Authors: John Godey
—Hay una señal automática en la curva —le dijo, tranquilamente, un auxiliar de cabellos blancos que tenía un cigarro entre los labios. Si un tren toma la curva a velocidad excesiva, como hará éste, o como lo ha hecho ya, la luz se pone roja, activa los frenos automáticos y el tren se detiene.
Tumbado en su silla, en medio de otro pequeño grupo, Correll se frotaba el cuello y graznaba roncamente.
—Lo sabía —dijo el hombre de los cabellos blancos, señalando a Correll con la cabeza—. Ha sido una de sus pequeñas bromas.
La ira de Prescott se había mitigado, pero no extinguido del todo.
—Por eso traté de estrangularlo —dijo—. No tolero las bromitas.
—¿Motor amañado, y nadie en la cabina? —gritó el comisario del distrito, repitiendo el mensaje de la radio.
—Sí, señor. Bien, señor.
El comisario del distrito se inclinó hacia el chófer.
—Vuelva a Union Square. A toda velocidad. Olvide los reglamentos.
Al girar el coche hacia la derecha, levantándose sobre dos ruedas, dijo al jefe de Policía:
—¿Por qué me negaría a dejarme llevar por el instinto? Están allí.
—Estaban —dijo el jefe de Policía—. Nos han dado esquinazo, Charlie.
—De prisa. ¡Más de prisa! —gritó el comisario del distrito.
—Una docena de coches llegará antes que nosotros —dijo el jefe de Policía—. Pero también ellos llegarán demasiado tarde.
El comisario del distrito entrechocó ambos puños, dislocándose la muñeca izquierda y rompiéndose dos nudillos.
Alguien maldecía al viejo, y, cuando Anita Lemoyne miró por encima del hombre para ver lo que ocurría, al menos doce pasajeros se dirigían a la parte traseradel vagón. El crítico teatral estaba todavía junto a ella, pero, de pronto, pareció perder todo su entusiasmo. Murmuró algo y se alejó. Ella vio que también se dirigía a la parte posterior.
El viejo permanecía sentado, con la cabeza inclinada y los labios temblorosos. ¿Por qué diablos lloraba el hombre de las imaginarias luces rojas? ¿Acaso no había vivido bastante? A su lado, el belicoso negro seguía también sentado, pero muy tieso, levantada la barbilla, cruzadas las largas piernas y balanceando tranquilamente uno de los pies. Bien. Al menos él moriría dignamente. «Él y yo: un orgulloso y condenado negro, y un pedazo de carne blanca que empezaba a envejecer. ¡Oh, sí! Y la vieja borracha, aún dormida, aún babeando, envuelta en hedores y soñando en su próxima botella. ¡Vaya un trío!»
El coche entró en la estación de South Ferry y se repitió la ya familiar escena de la gente agitando los puños en el andén. Volvieron a sumirse en la oscuridad del túnel. Y ahora, ¿qué? Al frente, Anita vio encorvarse la pared del túnel, y
supo
lo que iba a pasar. Su velocidad era excesiva. Las ruedas saltarían de los raíles, y el tren se estrellaría contra las paredes, contra las pilastras... Afirmó los pies en el suelo, separando las piernas, y entonces vio la señal roja y una luz blanca debajo de ella. Bueno, a fin de cuentas, el viejo había tenido razón. Pero era demasiado tarde; ya entraban en la curva...
Sintió un terrible tirón bajo los pies y viose lanzada contra la ventanilla delantera. Se oyó un chirrido, y gritos en la parte posterior del vagón.
Pero a través del cristal, vio que todo pasaba más despacio: las paredes, las pilastras, las vías... Otra sacudida, y el tren se detuvo.
El pasmado silencio de la parte posterior del vagón se convirtió en un griterío histérico de gozo, y Anita pensó: «Bueno, amigos, viviremos otro día para fastidiarnos.» Se volvió y se apoyó de espaldas en la puerta. El viejo la estaba mirando y trataba de sonreír.
El belicoso negro apartó el manchado pañuelo del rostro y lo puso en la mano del viejo.
—Será mejor que lo queme, papaíto; está empapado de sangre de negro.
La borrachina eructó y abrió los ojos.
—¿Es la Cuarenta y Dos?
«La nota cómica», pensó Anita, la vieja zarrapastrosa había dado la nota cómica. Abrió su bolso y dejó caer un billete de diez dólares en la ancha falda, con sus raídas capas de ropa heterogénea.
A través de la reja de la salida de emergencia, Longman oyó los ruidos de la ciudad. Cuando se disponía a empujarla hacia arriba, el pie de un transeúnte hizo que retirase rápidamente la mano. El pie siguió adelante. Longman subió otro escalón y empujó la reja con ambas manos. La reja chirrió sobre los enmohecidos goznes, y una lluvia de partículas de orín cayeron sobre el hombre. Pero él siguió empujando con toda su fuerza. Cuando su cabeza llegó al nivel de la acera, oyó tiros a su espalda y debajo de él. Permaneció un instante inmóvil, pero en seguida siguió subiendo hasta salir a la calle.
