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Authors: John Godey

Pelham 123 (22 page)

BOOK: Pelham 123
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—Bueno; creo que puedo ayudarle.

—Se lo agradezco —dijo él, con toda seriedad—. ¿Le gusto ahora un poco más?

—¿Un poco más que cuándo?

—Que hace un rato.

—¡Oh! —dijo ella, sorprendida—. Me gustó desde el principio.

Volvieron a encontrarse el día siguiente, y ella inició su educación ideológica. A la semana siguiente, ella lo llevó a su habitación, donde fumaron un poco de
hierba
y se metieron en la cama, ya medio enamorados. Él tuvo que hacer una especie de juego de manos con su pistola, para que ella no la viese. Pero, unos días más tarde, se descuidó, y ella vio cómo se la metía debajo del cinturón al vestirse.

—¿Esto? Tal vez es una locura; pero una vez me dieron una paliza, y no me gustó nada.

En los ojos de ella se pintó una expresión de asco mientras señalaba el corto cañón del 38.

—¿Por qué llevas la misma arma que los polis? —preguntó.

Tom podía haber seguido improvisando, pero no se sintió con ánimos para mentirle.

—Yo..., bueno, Deedee, lo cierto es que
soy
un poli.

Ella le sorprendió con un puñetazo en la mandíbula que le hizo tambalearse, y, después, se sentó en el suelo y, hundiendo la cabeza entre los brazos, lloró desconsoladamente, como cualquier chiquilla burguesa. Al cabo de un rato, después de recriminaciones y vituperios, de acusaciones y confesiones y de protestas de amor, resolvieron no reñir, y Deedee juró en secreto —aunque no guardó el secreto mucho tiempo— que dedicaría todos sus esfuerzos a la liberación del poli.

Longman

Longman no se había convencido nunca de la necesidad de imponer un tiempo límite muy reducido para la entrega del dinero del rescate, y había discutido enérgicamente la liquidación de los pasajeros como penalidad.

—Tenemos que intimidarlos —había dicho Ryder— y mostrarnos convincentes. En el momento en que crean que nos tiramos un farol, estamos perdidos. Los intimidaremos fijando una hora tope, y los convenceremos cumpliendo nuestra amenaza de matar.

Dentro del marco de locura de la empresa, Ryder tenía siempre razón. Sus argumentos tendían directamente al éxito de la operación, y, desde este punto de vista, su lógica era irrebatible, por muy terrible que fuese. En cambio, no se mostraba tan «radical» en otros aspectos del problema. Por ejemplo, en la cuestión del dinero había adoptado una actitud más conservadora que el propio Longman, el cual había propuesto exigir cinco millones de dólares.

—Demasiado —había dicho Ryder—. Podrían negarse. Un millón es una cantidad que la gente puede comprender y tolerar. Podríamos llamarlo un precio corriente.

—Esto no es más que una suposición. Tú no
sabes
si pagarán cinco millones. Y, si te equivocas, perderemos muchísimo dinero.

Ryder se había permitido una de sus raras sonrisas al oír esta frase. Pero se había mantenido firme.

—No vale la pena correr el riesgo. En definitiva, te embolsarás cuatrocientos mil, libres de impuestos. Es cuanto necesitas para el resto de tu vida. Y mucho más que la pensión de desempleo.

No se habló más del asunto, pero aquella conversación hizo que Longman se preguntase qué importancia tenía el dinero para Ryder; si, en realidad, no era algo secundario en relación con la aventura misma, con la emoción de la empresa, con el reto a sus dotes de mando. El mismo motivo se aplicaba tal vez al pasado de Ryder como mercenario. ¿Quién arriesgaría su vida en el combate, si no le impulsase algún motivo más fuerte que el dinero?

