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Authors: John Godey

Pelham 123 (38 page)

BOOK: Pelham 123
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Esta noticia sería repetida por las emisoras de Radio en el boletín de noticias, y mañana, perdida entre la historia del secuestro, aparecía en los periódicos diurnos.

«Una línea», pensó. El servicio quedó restablecido a las 8.21. Para esto tanta sangre, sudor y lágrimas.

—Un trabajo magnífico —dijo uno de los hombres de la mesa de Comunicaciones.

Correll se encogió de hombros.

—Es parte del oficio —dijo, y salió al silencioso pasillo.

Salvo la denuncia que pensaba presentar contra el guindilla negro, mañana sería un día aburrido. Bueno, no podía esperarse que
cada
día se escribiese historia para el ferrocarril.

Tom Berry

El interno más antiguo de la sección de cirugía acompañó la camilla de Tom Berry al salir de la sala de recuperación y se quedó junto a él cuando la enfermera y un ordenanza lo hubieron acostado en la cama.

—¿Dónde estoy? —preguntó Berry.

—En un hospital. «Beth Israel». Acabamos de extraerle dos balas.

No había querido decir dónde, sino cómo. Lo dijo a continuación:

—Quise preguntar
cómo
estoy.

—Muy bien —dijo el interno—. Hemos publicado un boletín diciendo que su estado es satisfactorio.

—¿Un boletín? Debo de estar agonizando.

—La Prensa quería saber algo. Está usted bien. —El interno miró por la ventana—. Hermosa vista. Exactamente sobre Stuyvesant Park.

Berry se examinó. Tenía el brazo vendado desde el hombro hasta el codo, y le habían aplicado unas gruesas compresas aproximadamente en el centro del torso.

—¿Cómo es que no siento dolor?

—Le hemos dado un sedante. Ya lo sentirá, no tema. —El interno dijo, con envidia—: Mi habitación... es la cuarta parte de ésta, y sólo se ve un muro de ladrillos. Y ni siquiera son ladrillos
bonitos
.

Berry se acarició el vendaje del cuerpo.

—¿Me dieron en la tripa?

—No le dieron en ningún órgano determinado. La bala falló por un milímetro aquí, y por un pelo allí. La suerte de los héroes. Volveré dentro de un rato. Voy a mi espantoso cuarto.

El interno salió. Berry se preguntó si le habría mentido, si su estado era crítico. Aquellos misteriosos bastardos nunca decían la verdad; no confiaban en que uno comprendiese algo tan importante como si iba a vivir o a morir. Trató de enfadarse, pero sus nervios estaban demasiado relajados para ello. Cerró los ojos y se adormeció.

Lo despertaron unas voces. Tres caras lo estaban mirando. Una era la del interno. En las otras dos reconoció, por fotos que había visto, a Su Excelencia el alcalde y al jefe de Policía. Sospechó el motivo de su presencia y resolvió adoptar una actitud de sorpresa y de modestia. Como había dicho el interno, era un héroe.

—Creo que está despierto —dijo el interno.

El alcalde sonrió. Iba envuelto en un pesado abrigo y una enorme bufanda, y se cubría con un gorro de astracán con orejeras. Tenía roja la nariz y secos los labios. El jefe de Policía sonreía también, pero con menos naturalidad. No era hombre dado a la sonrisa.

—Le felicito, agente... —dijo el alcalde, y se quedó cortado.

—Berry —dijo el jefe de Policía.

—Le felicito, agente Berry —dijo el alcalde—. Realizó usted un acto de extraordinario valor. Los ciudadanos están en deuda con usted.

Alargó una mano, y Berry la estrechó, haciendo un esfuerzo. Estaba helada. Después estrechó la mano del jefe de Policía.

—Espléndido trabajo, Berry —dijo el jefe—. El Departamento se siente orgulloso de usted.

Ambos lo miraban, expectantes. Claro. Entonces venía lo de la modestia.

—Gracias. Tuve suerte. Hice lo que habría hecho cualquier otro miembro del Departamento.

El alcalde dijo:

—Le deseo un pronto restablecimiento, agente Berry.

El jefe de Policía quiso hacer un guiño, pero no lo consiguió. Tampoco era dado a los guiños. Pero Berry adivinó lo que iba a decir:

—Deseamos que pronto pueda volver al trabajo,
detective
Berry.

Sorpresa y modestia, se recordó Berry, y, bajando los ojos, dijo:

—Gracias, señor, muchísimas gracias. Pero sólo hice lo que cualquier hombre del Departamento...

Pero el alcalde y el jefe de Policía se estaban marchando ya. Al cruzar la puerta, dijo el alcalde:

—Tiene mejor aspecto que yo. Y apuesto a que también se siente mejor.

Berry cerró los ojos y se adormeció de nuevo. Lo despertó el interno, con un pellizco en la nariz.

—Una chica viene a verlo —dijo el interno. Deedee estaba plantada en el umbral de la puerta. Berry asintió con la cabeza—. Tiene diez minutos —añadió el interno.

El interno salió, y entró Deedee. Tenía un aire solemne y estaba a punto de llorar.

