Authors: John Godey
Su susurro se extinguió y se convirtió en un áspero y audible gruñido.
Cuando, días atrás, surgió la cuestión de cachear alos pasajeros, habían resuelto no hacerlo. Eran muy pocas las probabilidades de que alguien llevase pistola, y sólo un loco intentaría usarla contra unas fuerzas tan superiores. En cuanto a los cuchillos, que era un arma más probable, no constituían ningún peligro.
Indudablemente, el hombre tenía aspecto de detective veterano.
—Bueno —dijo Ryder a Longman—. Cúbreme.
Los pasajeros encogieron los pies con ostensible diligencia al avanzar él por el pasillo.
Ryder se detuvo frente al hombre.
—Póngase en pie.
Lentamente, sin apartar la mirada del rostro de Ryder, el hombre se levantó. Junto a él, el hippy se rascaba concienzudamente por debajo del poncho.
Tom Berry oyó la palabra «cachear», un término profesional más elocuente que cualquiera otra expresión. El hombre alto, el jefe, parecía observarle, como si sopesara alguna sugerencia que le había murmurado el otro. Sintió que le invadía una ola de calor. De algún modo, lo habían descubierto. La pesada «Smith and Wesson» del 38, con su macizo cañón de dos pulgadas, estaba firmemente sujeta por su cinturón, apretándole la desnuda piel bajo el poncho encubridor. ¿Qué iba a hacer?
El asunto era urgente; las alternativas, fáciles de comprender. Según lo que le habían enseñado y lo que había jurado, la pistola era un objeto sagrado, y nadie podía permitir que se la quitasen. Había que defenderla como la propia vida; era su vida, su vida transustancial. Por consiguiente, no se podía entregar, a menos que fuese un cobarde de esos que quieren vivir a toda costa. Pues bien; él era un de ésos. Dejaría que descubriesen su pistola y su placa y que se llevasen ambas cosas, sin contraer un solo músculo en defensa de... su honor. Tal vez le zarandearían un poco, pero no era probable que hiciesen algo más. Una vez desarmado, nada sacarían con matarlo. Un policía sin pistola no era ningún peligro; sólo un hazmerreír.
Bueno, podrían reírse cuanto quisieran. Le dolería un poco, como también el desprecio de sus colegas, pero no sería nada fatal. La burla y el desprecio eran heridas que cicatrizaban con el tiempo.
Así, pues, una vez más, firme en sus principios, prefería la ignominia a la muerte. Y Deedee no lo vería así. En realidad, se sentiría complacida por varias razones, entre ellas —así lo esperaba— la apolítica de que lo apreciaba profundamente. En cuanto a la actitud del Departamento en general y de su capitán en particular era harina de otro costal. Éstos preferirían verlo muerto antes que deshonrado.
Pero entonces el jefe de los secuestradores avanzó en su dirección, y todos sus prejuicios —instrucción, condicionamiento, lavado de cerebro o como quisiera llamársele— anularon sus razones y volvió a ser el policía que creía en todos aquellos principios. Deslizó la mano bajo el poncho y empezó a rascarse, haciendo correr los dedos sobre el estómago, hasta tropezar con la pesada culata del arma.
El jefe se inclinó sobre él y, con voz al mismo tiempo impersonal y amenazadora, dijo:
—Póngase en pie.
Berry había cerrado ya los dedos sobre la culata cuando el hombre que estaba a su izquierda se levantó. Y así, mientras sus dedos soltaban el arma, Berry no llegó a saber —y se sintió aliviado por no tener que averiguarlo— si se decidiría o no a sacar su pistola. «Su conciencia profesional —pensó— se encendía y se apagaba como el rótulo de un restaurante chino.»
Por primera vez advirtió Berry la pinta de sabueso que tenía el hombre que se había levantado. El jefe, sin apartar la «Thompson» de la hebilla del cinturón del otro, le cacheó concienzudamente con la otra mano, tirando de su ropa y palpándola sin olvidar un detalle. Cuando se convenció de que no llevaba ningún arma, cogió la cartera del hombre, le dijo que se sentara y registró aquélla rápidamente. Después, la arrojó sobre las rodillas del individuo, y el giro dado a su muñeca le hizo parecer, por vez primera, casi gracioso.
—Periodista —dijo—. ¿No le han dicho nunca que parece un policía?
El hombre sudaba y tenía el rostro colorado, pero su voz fue firme al responder;
—Muchas veces.
—¿Es reportero?
El hombre meneó la cabeza y dijo, en tono ofendido:
—Cuando paso por los barrios bajos, me arrojan piedras. No. Soy crítico teatral.
El jefe pareció divertido.
—Bueno, espero que le gustará nuestra pequeña representación.
Berry contuvo una carcajada. El jefe se alejó y se metió en la cabina del conductor. Berry empezó a rascarse de nuevo, apartando poco a poco los dedos de la pistola, deslizándolos como un cangrejo sobre la húmeda piel, hasta sacarlos de debajo del poncho. Después cruzó las manos sobre el pecho, bajó la cabeza y sonrió tontamente mientras se miraba los dedos de los pies.
