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Authors: John Godey

Pelham 123 (13 page)

BOOK: Pelham 123
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Pero, desde luego, no pensaba decírselo mientras fuesen cayendo los billetes. Cosa que pronto dejaría de ocurrir, si no salía de este lío y llegaba pronto a la estación de Astor Place. Y no sólo se perdería un «jornal», sino que aquel niño mimado no querría comprender que la causa de su retraso se había debido a que unos gamberros le habían apuntado con sus metralletas. De todos modos, le daría la patada y probablemente le diría que el tiempo también contaba para ellos.

De pronto, su pie, que había marcado el ritmo de su impaciencia, se inmovilizó. ¿No podría conquistar a uno de aquellos bastardos, para que la dejasen marchar? Tal vez era una locura, pero, ¿cómo podía saberlo si no lo intentaba? ¿Acaso aquel de la puerta de atrás no se la había estado comiendo con los ojos desde el momento en que entró en el vagón? ¿Y no lo hacía aún, desde quince o veinte metros de distancia? Recordaba perfectamente su aspecto antes de ponerse la máscara: un chulo, un
latín lover
, nada feo por cierto. Conocía el tipo: un rufián, pero loco por las faldas. Bien..., pero, ¿cómo iba a operar si lo tenía a medio kilómetro de distancia? Quizás uno de los otros tres. El alto, el jefe, se había metido en la cabina del conductor. Entonces, ¿el fuerte? ¿O el nervioso? Tal vez, aunque ninguno de ellos la había mirado aún de forma «adecuada». Sin embargo, tampoco ella había hecho nada por su parte; no había echado el resto.

De pronto, el chulo empezó a gritar. Había abierto la puerta posterior y sacado por ella la metralleta, mientras lanzaba gritos mirando hacia el túnel.

Longman

Primera sangre.

Era el término tradicional con que los ferroviarios designaban la primera vez que un conductor mataba a alguien en la vía, y Longman lo había aplicado —erróneamente, según comprendió después— a Steever, cuando golpeó en la cabeza al negro insolente. Evitaba mirar a la víctima, sentada allí y manteniendo en la cara un pañuelo ensangrentado; pero no verlo era una cosa, y otra no pensar en él, y sus piernas seguían temblando un poco. El porrazo de Steever, descargado con tanta tranquilidad, le había hecho sentir de nuevo lo inverosímil de su situación. Si hubiese estado en su sano juicio, ¿se habría dejado meter en un lío semejante? ¿Cómo había dejado que Ryder le hipnotizase hasta el punto de hacerle perder la cabeza?

Pero, ¿qué había ocurrido en realidad? ¿Había seguido mansamente a Ryder, contra su propia voluntad? Plantado en aquel momento en la parte delantera del vagón, con aquella extraña metralleta entre sus ateridas manos, sudando ligera pero continuamente bajo la máscara, decíase que su papel no había sido tan pasivo como quería creer. En realidad, había colaborado en serio. Y se había estado engañando cuando se decía que era sólo un juego, una gansada para divertirse mientras bebían su cerveza semanal al salir de la oficina de desempleo. La verdad era que Ryder había reconocido tácitamente que era posible el secuestro; lo que faltaba saber era si sería viable. Los sondeos de Ryder, sus comentarios, eran serios de verdad, encaminados a decidir en favor o en contra de llevar a cabo el golpe, y Longman lo sabía. Entonces, ¿por qué había picado el anzuelo? Ryder le había excitado y estimulado su imaginación. Pero, aparte esto quería ganarse el aprecio de Ryder; le interesaba mostrar su competencia, su inteligencia, e incluso su valor, a los ojos de Ryder. Por último —según había razonado en una ocasión—, Ryder había nacido para mandar, como él había nacido para obedecer y, quizá, para adorar a un héroe.

Recordó su sorpresa cuando, a la semana siguiente de haber mencionado el asunto, Ryder le dijo, sin ambages:

—He estado pensando en lo del secuestro del Metro. Parece descabellado.

