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Authors: John Godey

Pelham 123 (11 page)

BOOK: Pelham 123
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Tranquilo, como el improvisado profesor de una clase de dos alumnos distinguidos, Prescott se detuvo en el sector de los teletipos y explicó el funcionamiento de aquellas ruidosas máquinas.

—Estamos en comunicación continua con el Departamento de Policía de Nueva York. Recibimos todas sus llamadas por teletipo, y ellos reciben las nuestras. Hay dos máquinas independientes para la MABSTOA, las líneas municipales de autobuses y la Sección de Servicios.

Los visitantes tenían un aspecto adormilado. Prescott no les censuró por ello. La falta de interés del orador hace que se desinteresen los oyentes. Lo había hecho ya tantas veces, que estaba hasta las narices. Ser policía de salón, con excesivas funciones de relaciones públicas, era lo mismo que no ser policía. Pero le pagaban por esto. «Por tanto —pensó, suspirando interiormente—, larguémosles unos cuantos datos.»

—Tal vez les gustaría conocer algunos detalles del Departamento. —Hizo una pausa, y el teletipo del DPNY repicó continua y plácidamente—. Deben saber que la fuerza de Policía de la JT cuenta con unos tres mil doscientos hombres, o sea, un poco más del diez por ciento de todas las fuerzas del DPNY. Tal vez les parezca poco, pero, en realidad, figuramos entre las veinticinco fuerzas de Policía más importantes de todo el país. Nuestro campo de operaciones es muy vasto: trescientos ochenta kilómetros de vías, cuatrocientas setenta y seis estaciones, con un sesenta por ciento aproximado de todo ello bajo tierra. ¿Les sorprende?

Ninguno de los dos parecía sorprendido en lo más mínimo; pero, para complacerle, fingieron sorprenderse.

—En realidad —dijo Prescott— hay doscientas sesenta y cinco estaciones subterráneas y ciento setenta y tres elevadas...

Hizo una pausa, y ahora fue Maloney quien le deparó una sorpresa. Con voz aguda, dijo:

—Esto hace un total de cuatrocientas treinta y ocho estaciones. Y usted dijo que eran cuatrocientas setenta y seis.

Prescott sonrió con indulgencia, como ante un alumno aprovechado:

—Precisamente iba a añadir que hay treinta y ocho estaciones de superficie. Pero no quiero cansarles con detalles... —Aunque, en realidad, era esto lo que quería: abrumarlos con detalles, para que se sintiesen tan fatigados como él—. Tal vez les interese saber que la estación más alta del ferrocaril es la de SmithCalle Nueve, en Brooklyn, que está a veintiséis metros y medio sobre el nivel de la calle. En cambio, la estación más profunda es la de la Calle Ciento Noventa y Uno y la Avenida de San Nicolás, que está a cincuenta y cuatro metros por debajo del nivel de la calle, contados desde las vías.

—¡ Caramba! —exclamó Maloney.

Casey disimuló un bostezo.

—La estación de Grand Central —siguió diciendo Prescott, con voz monótona— es la de más movimiento de pasajeros de toda la línea, pues despacha más de cuarenta millones de billetes al año. La de más movimiento en trenes es la de la Calle Cuatro Oeste, en la línea IND: cien trenes por hora en ambas direcciones, en las horas punta.

Maloney exclamó de nuevo:

—¡Caramba!

Y Casey siguió bostezando.

Prescott, vengativo, pensó: «Si no cierra la boca, voy a decirle cuántas escaleras automáticas hay.»

—Hay siete mil coches en servicio. ¡Oh! Y noventa y nueve escaleras automáticas. Pues bien, todo esto, incluidos pasillos, galerías y todo lo demás, debe ser atendido por tres mil doscientos policías durante las veinticuatro horas del día. Probablemente sepan ustedes que hay un policía en cada estación y en cada tren desde las ocho de la noche hasta las cuatro de la madrugada. Desde que implantamos esta vigilancia se ha reducido en un sesenta por ciento el número de delitos.

Casey dejó de bostezar y dijo, a la defensiva:

—También en el Metro de Boston se cometen delitos.

—Aunque no pueden compararse con los de aquí —dijo amablemente Maloney.

—Gracias —dijo Prescott—. Como la Policía de la ciudad, tenemos que enfrentarnos con robos, atracos, toda clase de violencias, borrachos, descuideros, carteristas, gamberros; en fin, con toda clase de delitos y faltas. Y, si me permiten decirlo, actuamos con mucha eficacia. Desde luego, llevamos armas de fuego, tanto durante el servicio como fuera del mismo...

Casey inició otro bostezo, y Maloney dirigió una mirada interrogadora al teletipo del DPNY.

Prescott captó la insinuación de Maloney y condujo hasta la máquina a sus visitantes.

—Aquí se registran todas las llamadas dirigidas al DPNY.

Maloney echó un vistazo a la movible hoja de papel.

—No hay más que coches robados. —Miró de nuevo—. Un «Oldsmobile» mil novecientos cincuenta. ¿A quién se le ocurrirá robar un «Oldsmobile» de mil novecientos cincuenta?

