Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (19 page)

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Como
tanar'ri
Lloth nunca podría regresar al Olimpo, e incluso como diosa es posible que nunca llegara a acumular suficiente poder para conquistar Arvandor. Pero golpearía el Seldarine allí donde pudiera.

Destruiría a sus hijos mortales.

Habían pasado siglos desde la muerte del gran mago Durothil y desde que el maestro jinete de dragones, Shar-lario Flor de Luna, fuera llamado a Arvandor. Para los des­cendientes de uno y de otro, Faerie era únicamente un lu­gar de leyenda. Faerun era su verdadero hogar y allí habían desarrollado una magnífica cultura a partir de la herencia de todos los mundos de los que tuvieron que huir sus ante­pasados.

Algunos elfos del bosque seguían viviendo tal como lo habían hecho durante tiempo inmemorial, pero muchos miembros del Pueblo se alejaron de la vida del bosque y construyeron ciudades que nada tenían que envidiar al es­plendor de Atorrnash. Ocultas entre los árboles y encara­madas en las montañas, se erguían maravillosas moradas de cristal y ópalo, calles pavimentadas con piedras precio­sas, y comunidades de artesanos, eruditos, magos y gue­rreros. Esos elfos producían maravillosas obras de arte, ar­mas mágicas, y alcanzaban una deslumbrante destreza en la lucha.

En esos centros de estudio florecía el arte de la Alta Ma­gia. Se establecieron Círculos, que eran pequeños grupos de archimagos, de gran poder, que juntos eran capaces de lanzar hechizos inimaginables para un elfo solitario. Cada Círculo tenía su sede en una torre, que pronto se convertía en el punto central de cualquier comunidad elfa. Una de las fun­ciones más útiles de dichas torres era la de enviar rápida­mente mensajes de un enclave elfo a otro, lo que impedía que hubiera comunidades aisladas. Pese a los crecientes pro­blemas con los ilythiiris del sur, parecía que el Pueblo sería capaz de alcanzar una considerable unidad en Faerun.

Pero esa riqueza y poder también trajeron muchos nue­vos peligros. Los elfos oscuros del sur realizaban incursio­nes en las rutas comerciales y comunidades agrícolas. Al­gunos de esos asaltantes se establecieron en el extremo norte, donde durante el día se escondían en cuevas, de las que salían para atacar bajo el manto de la oscuridad.

Los ataques de dragones continuaban, aunque gracias al esfuerzo conjunto de la Alta Magia y los jinetes de dragón, los elfos tal vez se convertirían en la raza dominante de Fae­run, en sustitución de los dragones. Pero lo que más temían los elfos no era la poderosa magia del sur ni la amenaza de los wyrms: sus enemigos más peligrosos eran los orcos.

Durante muchos años, los orcos atacaban como lobos solitarios y de vez en cuando robaban una cabra de un re­moto prado. Asimismo atacaban a todo elfo con el que se toparan. Pero la mayoría de las comunidades elfas —in­cluso las pequeñas aldeas habitadas por campesinos— po­seían armas y magia, así como destreza en el manejo de ambas para repeler esos ocasionales ataques.

Pero los orcos eran una raza muy prolífica y, de vez en cuando, su número crecía hasta tal punto que los clanes abandonaban sus guaridas situadas en las tierras altas y for­maban hordas que se desparramaban como una plaga de langostas, devorando todo lo que encontraban a su paso.

En el otoño del Año de las Sirenas Cantoras, la oleada de orcos sobrepasó todo lo ocurrido. Invadieron las llanu­ras del norte y se internaron en el corazón de los bosques. Después de conquistar Occidian —el gran centro de la música y la danza élficas— los orcos llegaron a las mismísi­mas puertas de la antigua ciudad Sharlarion.

En ese tiempo, la Torre de Durothil estaba habitada por la archimaga Kethryllia. Esta hermosa maga-guerrera tam­bien era conocida por el nombre de Amarilis —como la flor—, en parte por sus cabellos rojizos y en parte por el ardor que demostraba en la batalla.

Como la mayoría de sus congéneres, Kethryllia se de­dicó al estudio de muchas artes en su larga vida, pero con­centró sus habilidades en una única obra: durante décadas había trabajado para forjar y encantar una gran espada. Precisamente hacía dos noches, en un rito en el que invocó luz de estrellas y magia en la meseta situada en la cima de la montaña, que ahora se conocía como Salto de los Jinetes de Dragón, lo logró. Hacía años que los místicos prede­cían que esa espada —
Dharasha
, que significaba «des­tino»— desempeñaría un importante papel en la historia del Pueblo.

¿Y qué otra cosa podría ser que la protección de la ciu­dad?

