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Authors: John Godey

Pelham 123 (4 page)

En realidad, sólo había cometido un error de bulto en todo aquel tiempo, y ello fue poco después de terminar su aprendizaje y los seis meses de servicio en los talleres. Se había saltado una señal, ¡santo Dios! No porque estuviese calculando pesos, porque en aquella época no lo hacía aún. Pero había ocurrido: se había pasado una señal roja, cuando marchaba a sesenta kilómetros por hora. Diose cuenta inmediatamente; pero antes de que pudiese frenar, había funcionado el resorte automático, quedando así parado el tren. Y esto había sido todo. Ningún accidente. Los pasajeros habían sufrido la sacudida de la brusca parada, pero nadie había resultado lesionado y no se había formulado ninguna queja. Él se había apeado, había restablecido la conexión y nada más. Más tarde le metieron un buen rapapolvo, pero el viejo Meara, el inspector, había tenido en cuenta que era un novato y no había consignado el hecho en su hoja de servicio. En realidad,
nunca
le habían sancionado, y esto quería decir algo.

La razón era que conocía su línea; la conocía tan bien, que no
tenía
que pensar en ella. Pero sabía algo más: conocía el funcionamiento de los trenes. Porque, cuando aprendía algo, no lo olvidaba jamás. Aunque importaba poco para ser un conductor seguro y cabal, sabía que cada vagón era arrastrado por cuatro motores de 100 caballos, uno para cada eje; que el tercer raíl suministraba una corriente continua de 600 voltios a través de las zapatas de contacto y que, al poner en marcha los motores, enviaba una señal a la unidad de control de cada coche... Sabía incluso que cada uno de estos hijos de perra costaba casi un cuarto de millón de dólares, lo cual quería decir que, cuando se conducía un tren de diez vagones, tenía uno a su cargo un convoy que costaba dos millones y medio de dólares.

Lo cierto era que uno hacía casi todo el trabajo automáticamente,
sin
pensar en ello. Apagar las luces de parada en Grand Central. Él sabía cuándo estaban encendidas, incluso sin verlas, y cuándo estaban apagadas. Ahora, marchando hacia la Calle Veintiocho, lo hacía todo automáticamente, accionando la manivela a los debidos intervalos para aumentar la velocidad; captando las señales con los ojos, o con el instinto, o con lo que fuese: verde, verde, ahora el ámbar y allá el rojo; sabiendo exactamente cuál debía ser su velocidad para que el rojo pasase al ámbar justo delante de él; sabiendo que, si tenía que accionar el freno, podría hacerlo sin que los pasajeros sintiesen la sacudida. Cosas, todas ellas, en las que uno no
pensaba
, pero las
hacía
.

Por consiguiente, si uno no tenía que pensar en conducir el tren, podía permitirse el lujo de pensar en otra cosa, para tener ocupada la mente y alejar de sí la monotonía. Habría apostado cualquier cosa a que la mayoría de los otros conductores se entregaban a juegos peculiares. Por ejemplo, Vincent Scarpelli..., por algo que se le había escapado una vez. Vincent sumaba el número de tetas que transportaba. ¡ Tetas! Al menos, su propio pasatiempo nada tenía de pecaminoso.

Él sumaba pesos. En la Treinta y Tres se habían apeado unos veinte pasajeros y habían entrado una docena. Una pérdida aproximada de ocho. A 60 kg por pasajero (si los constructores de ascensores calculaban la capacidad sobre esta base, también podía hacerlo él), representaba una pérdida de 480 kg por lo que el total quedaba reducido a 317.545 kg. Como es natural, el cálculo era sólo aproximado. Nunca podía saber
exactamente
el número de los que subían y de los que bajaban, dada la longitud del tren y el poco tiempo que tenía para contarlos; por consiguiente, debía existir un margen de error. Pero se aproximaba mucho, incluso en los tumultos de las horas punta.

Comprendía que era tonto sumar el peso de los vagones, puesto que éste era siempre el mismo (aproximadamente, 30.000 kg por vagón en la Sección A, y un poco más en las B-1 y B-2) y sólo variaba con el número de coches. Pero esto hacía que las cifras fuesen más imponentes. Por ejemplo, ahora, aunque sólo transportaba 290 pasajeros (17.400 kg), más medio kilo por pasajero en libros, periódicos, paquetes y bolsos de señora (145 kg), si sumaba los 30.000 kg de cada uno de los diez vagones, obtenía el impresionante total de 317.545.

El juego era apasionante, sobre todo, en las horas punta, cuando los que esperaban en el andén empujaban y se apretujaban de un modo increíble. La acción más formidable se desarrollaba en los trenes directos, y en uno de éstos había establecido él su plus-marca de todos los tiempos. Según la Jefatura de Tráfico, la capacidad máxima de un vagón era de 180 pasajeros (220 en los coches BMT), pero este límite era excesivamente bajo. En ocasiones, sobre todo cuando se producía algún retraso, dicho número aumentaba considerablemente: los 44 asientos ocupados, y unos 155 ó 160 pasajeros de pie. Lo cual hacía que pudiese creerse la vieja historia de un pasajero que murió de un ataque cardíaco en Union Square y viajó hasta Brooklyn, donde al apearse varios pasajeros dejaron sitio para que cayese al suelo.