Prescott resolvió pasar por alto la Unidad del Personal.

—Y ahora —dijo— iremos a Operaciones, que es realmente el corazón del Centro Neurálgico.

Al entrar en la amplia estancia, dividida en pequeños rectángulos por una serie de mamparas de cristal, Prescott observó que el corazón latía lánguidamente. Había cierta actividad, pero de pura rutina. Se apoyó en la pared de cristal que separaba Operaciones de Archivos y dejó que los visitantes captasen la escena. Como era de esperar, fijaron su atención en el enorme mapa que cubría la pared del fondo.

—Lo llamamos Plano de Situación —dijo Prescott—. Indica la posición de todos los hombres en servicio. Las luces rojas representan policías del IRT, y las amarillas, los del BMT y el IND. La sala de Operaciones y los hombres de servicios están en continuo contacto. Muchos agentes van equipados con radiorreceptores y emisores, cada uno de los cuales cuesta ochocientos dólares, y todos los demás llaman por teléfono una vez cada hora. O más a menudo, si tienen algún problema.

—Es bonito —dijo Maloney—. Con todos esos colores...

Maloney tenía ojos de poeta. El largo plano estaba dividido en zonas de diferentes colores —amarillo, rojo, anaranjado, azul, verde— según los diversos sectores del sistema, y las luces, que cambiaban y centelleaban para indicar los cambios de posición de los agentes, le añadían un nuevo toque de color. En conjunto —admitió Prescott— era una bonita constelación.

Garber era el jefe de operaciones, y, cual hombre clave del tinglado, actuaba como tal. Prescott le presentó a Maloney y Casey, y Garber —moreno, barbudo— les estrechó la mano con impaciencia y les ordenó bruscamente que firmasen en el libro— registro.

Prescott dijo:

—Estos caballeros son amigos del Presidente.
Intimos
amigos.

Garber gruñó. «Le importa un bledo», pensó Prescott. Era un policía importante, atareado, atosigado; la seguridad del público descansaba sobre sus hombros, y le tenía sin cuidado que sus visitantes fuesen amigos del mismísimo moro Muza. En fin, ¿qué se le iba a hacer?

Prescott dijo a los visitantes:

—Tengan la bondad de venir, caballeros. —Lo siguieron, obedientes; pero incluso Maloney daba señales de querer bostezar, y los dos pares de ojos taimados y azules parecían fatigados—. Éstas son las mesas de asignaciones, y hay una por cada una de las tres secciones del Metro. Cada una de ellas está a cargo de un sargento, ayudado por un agente y por un operador de radio. Advertirán que sus tableros son muy parecidos a los que vieron en el Centro de Control. Cuando se recibe una llamada comunicando un incidente, el sargento redacta un mensaje en la máquina de escribir eléctrica, mensaje que queda registrado en el pupitre del encargado de la radio, el cual llama al agente de servicio y le ordena que se dirija al lugar donde se ha producido el incidente. Es un departamento muy agitado..., bueno, en general.

Jamás lo había visto tan muerto. Dos de los sargentos estaban fumando, apoyados en los codos, y dos operadores de radio charlaban entre sí.

—Ojalá hubiesen estado ayer aquí —dijo Prescott—. Hubo una alarma de bomba, que nos trajo de cabeza.

El sargento del IND, que estaba escuchando, confirmó sus palabras.

—Hace una semana —dijo— tuvimos, en sólo media hora, tres riñas a cuchilladas.

—En general, esto arde —dijo Prescott.

—Dos muertos y tres heridos, uno de ellos grave. Éste figura aún en la lista de peligro; por consiguiente, puede que haya un tercer muerto.

—Allí —dijo Prescott—, detrás de la mampara de cristal, está el Archivo. Hay un registro de todas las actividades del día: requerimientos, detenciones, lesiones, toda clase de incidentes. Llevan un libro de antecedentes, parecido al de la Policía...

Detrás de él, Garber lanzó un grito, colgó el teléfono de golpe y chilló:

—¡Roberts, despierta! Una banda ha secuestrado un tren de la Sección A. Dicen que llevan armas automáticas. Que todas las unidades de Lexington Avenue se dirijan a las cercanías de la Calle Veintiocho...

—¿Dicen que han secuestrado un tren? —Era la voz de Casey, despabilado de pronto, que luchaba entre el asombro y la risa. ¿Para qué diablos podría alguien querer secuestrar un tren subterráneo?

—¿De dónde vino la información? —preguntó Prescott a Garber.

—Del jefe de servicios. Ha hablado con los secuestradores, que se encuentran en la cabina del conductor.

—Caballeros —dijo Prescott a los visitantes—, creo que el Presidente los está esperando.

Les hizo cruzar la antesala y apretó el botón del ascensor. En cuanto llegó éste, los metió en él y los envió al piso decimotercero. Luego, corrió hacia la salida y subió de tres en tres los escalones que conducían al Centro de Control, en el piso superior.

