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Authors: John Godey

Pelham 123 (33 page)

BOOK: Pelham 123
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—Estamos perdiendo tiempo —dijo Ryder—. Empecemos.

—Por orden, ¿no? —dijo Welcome.

—¿Estás seguro de que no habrá nadie ahí arriba? —preguntó Longman, moviendo la barbilla hacia lo alto—. ¿Se habrán marchado los policías?

—Sí —respondió Ryder—. Seguirán al tren. —Observó un matiz de impaciencia en su propia voz, e hizo una pausa—. ¿Listos? Voy a dar las órdenes.

—Las órdenes —dijo Welcome—. ¡Una mierda!

Ryder no le hizo caso. Las órdenes precisas eran una necesidad, no un capricho. En los ensayos, cuando cada cual actuaba por sí solo, siempre había alguien que se olvidaba un detalle; por esto había apelado a la sencilla rutina de las órdenes sucesivas. También había resuelto no entrar de momento en la cámara de la salida de emergencia, dada la posibilidad de que algún transeúnte mirase a través de la reja y pudiese verlos u oírlos.

—Metralletas —dijo Ryder, vivamente, y dejó la suya sobre el suelo.

Steever y Longman lo imitaron, pero Welcome se hizo el remolón, acariciando el arma en ademán posesivo.

—Vamos, Joe —dijo Steever—, necesitas dos manos para trabajar.

Welcome dijo:

—¿Quién te crees que eres? ¿El capitán ayudante?

Pero, a regañadientes, soltó su metralleta.

—Sombreros y máscaras —dijo Ryder.

El verse de nuevo sus caras les pareció algo chocante, y Ryder pensó: «Parecen menos reales que las máscaras.» Quedó sorprendido al oír que Welcome se hacía eco de sus propios sentimientos.

—Os diré algo —dijo Welcome—: todos teníais mejor aspecto con la máscara.

—Disfraz —dijo Ryder.

Él se había quitado los postizos de la boca antes de ponerse la máscara, y lo propio había hecho Longman con las gafas. Sólo Steever tenía que quitarse la peluca blanca, y Welcome, el bigote y las acicaladas patillas.

—Los abrigos —dijo Ryder—. Quitáoslos, volvedlos del revés y ponéoslos de nuevo.

Todos los abrigos estaban forrados de un material reversible. El de Welcome era de tela de gabardina color castaño claro. El de Steever, gris y con cuello negro, de piel; el de Longman, de
tweed
formando espiga, y el suyo propio, de
tweed
«Donegal». Observó atentamente cómo volvían los impermeables al revés y se los abrochaban sobre los abultados chalecos del dinero.

—Sombreros.

Sacaron sendos sombreros del bolsillo. El de Welcome era de copa baja y color azul plomizo, con una estrecha cinta de color rojo y azul marino; el de Steever, gris y con el ala pequeña y vuelta hacia arriba; el de Longman, un gorro ruso de astracán, y el suyo, una gorra deportiva color castaño y corta visera.

—Guantes.

Se despojaron de los guantes y los dejaron caer.

—¿La pistola en el bolsillo del abrigo? Compruébenlo. —Esperó—. Muy bien. Carteras. Mostrad la tarjeta de identidad y la placa.

Esperaba que no tuviese necesidad de usarlas; pero cabía en lo posible que un policía o dos se hubiesen quedado en el lugar y los interrogasen. En tal caso, dirían que formaban parte de la fuerza apostada en el túnel y mostrarían sus credenciales de policías, que les habían resultado más caras que las propias metralletas.

—¿No puedes ir un poco más de prisa? —preguntó Longman.

—Ese tipo se asusta del ruido de sus propios pedos —dijo Welcome.

—Casi hemos terminado —dijo Ryder—. Cogan las metralletas, retiren los cargadores y guardenselos en el bolsillo. Suelten de nuevo las metralletas.

Era una simple precaución; no quería dejar armas cargadas a su espalda.