En realidad, Ryder no había escatimado nada para comprar lo que llamaba su
matériel
. Lo había pagado todo de su bolsillo, sin preguntar siquiera a Longman si podía participar en los gastos o si le rembolsaría algo cuando consiguiesen el botín. Longman sabía que las cuatro metralletas habían costado muy caras, y eso sin hablar de las municiones, las pistolas, las granadas, los cinturones para el dinero, los impermeables confeccionados a propósito y la construcción metálica que él había diseñado a sugerencia de Ryder y a la que llamaban el Aparato...

Longman observó a Welcome y a la chica del sombrero anzac. A pesar de la reprimenda de Ryder, nada había cambiado. Si dos personas podían establecer una relación íntima a tres o cuatro metros de distancia, esto era lo que estaban haciendo Welcome y la muchacha. Era algo chocante, retorcido. Y no es que él fuese timorato. Lo había hecho todo, primero con la zorra de su ex mujer y, más recientemente, con prostitutas complacientes, siempre que tenía dinero para ello. Lo había hecho todo, y había gozado con ello, ¡pero no en público!

Anita Lemoyne

Anita Lemoyne dirigió una larga mirada apasionada al bandido, para conservar su ardor, antes de transferirla a su diminuto reloj de pulsera. Aunque pudiese salir del maldito vagón en aquel mismo instante y echar a correr como un galgo, desnudándose por el camino, no llegaría al cubil del tipo de la Televisión y a lo que él llamaba su juerga.

Eran una vida podrida y una ciudad podrida. Si sumaba todo lo que había tenido que aguantar sólo para pagar el alquiler de su lujoso pisito (sin contar las propinas a los porteros y los favores a los agentes y polizontes), tenía que reconocer que había hecho un mal negocio. Si tuviese manera de hacerlo, prendería fuego a toda la ciudad y buscaría una casita con un pequeño jardín en los suburbios o, mejor aún, en el campo. Sí..., pero, ¿cómo viviría? ¿Montaría una cabaña para atraer a los rústicos galanes? ¿Fornicaría en un macizo de flores, con el susurro de los árboles mezclándose con sus propios y fingidos suspiros de amor? Puros sueños. Ya no
había
galanes. En los suburbios, los hombres se entendían con las mujeres de otros, y, en el campo, perseguían a las ovejas en verano y se pasaban todo el invierno jugando al póquer, hasta que se fundía la nieve y volvían con sus ovejas.

El bandido seguía mirándola fijamente, casi saliéndosele los ojos por los agujeros de la máscara. Estaba excitado, cosa muy halagadora para una mujer, y lanzaba chispas incendiarias. Una cosa era segura: había que estar loco para pensar en «eso» mientras tenía secuestrado un vagón del Metro. Pero, ¿y ella? ¿Tenía sentido estar timándose con él en tales condiciones?

Bueno, ella era una profesional y debía reaccionar forzosamente como tal. Además, se hallaba en una situación apurada, y nada perdería con hacer amistad con un miembro de la dura pandilla. Aunque no creía que le hiciesen daño deliberadamente, siempre podían producirse accidentes, con tantas armas desenfundadas. Naturalmente, ella se encontraba allí por casualidad, pero había visto, en la primera página del
News
, muchas fotografías de inocentes transeúntes en medio de un charco de sangre, mientras los policías se inclinaban sobre ellos, como pidiéndoles perdón. «Yo no quiero ser una víctima inocente —pensó—, ¡tengo que salir de aquí! Si pudiese servirme de algo, me "liaría" con ese bandido ahora mismo...»

Lo miró con pánico, pero en actitud incitante. El bandido captó el mensaje y reaccionó en seguida.

Welcome

Joe Welcome recordó que una chica le había dicho en cierta ocasión: «Jamás conocí un gallito que estuviese siempre tan a punto como tú.» Y aquella chica era una verdadera gata; bastaba «dirigirle» un sucio pensamiento para que se tumbase de espaldas. Recordaba una vez en que habían saltado del catre y se habían dirigido a la cocina, y, cuando la «gata» terminó de preparar el café y se dirigió a la mesa, se encontró, sorprendida, con que él la estaba esperando de nuevo. Entonces fue cuando hizo aquel comentario.