—En absoluto —dijo Longman, y sólo mucho más tarde se dio cuenta de que había picado el anzuelo de Ryder—. Podría hacerse perfectamente.

Ryder comenzó a hacerle preguntas, y Longman empezó a comprender la vaguedad del plan que había tramado. Ryder puso hábilmente el dedo en la llaga de las imperfecciones, y Longman, aceptando el reto y queriendo exhibirse ante Ryder, empezó a buscar las soluciones. Por ejemplo, Ryder había observado que se necesitarían unos treinta hombres para dominar a los pasajeros de los diez vagones. Longman se quedó pasmado al darse cuenta de su poca previsión en un punto tan importante; pero, casi inmediatamente, encontró la solución: desenganchar el primer vagón del tren. Ryder asintió con la cabeza y dijo:

—Sí; con una docena de rehenes se puede presionar lo mismo que con un centenar.

Pero no siempre era Longman tan afortunado.

Pasó la semana siguiente sopesando detalles y estudiando soluciones, y, en su próximo encuentro, desembuchó el fruto de su trabajo sin que el otro se lo pidiera.

Ryder atacó de nuevo, buscando puntos débiles, obligándolo a defenderse. Ryder no hacía el menor esfuerzo por resolver problemas o perfeccionar los planes; representaba, simplemente, el papel de abogado del diablo, de tábano que hostigaba a Longman para hacerle desplegar todo su ingenio. Sólo más tarde, una vez solventados los problemas técnicos, empezó Ryder a aportar ideas propias.

Un día —debía ser su sexta o séptima reunión—, dijo Ryder:

—Es probable que unos cuantos hombres resueltos pudiesen apoderarse del tren, pero no acabo de ver cómo podrían escapar después.

—Confieso que es difícil —dijo Longman, con naturalidad—. Muy difícil.

Ryder le miró fijamente y casi sonrió.

—Supongo que has pensado en ello.

Longman hizo un guiño, pero en seguida pensó: «Por eso había eludido siempre esta cuestión; sabía que yo no la pasaría por alto, y me daba tiempo de sobra para estudiarla.»

—Pues sí —dijo Longman—. Le he dedicado algunos ratos perdidos. Creo que sé la manera de lograrlo.

—Dímela —dijo Ryder.

Longman le expuso orgullosamente el fruto de sus reflexiones y, cuando hubo terminado, miró a Ryder con aire de triunfo.

—Otra ronda —dijo Ryder al camarero. Y después, volviéndose a Longman—: Lo haremos.

Tratando de imitar el tono despreocupado de Ryder, dijo Longman:

—Claro; ¿por qué no?

Pero se sintió súbitamente aturdido, y más tarde recordó que esta sensación era la misma que sentía cuando se disponía a acostarse con una mujer.

Pero aún estaba a tiempo de volverse atrás. Sólo tenía que decir: «No.» Claro que habría perdido el aprecio de Ryder; pero no habría habido represalias. Sin embargo, Ryder no era el único factor que jugaba en el asunto. Era como si toda su vida le empujase: un ambiente gris y miserable, la soledad, la lucha por la subsistencia, la falta de un verdadero amigo, hombre o mujer. A los cuarenta años, cuando aún era apto para el trabajo, estaba condenado, en el mejor de los casos, a una serie de empleos vulgares, serviles, sin fruto. Ésta había sido su vida, desde que había perdido su puesto en el Metro, y su situación iría de mal en peor. Lo que probablemente le decidió a hacer este último y desesperado esfuerzo en pro de una vida mejor fue el amargo recuerdo de un período en el que había sido portero de una casa de apartamentos. Abrir la puerta a personas que ni siquiera se daban cuenta de que existiese, e incluso a otras que le saludaban con condescendencia; salir bajo la lluvia para llamar a un taxi; cargar con los paquetes de gordas matronas; sacar a pasear los perros de los inquilinos que pasaban el día fuera de casa o que, simplemente, no querían salir a la calle con mal tiempo; discutir con mandaderos entremetidos; alejar a borrachos que pretendían entrar a calentarse; sonreír, hacer zalemas y tocarse la visera de la gorra. Un lacayo, un siervo bajo la simiesca capa de un uniforme castaño.