Frente a la pared del parque, de espaldas a la acera, bajó despacio la reja y no la soltó hasta que estuvo a un par de centímetros del suelo. La reja cayó con fuerte ruido y levantando polvo. Varios transeúntes lo miraron, pero ninguno se detuvo ni volvió la cabeza. «La famosa indiferencia neoyorquina», pensó y cruzó la calle y se sumergió en la riada de peatones que fluía por delante de «Klein's». Al frente, cerca de la Calle Diecisiete, vio un coche de la Policía. Estaba aparcado, y un hombre se apoyaba en la ventanilla, hablando con uno de los guardias. Mirando al frente, Longman apretó el paso y dobló la esquina de la Calle Dieciséis. Hizo un esfuerzo para caminar más despacio y se dirigió hacia el Este. En Irving Place, torció a la izquierda, cruzó la calle y dejó atrás el descolorido bloque de ladrillos, ajado por el tiempo, de la Washington Irving High School. Un grupito de muchachos haraganeaba frente a la entrada: una joven china de labios muy pintados y cortísima minifalda, una chica negra y dos jóvenes negros con chaqueta de cuero.
Al pasar él, uno de los chicos se puso a su lado.
—Hombre, ¿no podría usted desprenderse de unas perras en beneficio de un pobre estudiante?
Longman ignoró la mano tendida del joven. Éste murmuró algo y se echó atrás. Longman siguió andando. Allá al frente estaban la verja de hierro y los desnudos árboles de Gramercy Park.
Pensó en Ryder y recordó los disparos que había oído mientras subía la escalera de la salida de emergencia. Ryder está bien, se dijo, y, con una extraña aprensión de seguir pensando en el asunto, lo alejó de su mente. Torció hacia el Este y enfiló la Calle Dieciocho.
Cruzó la Tercera Avenida; después, la Segunda, con los macizos edificios rosados de Stuyvesant Town dominando el escenario. Por fin, se halló en su propia casa, un bloque de piedra grisácea, de fachada descolorida y maltrecha entrada, con personas y perros asomados a las ventanas, todos igualmente aburridos y curiosos. Cruzó el portal, subió la escalera y llegó al segundo piso. Buscó las llaves en su bolsillo, abrió las tres cerraduras, empezando por la de abajo, entró y volvió a cerrar la puerta, empezando por arriba.
Recorrió el estrecho pasillo hasta la cocina y abrió el grifo del agua. Mientras esperaba que el agua se enfriase, sosteniendo un vaso en la mano, lanzó de pronto un grito salvaje de triunfo.
Unos cinco minutos después de detenerse el vagón, Anita Lemoyne vio que dos hombres subían y entraban por la puerta delantera. El primero, que llevaba galones de conductor, abrió la puerta de la cabina con una llave y entró en ella. El segundo era un policía.
El policía levantó las manos para contener a los pasajeros que se agolpaban a su alrededor, y repitió:
—No sé nada. Los sacaremos del tren dentro de unos minutos. No sé nada...
El vagón arrancó y, a los pocos momentos, entró en la zona iluminada de la estación de Bowling Green y se detuvo. Anita miró por la ventanilla.
Había una hilera de policías en el andén, cogidos de los brazos, conteniendo a la apretujada muchedumbre. Un hombre con uniforme de jefe de tren se inclinó al lado del vagón con una especie de llave en la mano. Las puertas se abrieron con un chasquido. Los policías del andén no pudieron hacer nada. Fueron apartados, empujados, aplastados por una muchedumbre irresistible de pasajeros, que tomaron el tren por asalto.
Prescott salió a las seis y media. Había oscurecido, y en la ciudad flotaba aquel aire húmedo que a veces, cuando hace frío, es como un negro manto que cubre su fealdad. Se había rociado la cabeza con agua, frotándose la cara con una toalla hasta que le escoció la piel, pero no había sentido alivio a su agotamiento. Contempló los grandes y nobles edificios que el distrito había heredado del pasado, desiertos, resplandeciendo débilmente a la luz de las farolas. Los abogados, los legisladores y los políticos habían volado. Sólo había unos cuantos transeúntes en las calles, y éstos tampoco tardarían en desaparecer, dejando sólo borrachos, ladronzuelos, vagabundos, presas y cazadores.
En Fulton Street, las tiendas habían cerrado o se estaban cerrando, y pronto toda la zona comercial —heredada por los desheredados, por la gente de su propia raza y por los advenedizos puertorriqueños, de aquellos que preferían perderla a compartirla con ellos— quedaría también desierta. Los almacenes estaban bien protegidos, con sus vigilantes ojo avizor y conectados sus aparatos de alarma contra los intrusos. Una vendedora de periódicos cerraba su quiosco; una mujer curtida por la intemperie, de una edad y una perduración fantásticas. Él desvió la mirada de los grandes titulares de los periódicos.
Un muchacho negro, con sombrero de vaquero y chaqueta roja de cuero, plantó algo ante sus narices.
—El periódico de los Panteras, hermano.