—Ese médico me ha dicho que las heridas no son graves. Dime tú la verdad.

—Sólo heridas musculares.

Unas lagrimitas brotaron de los ojos de la joven, que se quitó las gafas y lo besó en los labios.

—Estoy bien —dijo Berry—. Me alegro de que hayas venido, Deedee.

—¿Por qué no
había
de hacerlo? —preguntó ella, frunciendo el ceño.

—¿Cómo supiste que estaba aquí?

—¿Podía
dejar
de saberlo? La Radio y la Tele no hacen más que hablar de ti. ¿Te duele mucho, Tom?

—Los héroes no sienten el dolor.

Ella volvió a besarlo y dejó lágrimas en su cara.

—No puedo soportar la idea de tu dolor.

—No siento nada. Me cuidan muy bien. Mira por la ventana. ¡Bonita vista!

Ella le cogió la mano y la apretó contra su mejilla. Le besó los dedos, antes de soltarla. Miró por la ventana.

—Una vista espléndida —añadió Berry.

Ella pareció un momento indecisa y, después, dijo:

—Tengo que decirte una cosa. Arriesgaste tu vida por una causa indigna de ello.

«No me vengas con eso», pensó él, y trató de distraerla.

—Hace un rato han venido a verme el alcalde y el jefe superior de Policía. Me han ascendido a detective. Tercer grado, supongo.

—¡Pudieron matarte!

—Gajes del oficio. Soy policía.

—¡Morir por ahorrar un millón de dólares a la ciudad!

—También había gente en peligro, Deedee —dijo él, suavemente.

—No discutiré contigo. No puedo hacerlo, estando herido.

—¿Pero...?

—Pero cuando estés mejor, te haré prometer que abandonarás a los polis.

—Cuando esté mejor, te haré prometer que te apartarás del Movimiento.

—Si no sabes la diferencia que hay entre ambas cosas...

—Deedee, no me vengas con discursos. Tú tienes tus creencias, y yo las mías.

—¿Crees en los polis? Tú mismo dijiste que tenías muchísimas dudas...

—Tal vez no muchísimas, pero sí algunas. Pero no las bastantes para hacerme volver atrás. —Buscó la mano de ella. Deedee la apartó, pero cedió al fin—. Me gusta mi trabajo aunque no todo.

—Te pillaron —dijo ella, con ojos nublados, pero sin soltar la mano—. Te vendieron toda su mercancía, y tú la compraste.

Él meneó la cabeza.

—Continuaré hasta saber de veras lo que siento. Entonces, me quedaré o me marcharé.

El interno apareció en la puerta.

—Se acabó el tiempo. Lo siento.

—Creo que será mejor que dejemos de vernos —dijo Deedee.

Se dirigió rápidamente a la puerta. Luego se detuvo y se volvió a mirarlo.

Él pensó en contemporizar, en decirle alguna cosa que la hiciese volver atrás, pero no la dijo. El juego había terminado; el desesperante, divertido y, al fin de cuentas, infantil juego al que venían dedicándose desde hacía muchos meses. El problema era real y tal vez insoluble. Tenía que enfrentarse con él.

—De ti depende, Deedee —dijo—. Sólo una cosa: piénsalo primero.

No la vio salir, porque el interno estaba delante de ella y le impedía la visión.

—Dentro de diez o quince minutos, empezará a dolerle un poco —dijo el interno.

Berry lo miró, receloso, y en seguida comprendió. El interno no se refería al dolor físico.

Longman

Por fin, a las nueve, Longman conectó la radio. Las noticias eran repetición de las anteriores. Nada nuevo, y sólo una referencia al secuestrador desaparecido: la Policía no regateaba esfuerzo para su detención. Apagó la radio y se metió en la cocina sin ningún motivo concreto; sólo porque estaba intranquilo y tenía que moverse de una habitación a otra. Se había puesto de nuevo los chalecos del dinero —medio millón de dólares no podía estar tirado sobre la cama— y, encima, el abrigo, en parte para ocultarlos, y en parte, porque hacía frío en el piso; como de costumbre, escatimaba la calefacción.

Observó el linóleo de la mesa de la cocina y, por primera vez, pensó que era muy feo, que estaba muy gastado y lleno de raspaduras y de cortes. Bueno, ahora podría comprar uno nuevo. Y también podría vivir en otra parte, en cualquier parte del país que le viniera en gana, o en cualquier parte del mundo, ¿por qué no? Iría a Florida, tal como tenía planeado. Todo el año bajo el sol, con poca ropa, pescando o, quizá, dándose un garbeo con alguna viuda deseosa de emociones...

Medio millón. Demasiado dinero para él. También lo era un cuarto de millón. Sin embargo, no era para despreciarlo, ¿verdad? Sonrió, sin duda por primera vez en una semana. Pero su sonrisa se extinguió de pronto cuando recordó los tres cadáveres que eran sacados del túnel: tres bultos cubiertos con lonas y tal vez —aunque las cámaras no lo habían captado— rezumando un poco de sangre. Tres muertos y un superviviente: precisamente Wally Longman.