Era un recuerdo brutal, que le dio ánimos durante los meses de preparativos, aunque nunca había logrado sacudirse la agorera impresión del hombre que va a someterse a una grave operación quirúrgica, con igualdad de probabilidades de morir o salvarse...

La voz de Joe Welcome rompió el silencio; una voz tan terrorífica como un repentino acto de violencia. Longman palideció bajo la máscara. Al otro extremo del vagón, Welcome, plantado frente a la puerta, gritaba en dirección al túnel. Longman comprendió, estuvo seguro de que Welcome dispararía y de que alguien, fuese quien fuese, iba a morir. Por eso, cuando sonaron realmente los disparos, se sintió casi aliviado. Antes de extinguirse el eco, Longman golpeó furiosamente la puerta de la cabina.

Caz Dolowicz

Como un escuálido y sombrío Pied Piper, el jefe de tren marchaba a la cabeza de la hilera de pasajeros que avanzaban entre las vías, envueltos en la oscuridad. En el túnel hacía frío, había mucha humedad y era fuerte la corriente de aire; pero el jefe de tren sudaba, tenía enrojecida la blanca tez y habían aparecido profundas arrugas en su tersa frente.

—Me importa un bledo que estén armados con cañones. —Su voz resonó en el túnel—. No podía usted abandonar su tren sin autorización —gritó Dolowicz.

—Me
obligaron
. Nada podía hacer.

—Como el capitán que abandona su barco en primer lugar; exactamente lo mismo.

Mientras hablaba con el jefe de tren, Dolowicz sentía una creciente presión en el pecho, dolor en el estómago y en la cabeza, como si cada nuevo desastre de la lista —desenganche del tren, traslado del primer vagón, intimidación de los empleados y los pasajeros, corte de la corriente— determinase una reacción peculiar en un órgano distinto.

—Dijeron que me
matarían
... —El jefe de tren sintió que se le quebraba la voz y se volvió a los pasajeros, como pidiéndoles que confirmasen sus palabras—. Tienen
ametralladoras
!

Varios pasajeros asintieron tristemente con la cabeza, y, al final de la hilera, gritó una voz:

—Salgamos de aquí, salgamos de esta cloaca.

Otras voces le hicieron eco, y Dolowicz advirtió el peligro de una ola de pánico.

—Está bien —dijo al jefe de tren—. Está bien, Carmody. ¿Carmody? Bueno, lleve inmediatamente a la estación a estos pasajeros. Encontrarán un tren parado. Emplee su radio y diga a los del Centro de Control lo que acaba de decirme a mí. Dígales que voy a investigar.

—¿Va usted para
allá
?

Dolowicz pasó junto al jefe de tren y se echó a andar por la vía. La fila de pasajeros era más larga de lo que había presumido; debía de estar compuesta por unas cien personas. Le gritaron al pasar, quejándose de su viaje interrumpido, amenazando con reclamar daños y perjuicios al municipio, exigiendo que les devolviesen el importe del billete. Algunos le aconsejaron que tuviese cuidado.

—Sigan adelante, amigos —dijo Dolowicz—. No hay peligro. El jefe de tren los conducirá a la estación, que no está lejos. Vayan aprisa y no se preocupen.