Denny Doyle sonrió. Él mismo había contado esta historia, jactándose de que había ocurrido en su tren. Si hubiese podido pasar una cosa así, probablemente habría ocurrido hace unos años, en la hora punta de un día laborable. Una conducción maestra había reventado e inundado las vías y, cuando pudo poner de nuevo en marcha el tren, no cabía un alfiler en los andenes; después había tenido que detenerse tres o cuatro minutos en cada estación, mientras la gente luchaba a brazo partido para introducirse en los vagones. Aquella tarde hubo un momento en que transportó más de 200 pasajeros en cada vagón,
más
los paquetes: en total, ¡más de 400.000 kg!

Volvió a sonreír y accionó la palanca del freno al llegar a la estación de la Calle Veintiocho.

Tom Berry

Sabía que se levantaría en Astor Place, impulsado por el hábito y por ese sexto sentido, sin duda relacionado con el instinto de supervivencia, que se ha desarrollado en todos los neoyorquinos, en las distintas fases de su belicosa coexistencia en la ciudad. Como los animales de la selva, como las plantas, los neoyorquinos han evolucionado, adaptándose y creando defensas específicas contra unas amenazas definidas. La autopsia de un neoyorquino nos revelaría circunvoluciones cerebrales y filamentos nerviosos que no poseen los ciudadanos de otro lugar cualquiera.

Sonrió al ocurrírsele la idea y se recreó en ella, puliéndola e incluso pensando en las frases que emplearía para contarla a Deedee. Pensó, no por primera vez, que todo su ser se hallaba
centrado
en Deedee. Así como el árbol que cae en el bosque no hace ruido, a menos que haya alguien cerca de allí para oírlo, así nada contaba para él, a menos que lo compartiese con Deedee.

Tal vez era amor. Al menos, ésta era una denominación posible para expresar las locas y contradictorias emociones en que ambos se veían enzarzados: frenesí sexual, hostilidad, asombro, ternura y un estado de enfrentamiento casi continuo. ¿Era
esto
el
amor
? En caso afirmativo, no era así como lo describían los poetas.

Al pensar en la tarde de ayer, se desvaneció su sonrisa y frunció las cejas. Había subido de tres en tres los peldaños de la estación del Metro y se había dirigido, casi corriendo, al extraño pisito de Deedee, latiéndole con fuerza el corazón al pensar que iba a verla. Llamó a la puerta con el puño (el timbre no funcionaba desde hacía tres años), ella abrió, dio media vuelta y se apartó en seguida, con la precisión de un soldado al oír la voz de mando.

Él permaneció junto a la puerta, entreabierta la boca en una malograda sonrisa. Incluso en estos momentos infelices y de riña inminente, ella podía con él, a pesar del uniforme con que siempre trataba de disimular su belleza: el pantalón harapiento y cortado por encima de las rodillas, las gafas con montura de acero, los brillantes cabellos castaños recogidos hacia atrás en los lados de la cabeza y que caían después como querían.

Él observó sus ojos nublados y el fruncimiento de los labios.

—Estás volviendo a la infancia. Reconozco este pucherito. Lo hacías cuando tenías tres años.

—Se ve que eres un hombre instruido —dijo ella. —En la escuela nocturna.

—La escuela nocturna. Estudiantes que bostezan, y un maestro vestido con traje arrugado y que suda su hora de terrible aburrimiento.

Él se acercó a ella, tratando de no engancharse los pies en la mugrienta y rasgada alfombra que cubría a medias las tablas del piso, unas tablas que subían y bajaban como inmovilizadas después de un terremoto. Sonrió, pero sin ganas.

—Eso es despreciar a las clases bajas —dijo—. Hay gente que no puede permitirse la escuela diurna.

—Gente. Vosotros no sois gente.

La furia reflejada en el rostro de ella le excitó perversamente (o tal vez no tan perversamente, dada la estrechez de la raya que separa el amor del odio, que une la pasión a la ira), pese a lo cual, se volvió de espaldas y se dirigió al otro extremo de la estancia. Los estantes confeccionados con cajas de naranjas aparecían peligrosamente inclinados. Más libros se amontonaban en la pintada repisa de la chimenea, y, debajo de ésta, en el hogar no utilizado, también había libros: Abbie Hoffman, Jerry Rubin, Marcuse, Fanon, Cohn-Bendit, Cleaver, los profetas y filósofos corrientes del Movimiento.

La voz de ella restalló en la habitación:

—No volveré a verte más.

Él lo esperaba y calibró el tono exacto, hasta el último matiz. Sin volverse, dijo:

—Creo que deberías cambiarte el nombre.

Sólo pretendía desorientarla con una nadería. Pero, en cuando acabó de decirlo, comprendió la ambigüedad de sus palabras y supo que ella las interpretaría mal.

—No creo en el matrimonio —dijo ella—. Y, aunque creyese en él, antes me liaría con un..., bueno, con cualquiera..., que casarme con un poli.

Él la miró a la cara, apoyada en la chimenea.