«En cualquier momento —pensó Welcome— y en cualquier
lugar
. En el suelo, en la cama, en el rellano, en un callejón oscuro, sentado, de pie o montado en bicicleta. ¡O en mitad de un apestoso vagón de Metro!»

En aquel mismo instante, con una metralleta en la mano, con un millón de policías en el túnel, muy próximo el momento de la difícil escapada, se encontraba a punto. Y la chica del extraño sombrero lo
sabía
y seguía incitándolo con su actitud.

Era una locura pensar lo que pensaba él en un momento como aquél; pero, ¿no decían todos que estaba loco? Pues sí, lo estaba. ¿Y qué había de malo en la locura de un garañón como él? ¡Eran cosas de la Naturaleza!

Ahora mismo, con las ingles doloridas y aquella gallinita que se lo estaba pidiendo, estallaría si no podía desfogarse. ¿Cómo? ¿Dónde? ¡Caray, en cualquier sitio! Podía llevarla al otro extremo del vagón y hacer que se tumbase en el asiento. Y que lo viesen los pasajeros. Les daría una buena lección. Ryder se pondría furioso. Pero Ryder estaba en la cabina, ¡y que se chinchase Ryder! ¡Al diablo con él! Le había trasteado la primera vez, cuando salió de allí, y volvería a hacerlo. Si Ryder quería probarle, él estaba a punto. Siempre.

Komo Mobutu

La herida de Mobutu había dejado de sangrar, aunque todavía rezumaba algo en el empapado pañuelo. Pensó: «He perdido la serenidad; he dejado que me abriesen la cabeza por un par de negros.» Contempló su rojo pañuelo y se dijo: «No me importaría verter mi sangre hasta la última gota, si con ello contribuyese a liberar a mi pueblo. Pero hay que ver las cosas como son: no serviría de nada, de nada.»

Sintió que le tocaban el brazo. El viejo que se sentaba a su lado le ofrecía un gran pañuelo doblado.

—Tómelo —dijo el viejo.

Mobutu rechazó el pañuelo.

—Tengo el mío —dijo.

Mostró el ensangrentado trapo, y el viejo palideció, pero no se dio por vencido.

—Vamos. Tome mi pañuelo. Estamos en la misma barca.

—Usted viaja en su barca, viejo, y yo, en la mía. No me venga con monsergas.

—Está bien. Somos dos barcas que se cruzan en la noche. Pero, de todos modos, tome mi pañuelo. Sea buen chico.

—No acepto desperdicios.

—Yo
tiro
los desperdicios —dijo el anciano—. Este pañuelo lo compré hace quizás un mes.

—No tomaré nada de un cerdo blanco; por consiguiente, déjeme en paz de una vez.

—Blanco, sí —dijo el viejo, y sonrió—. En cuanto a lo de cerdo, se equivoca. Vamos, hombre, seamos amigos.

—Es inútil, viejo. Soy un enemigo, y algún día le cortaré el gaznate.

—Cuando llegue ese día —dijo el anciano—, yo le pediré que me preste su
pañuelo
.

Mobutu se llevó su pañuelo a la maltrecha frente. Estaba demasiado empapado para absorber algo más. El negro miró los gruesos pliegues del pañuelo del viejo, seguramente adquirido con ganancias extraídas de la sangre de sus hermanos y hermanas de color. En realidad, aquel pañuelo les pertenecía, le pertenecía. Era una compensación bien menguada.

—Deme el trapo —dijo Mobutu, cogiendo el pañuelo.

—No es un trapo —dijo el viejo—; sólo un pañuelito.

Mobutu se quedó mirando fijamente la cara arrugada y solemne del viejo. Y tuvo la impresión de que le estaba tomando el pelo.