En la cabina, Ryder recordaba un hermoso día de sol que acentuaba más que mitigaba los tonos chillones de las calles de la ciudad. Estaba paseando con Longman, el cual se detuvo de pronto y, casi con desesperación, le hizo una pregunta que, sin duda, le había estado royendo por dentro desde hacía semanas.
—¿Por qué va a hacer una cosa así una persona como tú? Quiero decir que eres inteligente, mucho más joven que yo, y estás en condiciones de ganarte la vida y de vivir bien... —Longman hizo una pausa, para dar más énfasis a sus palabras, y añadió—: En realidad no eres un delincuente.
—Estoy planeando un delito. Esto me convierte en delincuente.
—Bueno —dijo Longman, abandonando este aspecto de la cuestión—, lo que quiero saber es
por qué
lo haces.
Había varias respuestas, cada una de las cuales podía tener una parte de verdad y, por tanto, una parte de mentira. Podía haberle dicho que lo hacía por dinero, o por la emoción de la aventura, o por la manera en que habían muerto sus padres, o porque él no veía las cosas como las otras personas... Y tal vez cualquiera de estas respuestas habría sido suficiente para Longman. No porque éste fuese estúpido, que no lo era, sino porque estaba dispuesto a aceptar cualquier solución razonable del misterio.
Sin embargo, le respondió:
—Si supiese por qué lo hago, probablemente no lo haría.
La evasiva pareció satisfacer a Longman. Prosiguieron su paseo, y nunca volvió a surgir esta cuestión. Pero Ryder comprendía que había inventado aquella respuesta porque tenía cierto solemne matiz psiquiátrico, no porque la creyese o dejase de creerla, ni porque tuviese el menor interés en la pregunta y en larespuesta, ya fuese propia o de
otro cualquiera
. Como se decía ahora, de pie en la cabina del conductor (un lugar cerrado, como un confesonario, alegóricamente a medio camino entre la corteza terrestre y el infierno), él no era psiquiatra ni paciente. Conocía los hechos de su vida, y esto le bastaba. No sentía necesidad de interpretarlos, de averiguar el significado de su vida. Le parecía que la vida —la vida de cualquiera— era una especie de broma pesada que se gastaba a la gente, por lo cual ninguna falta hacía comprenderla. «Debemos a Dios la muerte.» Recordaba haber leído esto en Shakespeare. Bueno; él era un hombre que pagaba las facturas a su vencimiento, sin que tuviesen que apremiarle.
Una muchacha le había dicho en cierta ocasión, entre iracunda y compadecida, que le faltaba algo. Él estaba convencido de ello y pensó que la chica había comprendido su caso. En realidad, habría sido más exacto decir que le faltaban
varias
cosas. Había tratado de estudiarse, de buscar los ingredientes que le faltaban, pero, al cabo de una hora, había perdido su interés por el asunto y no había hecho más caso de ello. Ahora se le ocurrió pensar que esta falta de interés en sí mismo tal vez era uno de aquellos ingredientes que brillaban por su ausencia.
Conocía los hechos de su vida, y se daba cuenta de que podían haberlo inducido a actuar en uno u otro sentido. Pero él lo había permitido. Porque tanto si uno se dejaba arrastrar por la corriente como si trataba de luchar contra ella, llegaba siempre al mismo destino: la muerte. Para él era indiferente la ruta que siguiese, salvo que prefería lo espectacular a lo práctico. ¿Hacía esto que fuese fatalista? Pues bien, era fatalista.
El ejemplo de sus padres, que habían muerto de accidente con un año de diferencia, le había enseñado mucho sobre el valor de la vida. El accidente de su padre fue un pesado cenicero de vidrio que salió volando a través de una ventana, después de ser arrojado por una iracunda esposa contra su marido, el cual había agachado la cabeza. El cenicero fue a caer sobre la cabeza de su padre, y le fracturó el cráneo. El accidente de su madre fue un cáncer, un racimo de células que proliferaron de pronto en el cuerpo de una mujer robusta y la mataron después de ocho meses de agonía y de espantosa destrucción.
Si la muerte de sus padres —que él no consideraba sucesos diferentes— no fue la única causa de su filosofía, por lo menos sirvió para plantar la semilla de ésta. Él tenía a la razón catorce años, y había aceptado la pérdida sin lamentarse, tal vez porque había cultivado ya cierto despego singular, derivado de la visible falta de amor en el matrimonio de sus padres, que había influido más o menos en los sentimientos de éstos para con su propio hijo. Reconocía que algunas de las cosas que «le faltaban» eran herencia de sus padres, pero nunca se lo había reprochado. No faltaba sólo algo de amor, sino también algo de odio.
