Authors: John Godey
Agazapados entre la muchedumbre frenética del metro de la Gran Manzana, cuatro hombres se preparan para dar el golpe de su vida. Todos tienen cuentas pendientes con la sociedad y ahora quieren vengarse, por lo que secuestran a 16 rehenes y exigen un millón de dólares antes de una hora. ¿Cómo se comporta la sociedad ante los asaltantes, que solo se rigen por la ley de la vida o la muerte? ¿Cómo reaccionan los cientos de miles que no pueden llegar a sus casas porque se han paralizado los transportes? ¿Qué les pasa por la cabeza a los rehenes mientras esperan en la oscuridad del túnel a sabiendas de que si algo se tuerce solo les queda una hora de vida? Cuatro hombres al límite tienen a la ciudad bajo control. Sin embargo, Nueva York sabe cómo defenderse.
John Godey
Pelham UNO DOS TRES
ePUB v1.0
adruki09.06.12
Título original:
The taking of Pelham one two three
John Godey, 1973.
Traducción: J. Ferrer Aleu
Diseño/retoque portada: Marigot
Editor original: adruki (v1.0)
ePub base v2.0
Los personajes de esta novela son ficticios, incluso aquellos que se identifican por su cargo o título, como funcionarios municipales, policías y agentes de tráfico, etcétera. Cualquier parecido con personas reales será pura coincidencia.
Steever se hallaba plantado en el andén dirección Sur de la estación de la Calle Cincuenta y Nueve de la Línea Lexington Avenue, mascando un chicle con lentos movimientos de sus fuertes mandíbulas, como un delicado perro de caza, adiestrado en sujetar firmemente la presa, pero sin estropearla.
Su actitud era tranquila y, al mismo tiempo, gallarda, como si un bajo centro de gravedad, combinado con una certidumbre interior, le hubiese inmovilizado. Llevaba un impermeable azul marino, pulcramente abrochado, y un sombrero gris oscuro inclinado hacia delante, no ladeado, sino horizontal, doblada el ala en ángulo agudo sobre la frente y proyectando una sombra romboidal sobre sus ojos. Sus patillas y el cabello del cogote eran blancos, contrastando con su tez morena, hecho inesperado en un hombre que parecía tener poco más de treinta años.
La caja de flores era desmesurada, lo cual indicaba la existencia de un pródigo e incluso exagerado montón de capullos en su interior; algo propio de un solemne aniversario o del deseo de reparar un terrible pecado de traición. Si alguno de los que esperaban en el andén sintió ganas de sonreír ante aquella caja de flores —que parecía absurda, en poder de aquel hombre que la sostenía descuidadamente bajo el brazo, inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados en dirección al triste techo de la estación—, se guardó muy bien de hacerlo. Aquel hombre no inducía a la sonrisa.
Steever no se movió ni dio muestras de advertir las lejanas vibraciones del tren, cuyo ruido aumentó gradualmente a medida que se acercaba el convoy. Con sus cuatro ojos —luces de posición ámbar y blancas, sobre los focos blancos—, el Pelham Uno Dos Tres entró, retumbando, en la estación. Chirriaron los frenos; el tren se detuvo; las puertas se abrieron con un chasquido. Steever se había situado de manera que quedó delante de la puerta central del quinto vagón del convoy, compuesto por diez unidades. Entró en el coche, giró a la izquierda y se encaminó a un doble asiento aislado, situado al lado de la cabina del conductor. Estaba libre. Se sentó, sujetando la caja de flores entre las rodillas, y miró distraídamente la espalda del conductor, que se había asomado a su ventanilla para observar el andén.
Steever cruzó las manos sobre la tapa de la caja de flores. Unas manos muy anchas, de cortos y gruesos dedos. Se cerraron las puertas, y el tren arrancó con una sacudida, por lo cual, los pasajeros se inclinaron primero hacia atrás y luego hacia delante. Sin el menor esfuerzo aparente, Steever apenas se movió.
