Pero no puedes irte ahora!

—Me marcho de inmediato. Hay amenaza de invasión en la costa septentrional. Esta vez no son los sahugain, sino criaturas de la Antípoda.

—No. Eso es imposible —objetó Lydi'aleera con miedo en los ojos.

—Ojalá —repuso el monarca en tono sombrío—. Pero no os preocupéis. En palacio estaréis a salvo —le aseguró, mal interpretando la verdadera fuente de su inquietud. Y, con una inclinación de cabeza, salió de la habitación.

—Esto es culpa tuya —siseó Lydi'aleera, volviéndose bruscamente hacia la maga—. ¡Siempre me has quitado a Zaor! ¡Y ahora conspiras contra mí, aunque sea aliándote con los drows! —La reina alzó el brazo como si tuviera in­tención de arrojar la copa a su rival.

—¡Ya basta! —dijo la maga.

La gélida furia contenida en esas dos palabras paralizó a la reina. Amlaruil avanzó hacia ella con ojos centelleantes en su pálida faz.

—No oses acusarme de crímenes que sólo tú has come­tido. ¿Quieres que hablemos de traición? Entonces hable­mos de una reina que se negó a levantar un solo dedo para salvar a su marido hasta que logró lo que se proponía.

—Debo dar un heredero a Zaor —repitió Lydi'aleera.

—Quizá se lo des, pero no será gracias a mi poder, ni ahora ni nunca —juró Amlaruil—. La poción de fertili­dad sólo es eficaz esta noche y la magia de la poción de amor también disminuirá con el tiempo. ¡Es posible que logres atraer a Zaor a tu lecho, pero nunca te amará! Has perdido tu oportunidad y no pienso darte otra. —Con es­tas palabras, dio media vuelta.

—No te he dado permiso para retirarte —le espetó la reina.

La Gran Maga se volvió bruscamente, con los ojos azu­les más oscuros por la cólera que sentía.

—¡Tengo cosas más importantes en mente que tu vani­dad y tu necesidad de recurrir a la magia para seducir al rey! ¿Has olvidado que la isla sobre la que pretendes reinar corre el peligro de ser invadida? Aunque a ti no te necesi­ten, a mí sí.

—Supongo que lucharás al lado de Zaor, ¿no? —se mofó Lydi'aleera.

—¿Acaso creías que los magos de las Torres sólo nos de­dicamos a bailar a la luz de las estrellas? —repuso Amlaruil con una fría sonrisa—. Ésta no será la primera vez que uso mi magia en una batalla. Y, si es preciso, sí, también yo empuñaré una espada.

La Gran Maga se esfumó con un seco y airado chispo­rroteo mágico. Tras un momento de silencio, Montagor comentó en tono de chanza, sacudiendo la cabeza:

—¡Amlaruil luchando! ¡Caramba, lo que daría yo por ver eso!

Lydi'aleera fue rápida en propinar a su hermano un so­noro cachete.

—¡Piensa en cosas más importantes, hermano! Lo has oído todo. ¿Qué voy a hacer?

—Te das cuenta de la importancia de un heredero Ama­rilis, ¿verdad? —dijo Montagor, después de reflexionar.

—Pues claro que sí. ¿Acaso crees que llegaría a estos ex­tremos si no lo supiera?

Montagor asintió.

—Entonces te diré qué debes hacer. Supongo que co­noces a Adamar Alenuath. ¿Has notado lo mucho que se parece a Zaor?

—No —repuso Lydi'aleera—. Es mucho más bajo que el rey, como todos los elfos de esta isla.

—Quizá decir que se parece «mucho» es exagerar —ad­mitió Montagor—. Pero Adamar es un guerrero plateado y muy corpulento, aunque no tan alto como Zaor. Tiene el mismo extraño color azul de pelo y motas doradas en sus ojos color zafiro. Si sedujeras a Adamar, tendrías un hi­jo tan parecido a un Flor de Luna que podría pasar por el hijo del rey.

—¡No lo dirás en serio! —exclamó Lydi'aleera con voz ahogada.

—¿Por qué no? ¿Se te ocurre otra forma? —¡Pero aunque yo quisiera hacerlo, Adamar nunca se avendría!

—Repito, ¿por qué no? Eres muy hermosa, y él te ad­mira. Sé que te admira.

—¿Y eso qué más da? —replicó la elfa impaciente, en­cogiéndose de hombros—. Adamar es leal al rey. Yacer con la esposa de Zaor sería un acto de traición personal y polí­tica. ¡Él nunca lo haría, aunque me deseara más que el aire que respira!

—Entonces es momento de poner a prueba la potencia del encantamiento de Amlaruil —dijo Montagor con una sonrisa picara—. Haré que Adamar acuda a palacio con una excusa. Dale un poco de poción en un vaso de vino, y no podrá resistirse a tus encantos.

—-¡Pero después lo confesará! —exclamó Lydi'aleera, retorciéndose las manos.

—¿Y mancillar su honor y el de su clan? ¿Hacer público el deshonor de su reina? —Montagor esbozó una sonrisa de suficiencia—. No, creo que no.