Los cuatro se agacharon para recoger las armas, pero sólo tres empezaron a quitar los cargadores.

—Yo, no —dijo Welcome, sonriendo—. Yo voy a llevarme mi arma de tiro rápido.

La Torre de Grand Central

Marino, vibrando su voz en el silencio de la sala de la Torre, dijo:

—El Pelham Uno Dos Tres acaba de pasar por la estación de la Calle Catorce y se dirige a la de Astor Place.

—¿Tiene idea de su velocidad?

—Bueno —dijo Marino—, corre bastante. Supongo que está en serie.

—¿Qué significa esto?

—Calcule unos cincuenta kilómetros por hora. ¿Pueden los coches de la Policía mantenerse a su altura a pesar del tráfico?

—No hace falta. Tenemos coches apostados a lo largo del trayecto. Se ponen en movimiento cuando el tren llega a su zona.

—Ahora están a mitad de camino entre la Calle Catorce y Astor Place.

—Bien. Siga informándome.

El Centro Neurálgico

En el Centro Neurálgico, un operador de radio entregó un mensaje al teniente Garber. Éste lo leyó mientras escuchaba a Mrs. Jenkins. Un agente de la estación de la Calle Catorce había comunicado que el Pelham Uno Dos Tres había pasado por allí sin detenerse...

—...el Pelham Uno Dos Tres está ahora a unos cuatrocientos cincuenta metros al sur de la estación de la Calle Catorce.

Fundándose en el tono suave y modulado de su voz, el teniente Garber se imaginó a Mrs. Jenkins como una esbelta rubia de poco más de treinta años.

—Siga informando, encanto —dijo.

Clive Prescott

En la mesa del jefe de servicios del Centro de Control, Prescott desistió de establecer contacto por radio con el Pelham Uno Dos Tres. Escuchó la voz de Mrs. Jenkins en el aparato y trató de imaginarse a la mujer que hablaba. Unos treinta y cinco años, «café con leche», divorciada, tranquila, amante y experta. Pensó en si podría enseñarle algo con su experiencia, e inmediatamente se reprochó esta infidelidad a su esposa.

—...continúa hacia la parte baja de la ciudad, a una velocidad que se calcula corresponde a la serie.

«No tenía sentido», pensó Prescott. Su situación era seguida palmo a palmo. ¿Cómo podían esperar librarse de la persecución? Era una estupidez. Pero, ¿quién había dicho que los criminales eran listos? Sin embargo, hasta ahora no habían cometido ni un solo error.

Se volvió a la mesa.

—Pelham Uno Dos Tres. Centro de Control llamando a Pelham Uno Dos Tres...

Anita Lemoyne

Al cabo de un minuto exacto, Anita Lemoyne pensó: «Va a darme un ataque de nervios.
¿Acaso no ven nada esos estúpidos bastardos?
» Todos hacían comentarios sobre el hippy que acababa de saltar del vagón; incluso el viejo petimetre, a quien ella consideraba como el más listo de los pasajeros.

—Ímpetu —decía el viejo—. Es imposible que haya salido con vida de esto.

Otra persona dijo:

—¿Por qué lo haría? —Y se respondió—: Salió disparado. Esos tipos se excitan fácilmente, hacen tonterías como ésta y se matan.

—¿Adónde nos llevan? —preguntó la madre de los chicos—. ¿Creen que nos soltarán pronto, como dijeron?

—Hasta ahora —dijo el viejo— han cumplido su palabra.

Anita se puso en pie, chillando:

—¿Es que están ustedes ciegos? ¡Imbéciles! Se largaron los cuatro. ¡No hay nadie que
conduzca
este maldito tren!

El viejo pareció sorprendido de momento; después, meneó la cabeza y sonrió.

—Mi querida señorita; si se hubiesen marchado todos, el vagón estaría parado. Tiene que haberse quedado uno para hacerlo funcionar.

La mirada de Anita recorrió furiosamente los rostros pasmados y se detuvo en el de la madre. «Sin duda había hecho alguna cuenta —pensó Anita—, porque parecía que empezaba a comprender su mensaje.»

