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Authors: John Godey

Pelham 123 (16 page)

BOOK: Pelham 123
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Cuando se cerró el mercado de mercenarios, vivió una temporada en Tánger, sin rumbo fijo. Se le presentaron algunas oportunidades para hacer contrabando (exportación de hachís, importación de tabaco), pero las rehusó. Por aquella época establecía una rotunda distinción entre la guerra por dinero y las empresas ilegales. Conoció a un jordano, que le prometió hacerle ingresar en el servicio del rey Hussein; pero el proyecto no prosperó. Por último, regresó a los Estados Unidos, donde se encontró con que su tía y el viejo abogado habían santificado su unión con el matrimonio. Entonces hizo los bártulos y se trasladó a Manhattan.

A las pocas semanas de trabajar como vendedor de bonos públicos, se lió con una mujer, que rehusó comprar sus participaciones, pero insistió en que compartiese su lecho. Era una compañera ávida, incluso rapaz; pero aunque él había aprendido algunas cosas, no era muy atractivo desde el punto de vista sexual. La mujer declaraba que lo amaba, y tal vez era verdad, pero permanecía indiferente a sus diversos trucos. El mismo día en que lo despidieron del trabajo, dejó de ver a la mujer. Ninguno de ambos acontecimientos le conmovió en absoluto.

No sabía por qué había aceptado la amistad de Longman, salvo que ésta le había sido ofrecida y no valía la pena rechazarla. Tampoco se explicaba por qué, después de haber rechazado una empresa delictiva en Tánger, se había metido en una en Manhattan. Tal vez había sido porque le atraían los problemas estratégicos y tácticos. Tal vez porque su tedio había alcanzado un punto culminante que no conociera en Tánger. Tal vez —y esto era más probable—, porque el dinero significaba que ya no tendría que ganarse la vida con trabajos que no iban con su carácter. Tal vez —más probable aún— porque le atraía el peligro. En fin, los motivos eran lo de menos; en aquel momento, sólo importaba la acción.

IX
Clive Prescott

El jefe del teniente Prescott, capitán Durgin, llamó al Centro de Control para informar de lo ocurrido a Dolowicz. Prescott se inclinó sobre el hombro de Correll y asió el teléfono. Correll se tapó los ojos con la mano y se dejó caer en la silla lanzando un gemido.

—Voy a cruzar el río hasta la Calle Veintiocho —dijo el capitán—. Aunque creo que no nos dejarán hacer gran cosa. Me refiero a los policías. Los policías de verdad. Ellos dirigirán el baile.

Correll se irguió súbitamente en su silla y levantó los brazos en gimnástica súplica a los cielos.

—Hay que seguir el orden jerárquico —dijo el capitán—. Por nuestra parte, desde el jefe Costello hasta el Presidente. Por la de ellos, hasta el jefe superior y hasta el alcalde... Pero, ¿qué es ese ruido?

Correll hablaba al techo con voz ronca y apasionada, maldiciendo a los asesinos de Casimir Dolowicz, jurando venganza y pidiéndola al cielo.

—Es el jefe de servicio —dijo Prescott—. Supongo que él y Dolowicz eran buenos amigos.

—Dígale que se calle; no puedo oír nada.

Desde todos los rincones del Centro de Control, pequeños grupos de hombres se acercaban a Correll, el cual calló súbitamente y, derrumbándose de nuevo en su silla, empezó a sollozar.

—Esté alerta, Clive —dijo el capitán—. Mantenga el contacto con el tren hasta que consigamos comunicar con él. ¿Han dicho algo más?

—Hace unos minutos que guardan silencio.

—Dígales que nos hemos puesto en contacto con el alcalde. Dígales que necesitamos más tiempo. Dios mío, ¡qué ciudad! ¿Alguna pregunta?

—Sí —dijo Prescott—. Me gustaría entrar en acción.

—Eso no es una pregunta. Quédese donde está.

El capitán colgó el teléfono.

