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Authors: John Godey

Pelham 123 (5 page)

Al final se fueron a la cama.

Como de costumbre, ella no dejó que le diese el beso de despedida, ni siquiera que la tocase, después de colgarse él la pistola del 38. Pero tampoco le hizo el acostumbrado ruego de que tirase el arma.

Berry sonrió y palpó el bulto que formaba la pistola sobre su piel. El tren se detuvo, y él abrió los ojos para comprobar la estación en que se hallaban. Veintiocho. Tres paradas más, un paseo de cuatro manzanas, cuatro empinados tramos de escalera... ¿Era la perversidad de sus relaciones lo que le atraía? Meneó la cabeza. No. Ansiaba verla. Ansiaba su tacto, incluso su ira. Volvió a sonreír, recordando y previendo, en el momento en que se abrían las puertas.

Ryder

Mientras esperaba la llegada del Pelham Uno Dos Tres, Ryder miró a los que se hallaban donde pararía el primer vagón y los observó sin demasiada curiosidad. Eran cuatro, cuatro de los que querían ir los primeros. Un joven negro, con su traje de fantasía y sus ojos acostumbrados a mirar la muerte. Un puertorriqueño, delgado, menudo, con una manchada guerrera verde de campaña. Un abogado —al menos, parecía un abogado—, con una cartera de documentos, sus ojos penetrantes y su aspecto reflexivo. Un muchacho de unos diecisiete años, cargado de libros de texto, gacha la cabeza y con la cara llena de granos. Cuatro. «No cuatro personas —pensó Ryder—, sino cuatro unidades.»

Tal vez lo que iba a pasar los curaría de su manía de meterse en el primer vagón.

Llegó el Pelham Uno Dos Tres. Las luces de posición, ámbar y blanca, de su techo, parecían dos ojos de colores distintos. Debajo de ellas, los constreñidos focos, que eran los verdaderos ojos del tren, parecían oscilar, por un efecto óptico, como llamitas de vela agitadas por el viento. Como de costumbre, el tren pareció llegar con demasiada velocidad para poder detenerse. Pero lo hizo con mucha suavidad. Ryder esperó que los otros se acercaran a la puerta y entrasen. El elegante negro se dirigió a la mitad delantera del vagón, y los otros fueron a situarse en la de atrás. Él cogió sus maletas, llevándolas ambas en la mano izquierda, cosa un tanto extraña y que hacía que su hombro se doblase bajo el peso. Avanzó sin apresurarse, con la mano derecha metida en el bolsillo del impermeable, donde se cerró sobre la pistola.

El conductor estaba asomado a la ventanilla, mirando a lo largo del andén y observando a los pasajeros que entraban en el convoy. Era un hombre de edad madura, de rostro colorado y cabellos de un gris tirando a plata. Ryder apoyó el hombro en la pared del vagón, y en el mismo momento en que el conductor se dio cuenta de que un obstáculo impedía su visión del andén, le tocó la sien con el cañón de su pistola.

La vista de la pistola, o el contacto de ésta con su carne, o, simplemente, la inesperada presencia de Ryder, hicieron que el conductor echase la cabeza atrás, cediendo a un reflejo violento, y se diese con ella en el marco de la ventanilla. Ryder introdujo la mano por la ventana, y esta vez apoyó cuidadosamente la pistola en la mejilla del conductor, justo debajo de su ojo derecho.

—Abra la puerta de la cabina —dijo.

Su voz era tranquila, sin inflexiones. El conductor tenía lacrimosos los ojos azules y parecía deslumbrado. Ryder apretó la pistola y notó cómo ardía la carne de la mejilla bajo la presión.

—Escuche bien. Si no abre la puerta de la cabina, lo mataré.

El conductor asintió con la cabeza, pero no se movió. Parecía atontado, paralizado. Su tez colorada se había vuelto gris.

Ryder habló entonces más despacio:

—Voy a decírselo una vez más, y, después, le saltaré la tapa de los sesos. Abra la puerta de la cabina. Nada más. Y no haga el menor ruido. Limítese a abrir la puerta, en seguida.
Vamos
.

El conductor movió la mano, tocando la puerta de acero y deslizándola a ciegas hasta tocar la cerradura. Le temblaban los dedos, pero descorrió el cerrojo y Ryder oyó el débil chasquido del pestillo. Se abrió la puerta y Longman, que esperaba en el interior del vagón, se deslizó en la cabina con su paquete. Ryder apartó la pistola de la cara del conductor y volvió a meterla en su bolsillo. Después introdujo sus maletas en el tren. En cuanto estuvo dentro, se cerraron las puertas. Las sintió deslizarse detrás de su espalda.

III
Bud Carmody

Una voz dijo:

—Vuélvase; tengo que mostrarle algo.

Las puertas del tren estaban abiertas, y Bud Carmody se había asomado a la ventanilla para observar el andén de la estación de la Calle Veintiocho. La voz acababa de sonar justo detrás de él. Un momento después, algo duro se apoyó en la base de su espina dorsal.

La voz dijo:

—Es una pistola. Deje de asomarse y vuélvase despacio.