Había ido a vivir a Nueva Jersey con una tía, una hermana menor de su difunta madre. Esta tía, maestra de escuela, era una mujer nada atractiva físicamente y de carácter agrio, que rayaba en los cuarenta. Después resultó que bebía en secreto; pero, aparte esta flaqueza humana, permanecía severa y distante. Cumpliendo un extraño y último deseo de su madre, ingresó en una academia militar, cerca de Bordentown, y raras veces tenía ocasión de ver a su tía, salvo en los días de fiesta y en algún fin de semana ocasional. En verano, la mujer lo mandaba a un campamento de muchachos de los Adirondacks, mientras ella se tomaba sus vacaciones anuales en Europa. En conjunto, como él no sabía lo que era una vida familiar afectuosa, este arreglo le parecía bastante bueno.
Consideraba su escuela como una estupidez, y a su director, como un asno. Tuvo pocos amigos, y ninguno íntimo. No era lo bastante corpulento para dárselas de matón, ni lo bastante enclenque para hacer de víctima. Se vio enzarzado en dos peleas durante la primera semana, y se ensañó de tal manera con sus rivales, que ya no tuvo que volver a pelear durante el resto de su permanencia en la academia. Aunque tenía reflejos rápidos y mucha fuerza en relación con su peso, los deportes le aburrían, y sólo participaba en ellos cuando eran obligatorios. Desde el punto de vista escolar, figuraba entre el 10% más aprovechado de la clase. Desde el punto de vista social era, por propia elección, un solitario. Jamás se sumaba a los grupos que visitaban los burdeles locales, ni participaba en ocasionales serenatas a chicas complacientes de la población. Una vez fue a un burdel por su exclusiva cuenta y riesgo y fracasó rotundamente. En otra ocasión se dejó seducir por una chica, que lo llevó en su coche a un aparcamiento de la orilla del lago. Esta vez todo marchó bien para la chica, pero él fue incapaz de eyacular. Tuvo una sola experiencia homosexual, que no le produjo más satisfacción que las heterosexuales. Después de ello, eliminó la sexualidad de su vida escolar.
Sus ejercicios militares en la escuela o en sus dos años de ROTC —al igual que su comportamiento cuando fue movilizado y recibió el adiestramiento básico en la escuela de instrucción de oficiales— no habían hecho prever que descubriría su aptitud para el oficio en cuanto entrase en combate. Fue en Vietnam, en los pacíficos tiempos en que los americanos no eran más que «consejeros» y en que parecía imposible que llegasen a tener allí más de medio millón de hombres. Con la graduación de alférez, había sido nombrado consejero de un comandante del ARVN que mandaba un centenar de hombres en una indefinida misión desempeñada en una aldea a pocos kilómetros al noroeste de Saigón. Les tendieron una emboscada en una carretera polvorienta y llena de vegetación, y habrían liquidado hasta el último hombre si el enemigo —hombrecillos del Vietcong, de sudorosos jerseys y calzones caquis cortos— hubiese estado mejor organizado. Pero cuando la unidad del ARVN se batió en retirada (en realidad, volvió la espalda y corrió presa del pánico), los guerrilleros salieron de su escondrijo y los persiguieron a campo traviesa.
El comandante y otro oficial resultaron muertos por la primera ráfaga, y los otros dos oficiales estaban aturdidos y sin saber qué hacer. Con la ayuda de un sargento que hablaba un poco el inglés, Ryder reagrupó sus tropas y organizó la resistencia. En definitiva, y descubriendo de pasada que no tenía miedo —o, más exactamente, que la idea de la muerte no le aterrorizaba ni menguaba su competencia—, Ryder montó un contraataque. El enemigo fue derrotado, es decir, puso pies en polvorosa, pero dejando un número de muertos y de heridos suficiente para que el episodio fuese considerado como una gran victoria del ARVN.
Después de esto luchó con frecuencia, mandando pequeños destacamentos en incursiones limitadas. Si no disfrutaba realmente matando, por lo menos se sentía satisfecho al descubrir su habilidad. Al terminar su misión regresó a los Estados Unidos y fue nombrado instructor de un campamento de infantería en Georgia, donde permaneció hasta que lo licenciaron.
Volvió a casa de su tía, donde se habían producido algunos cambios; su tía bebía menos y tenía un amante, un viejo abogado libidinoso y, por lo visto, vigoroso. Por falta de algo que le interesase más, y no por verdadero interés o curiosidad, Ryder invirtió sus pagas acumuladas en un viaje por Europa. En Bélgica, en un bar de los arrabales de Amberes, conoció a un vocinglero y alegre alemán, de cara cuadrada, que lo reclutó como mercenario para luchar en el Congo.
Salvo un breve servicio en Bolivia, actuó provechosamente en África —en varias partes, en un bando u otro, en un grupo político o en otro—, y se sintió discretamente satisfecho. Aprendió mucho sobre la guerra en varios terrenos y sobre el mando de tropas de valor variable y de diversos grados de instrucción. Fue herido tres veces; dos heridas superficiales y una grave, debida a una lanza que lo ensartó como a un cordero, pero que respetó sus órganos vitales. Al cabo de un mes, volvió al combate.