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Authors: John Godey

Pelham 123 (18 page)

BOOK: Pelham 123
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Los departamentos de actualidad de las emisoras —nacionales y locales— enviaron equipos móviles a la parte baja de la ciudad. La red más importante, la «Universal Broadcasting System», envió el grupo más nutrido y mejor equipado, y por si esto fuera poco, incluyó en él a Stafford Bedrick en persona. En general, Bedrick sólo se ocupaba de los acontecimientos más notables —toma de posesión del Presidente, asesinatos a nivel de embajadores, como mínimo—, pero esta vez se había ofrecido voluntario para la misión, previendo que podía tener un alto interés humano. Algunos cámaras ocuparon oficinas en los edificios próximos al lugar del suceso y, a través de las ventanas, transmitieron vistas panorámicas de la multitud; del paisaje urbano circundante, con su helado brillo de ladrillos y hormigón bajo la luz del sol; de los centenares de coches de la Policía, y, gracias a los lentes zoom, de las caras más interesantes y de las chicas más bonitas. Mientras tanto, otros reporteros y equipos trabajaban el nivel callejero. La mayoría de ellos, defraudados en su intento de acercarse al puesto de mando de la Policía, situado en el aparcamiento del rincón sudoccidental, cerca de la entrada del Metro, se entretenían entrevistando al «hombre de la calle».

—¿Y usted, señor...? —En el programa de las seis, el conocido reportero de noticias de la ciudad plantó el micrófono ante la cara de un hombre de gran papada, llena de pliegues, que tenía un cigarro en la boca y un puñado de programas de carreras en la mano derecha—. ¿Quiere hacer algún comentario sobre el drama que se está desarrollando debajo de esta misma acera?

El hombre se acarició el mentón y miró directamente a la cámara.

—¿Qué aspecto particular desea que comente?

—Abordemos el tema de la seguridad en el Metro. Algunas personas opinan que nuestro Metro es una jungla. ¿Qué opina usted?

—¿Una jungla? —El hombre del cigarro hablaba con una voz rica en matices callejeros—. Yo opino que es una jungla. Sí, señor.

—¿Por qué?

—Porque está lleno de animales salvajes.

—¿Utiliza usted regularmente el Metro?

—Todos los días, si llama usted a esto regularidad. ¿Qué quiere que haga? ¿Que venga andando desde Brooklyn?

—¿Teme estos viajes diarios?

—¿Cómo no temerlos

—¿Se sentiría más seguro si, en vez de ocho horas al día, los trenes y los andenes fuesen dirigidos por la Policía de Tráfico durante las veinticuatro horas del día?

—Veinticuatro horas,
como mínimo
.

Al volverse para agradecer las risas de los que estaban detrás de él, el hombre dejó caer sus programas de carreras. La cámara lo siguió detenidamente mientras se agachaba para buscar entre un bosque de piernas; el micrófono captó los bufidos que lanzaba a causa del esfuerzo. Pero cuando se incorporó le había quitado el sitio un muchacho negro, delgado y de grandes ojos, que había sido empujado a primera fila por la apretujada multitud.

—¿Y usted, señor? ¿Quiere decirnos lo que piensa del ferrocarril metropolitano?

El chico bajó los ojos y murmuró:

—Hace su servicio.

—Usted opina que... hace su servicio. Entonces, ¿disiente usted del caballero que acaba de decirnos que el Metro es peligroso?

—¡Oh! Muy peligroso.

—¿Sucio, triste, inadecuadamente calentado o refrigerado?

—Sí, señor.

—¿Y con grandes apreturas?

El chico movió picarescamente sus grandes ojos.

—¡Hombre! Usted lo sabe tan bien como yo.

—Entonces, resumiendo...

—Hace su servicio.

—Gracias, señor. ¿Y usted, señorita?

—Usted y yo nos conocemos ya. ¿No fue en el incendio de Crown Heights, el año pasado? —La señorita era una mujer madura con una imponente cabellera rubia en forma de colmena—. Yo opino que es un escándalo.

—¿A qué se refiere en particular?

—A todo. —¿Puede concretar un poco más?

—¿Quiere algo más concreto que
todo
?

—Muy bien, gracias.

El reportero estaba aburrido. Sabía que la mayor parte de sus entrevistas serían arrojadas al cesto en favor de otras informaciones más interesantes, aunque los directores salvarían tal vez algunos recortes cómicos para mitigar el horror del suceso.

—Usted, señor, ¿quiere acercarse?

—Hola, Wendell. ¿Puedo llamarle Wendell?

—Señor, los secuestradores piden un millón de dólares a cambio de los rehenes. ¿Qué cree usted que debería hacer la ciudad?

—Yo no soy el alcalde. Pero si fuese el alcalde (no lo quiera Dios), si lo fuese, gobernaría mejor esta ciudad. —Frunció el ceño ante un coro de risas y maullidos—. Lo primero que haría, si fuese alcalde, sería liquidar la beneficencia. Después, velaría por la seguridad en las calles. Después, reduciría las tarifas. Después...