Después de haberse cruzado con los últimos pasajeros, Dolowicz pudo avanzar más rápidamente. Su enojo se incrementó al ver los nueve coches que habían sido desenganchados, inmóviles e inútiles, entorpeciendo el tránsito, con las débiles luces de emergencia que les daban una patética y exigua animación. Una bolsa de gases subió hasta su corazón y le arrancó un intenso dolor. Se esforzó por lanzar un eructo y consiguió hacerlo subir hasta la mitad de camino, lo cual le alivió o le dio una impresión de alivio. Frunció los labios y tensó los músculos abdominales, pero todo fue inútil.

Siguió avanzando tercamente, con la cabeza gacha, hasta que, a un centener de metros delante de él, vio la pálida iluminación del primer vagón del Pelham Uno Dos Tres. Inició un trotecillo, pero casi inmediatamente aflojó la marcha y volvió a caminar al paso. Al acercarse más, vio que la puerta posterior estaba abierta y que en ella se recortaba la silueta de un hombre. Le pareció oportuno seguir avanzando con más cautela; pero esa aprensión se desvaneció en seguida, para ser sustituida por una furia helada. ¡Bastardos! ¡Atreverse a jugar con su tren! Aceleró el paso, mientras se apretaba el lado izquierdo del pecho para mitigar el dolor o desalojar la bolsa de gases.

Le llegó una voz de la puerta del vagón:

—Quédese donde está, Johnny.

Era una voz fuerte, retumbante, amplificada por la acústica del túnel. Dolowicz se detuvo entre los raíles; más no para obedecer, sino a causa de su irritación. Aspirando fuerte, para recobrar el aliento, respondió:

—¿Quién diablos es
usted
para darme órdenes?

—He dicho que se detenga.

—¡Al diablo! —chilló Dolowicz—. Soy el jefe de servicio y voy a subir al tren.

Y reanudó la marcha.

—¡Le he advertido que no se mueva!

El hombre hablaba ahora a voz en grito, con evidente tono de amenaza.

Dolowicz agitó desdeñosamente la mano.

—¡Le he avisado, estúpido! —La voz era ahora como un chillido.

Dolowicz miró al hombre desde una distancia de unos cuatro metros, y, en el mismo instante, se dio cuenta de que aquel tipo le apuntaba con algo, vio un destello en la boca del arma, un destello brillante como un rayo de sol, y sintió un agudo e intenso dolor en el estómago. Aún tuvo conciencia de algo más: de una oleada de ira ante esta nueva ofensa, que venía a sumarse, a superponerse, al dolor de los gases.

No llegó a oír el estampido de la detonación, que retumbó en las paredes con un eco prolongado. Muerto ya, dio dos pasos atrás, antes de derrumbarse hacia la izquierda, sobre el brillante raíl.

VIII
Artis James

El agente de tráfico Artis James estaba en la calle, mejor dicho, en el vestíbulo de un edificio de oficinas de Park Avenue South, a poca distancia de la estación de la Calle Veintiocho. Aparentemente había ido a comprar un paquete de cigarrillos; pero, en realidad, estaba metiendo la pata. Había sentido la necesidad de descansar un poco charlando con Abe Rosen, concesionario del quiosco de tabacos del edificio.

Artis James y Abe Rosen se habían hecho amigos por la recíproca atracción de los polos opuestos, y esta amistad se fortalecía gracias a una buena dosis de cuchufletas étnicas, cuidadosamente pronunciadas para que no degenerasen en insulto accidental (o inconsciente). Hoy, como de costumbre, se estuvieron zahiriendo suavemente durante un cuarto de hora, y, después, Artis se despidió.

—Hasta mañana,
gonif
—dijo Artis.

—Hasta la vista,
schwartzer
.

Artis salió a la luz del sol. Al empezar a bajar la escalera de la estación, no pensó siquiera en que no volvería a estar al aire libre hasta el final de su turno de servicio. El subsuelo era su elemento, como las capas altas del aire lo eran para el aviador, o el mar para el marinero. Cruzaba la verja, después de saludar con la mano al taquillero, cuando recordó que había cerrado su radio. La puso en marcha, y en seguida oyó una llamada. Carraspeó y respondió.

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