XIII
La ciudad: escena subterránea

El andén de la estación de la Calle Veintiocho fue escenario de lo que más tarde había de calificarse de «minimotín». El comisario del distrito, poco después de llegar al lugar del suceso, había enviado una patrulla escalera abajo, para despejar el andén. Los agentes volvieron a subir al cabo de diez minutos, sudorosos, desgreñados y furiosos, uno de ellos cojeando ostensiblemente, otro con la cara sangrante y llena de arañazos, y un tercero acariciándose una mano herida de un mordisco. Los pasajeros —a excepción de unos pocos que se habían mostrado dóciles— no sólo se habían negado a marcharse, sino que habían prorrumpido en insultos, ahogado las instrucciones con gritos de burla, resistido las órdenes de dirigirse a la salida y, por último, apelado a la violencia. La patrulla había detenido a seis ciudadanos, cuatro de los cuales se habían escabullido antes de salir a la calle, como resultado del hostigamiento y la obstrucción de la multitud. Uno de los que seguían detenidos era una mujer negra que había recibido un puñetazo en un ojo después de dar una patada en el tobillo a uno de los agentes; el segundo era un joven barbudo y de lacios y largos cabellos, que había sido aporreado por motivos ignorados y que permanecía semiinconsciente, babeando y, tal vez conmocionado.

La multitud —siguió informando el sargento— se mostraba rebelde y violenta. Había roto varios cristales del tren que se hallaba parado en la estación y había cometido otros actos de vandalismo: carteles arrancados, bancos volcados, papel higiénico sacado de los retretes y lanzado a modo de serpentinas. El subinspector jefe, incapaz de oír la radio en la cabina del conductor, debido al alboroto, estaba furioso y pedía respetuosamente al comisario que enviase una fuerza suficiente para limpiar el maldito andén de todos los malditos ciudadanos que lo llenaban.

El comisario del distrito envió una fuerza de cincuenta agentes de las Patrullas Tácticas y diez detectives para que tomasen por asalto la estación. Con sus porras desenvainadas, la Policía cargó contra los apretujados pasajeros del andén y, en cinco minutos, consiguió empujar la multitud hacia la salida. Pero allí se produjo un embotellamiento; muchos pasajeros pedían que se les devolviese el importe del billete. En la confusión subsiguiente sufrieron lesiones un número indeterminado de pasajeros y al menos seis policías. El capitán que mandaba las fuerzas se abrió paso hasta la taquilla y ordenó al empleado —un hombre de edad madura y cabellos grises— que diese un vale a cada pasajero. El empleado se negó, exigiendo la debida autorización. El capitán sacó su revólver de reglamento, apuntó al canoso taquillero entre los barrotes de su jaula y le dijo:

—Ésta es la autorización, y, si no empieza pronto a dar esos vales, le saltaré los malditos sesos de su maldita y fea cabeza.

Un número adicional de ciudadanos y de policías sufrieron lesiones en la colisión producida ante la ventanilla para recoger los vales —más de doce necesitaron asistencia médica, y cuatro fueron hospitalizados—, pero a los quince minutos de haber entrado la fuerza, el último pasajero había sido ya empujado hasta la calle.

Ninguna persona no autorizada quedó en el andén de la estación, salvo tres hombre (no vistos por la Policía), un negro y dos blancos, que no se conocían y que estaban violando a una negrita de catorce años en el lavabo de señoras.

Centro de Control

La Mesa de Comunicaciones del Centro de Control siguió radiando órdenes encaminadas a despejar los andenes de las estaciones de la zona afectada por el corte de corriente. Los mensajes, difundidos por el sistema de altavoces, aconsejaban a los pasajeros que abandonasen los andenes y buscasen otros medios de transporte —«un breve paseo hasta el BMT, el IND o las líneas del West Side», «Sírvanse tomar los autobuses de MABSTOA, sin pagar billete»— que los llevarían hacia el Norte o hacia el Sur, hasta su punto de destino. Cada mensaje contenía la advertencia de «despejen las estaciones, por favor; es una orden de la Policía de la Ciudad de Nueva York».

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