Él meneó la cabeza y siguió andando. El muchacho lo siguió, pisándole los talones. Durante el día, las calles estaban llenas de jóvenes negros que vendían el periódico de los Panteras. Muy pocas veces había visto alguien que lo comprase. Probablemente se lo vendían los unos a los otros. «No —se dijo vivamente—, no te burles. ¿Tienes algo mejor en que creer?»
—Vamos, hombre, entérese de lo que pasa. ¿Quiere seguir siendo peón de Charley?
Apartó bruscamente el periódico. El chico lo miró, echando chispas por los ojos. Prescott siguió andando; después, se detuvo.
—Dame uno.
—En seguida.
Se metió el periódico bajo el brazo. Al otro lado de la calle, una tienda de discos, con la puerta cerrada y las luces apagadas, hacía sonar una estridente música rock por un altavoz. ¿Se habría olvidado el dueño de cerrar el aparato? ¿Continuaría toda la noche el martilleo de los contrabajos y el gorgoteo de las voces, hasta contaminar el silencio del amanecer?
«Estoy asqueado —pensó Prescott—, asqueado de los policías, de los criminales, de las víctimas y los mirones. Asqueado de ira y de sangre. Asqueado de lo que ha ocurrido hoy y de lo que pasará mañana. Asqueado de los blancos y de los negros, de mi trabajo, de mis amigos, de mi familia, del amor y del odio. Pero, sobre todo, estoy asqueado de mí mismo, asqueado de que me repugnen las imperfecciones de un mundo que nadie trataría de arreglar aunque supiese cómo hacerlo.»
Si al menos hubiese crecido ocho centímetros más. Si hubiese llegado a dominar el tiro a media distancia. Si hubiese sido blanco. O realmente negro...
Lo único que nadie había podido quitarle era su habilidad en el regate. No sentía miedo cuando avanzaba por el centro con la pelota, desdeñando a los hombrones dispuestos a derribarlo cuando estaba en el aire, en suspensión, lanzando la pelota hacia la cesta. ¡BUM! Pero siempre se estrellaba contra la muralla de los grandullones que esperaban...
Arrugó el periódico de los Panteras, haciendo con él una tosca pelota, se agachó, giró, saltó y la lanzó en gancho sobre el rótulo de una tienda. Dos puntos. Un vagabundo se echó a reír y aplaudió; después, alargó la sucia mano. Prescott siguió su camino.
Mañana se sentiría mejor. Pero, ¿y pasado mañana, y el día siguiente? Lo mismo daba. Mañana se sentiría mejor, porque no podía sentirse peor que hoy. Menos mal.
El detective Bert Haskins, que, aparte su apellido inglés, era ciento por ciento irlandés, había considerado antaño el trabajo detectivesco como el más espectacular que pudiera realizar un hombre. Esto había durado aproximadamente una semana. Luego, desengañado de sus antiguas ideas sobre el brillante razonamiento deductivo, sobre los enfrentamientos
mano a mano
con empedernidos delincuentes y sobre los juegos de inteligencia con las más astutas mentes criminales, descendió al verdadero terreno del investigador criminalista: el trabajo minucioso y la paciencia. La labor del detective se realizaba andando sin parar, interrogando a cien posibles informadores, con la esperanza de encontrar uno que le dijese algo, subiendo escaleras, pulsando timbres, cacheando a ciudadanos asustados, agresivos, reservados o de cabeza huera. La labor del detective se fundaba en la ley de probabilidades. Cierto que, de vez en cuando, se podía sacar algo útil de un chivato; pero casi siempre tenía uno que escudriñar, escudriñar, escudriñar...
La Jefatura de Tráfico había dado ya más de un centenar de nombres de empleados que habían sido despedidos por causa justa, y este trabajo seguiría toda la noche. Casi siempre, la «causa justa» no tenía nada que ver con actividades criminales. Sin embargo, se había de presumir que todo empleado despedido tenía motivos de resentimiento. ¿Un resentimiento lo bastante fuerte para secuestrar un tren? Esto era harina de otro costal. Pero, ¿cómo averiguar algo sin escudriñar?
Tres de los secuestradores estaban muertos. Se había recobrado un cuarto de millón de dólares del chaleco de dos de ellos. Faltaban, pues, un secuestrador y medio millón de dólares. Aún no se había identificado oficialmente a ninguno de los secuestradores muertos; por consiguiente, aunque era posible que uno de ellos resultase ser un antiguo trabajador del Metro, esto no eliminaba al hombre que faltaba.
Haskins, su compañero y otros ocho equipos de detectives habían sido encargados de este aspecto del asunto, y, a menos que alguien tuviese suerte, tardarían muchos días en comprobar toda la lista. Se habían repartido los nombres de la lista y habían emprendido su labor, después de una elocuente arenga de su jefe. Esos hombres son unos asesinos empedernidos, un peligro para los ciudadanos; han matado a dos víctimas inocentes... Traducción: El jefe me está acosando, y yo los acoso a ustedes; por consiguiente, pueden empezar a sacudirse el polvo de los zapatos. Y esto era lo que estaban haciendo, desde hacía más de cuatro horas.