Fueron llegando grupos de los otros departamentos del Centro de Control. Fumando cigarrillos, rodearon la mesa y miraron con fría curiosidad a Correll. Éste, cuyas reacciones —pensó Prescott— eran violentas, pero efímeras, había dejado de llorar y daba furiosos puñetazos sobre la mesa.

—Caballeros —dijo Prescott—. Caballeros. —Doce caras se volvieron en su dirección, haciendo oscilar sendos cigarrillos entre los labios—. Caballeros, esta mesa es, en este instante, un verdadero puesto de Policía. Tengo que pedirles que se retiren.

—Caz ha muerto —dijo Correll, con trágico acento—. Muerto en la flor de su juventud.

—Caballeros —dijo Prescott.

—Nos han quitado al gordo Caz —dijo Correll.

Prescott miró severamente al grupo que rodeaba la mesa. Los rostros impertérritos le devolvieron la mirada, succionando sus cigarrillos, y después, con la misma falta de expresión, empezaron a alejarse lentamente.

Prescott dijo:

—Vea si puede comunicar con el tren, Frank.

El humor de Correll cambió una vez más, irguió el nervudo cuerpo y gritó:

—Me niego a ensuciarme las manos tratando con esos negros bastardos.

—¿Cómo puede saber su color a través de la radio?

—¿Qué color? Me refiero a su negro
corazón
—dijo Correll, con expresión ausente.

—Está bien —dijo Prescott—. Déjeme sentar y poner manos a la obra.

Correll se levantó de un salto.

—¿Cómo cree que podré dirigir la línea, si me quita usted la mesa?

—Emplee las mesas de sus auxiliares. Ya sé que no es normal, Frank, pero puede hacerse. —Prescott se se sentó en la silla de Correll. Se inclinó hacia delante y activó el micrófono—. Centro de Control llamando a Pelham Uno Dos Tres. Centro de Control a Pelham Uno Dos Tres.

Correll se golpeó la frente con la mano.

—Nunca pensé que pudiera llegar un día en que hablar con unos criminales fuese más importante que dirigir un ferrocarril del que depende la vida de la ciudad.

Por el amor de Dios, ¿es esto justo?

—Hable, Pelham Uno Dos Tres, hable... —Prescott desconectó el micro—. Tenemos que salvar la vida de dieciséis pasajeros, Frank. Esto es lo más importante para
nosotros
.

— ¡Al diablo los pasajeros! ¿Qué quieren a cambio de sus puercos treinta y cinco centavos? ¿Vivir eternamente?

«Está echándole teatro al asunto», pensó Prescott, pero no del todo. Correll era un verdadero creyente, y todos los verdaderos creyentes tenían una visión del túnel. Más allá de Correll, Prescott veía a todos los auxiliares de la Sección A tratando frenéticamente de atender a las llamadas de los perplejos conductores de toda la línea, pero comprendiendo que era imposible responder a todas ellas.

—Si dependiese de mí —dijo Correll—, atacaría con toda clase de armas y gases, y no escatimaría las fuerzas...

—Afortunadamente, no depende de usted —dijo Prescott—. ¿Por qué no trata de poner un poco de orden y deja que la Policía haga su trabajo?

—Esto es otra cosa. Tengo que esperar órdenes del superintendente. Está consultando. ¿Qué demonios tiene que consultar? Tengo que dirigir los trenes al norte y al sur del sector paralizado. Pero hay un tramo, de más de un kilómetro, en el que las cuatro vías no pueden funcionar, precisamente en el centro de la ciudad. Si al menos me diesen corriente en dos de las vías, e incluso en
una
sola...

—No podemos darle ninguna corriente.

—Quiere decir que esos asesinos se lo han
prohibido
. ¿No le repugna aceptar órdenes de una banda de piratas? ¡Porque esto es igual que un acto de piratería en alta mar!

—Trate de calmarse —dijo Prescott—. Le devolveremos su ferrocarril dentro de una hora, minuto más o menos... o vida más o menos.

