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Authors: John Godey

Pelham 123 (6 page)

La voz de Ryder le hizo bajar de las nubes.

—Dile lo que quieres —dijo Ryder.

Longman dijo al conductor:

—Voy a llevarme la empuñadura del freno y la llave de doble marcha, y quiero también su llave de desenganche. —Desprendió la primera de su vástago y alargó la otra mano. El conductor pareció vacilar; pero, sin decir palabra, buscó la otra llave en su abultado bolsillo y se la entregó a Longman—. Ahora saldré de la cabina —dijo, y se sintió complacido por el tono tranquilo de su voz—. No intente nada.

—No lo haré —dijo el conductor—. Puede estar seguro.

—Es lo que más le conviene —dijo Longman, sintiendo su superioridad sobre el conductor. Era irlandés, pero de los blandos, no de los que luchan. Estaba tan asustado como para orinarse en los pantalones—. Y recuerde lo que le dije acerca de la radio.

—Ya está bien —dijo Ryder.

Longman se metió en el bolsillo del impermeable la empuñadura del freno y las grandes llaves. Se deslizó entre Ryder y el montón de paquetes y salió de la cabina. Los dos chicos le miraron asombrados. Les sonrió, les hizo un guiño y echó a andar por el pasillo. Un par de viajeros le miraron al pasar, pero sin el menor interés.

Ryder

—Vuélvase de espaldas —ordenó Ryder—. De cara a la ventanilla.

El conductor lo miró, atemorizado.

—Por favor...

—Haga lo que le digo.

El conductor se volvió lentamente hacia la ventanilla. Ryder se quitó el guante de la mano derecha, introdujo el índice en su boca y se quitó los postizos de gasa aséptica de debajo de los labios superior e inferior, y después, los que llevaba en la parte interior de cada mejilla. Hizo una bola con las mojadas gasas y la dejó caer en el bolsillo izquierdo de su impermeable. Después sacó un trozo de media de nilón del bolsillo derecho. Se quitó el sombrero, se metió la media en la cabeza y, tras ajustar las aberturas para los ojos, volvió a calarse el sombrero.

Los disfraces habían sido una concesión hecha a Longman. Por su parte, Ryder había dicho que, a excepción del conductor y del jefe de tren, no era probable que ninguno de los pasajeros se fijase en ellos antes de ponerse las máscaras. E incluso si alguno se fijaba, era un hecho comprobado —los propios policías eran los primeros en reconocerlo— que los ciudadanos no adiestrados eran poco de fiar en sus descripciones de las personas. En cuanto al conductor y el jefe de tren, aunque fuesen un poco más exactos en su descripción, sólo podían contribuir a elaborar un retrato robot, cosa que no debía preocuparles. Sin embargo, no había discutido la proposición de Longman, rechazando únicamente las cosas complicadas. En definitiva, los disfraces habían quedado reducidos a las gafas de Longman, la peluca blanca de Steever, las patillas y el bigote postizos de Welcome y las gasas introducidas en la boca del propio Ryder, para llenar sus huecos y disimular su delgadez.

Tocó ligeramente el hombro del conductor.

—Puede volverse.

El conductor miró la máscara y desvió la mirada, en una intencionada pero un tanto tardía demostración de su falta de interés por el aspecto de Ryder. «Era —pensó Ryder fríamente— una actitud que quería ser amistosa.»

—Dentro de poco —dijo— recibirá una llamada por radio del Centro de Control. No haga caso. No conteste. ¿Comprendido?

—Sí, señor —dijo el conductor, ansiosamente—. Prometí al otro hombre que no tocaría la radio. Colaboraré con ustedes. —Hizo una pausa—. Quiero conservar la vida.

Ryder no respondió. Desde detrás de la ventanilla delantera veía el túnel que se perdía a lo lejos, débilmente iluminado por las luces de señales. Observó que Longman había detenido el tren a menos de diez pasos de la luz que indicaba un puesto de emergencia.