»Pero no te apures, hermana —prosiguió el elfo, ahora con semblante serio—. Adamar cree que soy su amigo y me consulta en todo. Muchas veces sé qué piensa incluso antes de que él lo sepa. Si siente deseos de confesar, pri­mero acudirá a mí y, si es necesario, lo desafiaré para de­fender tu honor. Y no dudes de que ganaría yo.

—-Te he visto luchar, hermano —objetó Lydi'aleera, riéndose forzadamente—. No eres rival para Adamar.

—El duelo sería una farsa —explicó Montagor con voz calmada, aunque el centelleo de sus ojos revelaba que las palabras de Lydi'aleera lo habían afectado—. Adamar es un tonto con nobleza y creerá que merece morir, que me­rece ser vencido, por lo que él mismo será el artífice de su derrota. De hecho, es posible que se mate sólito y que me ahorre la molestia de empuñar la espada.

—Pero, de un modo u otro, Adamar morirá.

—Y Zaor tendrá un heredero de su legítima reina.

Lydi'aleera guardó silencio un largo instante, contem­plando la ciudad por la ventana abierta y mirando, aunque sin ver, los frenéticos preparativos para la batalla.

—De acuerdo —dijo al fin—. Envía a buscar a Ada­mar. —Cuando se volvió para mirar a su hermano, sus ojos reflejaban un intenso odio—. Pero que Lloth te lleve —murmuró con lengua viperina.

Era la injuria más devastadora y ofensiva que un elfo podía dirigir a otro, pero Montagor se limitó a sonreír.

—Que sea como desees, querida hermana. Pero no olvi­des que el Abismo es un lugar muy grande. Ten cuidado con quién envíes allí, pues es posible que seas juzgada por la misma medida.

Dicho esto, dio media vuelta y salió con aire altivo de la habitación. En la puerta se detuvo, como si se le acabara de ocurrir algo. Lanzando una mirada por encima del hom­bro, comentó:

—Hacía mucho tiempo que no veía a Amlaruil. Es de una belleza excepcional, ¿no crees? No me extraña que el rey esté tan obsesionado con ella.

—Fuera de aquí —pronunció Lydi'aleera entre dientes. Asió un jarrón con gemas incrustadas y lo blandió. Pero Montagor aún no había acabado con ella.

—Un consejo, hermanita. Guarda un poco de esa po­ción para cuando Zaor regrese. Tendrás que acostarte con él para completar la farsa y, sin la magia de Amlaruil, no tienes la menor oportunidad.

La reina arrojó el jarrón a su hermano, pero falló por mucho y el jarrón se estrelló contra la pared. El tintineo del cristal al caer al suelo se mezcló con la risa burlona y triun­fante de Montagor. Por fin tendría lo que quería. ¿Y qué le importaba a él si su hermana tenía que pagar por ello?

Pese a su enfado, Lydi'aleera comprendió qué pensaba su hermano. Había trabajado mucho tiempo para eso y tendría lo que deseaba: un Amarilis heredero al trono de Siempre Unidos. Lydi'aleera también tendría lo que le co­rrespondía: un hijo propio, el respeto de su esposo legí­timo y la estima de Siempre Unidos. ¿Qué era un pequeño engaño comparado con eso?

A las órdenes del rey Zaor, los drows fueron expulsados de la isla de Tilrith y los túneles sellados. Asimismo el rey envió guerreros y magos a las cuevas de Sumbrar y de las Colinas de las Aguilas para que las exploraran y cerraran cual­quier puerta al mundo subterráneo. Los únicos túneles que no se tocaron fueron los que conducían a las cámaras en las que dormían los dragones guardianes de Siempre Unidos. Si, por casualidad, los drows hallaban el modo de introducirse en esas cavernas, se encontrarían con una bo­nita sorpresa.

Aún no había pasado un año desde la batalla cuando un niño nació en la familia real. Si había alguien que dudara de la identidad del padre, se guardó para sí sus sospechas. Zaor no habló de ello ni siquiera con sus amigos más ínti­mos, pero proclamó a Rhenalyrr su heredero y lo educó para que reinara tras él.

El tiempo pasó, y Rhenalyrr alcanzó la mayoría de edad. Todos los elfos de Siempre Unidos asistieron a la ce­remonia en la que sería proclamado príncipe heredero, para ser testigos de que el joven príncipe juraba sobre la es­pada de su padre, que un día sería suya.

A medida que el día señalado se acercaba, no todos los elfos de Siempre Unidos se alegraban por el honor que iba a conferirse a su príncipe. Lydi'aleera se sumía en un total mutismo cada vez que se mencionaba la ceremonia y, en cuanto a la Gran Maga, nadie sabía qué pensaba de Rhe-nalyrr, pues nunca habló en contra del hijo de Zaor ni negó su derecho al trono.

Amlaruil se preparó para asistir a la solemne ceremonia, al igual que todos los elfos de Siempre Unidos. Asimismo dispensó a todos los habitantes de las Torres de sus obliga­ciones para que también pudieran ir.