Wendell convirtió su bostezo en una sonrisa un tanto forzada.

Stafford Bedrick sabía emplear su famosa cara y su no menos famosa voz como instrumentos de su voluntad. Eran sus heraldos, los rayos láser de su personalidad, y ellos le abrieron paso hasta el centro mismo de la acción, el puesto de mando de la Policía, situado en la zona de aparcamiento. Le seguían sus auxiliares, bestias de carga que transportaban las cámaras, los cables y el equipo de sonido.

—¿Inspector? Soy Stafford Bedrick. ¿Cómo está?

El comisario del distrito giró en redondo, pero su enojo se extinguió al momento, al reconocer una cara que le resultaba más familiar que la suya propia. Casi automáticamente, observó la posición de la cámara y sonrió.

—Usted no lo recordará —dijo Bedrick, con fingida modestia—, pero nos hemos encontrado muchas veces antes de ahora. Cuando aquellos desalmados trataron de quemar a un ruso frente a la puerta de su Consulado. Y creo que también cuando el Presidente se dirigió a las Naciones Unidas.

—Lo recuerdo —dijo el comisario, cortando prudentemente su sonrisa; al jefe no le gustaba la intimidad con los medios de información, considerándola como una forma sutil de venalidad—. Lo siento, pero en este momento estoy muy ocupado, Mr. Bedrick.

—Llámeme Stafford.

—Stafford.

—Ya sé que no es el momento ideal para una entrevista, inspector. Espero tener este placer en otra ocasión, en las
Conferencias en la Cumbre
, que es donde suele actuar regularmente. Pero unas palabras tranquilizadoras sobre las precauciones tomadas por la Policía para salvar la vida de los infortunados rehenes...

—Se han tomado todas las precauciones.

—Claro que, de momento, la decisión crucial debe estarse discutiendo a varios kilómetros de aquí, en Gracie Mansion. ¿Opina usted, inspector, que se acordará, en definitiva, pagar el rescate?

—Esto les incumbe a ellos.

—Si usted, como oficial de Policía, tuviese que decidir, ¿pagaría el rescate?

—Yo sólo hago lo que me mandan.

—La disciplina es, desde luego, la principal servidora del deber. ¿Le importaría, señor, decir lo que piensa sobre el rumor que ha empezado a circular de que este crimen es obra de un grupo político o, dicho en otras palabras, una acción revolucionaria?

—No había oído ese rumor.

—¡Inspector! —llamó el chófer, uniformado, del comisario, desde la abierta portezuela del coche—. Lo llaman por radio. El jefe superior de Policía.

El comisario del distrito dio media vuelta y se dirigió al automóvil, seguido de cerca por Bedrick y su equipo. Entró en el automóvil, cerró de golpe la portezuela y subió los cristales de las ventanillas. Al alargar la mano para coger el micro, vio una cámara apoyada en el cristal de la ventanilla. Se volvió de espaldas. Otra cámara apareció en la ventanilla opuesta.

A los cinco minutos de haberse anunciado el secuestro por Radio y Televisión, recibióse en la redacción de sucesos del
Times
, de Nueva York, una llamada telefónica de un hombre que dijo ser el hermano Williamus, ministro de Sabotaje del BRAM, sigla del Black Revolutionists of America Movement.
[4]
Con voz pastosa, cortésmente amenazadora, dijo el ministro de Sabotaje:

—Deseo informarles que ese secuestro del Metro es una acción revolucionaria de sabotaje del BRAM. ¿Comprende? Las fuerzas de choque del BRAM, que, como sabe, atacan rápidamente y con ferocidad, tienen que emplear estos medios para convencer a los opresores blancos de que el Movimiento ha decidido herirles donde más les duele, es decir, en su cartera. El dinero que obtengamos con este acto de expropiación revolucionaria será empleado por el BRAM en favor de las aspiraciones revolucionarias del hermano negro, dondequiera que se encuentre, y de la liberación del hombre negro. Y de la mujer. ¿Entendido?

El subdirector, que fue quien recibió la llamada, pidió al hermano Williamus que le diese algunos detalles todavía ignorados por el público, a fin de demostrar que su organización era la verdadera responsable del secuestro.

—¡Vaya, hombre! Si le diese los
detalles
, sabría usted tanto como yo.

El subdirector replicó que, sin ofrecer detalles como prueba,
cualquiera
podía atribuirse el crimen.

—Cualquiera que así lo hiciese, sería un puerco embustero. Y no me venga con esas monsergas de
crimen
. Ha de saber que es una acción política revolucionaria.

—Está bien, señor ministro —dijo el subdirector—. ¿Tiene algo más que añadir?

—Sólo una cosa: el BRAM recomienda a los hermanos negros de todo el país que imiten su acción política y secuestren sus propios Metros, ¿sabe?, para derrocar al capitalismo blanco. Siempre que
haya
Metro en su ciudad, claro.