—Pueden llamar cuanto quieran —dijo el conductor—. Estoy sordo.

—Cállese —dijo Ryder.

Pasarían un minuto o dos antes de que la Torre de Grand Central empezase a inquietarse y estableciese contacto con el Centro de Control, para decirle: «Las señales indican que hay un tren detenido en el túnel.» «Para él —pensó Ryder—, eran unos minutos muertos», durante los cuales nada tenía que hacer, salvo cuidar de que el conductor «se portase bien». Welcome estaba en su puesto, vigilando la puerta posterior del último vagón; Longman se encaminaba a la cabina del segundo coche; podía estar seguro de que Steever y el jefe de tren avanzaban a lo largo del convoy. Confiaba a ciegas en Steever, aunque tenía menos seso que cualquiera de los otros. Longman era inteligente, pero cobarde, y Welcome era un chiflado peligroso. Se portarían bien, si las cosas se desarrollaban según lo previsto. En otro caso, podían salir a relucir sus respectivas flaquezas.

—Centro de Control llamando a Pelham Uno Dos Tres. Centro de Control llamando a Pelham Uno Dos Tres. Conteste, por favor.

El pie del conductor se movió de modo involuntario hacia el pedal, que podía emplearse alternativamente con el botón del propio micrófono, para transmitir. Ryder le dio una patada en el tobillo.

—Perdone. Ha sido un movimiento automático. El pie se movió solo y...

No terminó la frase. Su rostro se contrajo en una mueca de excusa, que era casi de remordimiento.

—Pelham Uno Dos Tres, ¿me oye? —La voz de la radio hizo una pausa—. Pelham Uno Dos Tres, conteste. Hable, Pelham Uno Dos Tres.

Ryder procuró borrar aquella voz de su conciencia. En este momento, Longman debía de estar en la cabina del segundo vagón, con la puerta cerrada, acopladas la empuñadura del freno y las dos llaves. La acción de desenganchar los vagones, aunque hubiese alguna junta enmohecida, debía llevarle menos de un minuto...

—Centro de Control llamando a Pelham Uno Dos Tres. ¿Me oye? Conteste, por favor, Pelham Uno Dos Tres... ¡Hable, Pelham Uno Dos Tres!

El conductor dirigió a Ryder una mirada francamente suplicante. Por un momento, su sentido del deber y el temor a una acción disciplinaria prevalecieron sobre el miedo a perder la vida. Pero Ryder meneó severamente la cabeza.

—¡Pelham Uno Dos Tres! Pelham Uno Dos Tres, ¿dónde diablos está?

Longman

Los pasajeros se convirtieron en una masa amorfa, mientras Longman se dirigía a la parte posterior del vagón. No se atrevía a mirarles, por miedo a llamar la atención, a pesar de que Ryder le había asegurado que tendría que caerse de narices para que se fijasen en él («eincluso entonces —le había dicho Ryder—, la mayoría de ellos fingirían no haberse dado cuenta»). Welcome le estaba esperando con una aviesa sonrisa y, como de costumbre, la sola presencia de Welcome le puso nervioso. Era un anormal, un loco. ¡Un hombre al que habían expulsado de la Mafia por su mal comportamiento!

La sonrisa de Welcome se desvaneció al acercarse Longman, y el primero permaneció plantado delante de la puerta. Por un momento, Longman tuvo el convencimiento de que Welcome no se movería, y el pánico empezó a subir en su interior como la columna de mercurio de un termómetro. Pero entonces Welcome se apartó a un lado, sonrió en tono de burla y abrió la puerta. Longman respiró profundamente y siguió adelante.