Ryder retuvo la ficha una fracción de segundo —una pausa imperceptible para cualquiera, pero que registró su conciencia— antes de introducirla en la rendija y empujar la barrera giratoria. Al salir al andén, reflexionó sobre su vacilación con la ficha. ¿Nervios? Tonterías. Una concesión, tal vez incluso una especie de rito, en vísperas de la batalla, pero nada más. Se vive o se muere.
Sosteniendo la parda maleta con la mano izquierda y el pesado «Valpac» con la derecha, se echó a andar por el andén de la estación de la Calle Veintiocho, en dirección a su extremo sur. Se detuvo exactamente debajo de un cartel colgado sobre el borde del andén y en el que podía verse el número 10, en negro sobre fondo blanco, que indicaba el punto donde se detenía el primer coche de un tren de diez vagones. Como de costumbre, estaban allí los «asaltantes» del primer vagón —según solía él llamarlos—, e incluso el inevitable exagerado que se había situado más allá del rótulo y tendría que retroceder corriendo cuando llegase el tren. Estos asaltantes ponían de manifiesto —hacía tiempo que se había dado cuenta— una faceta dominante de la condición humana: la inconsciente necesidad de ser el primero, de correr delante del rebaño por darse el gusto de ser el primero.
Se apoyó en la pared y dejó las maletas en el suelo, una a cada lado, tocándole el borde de los zapatos. Su impermeable azul marino rozaba ligeramente la pared, pero el menor contacto bastaba para recoger mugre, hollín, partículas de polvo e incluso, posiblemente, pintura de alguna inscripción reciente trazada con lápiz de labios de un rojo vivo, con una intención amarga o irónica todavía más viva. Se encogió de hombros y se bajó el ala del sombrero gris oscuro sobre los ojos, que también eran grises y serenos y estaban hundidos en las huesudas órbitas, anunciadoras de una cara más ascética de lo que revelaban las redondas mejillas y la carnosa zona alrededor de los labios. Se apoyó con más fuerza en la pared y hundió las manos en los sesgados bolsillos del impermeable. Una de sus uñas se enganchó en un hilo de nilón. Suavemente, y, empleando la mano libre para sujetar la tela, desenganchó el dedo y sacó la otra mano.
Se oyó un zumbido que pronto se convirtió en estrépito, y un tren directo pasó rápidamente en dirección al Norte, mientras centelleaban sus luces entre las columnas como una película defectuosa. En el extremo del andén, un hombre contempló furioso el directo que se alejaba, y se volvió a Ryder, como pidiéndole una muestra de solidaridad, de simpatía. Ryder lo miró con esa total indiferencia que es la auténtica máscara de los usuarios del Metro, de todos los neoyorquinos, o tal vez la verdadera cara con que nacían los neoyorquinos, o que éstos adoptaban,
doquiera
hubiesen nacido, en cuanto ganaban su diploma de residentes de buena fe. El hombre, sin hacer caso del desaire, empezó a pasear por el andén, murmurando indignado. Más allá, al otro lado de los cuatro juegos de raíles, el andén de los trenes dirección Norte parecía una triste copia de los que se dirigían al Sur: el rectángulo de azulejos con la inscripción «28th Street», las sucias paredes, el suelo gris, los pasajeros resignados o impacientes, los asaltantes del último vagón (¿por qué lo cogerían
éstos
?).
El paseante se acercó bruscamente al borde del andén, pisó la raya amarilla, se dobló por la cintura y miró en la dirección de llegada de los trenes. Más abajo, en el mismo andén, había otros tres hombres inclinados, suplicantes, mirando hacia el oscuro túnel que desembocaba en la estación. Ryder oyó el ruido de un tren que se acercaba y vio que aquellos hombres se echaban atrás, pero sólo unos centímetros, como cediendo terreno a regañadientes, como desafiando al tren a que los matara, si es que se atrevía. El convoy entró en la estación, y la primera unidad se detuvo exactamente junto al rótulo colgante. Ryder miró su reloj. Aún debían pasar dos. Diez minutos. Se separó de la pared, se volvió y se puso a observar el cartel más próximo.