—¡Una
hora
! —chilló Correll—. ¿Se da cuenta de que nos acercamos a la hora punta? La hora punta, ¡con todo un sector inutilizado! ¡Menudo infierno!

—Pelham Uno Dos Tres —dijo Prescott, hablando por el micro—. Llamando a Pelham Uno Dos Tres.

—¿Cómo sabe que esos bastardos no se están tirando un farol? ¿Acaso están convencidos de que nos ablandaremos temiendo por las vidas de los pasajeros?

—Que nos ablandaremos temiendo por las vidas —repitió Prescott—. Es usted un tipo extraño, Correll, muy
extraño
.


Dicen
que van a matar a los pasajeros, pero es posible que sólo traten de amedrentarnos.

—¿Fue un farol lo de Dolowicz?

—¡Oh, Dios mío! —Los ojos de Correll se llenaron de lágrimas, en otro brusco cambio emocional—. El gordo Caz. Un tipo estupendo. Un hombre blanco.

—Matiza usted muy bien el lenguaje, Correll.

—El viejo Caz. Un ferroviario de la antigua escuela. Pat Burdick se habría sentido orgulloso de él.

—Si se metió en la boca del lobo, fue un estúpido —dijo Prescott—. ¿Quién es Pat Burdick?

—¿Pat Burdick? Un hombre legendario. El más grande de los antiguos jefes de servicio. ¿Cuáles fueron sus hazañas? Podría contarle una docena.

—Tal vez en otra ocasión...

—Un día —dijo Correll—, un tren se paró a las cinco menos diez. ¡Las cinco menos diez! ¡ Un momento antes de la hora punta!

—Voy a ver si me contestan ahora —dijo Prescott.

—El conductor llamó por teléfono..., entonces no se podía conversar aún por radio..., y dijo que había un hombre muerto sobre la vía, justo delante del tren. Pat le dijo: «¿Está seguro de que está muerto?» «Completamente seguro —respondió el conductor—. Está tieso como un palo.» Y Patt gritó: «Entonces, ¡maldita sea!, apóyelo en una columna y ponga su tren en marcha. ¡Lo recogeremos después de la hora punta!

—Centro de Control a Pelham Uno Dos Tres...

—Caz Dolowicz era un ferroviario de esta clase. ¿Sabe lo que me diría Caz en este momento? Me diría: «No te preocupes por mí, Frank, viejo amigo; lo importante es que el tren siga corriendo.» Esto es lo que
habría querido
Caz.

—Pelham Uno Dos Tres llamando al Centro de Control. Pelham Uno Dos Tres llamando al teniente Prescott del Centro de Control.

El dedo de Prescott pulsó el botón del transmisor.

—Aquí, Prescott. Hable, Pelham Uno Dos Tres.

—Estoy mirando mi reloj, teniente. Son las dos y treinta y siete. Les quedan treinta y seis minutos.

—¡Bastardos! —exclamó Correll—. ¡Bastardos asesinos!

—¡Cállese! —exclamó Prescott, y, volviendo al micro—: Sean razonables.

Queremos colaborar. Pero necesitamos más tiempo.

—Treinta y seis minutos. ¿Comprendido?

—Comprendido. Pero es un tiempo insuficiente. Esto es una burocracia. Se mueve despacio.

—Tendría que haber aprendido a hacerlo de prisa.

—El asunto es complicado. No tenemos un millón de dólares al alcance de la mano.

—Todavía no han dicho que van a pagar. El dinero nó es difícil de conseguir... si ustedes quieren.

—Sólo soy un policía. No entiendo mucho de estas cosas.

—Entonces, busque alguien que entienda. El reloj sigue su marcha.

—Se lo comunicaré, en cuanto sepa algo —dijo Prescott—. Pero tengan paciencia. No disparen contra nadie más.

—¿Contra nadie
más
? ¿Qué quiere decir con esto?

«He metido la pata», pensó Prescott; ellos no sabían que alguien vio, desde la vía, cómo mataban a Dolowicz.

—Los de la estación oyeron disparos —dijo—, y creemos que ha habido alguna víctima. ¿Uno de los pasajeros?