—No te proponía el matrimonio. Me refería a tu nombre. Deedee. Es demasiado delicado y frívolo para una revolucionaria. Los revolucionarios no deben usar nombres insignificantes. Stalin (Acero), Lenin, Mao, Che. Nombres duros, dialécticos.

—¿Como Tito?

Él se echó a reír.

—Apúntate un tanto. En realidad, ni siquiera sé cuál es o era tu nombre.

—¿Qué importa? —Después se encogió de hombros y añadió—: Doris. Lo detesto.

Detestaba muchas cosas, además de su nombre: el orden establecido, el sistema político, el dominio del varón, las guerras, la pobreza, a los policías y, sobre todo, a su padre, el afortunado intendente mercantil que le había dado vestidos de seda, oropeles, amor, cuidados y una educación en un colegio de Ive League; que la comprendía —aunque no del todo— y se hacía cargo de sus actuales necesidades, y del cual, para su propia desesperación, aceptaba dinero en los momentos de mayor apuro. Bueno; no es que le faltase razón en muchas cosas que pensaba y sentía, pero su inconsecuencia en algunas de ellas lo sacaba de quicio. Si odiaba a su padre, no debía aceptar en modo alguno su dinero, y, si odiaba a los policías, no debía acostarse con uno de ellos.

Ella estaba en aquel momento sofocada, muy bonita y, en cierto modo, indefensa. Él le dijo, amablemente:

—Bueno, ¿qué he hecho esta vez?

—No trates de engañarme con esta fingida inocencia. Dos amigos míos estaban allí y lo vieron todo. Trataste
brutalmente
a un negro inocente.

—¡ Ah! ¡Ah, sí! ¿Es eso lo que he hecho?

—Mis amigos estaban allí, en St. Marks Place, y me contaron exactamente lo que pasó. No hacía aún media hora que te habías marchado de aquí, cuando volviste a las andadas; casi mataste a un negro que no hacía nada malo.

—No puedes decir que no hacía nada malo.

—Orinaba en la calle. ¿Es eso un delito grave?

—Hacía algo más que orinar en la calle. Orinaba sobre una mujer.

—¿Una mujer blanca?

—¿Qué importa su color? La mujer no podía tolerarlo. Y no me digas que fue un acto de simbolismo político. Era un hombre ruin y estúpido, que orinaba sobre una mujer.

—Y por eso lo hiciste pedazos.

—¿Crees que lo hice?

—No trates de negarlo; mis amigos lo vieron todo.

—Escucha —dijo Berry, con paciencia—. Tú no estabas allí. No viste lo que pasó.

—Repito que mis amigos lo vieron.

—Está bien. ¿Vieron tus amigos que me atacaba con un cuchillo?

Ella lo miró, furiosa.

—Es exactamente lo que
esperaba
que dirías.

—Tus amigos no vieron esta parte del drama, ¿eh? Y estaban allí, ¿no? Bueno, pues yo también estaba allí. Y vi lo que pasó, e intervine en ello...

—¿Con qué derecho?

—Soy policía —dijo él, desesperado—. Me pagan por mantener el orden. Nadie vulneraba los derechos de aquel bruto; pero sí los de la mujer. La Constitución da a todos el derecho a que no se les meen encima. Por eso intervine. Intervine en defensa de la Constitución.

—Por favor, no te hagas el gracioso.

—Le aparté de la mujer, le dije que se abrochase y que se largase de allí. Y él se abrochó, desde luego, pero no se marchó. Sacó un cuchillo y me acometió.

—¿No le habías pegado, o algo así?

—Le había dado un empujón. Ni siquiera un empujón. Una palmada, para que circulase.

—¡Ah! Un abuso de fuerza.

—Fue
él
quien abusó. Me atacó con un cuchillo. Yo se lo arranqué de la mano, y en el forcejeo, le rompí una muñeca.

—Y romper la muñeca de un hombre, ¿no es un abuso de fuerza? ¿No podías haberle quitado el cuchillo sin romperle la muñeca?

—Él no lo soltaba y seguía pugnando por acuchillarme. Por consiguiente, le rompí la muñeca. La única alternativa era dejar que me clavase el cuchillo; y no estoy dispuesto a ir tan lejos por mor de las buenas relaciones comunitarias.

Ella calló y frunció el ceño.

—O —prosiguió él— para complacer a mi niña y sus mal digeridas ideas radicales.

—¡Maldito seas! —gritó ella, moviéndose con asombrosa rapidez y lanzándose contra él—. ¡Sal de aquí, lárgate!

Él calculó mal la fuerza de su embestida, y chocó de espaldas contra la temblorosa repisa de la chimenea. Riendo y protestando, trató de sujetarle las belicosas manos; pero ella le sorprendió de nuevo, cerrando el puño y golpeándole el estómago. No le hizo daño, pero sí encogerse en un reflejo protector. Después, él se irguió, la sujetó por los hombros y empezó a sacudirla. Deedee rechinó los dientes. Una expresión de rabia feroz se pintó en sus ojos, y trató de golpearle el bajo vientre con la rodilla. Él esquivó el golpe y sujetó la rodilla entre sus muslos.

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