Bud echó la cabeza atrás. Al volverse, la pistola mantuvo el contacto con su cuerpo, hasta apoyarse pesadamente en sus costillas. Se encontró cara a cara con aquel hombre de cabellos blancos y aspecto robusto que llevaba una caja de floristería.

No se había separado de ésta al entrar en la cabina.

Bud preguntó con voz estridente:

—¿Qué sucede?

—Haga exactamente lo que yo le diga —respondió el hombre—. En otro caso, lo pasará mal. —Movió ligeramente la pistola. El punto de mira pinchó la fina piel, sobre las costillas de Bud, y éste estuvo a punto de gritar a causa del dolor—. ¿Va a hacer exactamente lo que le diga?

—Sí —dijo Bud—. Pero no tengo dinero. No me haga daño.

Bud procuraba no mirar a aquel hombre, pero estaban tan cerca que no podía evitarlo. Tenía la cara grande y muy morena, y una de esas barbas casi azules que hay que afeitar dos veces al día para conservar un aspecto pulcro. Sus ojos eran claros, de color de avellana, y estaban medio ocultos por los pesados párpados. Además, carecían de expresión y de profundidad. El alma no se asomaba a ellos, como solía decir la gente. No podía imaginarse que aquellos ojos fuesen capaces de expresar el menor sentimiento, y menos compasión.

—Vuelva a la ventana —dijo el hombre—. Observe los vagones de atrás y, si el andén está despejado, cierre las puertas. Pero sólo las de los últimos vagones. Deje abiertas las de los de delante. ¿Comprendido?

Bud asintió con la cabeza. Tenía la boca tan seca, que estaba seguro de que no habría podido hablar aunque hubiese querido. Por ello se limitó a asentir enérgicamente con la cabeza, tres o cuatro veces.

—Hágalo, pues —dijo el hombre.

El cañón de la pistola volvió a apoyarse en el espinazo de Bud, mientras éste se volvía y se asomaba a la ventanilla.

—¿Despejado el andén? —preguntó el hombre, y al asentir Bud con la cabeza ordenó—: Entonces, cierre las puertas.

Bud apretó el botón, y se cerraron las puertas de los coches de atrás.

—No se mueva —dijo el hombre, y se asomó a la ventanilla, junto a Bud.

Quedaron muy apretados; pero, si el hombre lo advirtió no pareció importarle. Miró hacia delante, y Bud sintió el aliento del desconocido en la mejilla. Junto al primer vagón, alguien estaba hablando a través de la ventanilla de la cabina del conductor. Parecía una cosa natural, pero Bud comprendió que aquello tenía relación con lo que pasaba en su propio vagón. Vio que el hombre del primer vagón se erguía.

—En cuanto haya subido al tren, cierre las otras puertas —dijo el hombre que estaba a su lado. Bud vio que el otro entraba en el vagón—. Está bien; cierre ya.

Los dedos de Bud, colocados sobre el tablero, apretaron con fuerza. Las puertas se cerraron. Se encendió la luz del aparato indicador.

—Métase dentro —dijo el hombre, y de nuevo se encontraron ambos frente a frente. El hombre le apretó con la pistola—. Anuncie la próxima estación.

Bud pulsó el botón del transmisor y habló por el micrófono:

—Calle Veinte. Calle...

Sentía un nudo en la garganta, que le ahogaba la voz, y no pudo terminar.

—Dígalo de nuevo —dijo el hombre—, y, esta vez, hágalo mejor.

Bud carraspeó y se humedeció los labios con la lengua: ,

—Calle Veinte, próxima parada.

—No está mal —dijo el hombre—. Escuche lo que va a hacer ahora. Se echará a andar y se dirigirá al primer vagón.

—¿Tengo que ir al primer vagón?

—Así es. Camine y no se detenga hasta llegar al primer vagón. Yo lo seguiré, con la pistola en el bolsillo. Si intenta alguna jugarreta, le pegaré un tiro en la espalda. En la espina dorsal.

La espina dorsal. Bud se estremeció. Se imaginó la bala penetrando en su espinazo, haciéndolo añicos, privándole de todo apoyo y ocasionando que su cuerpo se derrumbase. Y el dolor: el hueso quebrándose en pequeños fragmentos, lanzando afilados dardos a través de su carne, de sus órganos...

—En marcha —ordenó el hombre.

Al salir de la cabina, la cadera de Bud rozó la caja de floristería, y él alargó de forma instintiva la mano para sujetarla. Pero la caja se mantuvo sorprendentemente equilibrada y apenas se movió. Se volvió a la derecha y abrió la puerta de comunicación con el vagón siguiente. El hombre le siguió. Vaciló un momento sobre las planchas del pasadizo y, después, abrió la segunda puerta y entró en el otro vagón. Mientras avanzaba a lo largo del tren, no oía pisadas a su espalda; pero sabía que el hombre iba detrás de él, empuñando la pistola, que llevaba en el bolsillo, dispuesto, como había prometido, a quebrarle el espinazo como un sarmiento seco. Pasó de un coche a otro, sin volver la cabeza una sola vez

El tren arrancó.