Era un anuncio del pan «Levy's», un viejo conocido. Lo había visto por primera vez cuando lo acababan de instalar, pulcro y sin adiciones. Pero, casi inmediatamente, se habían acumulado en él las inscripciones. Representaba un niño negro comiendo el pan «Levy's» y el rótulo decía:
No tiene usted que ser judío para que le guste «Levy's»
. Después, alguien había escrito en furiosos caracteres rojos:
Pero tiene que ser negro para estafar a la beneficencia y alimentar a sus pequeños bastardos negros.
Debajo de esto, en letras mayúsculas, como para eliminar el odio con el antídoto de la piedad, leíanse las palabras: JESÚS SALVA. Pero otra mano, ni furiosa ni piadosa, tal vez al margen de la lucha, había añadido: CALAÑA ESCOCESA.
Seguían tres inscripciones separadas, cuyo mensaje había sido incapaz de descifrar Ryder:
La identificación de la voz no prueba el contenido del discurso. La psiquiatría se funda en novelas de ficción. La filaria hace escupir.
Después de esto, volvía el ideólogo, con su serie de protestas: MARX APESTA. Y LA PANTERA. Y TODO EL MUNDO. Y YO.
«Era —pensó Ryder— la auténtica voz del pueblo, manifestando su angustia a la vista del público, sabiendo que no merecía un auditorio.» Se apartó del cartel y observó la cola del tren que se alejaba de la estación. Volvió a apoyar la espalda en la pared, de nuevo entre sus dos maletas, y paseó una mirada indiferente por el andén. Una figura vestida de azul avanzaba en su dirección. Ryder observó su insignia: un agente de tráfico. Advirtió algunos detalles: aquel hombre tenía un hombro más bajo que el otro, y esto le daba el aspecto de estar escuchando; unas hirsutas patillas color zanahoria se prolongaban hasta una pulgada por debajo de los lóbulos de las orejas... El A.T. se detuvo a una distancia equivalente a la longitud de un vagón, lo miró y dio media vuelta. Cruzó los brazos sobre el pecho, los desplegó y se quitó la gorra. Tenía los cabellos de un color castaño rojizo, bastante más oscuro que las patillas, y algo aplastados por la presión de la gorra. La miró, se la caló de nuevo y volvió a cruzar los brazos.
Llegó un tren que marchaba en dirección Norte, se detuvo frente al otro andén y arrancó de nuevo. El A.T. volvió la cabeza y vio que Ryder le estaba mirando. En seguida miró al frente e irguió la espalda. Su hombro más bajo se elevó, lo cual mejoró su aspecto.
En cuanto un convoy abandonaba la estación, el jefe de tren debía salir de su cabina y prestar a los pasajeros la ayuda y la información que éstos le pidiesen. Bud Carmody sabía muy bien que pocos jefes de tren observaban esta norma. Casi siempre se quedaban en la cabina, viendo desfilar las grises paredes. Pero
él
no era así. Él cumplía el reglamento, e incluso se excedía en su observación: le
gustaba
presentarse con pulcritud; le gustaba sonreír y contestar a las preguntas tontas. Le gustaba su trabajo.
Bud Carmody consideraba que su afición a los trenes era cuestión de herencia. Un tío suyo había sido conductor (se había retirado hacía poco, después de treinta años de servicio), y, de muchacho, Bud lo había admirado extraordinariamente. En alguna ocasión —en las tranquilas jornadas domingueras—, su tío lo había metido a escondidas en la cabina e incluso le había dejado tocar los mandos. Por esto, desde pequeño, Bud había deseado ser conductor. Después de terminar la segunda enseñanza, había realizado la prueba de Servicios Públicos y le habían dado a elegir entre jefe de tren del Metro o conductor de autobús. Aunque los conductores de autobús tenían mejor sueldo, no le tentó esta perspectiva; a él le interesaban los ferrocarriles. Ahora, cuando terminase los seis meses de servicio como jefe de tren —sólo faltaban cuarenta días—, se presentaría a exámenes de conductor.