Se detuvo entre los dos coches, observando, debajo de las planchas metálicas, los gruesos cables eléctricos que transmitían la fuerza de un coche a otro, y el fuerte acoplamiento de los enganches. Se abrió la puerta del segundo vagón y vio a Steever sujetando el tirador. El jefe de tren, un joven asustado, estaba junto a él. Steever le dio la llave que había arrancado al jefe de tren. Longman abrió la puerta de la cabina y penetró en ésta. Volvió a cerrar y empezó a montar los instrumentos. Dejó en su sitio la empuñadura del freno y buscó en su bolsillo la llave del motor. Era una manija parecida a una llave inglesa de unos 12 cm de longitud y de brillante superficie, que se adaptaba perfectamente a un vástago situado en la parte plana del aparato de mandos y que, según su posición, haría que el tren se moviese hacia delante o hacia atrás. Por último, colocó la llave de desenganche, parecida a la anterior, pero con la cabeza algo más pequeña.

Salvo en los talleres, raras veces tenían los conductores ocasión de desenganchar o dar marcha atrás a un convoy; pero la maniobra era bastante sencilla. Longman hizo girar la llave de desenganche, y se abrieron los enganches entre el primer vagón y el segundo. Entonces colocó la otra llave en posición de marcha atrás, apretó el contacto, y los enganches abiertos se separaron suavemente, mientras los nueve vagones retrocedían despacio. Calculó una distancia de unos 50 metros y accionó delicadamente el freno. El tren se detuvo. Longman desprendió la empuñadura del freno y las dos llaves, se las metió en el bolsillo y salió de la cabina.

Acá y allá, un pasajero se agitaba impaciente por el retraso, que era ya de varios minutos; pero nadie parecía alarmado. Tampoco parecía preocuparles que el tren hubiese dado marcha atrás. En cambio, los de la Torre sí que debían de estar preocupados. Longman se imaginaba lo que estaría pasando en la Torre.

Steever abrió la puerta posterior para dejarle pasar. Longman avanzó hasta el borde de la plancha metálica, se agachó para amortiguar el golpe y saltó al piso de cemento de las vías. El jefe de tren saltó después, y, por último, lo hizo Steever. Caminaron rápidamente por el túnel en dirección al primer coche. Welcome abrió la puerta, pisó la plancha y, agachándose, alargó una mano para ayudarles a subir.

Longman se sintió aliviado al ver que no intentaba hacer tonterías.

IV
Caz Dolowicz

Gordo, edematoso, con una panza que tensaba los botones de su chaqueta, Caz Dolowicz, con deliberada rapidez, se abría paso entre la multitud que entraba en la estación terminal de Grand Central y salía de la misma. A través de sus fruncidos labios emitía una serie de pequeños eructos, casi uno por cada paso que daba, aliviando de este modo la dolorosa acumulación de gases que le oprimían el corazón. Como de costumbre, había comido demasiado, y, como de costumbre, se había dicho que viviría para lamentar su voraz apetito, lo cual quería decir que un día moriría por su causa. La muerte, como fenómeno, no le espantaba en demasía, salvo por el hecho de que le impediría cobrar su jubilación. Lo cual no era grano de anís.

Pocos metros después del quiosco de Nedick —cuyos efluvios de salchichas de Frankfurt asadas, tan tentadoras hacía una hora, le daban ahora asco—, cruzó una puerta, al parecer insignificante, con su letrero de «A LA OFICINA DEL INSPECTOR», y recorrió apresuradamente la rampa, llena de cubos de 3 metros de altura, que contenían los desperdicios de las concesiones de Grand Central. A su debido tiempo, vendría el tren de la basura y recogería aquellos desperdicios; pero, entretanto, apestaban e incitaban a las ratas. Dolowicz se asombró, como siempre, de que la puerta sin cerrar no despertase la curiosidad de los transeúntes, salvo de algún borracho ocasional que la cruzaba dando traspiés, en busca del retrete o sabe Dios qué otra cosa. Mejor era así; no les habría gustado que los ciudadanos se metiesen en la Torre para hacer preguntas tontas.