La madre lanzó un chillido, en un tono sostenido y lastimero, y Anita pensó: «Si esto no hace que crean todos los demás, nada los hará creer.»

XXI
Tom Berry

El padre del joven Tom Berry le estaba riñendo por una falta que no había cometido, flagelándolo con aquella voz helada que le daba escalofrío. Su madre intercedía por él; pero tenía una voz extraña. Parecía de hombre. Abrió los ojos, y el dolor hizo que su sueño se desvaneciese, aunque las voces seguían sonando.

Estaba tumbado junto a una pilastra, fuera de la vía, y comprendió que se había lesionado. La cabeza, los hombros, el pecho... Se llevó una mano a la boca; estaba tumefacta y húmeda. Los dedos subieron hasta la nariz, que sangraba lentamente sobre el labio superior. Se palpó la cabeza y descubrió un enorme chichón. Aquellas voces lo inquietaban. Levantó la cabeza unos centímetros y vio de dónde procedían.

No podía calcular exactamente la distancia en la oscuridad del túnel, pero distinguía claramente a los cuatro hombres. Se hallaban alineados junto a la pared y se estaban desnudando. Ya no llevaban sus máscaras de nilón, y sus caras aparecían fantásticamente iluminadas por la bombilla que marcaba la salida de emergencia: brillantes las protuberancias de la nariz y las orejas; hundidos en la sombra el resto de las facciones. El jefe era el que más hablaba. Poco a poco, Berry empezó a darse cuenta de lo que se proponían. Sus sombreros y sus abrigos eran diferentes; se estaban disfrazando. Con su nueva indumentaria, y con la Policía persiguiendo locamente el tren, subirían a la superficie por la salida de emergencia y se mezclarían con la multitud.

Llevaba la pistola en la mano cuando saltó. Se le había caído, no sabía cuándo. Se incorporó sobre un codo y la buscó con la mirada. Después, con súbito espanto, se acurrucó detrás de la columna. Podían verlo; la blancura de su cara podía delatarlo. Pero no podía buscar su pistola, si mantenía la cabeza pegada al suelo del túnel. ¡Al diablo la pistola! Podría encontrar otra; pero no otra cara. Gruñó, e inmediatamente ahogó el gruñido. ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué había saltado de aquella cacerola? ¿Dónde tenía la cabeza?

Los cuatro secuestradores estaban discutiendo. No; sólo dos de ellos. Pensó que la voz irritada era la del chulo. La otra voz, fría y sin inflexiones, era la del jefe. Los otros dos guardaban silencio y observaban. ¿Una reyerta entre ladrones? ¿Se matarían los unos a los otros con sus metralletas? Si lo hacían, no vacilaría en arrastrarse hasta ellos y ponerles las esposas.

«Quedáis detenidos, por muy muertos que estéis. Podéis llamar por teléfono una vez cada uno, y voy a informaros de vuestros derechos, según tiene declarado el Tribunal Supremo...»

¿Dónde estaría la pistola? Podía hallarse en cualquier lugar del túnel, entre las calles Catorce y Veintitrés. «¿Dónde está mi pistola?» Empezó a buscar arrastrando la mano sobre el sucio suelo del túnel.

El subinspector jefe Daniels

A través de la ventanilla del Woodlawn Uno Cuatro Uno pudo verse que oscilaba, como licuándose, el débil rectángulo de luz que marcaba el sitio en que se hallaba el Pelham Uno Dos Tres. El subinspector jefe Daniels se frotó los ojos.

—Empieza a moverse —dijo el conductor.

—Bueno, ¿a qué diablos está esperando? —gritó Daniels.

—Sólo su señal, como usted dijo. Me está lastimando el brazo, capitán. De este modo no puedo conducir.

El subinspector jefe aflojó la presión.

—En marcha. No muy de prisa.