Shanyrria Alenuath, la rapsoda de la espada que ense­ñaba esa combinación única de esgrima y magia en las To­rres, dudaba de si ir. Era una elfa solitaria por naturaleza y no le gustaban las ceremonias solemnes ni la algazara de los festivales. De hecho, hacía muchos años que no ponía el pie en la mansión familiar, aunque conservaba un fuerte instinto de clan. De camino al sur, se detuvo en Leuthils­par para asistir a la ceremonia con el resto de su familia.

Al llegar a la mansión en la que se había criado, la en­contró extrañamente silenciosa. Sólo había un elfo: su pa­dre. Shanyrria notaba su presencia. La elfa siempre se ha­bía sentido muy cercana a Adamar y lo amaba con una intensidad casi de enamorada.

Por esa razón pudo percibir el peso de la desesperación de Adamar y el dolor penetrante y punzante que prometía la liberación. El corazón de Shanyrria palpitaba en su pe­cho como una alondra enjaulada mientras subía a todo co­rrer la escalera curva que conducía a la alcoba de su padre.

Allí estaba Adamar, con las manos aferradas a la empu­ñadura de la hoja de luna de la familia, que sobresalía de sus costillas. Shanyrria lo miró horrorizada. ¡Era algo inau­dito! ¡Un elfo nunca se quitaba la vida y, desde luego, ja­más con el arma que simbolizaba el honor de la familia!

—¿Por qué? —se limitó a preguntar.

En pocas palabras, el agonizante Adamar se lo contó.

La rapsoda de la espada escuchó con una mezcla de in­credulidad, desconcierto y pena cómo su padre le confe­saba su deshonor y, finalmente, le revelaba el terrible se­creto que había callado hasta entonces: el príncipe Rhe­nalyrr no llevaba la sangre de Zaor. Por lo tanto, no tenía ningún derecho a reclamar la hoja de luna del rey, la es­pada de Zaor, y muy pronto todo Siempre Unidos sería testigo de la desgracia de la casa Alenuath.

Cuando, finalmente, Adamar enmudeció, Shanyrria se precipitó fuera de la mansión y subió de un salto al lomo del caballo de luna que la esperaba. Quizá Rhenalyrr no era un auténtico príncipe, pero era su medio hermano y le debía la misma lealtad y protección que a cualquier miem­bro del clan.

Cuando el exhausto animal se detuvo en el valle de Dre­lagara, la rapsoda de la espada fue recibida por un coro de lamentos y no tuvo que preguntar para saber que Rhe­nalyrr no había sobrevivido al ritual.

Colérica, desmontó de su caballo de un salto y se dis­puso a tomar venganza.

Se introdujo en el pabellón en el que la reina, sola, de­rramaba en silencio lágrimas de impotencia. Sigilosa­mente, Shanyrria se acercó a la llorosa Lydi'aleera y, con un rápido y fluido movimiento, desenvainó su espada y apoyó la punta contra la garganta de la reina.

—Lydi'aleera Amarilis, te declaro falsa reina de Siempre Unidos, y te acuso de cobarde, mentirosa, ramera y asesina de mi padre, Adamar Alenuath, y de mi medio hermano, Rhenalyrr.

—Yo no sabía... —musitó la reina, levantando la vista hacia la temible rapsoda de la espada como un ratón que contempla las garras de un mochuelo que se abate sobre él.

—Sí lo sabías —la interrumpió Shanyrria con vehe­mencia—. ¡Sabías que Rhenalyrr no era hijo de Zaor, pero guardaste silencio mientras se sometía a la prueba de la hoja de luna! Tenías que saber que no sobreviviría.

—Era un joven elfo noble y valiente —insistió la reina—. Había una oportunidad de que lo lograra. ¡Y si las hojas de luna son la única medida, un Amarilis es tan digno de ser rey como un Flor de Luna!

—Se dice que sólo aquellos que merecen reinar pueden tocar la espada de Zaor —dijo Shanyrria, mirando a la reina con ojos entrecerrados—. Muy bien, veamos si es cierto.

Rápidamente apartó la espada y se sacó una daga del cinto. Con una mano agarró un mechón de pelo de Ly­di'aleera y la obligó a ponerse de pie tirando de él. Enton­ces, rodeó con firmeza un hombro de la reina con un brazo y apretó con fuerza la daga contra sus costillas.

—Os acompaño en el sentimiento, mi reina —dijo la rapsoda de la espada con voz cargada de ironía—, y os lle­varé allí adonde debéis ir.

—¿Qué vas a hacer? —inquirió Lydi'aleera, tratando de desasirse, pero Shanyrria era fuerte y la aguantaba con fir­meza.

—No más de lo que tú le hiciste a mi hermano. Desen­vainarás la espada de Zaor para demostrar si eres digna de reinar en Siempre Unidos. ¡Eres una Amarilis, por lo que tus posibilidades son tan buenas como las de Rhenalyrr!

—¡No lo haré! —exclamó Lydi'aleera con voz ahogada.

—Sí lo harás. Si no, proclamaré ante todo Siempre Unidos lo que has hecho. Zaor te repudiará, y tú y todo tu clan quedaréis deshonrados. O, si lo prefieres, te mato ahora y después hablo.

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