Desde su torre, Kethryllia oía los desesperados murmu­llos de su gente y sus frenéticos preparativos para la guerra. Ya sólo podían confiar en su destreza con las armas, pues la Torre de los Magos estaba vacía y silenciosa. En el pasado, el Círculo había establecido lazos de unión con sus hermanos magos de la lejana Torre de Occidian para ayudar y contri­buir a la defensa de la ciudad. Pero, inexplicablemente, los orcos y sus desconocidos aliados habían penetrado en las de­fensas mágicas y destruido la Torre. La reacción mágica que se produjo acabó asimismo con los archimagos de Sharla­rion. Así pues, los elfos dependían de sus armas y de su ma­gia en la lucha, y de aquellos de habilidad probada en ambas lides. Kethryllia Amarilis era una maestra en una y otra arte; las canciones y leyendas sobre sus proezas la precedían.

En sus siglos de vida, la elfa de la luna había ayudado a repeler hordas de orcos, había hecho frente a las incursio­nes de elfos oscuros y había ayudado a su gente a encontrar y matar a un dragón verde que acosaba a los viajeros que pretendían llegar a la ciudad del bosque. Kethryllia incluso había plantado cara a la magia negra, capaz de levantar a los muertos y convertirlos en guerreros sin voluntad propia pero prácticamente imparables. La maga-guerrera había per­dido a su hermana, y casi la vida, contra las incansables -es­padas de una hueste de zombis. Su manera de responder a todos esos males fue depositar en
Dharasha
sus conjuros más potentes. Ya era hora de poner a prueba los poderes del arma.

Pero habían pasado muchos años desde la última vez que Kethryllia luchó. Últimamente había estado pensando que quizá le había llegado la hora de sentar la cabeza y for­mar su propio clan, antes de que la llamada de Arvandor se hiciera tan intensa que no pudiera hacer oídos sordos.

Los labios de Kethryllia se curvaron en una sonrisa al pensar en Anarallath, el alegre clérigo de Labelas Enoreth con quien la unía un lazo más profundo que la amistad o la pasión, aunque, entre ellos había ambas cosas. Ya era hora de que se casaran. Ella ya no era joven, ni siquiera para ser elfa, aunque conservaba la misma agilidad que cuando era una doncella elfa, y los mismos cabellos rojo fuego. Sí, ya era hora de que formalizaran su amor.

Mientras se preparaba para la batalla, ni se le pasó por la cabeza la posibilidad de que sus lazos de amor pudieran romperse ese día, o que el clan que esperaba fundar pu­diera morir antes de nacer.

La elfa se puso una armadura de cuero acolchado, sobre la cual se colocó un largo chaleco de diminutas piezas de bronce y plata; una magnífica armadura casi tan flexible como si fuera una cota de malla. Era un homenaje a los dragones de bronce y de plata que guardaban la ciudad. Pero los jinetes de dragón, la segunda defensa más fuerte de Sharlarion, se encontraban muy al sur, donde una pa­reja de dragones negros asolaba la campiña a fin de con­quistar un nuevo territorio para su prole.

Con los archimagos muertos y los jinetes de dragón le­jos, ésta era la batalla de Kethryllia, y la elfa se dio cuenta de que se sentía impaciente. La maga guardó la espada en su nueva vaina e introdujo cuchillos en fundas que llevaba en las botas y alrededor del antebrazo. En un impulso, co­gió una antigua daga, una maravillosa arma adornada con piedras preciosas que había descubierto hacía poco en­vuelta y guardada en un arcón en un rincón de la Torre de Durothil. La leyenda decía que, en otro tiempo, pertene­ció a uno de los fundadores de la ciudad. Kethryllia la lle­varía para defender Sharlarion y el legado que Sharlario Flor de Luna dejó tras de sí. Una vez estuvo lista, la elfa metió sus rojas trenzas bajo un yelmo alado y salió al patio.

Pese a que casi todos sus habitantes estaban prestos para la batalla y en posición, un extraño silencio se había apo­derado de la ciudad. Los elfos se mantenían en una disci­plinada formación. En primera línea, fuera del perímetro de la villa, había una barrera de contención, formada por gran número de defensores. Sharlarion no tenía murallas de piedra ni de madera, pues se fusionaba con el bosque. Detrás de esa primera defensa, venían los arqueros. Ante ellos, el suelo estaba erizado de flechas listas para ser dispa­radas, y sus aljabas eran tan grandes y se veían tan repletas como la cesta de un campesino en la época de la cosecha. Inmediatamente detrás de los arqueros, había elfos arma­dos con espadas y lanzas. Ese grupo acabaría al instante con cualquier orco que lograra traspasar las defensas ante­riores. El siguiente anillo de defensores lo formaban magos que, pese a no tener la categoría de archimagos, resultaban no menos temibles. Los clérigos esperaban para atender a los heridos, e incluso los niños se movían con silenciosa eficiencia: acarreando cubos de agua, machacando hierbas para hacer cataplasmas o enrollando vendas.

Kethryllia asintió mientras contemplaba a los elfos a punto para la batalla. La elfa ocupó su lugar entre los gue­rreros, y con ellos escuchó el inquietante retumbo, cada vez más intenso, que precedía a la horda de orcos.

Al ver al primero de ellos, se levantó un murmullo de consternación en las filas elfas. Los orcos avanzaban deci­didos por la ruta comercial, en perfecto orden. A los costa­dos marchaban otros escuadrones, siguiendo el paso que marcaban los primeros y en formación tan apretada como lo permitía la densa vegetación.