Inmediatamente después de esto llamó otra persona, en cuyo acento, extraño, pero indiscutiblemente auténtico, se combinaban las tonalidades de Brooklyn y de Harvard Yale

—¡Óigame bien! Por encargo del Comité Central de los estudiantes y obreros revolucionarios, SWAM, tengo que informarle que el secuestro del Metro es obra de la SWAM. Además, debo decir que es sólo la primera jugada, una escaramuza, si quiere llamarlo así, de un plan de terrorismo revolucionario trazado por el Comité Central de la SWAM para aterrorizar a los lacayos de la clase de cerdos dominadores y explotadores de América, a la que obligaremos a hincarse de rodillas.

—¿Conoce usted el BRAM? —preguntó el subdirector.

—¿Bram? Existe un Bram Stoker. El que escribió el guión de la película Drácula.

—Este BRAM es un movimiento revolucionario negro. Uno de sus ministros llamó hace un momento, responsabilizándose del secuestro del Metro.

—Con todo mi fraternal respeto y mi consideración por el hermano negro, su afirmación es una sucia mentira. Repito, categóricamente: es una acción revolucionaria de la SWAM, el primer acto de un programa terrorista contra los cerdos...

—Sí. Pero voy a pedirle a usted, como hice con mi primer interlocutor, que demuestre su afirmación citando detalles del secuestro que aún no han sido revelados...

—¡Trampa!

—¿Debo interpretarlo como un no?

—Son ustedes endiabladamente astutos; ustedes, los esbirros de la Prensa servil de los cerdos. ¿Publicarán la noticia?

—Es posible. Mi jefe habrá de decidirlo.

—¡Su jefe! Pero, hombre, ¿no comprende que le explotan igual que a los obreros y a los campesinos? Salvo que el puño del opresor se oculta bajo un guante de seda. Recobre el juicio, hombre, y reconozca que es un esclavo sólo un poco más privilegiado que sus hermanos de la fábrica y del campo.

—Gracias por su llamada, señor.

—No tiene que llamarme
señor
, hombre. ¡ A
nadie
tiene que llamar señor!

Recobre el juicio...

En total, el
Times
recibió más de doce llamadas como éstas; el
News
, un número igual, y el
Post
, unas cuantas menos. Además, todos los periódicos se vieron asaltados por personas que ofrecían peyorativas descripciones de los secuestradores, claves para su identificación y planes para vencerlos; personas que pedían información sobre parientes y amigos que podían encontrarse entre los pasajeros del tren secuestrado; personas que exponían su opinión sobre si la ciudad tenía que pagar o no el rescate, sobre las motivaciones filosóficas, psicológicas y sociológicas de los secuestradores y, en particular, sobre las iniquidades del alcalde.

Los teléfonos del Ayuntamiento estaban saturados. Empleados de relaciones públicas, escribientes e incluso secretarios fueron encargados de recibir estas llamadas, con instrucciones de no hacer comentarios y, sobre todo, de evitar irritar a los que llamaban en detrimento (se omitió cuidadosamente la palabra «mayor») del alcalde.

—Si la ciudad paga a esos bandidos, será una invitación a todos los canallas y chiflados de la población para que secuestren algo. Yo soy un contribuyente, y no quiero que mi dinero sirva para mimar a los criminales. ¡No hay que darles ni un centavo! Si el alcalde cede, perderá para siempre mi voto y el de mi familia.

—Tengo entendido que el alcalde está discutiendo la cuestión de pagar o no el rescate. ¿Qué hay que discutir? ¿Qué es más importante, la vida humana o unos cochinos dólares? Si uno de los pasajeros muere o sufre algún daño, pueden decirle a nuestro magnífico alcalde que no sólo no votaré por él, sino que dedicaré el resto de mi vida a presentarlo como el monstruo que es.

—¡Movilicen a la Guardia Nacional! Envíenlos allí con bayoneta calada, ¡y que liquiden a esos bandidos! Por mi parte, estoy dispuesto a colaborar, aunque el próximo mes cumpliré ochenta y cuatro años. Estas cosas no ocurrían cuando yo era chico. Por lo demás, nunca tomo el Metro. Prefiero el aire libre.

—¿Pueden ustedes averiguar si mi hermano está en el tren? Dijo que hoy vendría a mi casa. Generalmente, sale de la suya a la una y media; y tengo la corazonada de que está en ese tren. Tiene muy mala pata, y siempre la ha tenido. Si no está en el tren, le habrá atropellado un camión, lo cual quizá sería aún peor...

—Que Dios bendiga al alcalde. Decida lo que decida, quiero que sepa que es un hombre maravilloso. Díganle que rezo por él.

—Soy un Young Duke, ¿sabe? Si hay algún puertorriqueño en ese tren, pedimos que la ciudad los indemnice por los perjuicios o malos tratos que sufran. La gente de Puerto Rico está ya bastante oprimida para que tenga que verse atropellada cuando toma uno de sus Metros a precio abusivo. Y si entre los secuestradores hay algún hermano puertorriqueño, los Young Dukes exigimos su amnistía total. Estas demandas no admiten transacciones.

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