—Matamos a alguien en la vía. Y mataremos a cuantos se acerquen por el túnel.

Y a un pasajero. No lo olviden. Por cada infracción, mataremos a un rehén.

—Los pasajeros son inocentes —dijo Prescott—. No les hagan daño.

—Quedan treinta y cinco minutos. Cuando sepa algo del dinero, comuníquelo. ¿Entendido?

—Entendido. Pero le pido una vez más que respeten a esa gente.

—Mataremos a los que sea necesario.

—Llamaré en cuanto pueda —dijo Prescott—. Cierro.

Se echó atrás en su silla, agotado por su propia ira contenida.

—¡Santo Dios! —exclamó Correll—. Al oírle suplicar a ese canalla, he sentido vergüenza de ser americano.

—Lárguese —dijo Prescott—. Vaya a jugar con sus trenes.

Su Excelencia el alcalde

Su Excelencia el alcalde yacía en la cama, en su casa particular del segundo piso de Gracie Mansion. Le chorreaba la nariz, tenía una horrible jaqueca, le dolían los huesos, y su temperatura había subido a 40 grados, síntomas, todos ellos, lo bastante graves para pensar en la posibilidad de un complot por parte de sus numerosos enemigos de dentro y de fuera de la ciudad. Pero reconocía que era paranoico sospechar que los del Otro Bando hubiesen puesto gérmenes de la gripe en el borde de su vaso de «Martini», ya que carecían de la imaginación necesaria para un truco de tal naturaleza.

Junto a su cama, el suelo estaba lleno de documentos oficiales que había tirado sin leerlos, en un acto de arrogancia al que se creía plenamente autorizado. Yacía incómodo sobre la espalda, sin afeitar, sacudido por los escalofríos, gimiendo de vez en cuando, compadecido de sí mismo. No pensaba en la labor municipal, puesto que alguien cuidaría de ella. En realidad, sabía que, desde primeras horas de la mañana, un grupo de ayudantes suyos despachaban los asuntos oficiales desde las dos grandes oficinas del primer piso, transmitiendo mensajes al Ayuntamiento, donde las cuestiones eran solventadas —y, a veces, complicadas— por otros ayudantes. El teléfono colocado junto a la cabecera de su cama estaba conectado; pero había ordenado que no le molestasen, salvo en caso de producirse una catástrofe tan importante como el hundimiento de la Isla de Manhattan, cosa que, en ocasiones, deseaba que ocurriese.

Desde que había entrado en posesión de su cargo, ésta era la primera mañana —aparte ocasionales vacaciones en algún lugar soleado, y los días en que una algarada o un catastrófico conflicto laboral le habían tenido levantado hasta altas horas de la noche— que no había salido de casa a las siete en punto para dirigirse al Ayuntamiento, y esto le hacía sentirse como un colegial en día de novillos y un tanto desorientado. Cuando oyó sonar la sirena de un barco en el río, frente a su ventana, pensó de pronto que sus predecesores —todos ellos, hombres buenos y honrados— habían estado oyendo aquellas sirenas durante treinta años. Un pensamiento elevado, que complacía a Su Excelencia. Hombre inteligente y educado (el Otro Bando negaba lo primero y se burlaba de lo segundo), no era, empero, aficionado a la novela de la Historia, y la casa en que vivía —por indulgencia del cuerpo electoral— despertaba muy poco su interés. Sabía, pero sólo por cuestión de rutina, que la mansión había sido construida en 1897 por Archibal Gracie, como vivienda particular; que era un típico, aunque no magnífico, ejemplo de estilo federalista, y que —en las habitaciones inferiores había un Turnbull, un Romney y un Vanderlyn, ninguno de ellos obras representativas de sus respectivos autores, pero que, en todo caso, tenían el valor de la firma. La experta de la casa era su esposa, graduada en Arte o en Arquitectura —había olvidado en cuál de ambas disciplinas—, y que era quien le había enseñado lo poco que sabía.

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