Al entrar en el túnel se preguntó cuántas personas —incluidos los empleados— sabían que por allí pasaba antiguamente el tren; aunque los raíles habían sido levantados, todavía se conservaba el piso original. Mientras avanzaba, con paso firme y regular, Dolowicz percibía de vez en cuando el brillo de unos ojos. No eran de rata, sino de alguno de los numerosos gatos que vivían en el túnel, sin ver jamás la luz del día y alimentándose con los roedores que infestaban a millares aquel sitio. «Las ratas son lo bastante grandes para arrastrarlo a usted y llevárselo a otra parte», le habían dicho solemnemente el día en que empezó a trabajar en la Torre. Pero, aunque nunca las había visto, pensó que no serían tan grandes como las que moraban en la sección de calefacción de PennCentral. Según una famosa historia, un hombre que, huyendo de la Policía y desorientado por el laberinto de pasadizos, se había metido en el sistema de calefacción, se perdió en él y, al final, fue devorado por las ratas hasta el tuétano.

Justo delante de él, un tren volaba a su encuentro. Sonrió y siguió avanzando. Era el directo, que marchaba hacia el Norte y que, al cabo de un momento, se desvió a un lado. El primer día que pasó por allí —hacía ya de esto doce años—, nadie se había preocupado de avisarle sobre aquel tren, y, cuando le vio avanzar zumbando contra él, se tumbó en la cuneta, aterrorizado. Ahora, una de sus sencillas diversiones era acompañar a los novatos en el túnel y observar lo que hacían al ver llegar el tren a toda velocidad.

La semana anterior había acompañado a ciertos jefazos del Metro de Tokio y había tenido ocasión de comprobar la presunta impasibilidad de los orientales; éstos, al ver llegar, zumbando, el tren del Norte, se habían asustado, corrido y chillado como todo el mundo. Pero se recobraron en seguida del susto y, medio minuto más tarde, empezaron a quejarse de la peste. «Bueno —les había dicho él—, esto es un túnel subterráneo, no un jardín botánico.» También criticaron la propia Torre: demasiado gris, demasiado destartalada, demasiado triste. Dolowicz pensó que estaban majaretas. Era una simple habitación larga y estrecha, sin adornos, con unas cuantas mesas, unos cuantos teléfonos y un retrete. Pero, según dicen, la belleza está en los ojos del que mira, y lo que embellecía la Torre era el Tablero Modelo: colgado en una de las paredes, registraba con luces de colores los trayectos y movimientos de cada tren que pasaba por el sector, y se hallaba superpuesto a un plano en el que se veían las líneas y las estaciones.

Subió la escalera y penetró en la sala de la Torre, centro de control que tenía a su cargo durante ocho horas diarias. La sala de la Torre. En realidad, su nombre técnico era Salón de Enlace; pero nadie lo llamaba así. Era la sala de la Torre o, simplemente, la Torre, nombre tomado de las antiguas torres levantadas junto a las vías del ferrocarril en los puntos clave, de la misma manera que las torres del Metro estaban bajo tierra en los puntos clave del sistema.

Dolowicz echó un vistazo a su alrededor. Todos los empleados de la Torre estaban ocupados en sus mesas resplandecientes de luces, observando las indicaciones del Tablero Modelo, mientras hablaban con los jefes de estación, los inspectores y los empleados de las Torres de otros puntos clave próximos. Su mirada se fijó en Jenkins. Una mujer. Una mujer, empleada de la Torre. Y negra, por añadidura. Aunque había pasado un mes, no podía acostumbrarse a esta idea. Bueno; debía tratar de habituarse a ella, pues, según se decía, eran muchas las mujeres que hacían el cursillo de empleadas de Torre. ¿Qué vendría después? ¿Conductoras de tren? En realidad, no tenía quejas de Mrs. Jenkins. Era una mujer tranquila, limpia, de pocas palabras, competente. Sin embargo...

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