Se los imaginó tendidos en sendas mesas del depósito y, salvo en lo tocante a Ryder, no sintió emoción alguna. Welcome era una bestia, y en cuanto a Steever..., bueno, no le disgustaba Steever, pero era también un animal, una especie de perro obediente, un
Dobermann
acostumbrado a obedecer la voz de mando. Había pensado poco en Ryder. Sin embargo, con la muerte de Ryder había perdido..., ¿qué? No un amigo, pues Ryder y él no habían sido nunca amigos de verdad. Colegas, tal vez ésta era la palabra adecuada. Él había sentido un gran respeto por Ryder: su reserva, su valor, su frialdad. Por encima de todo, Ryder había sido amable con él, cosa que podía decir de muy pocas personas.

¿Qué habría hecho Ryder, si hubiese sido el único superviviente? Sin duda habría permanecido tranquilo, sentado y leyendo en su departamento, en aquella vasta habitación impersonal, tan pobremente amueblada como un cuartel. No sudaría a causa de la Policía, pues, sin antecedentes penales, sin huellas dactilares, sin una descripción adecuada de su aspecto, sin compañeros vivos que pudiesen delatarlo accidentalmente, se habría sentido seguro por completo. Bueno, pensó Longman, aunque él estaba nervioso y no fríamente sereno como habría estado Ryder, también era capaz de permanecer sentado.

Experimentó una gran satisfacción ante esta idea, y se puso en pie de un salto. Se sentía tan lleno de energía, que empezó a dar vueltas alrededor de la mesa para desfogarse antes de empezar a dar gritos que atraerían a todos los vecinos.

Aún giraba alrededor de la mesa, cuando alguien llamó a la puerta. Se quedó inmóvil, presa de pánico, y volvió a sentir en todo su cuerpo aquella oleada de calor.

Hubo una segunda llamada a la puerta, y dijo una voz:

—¿Mister Longman? Soy del Departamento de Policía. Quisiera hablar con usted.

Longman miró la puerta, la mellada y toscamente pintada madera, medio cubierta por un calendario de garaje, en el que se veía una muchacha linda, «vestida» sólo con unos breves calzones. Tres cerraduras. Tres fuertes cerraduras que ningún polizonte sería capaz de abrir. ¿Qué haría Ryder? Exactamente lo que le había dicho que debía hacer
él
. Abrir la puerta y responder a las preguntas que le hiciese el polizonte. Pero Ryder no había previsto su propia muerte y el hecho de que el dinero estaba
aquí
, en vez de estar oculto en el piso de Ryder, según lo planeado. ¿Cómo no había pensado antes en el maldito dinero? ¡Cielo santo! ¡Lo llevaba
encima
! Sin embargo, estaba bien escondido debajo del abrigo, y podía justificar éste por el frío que hacía en la habitación. Pero, ¿cómo justificaría el no haber respondido a las dos primeras llamadas? Si abría ahora, el policía sospecharía, e incluso podría pensar que había tardado para esconder el dinero. Su silencio lo había delatado. Lo había echado todo a perder.

—Es un asunto de rutina, Mr. Longman. ¿Quiere hacer el favor de abrir?

Estaba junto a la ventana. La ventana. Las tres cerraduras. Sin mover los pies, se abalanzó sobre la mesa, asió el gorro ruso gris y se lo puso. Nada se oía detrás de la puerta, pero estaba seguro de que el policía seguía allí, de que volvería a llamar. Se dirigió a la ventana, sin hacer ruido, y levantó el cristal. Sintió el aire fresco de la noche, suave y tranquilizador. Pasó por la ventana y salió a la escalera de incendios.

El detective Haskins

Lo normal era permanecer a un lado de una puerta cerrada, de modo que, si alguien disparaba desde el interior, no le diese a uno. Pero el absoluto silencio y la rendija de la puerta eran demasiado tentadores. Por consiguiente, el detective Haskins aplicó la oreja a la rendija y oyó el característico crujido de la madera al deslizarse sobre otra madera. Un poco de grasa —pensó mientras empezaba a bajar la escalera—, un poco de grasa en la ventana, y aquel hombre se habría salido con la suya. Por otra parte, si Slott no se hubiese marchado a casa con su úlcera, el hombre habría estado perdido, porque uno de ellos habría vigilado la escalera de incendios.

Prácticamente, no hizo el menor ruido al bajar la escalera. En su trabajo, el detective no aprendía nunca a usar la lupa; pero sí desarrollaba otras aptitudes útiles: por ejemplo, a andar sin ruido con suelas de goma. Y también aprendía a hacerse cargo de la configuración de un edificio al entrar en él, y a descubrir una puerta debajo de la caja de la escalera, que conducía a la parte trasera de la casa.

La puerta tenía un pestillo de muelle. Haskins hizo girar el tirador, abrió la puerta lo justo para deslizarse por la abertura y volvió a cerrarla sin ruido. Se encontró en un pequeño patio, cuya oscuridad se veía irregularmente interrumpida por reflejos de luz que venían de los pisos de arriba. Vio unas cuantas pieles de fruta, una revista, varias páginas de periódico y un juguete roto. No estaba mal. Probablemente, lo barrían una vez a la semana. Se ocultó en una sombra y miró hacia arriba.

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