Ryder

Mientras, en la cabina, esperaba que el jefe de servicio volviese a hablar por radio, Ryder pensó que el mayor peligro de toda la operación —salvo la incertidumbre de si el otro bando actuaría o no de un modo racional— estaba en la circunstancia de que él tendría que pasar mucho tiempo en la cabina, lo cual significaba que, durante largos ratos, no estaría personalmente al frente de sus hombres.

Éstos constituían un ejército que nada tenía de ideal. Longman era cobarde. Welcome, indisciplinado. Steever, prudente, pero necesitado de alguien que lo guiase. Podía contar con el valor de dos (Steever y Welcome), con la inteligencia de uno (Longman) y con la disciplina de otro (Steever, al que podía sumarse Longman, si no se derrumbaba víctima de la tensión nerviosa). Esto dejaba bastante que desear, pero lo mismo habría podido decir de todas sus tropas del pasado. La más extraña de todas había sido una compañía de congoleños. Desconocían el miedo y estaban resueltos a morir si fuese necesario. Pero carecían de raciocinio. Se vivía o se moría, sí; pero era estúpido suicidarse. Tuvo la impresión de que los congoleños eran una gente que quería morir por la propia emoción de la muerte. Los árabes eran también salvajes, pero tenían más imaginación y sabían —o creían saber— por qué morían. «El soldado perfecto —pensó— sería una combinación de la inteligencia de Longman, la disciplina de Steever y el empuje de Welcome.»

Por consiguiente —y según cómo realizase el cálculo—, sus fuerzas se componían de tres soldados defectuosos o de uno completo.

—Pelham Uno Dos Tres. Responda, Pelham Uno Dos Tres.

Ryder apretó el botón del transmisor.

—¿Tiene el lápiz a punto, señor jefe de servicio?

—Un bonito y afilado lápiz. ¿Va usted a dictar?

—Quiero que escriba exactamente lo que voy a decirle.
Exactamente
. ¿Me oye?

—Te oigo, loco bastardo. Has perdido la chaveta, si quieres seguir adelante con esto.

Ryder dijo:

—Voy a dictarle siete puntos. Los tres primeros son mera información; los demás son instrucciones concretas. Son muy breves. Anótelos exactamente a medida que los vaya diciendo. Primero: El Pelham Uno Dos Tres está bajo nuestro absoluto control. Nos hemos adueñado de él. ¿Lo ha apuntado ya?

—¿Quiénes son ustedes? ¿Neg... hombres de color? ¿Panteras?

—Segundo. Tenemos armas automáticas. Anote.

—Ya está anotado, loco. No podréis seguir adelante con ese disparate.

—Ahórrese comentarios vanos. Tercero: Somos hombres resueltos y hablamos en serio; no nos importa matar. No nos tome a la ligera. Anote.

—¿Sabes que habéis interrumpido toda la maldita línea de East Side?

—Anote.

—Adelante. Veamos qué otras estupideces tienes que decir.

—Cuarto: No deben tratar de restablecer la corriente hasta que se lo ordenemos.

—¡Oh! ¡Magnífico!

—Anote, señor jefe de servicio.

—¡Vete al diablo!

—Si restablecen la corriente —dijo Ryder—, mataremos a uno de los pasajeros. Y seguiremos matando uno cada minuto, mientras no vuelvan a cortarla.

—¿Sí? ¿Y qué más? La Policía se les echará encima.

—Quinto —dijo Ryder—: Si alguien trata de entremeterse, ya sea la Policía, el personal de la JT o cualquier otra persona, mataremos a los pasajeros. ¿Entendido?

—Bueno, ¿qué
más
?

—Sexto: Tiene que hablar inmediatamente con el alcalde. Dígale que pedimos un millón de dólares por soltar el coche y los pasajeros. Anótelo bien.

—Sigue soñando, criminal.

—Séptimo: Son las dos y trece minutos. El dinero debe estar en nuestras manos dentro de una hora. El tiempo empieza a contar desde ahora. Debemos tener el dinero antes de las tres y trece. En otro caso, mataremos un rehén por cada minuto que pase de la hora. ¿Lo ha anotado, señor jefe de servicio?

—Lo he anotado, bandido. Pero si esperas que haga algo de lo que dices, estás más loco de lo que pensaba.

«Toda estrategia debe fundarse en la reacción lógica del otro bando —pensó Ryder—; de no ser así, no sirve para nada. Pero la estupidez puede dar al traste con ella.»

—Escuche, jefe de servicio. Quiero que me ponga con Policía de Tráfico. Repito: Póngame con la Policía.

—Aquí está uno de ellos, bandido. Un policía. Que te diviertas.

Ryder esperó, hasta que sonó otra voz, ligeramente sofocada: —¿Qué sucede?

—Identifíquese —dijo Ryder.

—Teniente Prescott, de la Policía de Tráfico. ¿Quién es
usted
?

—Soy el hombre que ha secuestrado su tren, teniente. Dígale al jefe de servicio que le deje ver sus notas. Y no tarde.

Mientras esperaba, Ryder podía oír la respiración del teniente. Después:

—Prescott a Pelham Uno Dos Tres. Lo he leído. Está usted loco.

—Muy bien; estoy loco. ¿Le consuela esto? ¿Cree que es una razón para no tomarme en serio?

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