Ellos
sí que se dan prisa —dijo el conductor. Empujó la palanca, y el tren arrancó—. Parece que han salido disparados. ¿Ve usted lo de prisa que pasan las señales del verde al rojo? ¿De verdad quiere usted que vaya despacio?

—No quiero que nos vean.

—A esta velocidad, seguro que no nos verán. Ni nosotros a ellos.

—Entonces, acelere, ¡maldita sea!, si cree que debe hacerlo.

—Acelero —dijo el conductor—. Creo que debo hacerlo.

Movió la palanca de velocidad, y el tren salió lanzado. Pero esto duró sólo un momento. Las ruedas delanteras produjeron un débil ruido metálico, y todo el túnel pareció estallar. La parte posterior del vagón saltó de la vía, permaneció una fracción de segundo suspendida en el aire y cayó pesadamente. Las ruedas se salieron de los raíles y rodaron por el suelo. El vagón osciló y saltó como loco, y, al aplicar los frenos el conductor, rozó contra media docena de pilastras antes de quedar inmóvil, entre una nube de polvo y de metal recalentado.

—¡Malditos canallas! —exclamó el conductor.

A su lado, el subinspector jefe se sujetaba la cabeza con la mano. Tenía la mirada extraviada, y un hilillo de sangre brotaba de su frente y resbalaba por su cara.

El subinspector jefe empujó al conductor y salió de la cabina. Se apoyó en la puerta para recobrar el equilibrio y observó el vagón. Todo el mundo gritaba. Media docena de policías estaban en el suelo. Las armas habían rodado por todas partes. Una fina y ácida nubecilla de humo flotaba perezosamente en el vagón.

El subinspector jefe observó cómo los hombres se levantaban del suelo y se sintió curiosamente ajeno a la escena. Un hombre rodaba de un lado a otro, lanzando gemidos ahogados y agarrándose la rodilla.

—Ayuden a ese hombre —dijo el subinspector jefe.

Iba a decir algo más, pero perdió el hilo. Se palpó la parte ensangrentada de la cabeza. No le dolía. En realidad, ni siquiera sentía el contacto de sus propios dedos.

—¿Está usted herido, señor? —Era un robusto sargento, que hablaba muy despacio—. ¿Qué ha ocurrido, señor?

—Hemos caído en una trampa —dijo el subinspector jefe—. Diga a sus hombres que se sienten, sargento. Los bastardos nipones nos han hecho saltar de la vía.

Le divirtió la curiosa mirada del sargento. Aquel sargento era un jovenzuelo demasiado joven para la guerra grande; no sabía nada de emboscadas, ni podía reconocer el olor de las granadas.

—Quiero decir, señor, que qué hemos de hacer. ¿Qué ordena, señor?

—Hemos saltado de la vía —dijo el subinspector jefe, sintiendo que se le iba la cabeza—. Echaré un vistazo. De momento, no hagan nada.

Entró en la cabina. El conductor había bajado el asiento de metal. Estaba sentado en él, meneando la cabeza a un lado y otro.

—Informe del accidente, sargento —dijo el subinspector jefe—. Pregunte cuánto tardarán los ingenieros en volvernos a la vía, y, si no, que nos proporcionen otro medio de transporte.

—Los remolcadores tardarán dos o más horas en volvernos a la vía —dijo el conductor—. ¿Por qué me ha llamado «sargento»? ¿Se siente usted bien?

—No discuta, sargento. Informe por radio.

Volvió al vagón y abrió la puerta delantera. Al agacharse para saltar al suelo, el «sargento» que le había hablado anteriormente le dijo:

—¿Quiere que lo ayudemos, señor?

El subinspector jefe sonrió y meneó la cabeza. Era curiosa esta nueva raza de policías, mimados por los coches, los compañeros y las computadoras. No se daban cuenta de que el veterano cumplía su misión solo y sin miedo, ¡ay de aquel que se interpusiera en su camino! Se dejó caer sobre la vía y notó el golpe, pero se rehizo en seguida. Después, con las manos cogidas por detrás, avanzando despacio y observando a un lado y otro, inició su exploración.

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