No era el comportamiento usual de los orcos. Kethry­llia, que conocía de primera mano sus tácticas, supo que había un cerebro dirigiendo sus movimientos. Y puesto que los orcos respetaban mucho más la fuerza bruta que la inteligencia, era muy probable que sus desconocidos co­mandantes dispusieran de una cantidad considerable de ambas.

Por primera vez, la seguridad de Kethryllia en el resul­tado de la batalla flaqueó.

De repente, los orcos se detuvieron y pudo observarse movimiento en la retaguardia, pero ningún elfo fue capaz de determinar su causa. Súbitamente un áspero ruido sordo re­sonó entre los árboles. Una descomunal flecha en llamas pasó por encima de las cabezas de los orcos, siseando, y des­cendió hacia la ciudad dibujando un arco.

—Una balista —murmuró Kethryllia incrédulamente. Los orcos apenas empezaban a manejar los sencillos arcos largos que habían copiado de sus enemigos, los elfos. ¿De dónde habían sacado la balista?

Afortunadamente, los magos esperaban flechas de fuego, si bien de tamaño mucho menor. Una elfa de cabello rubio muy claro apuntó al proyectil en llamas con una vara de cristal y gritó una única palabra. Una llamarada blanca salió disparada de la vara en dirección al proyectil. El fuego de éste se congeló al instante y flotó en el aire un momento, brillando como una gigantesca antorcha mágica de ámbar y rubí. Después cayó en el patio de una morada elfa y se hizo pedazos sin causar daño a nadie.

Los orcos dispararon más proyectiles incendiarios, pero todos corrieron la misma suerte. Cuando los atacantes se dieron cuenta de que esa táctica era inútil, una orden re­tumbó entre la horda orea, y una avalancha de las bestiales criaturas cargó con un bramido.

La barrera defensiva de elfos se agachó y los arqueros descargaron una tormenta de flechas contra los atacantes. Su puntería era tan certera que los orcos caían como las es­pigas cortadas por la guadaña.

Los proyectiles elfos diezmaban una oleada tras otra de atacantes. Muy pronto, éstos andaban sobre una gruesa al­fombra de compañeros muertos, que contribuían a hacer más gruesa con sus propios cadáveres. Las bajas oreas eran tan numerosas que los elfos que formaban la barrera de­fensiva tuvieron que retroceder hacia la ciudad.

Kethryllia frunció el entrecejo al contemplar la conti­nuada matanza. Pese al gran número de orcos muertos que yacía sobre el suelo del bosque, aún quedaban muchos ata­cantes. Era posible, pensó la elfa, que ese éxito condujera a los suyos a la derrota.

La pila de cadáveres empezaba a rodearlos y empujaba a los defensores hacia la ciudad. No pasaría mucho tiempo antes de que los edificios más exteriores de la misma que­daran al alcance de los orcos. Y, una vez que los invasores los ocuparan, podrían conquistar la ciudad fácilmente, pues la mayoría de los edificios estaban conectados me­diante una intrincada y casi invisible red de pasarelas que iban de árbol a árbol.

Por si fuera poco, la espeluznante pared de cadáveres mermaba la efectividad de los arqueros. Los elfos ya no po­dían ver sus objetivos y disparaban a ciegas, por encima de la pila de orcos muertos, con la esperanza de dar en el blanco. Pero el ruido de flechas contra escudos de madera y de piel sugería que esa táctica no estaba teniendo éxito.

De pronto, Kethryllia comprendió la estrategia de los orcos; usaban deliberadamente los cuerpos de sus herma­nos como un puente hacia la victoria. En pocos minutos, una avalancha de enemigos bajaría por la pila de muertos y los arqueros elfos no podrían contenerlos.

Bueno, pues los elfos los ganarían por la mano.

—¡Seguidme! —gritó Kethryllia, enarbolando la espa­da—. ¡Seguidme todos los que queráis luchar contra los orcos!

Los elfos se quedaron atónitos y guardaron silencio unos segundos, mientras contemplaban a la suicida guerrera. Entonces Anarallath se abrió paso a empellones entre las filas de clérigos y se puso a su lado.

La elfa le lanzó una mirada de incredulidad. Desde luego Anarallath no era un cobarde, pero tampoco estaba entre­nado para este tipo de lucha. El clérigo sonrió y se encogió de hombros.

—Quizá ya echo de menos Arvandor —comentó con forzado sentido del humor. Pero enseguida su rostro se puso serio y alzó la voz para que llegara hasta las últimas fi­las de guerreros—: ¡Si no luchamos todos, Arvandor será el único hogar que le quedará a nuestra gente!

Las palabras de Anarallath tuvieron la virtud de galvani­zar a los guerreros, que, todos a una, se pusieron al lado de la elfa plateada. Si un clérigo desarmado tenía el valor de cargar contra una horda de orcos, ellos no podían ser me­nos. Kethryllia sospechaba que ésa había sido precisamente la intención de Anarallath.

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