Longman

Longman se sentía aturdido, casi alelado, mientras esperaba que se abriese la puerta.
Si
se abría. En su desesperación, se aferraba aún a esta posibilidad. Tal vez Ryder, al que ya no podía ver, cambiaría de idea en el último momento; tal vez ocurriría algo imprevisto que detendría la acción.

Pero sabía, con la misma certeza con que calaba las profundidades de su miedo, que Ryder no se echaría nunca atrás, que era capaz de solventar cualquier dificultad imprevista.

Los dos chiquillos le miraban, sonriendo tímidamente, como buscando su aprobación y su indulgencia por su juego. Su inocencia y su confianza le conmovieron, y les sonrió a su vez, aunque un momento antes no se habría creído capaz de hacerlo. Por un instante, aquel calor recíproco le tranquilizó; pero entonces oyó un suave roce en la puerta de la cabina, como si una mano se deslizase por ella en el interior.

Oyó el chasquido del pestillo al saltar. Vaciló una fracción de segundo, luchando contra un impulso de pánico que le decía que lo abandonase todo y se echase a correr. Después levantó el paquete por el cordel, abrió la puerta y entró en la cabina. Al cerrar la puerta a su espalda, vio que el brazo y la pistola de Ryder desaparecían a través de la ventanilla. Con torpes movimientos, sacó su propia pistola —recordando que hubiese debido empuñarla ya al entrar en la cabina— y la apoyó en el costado del conductor. Éste sudaba copiosamente, y Longman pensó: «Entre los dos, esta cabina apestará como un vestuario.»

—Levántese del asiento —dijo, y el conductor obedeció con una rapidez casi cómica, que hizo que el asiento se levantase y se plegase con un chasquido—. Póngase junto a la ventanilla.

Oyó un golpecito en la puerta y, al soltar el pestillo, observó que la luz del tablero se había encendido. Ryder abrió la puerta y, después de colocar su «Valpac» y su maleta sobre el paquete de Longman, se deslizó en el interior. Ahora, la cabina estaba llena; apenas si quedaba espacio para moverse.

—Adelante —dijo Ryder.

Longman empujó al conductor, para poder moverse mejor en su puesto de mando. Sus manos buscaron los mandos, pero se detuvieron un momento.

—No olvide lo que le he dicho —dijo al conductor—. Si trata de tocar el pedal del micro con el pie, le pegaré un tiro.

Lo único que trataba de hacer el conductor era conservar la vida para poder cobrar su jubilación; pero Longman sólo lo había dicho para que lo oyese Ryder. Tenía que haber advertido antes al conductor que no debía tocar el pedal que conectaba el micrófono de la radio, pero lo había olvidado. Miró a Ryder, buscando una señal de aprobación, pero el rostro de éste permaneció impasible.

—En marcha —dijo Ryder.

Longman pensó que estas cosas, lo mismo que montar en bicicleta o nadar, no se olvidaban nunca. De la manera más natural del mundo, su mano derecha encontró la puesta en marcha, y la izquierda asió la empuñadura del freno. Más, para su propia sorpresa, el contacto de esta empuñadura le produjo un ligero sentimiento de culpabilidad. La empuñadura de un freno era algo muy personal. A cada conductor le entregaban la suya el primer día de trabajo, y ya no volvía a separarse de ella. trayéndola consigo al empezar la jornada y llevándosela a casa al terminar el horario. En cierto modo, era como la insignia de su cargo.

El conductor dijo, con voz alterada por el miedo:

—Usted no sabe conducir.

—No se preocupe —dijo Longman—. No vamos a descarrilar.

Después de apretar con fuerza para anular el aparato que detenía automáticamente el tren si, por ejemplo, se desmayaba el conductor, Longman hizo girar la palanca hacia la izquierda, y el tren arrancó y salió de la estación. Penetró en el túnel a una velocidad de unos 8 km por hora, y Longman captó inmediatamente las señales sin tener que forzar su atención. Verde, verde, verde, ámbar, rojo. Su mano acariciaba el suave metal de la manivela, y, con súbito entusiasmo, pensó en lo delicioso que sería acelerar al máximo, hasta el tope, y pasar por el túnel a ochenta por hora, con las paredes deslizándose a su lado y las luces brillando como estrellas fugaces, obedeciendo las señales y sin tener que tocar el freno hasta llegar a la próxima estación.

Pero su trayecto debía ser muy breve, y mantuvo la marcha lenta del convoy. Calculó que había recorrido una distancia equivalente a la longitud de tres trenes desde la estación y, entonces, quitó el contacto y movió el freno hacia la derecha. El tren se detuvo. El conductor lo miró.

—Una parada suave, ¿no? —dijo Longman, que ya no sudaba y se sentía bien—. Ninguna sacudida, ningún salto, ningún tirón.

El conductor, respondiendo ansiosamente al tono de su voz, esbozó una amplia sonrisa. Pero todavía sudaba copiosamente, y su uniforme a rayas mostraba manchas de un color más oscuro. Sólo por una vieja costumbre, Longman comprobó las señales: verde, verde, verde, ámbar. Por la abierta ventanilla del lado del conductor entraba el conocido olor a grasa y a humedad.

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