Authors: John Godey
La única vez que el sargento de Tráfico Miskowsky estuvo en el túnel, en sus once años de servicio, fue cuando era un simple agente y persiguió a un par de borrachos que habían tenido la estúpida ocurrencia de saltar del andén y echarse a correr entre las vías. Recordaba el miedo que había tenido de tropezar y caer sobre los raíles por los que circulaba la corriente, mientras corría tras los borrachos, que, tambaleándose, saltaban por la vía. Los alcanzó en la siguiente estación, donde cayeron en brazos de otro agente.
Ahora se sentía como hechizado, y se le erizaban los pelos de la nuca. El túnel estaba a oscuras, aparte las luces de señales, brillantes y verdes como esmeraldas. El silencio habría tenido que ser absoluto, pero no lo era: el viento producía un débil rumor, y se oían extraños susurros, que era incapaz de identificar. Cuando hubieron dejado atrás los nueve vagones vacíos del Pelham Uno Dos Tres, supo que el túnel estaba lleno de policías.
De vez en cuando distinguía a uno de ellos en la sombra, y, en un par de ocasiones, habría jurado que había oído respirar a varios de ellos al mismo tiempo. Aquello era tan fantástico como el mismo infierno. En cambio, el agente de Tráfico que lo acompañaba parecía insensible a aquel ambiente. Caminaba con facilidad, como si el dinero que llevaba sobre el hombro pesase menos que una pluma.
Sostenía en la mano la linterna encendida —y la sujetaba fuertemente, pues en menudo lío se verían si la dejaba caer—, haciéndola oscilar de un lado a otro, iluminando los raíles, el sucio y polvoriento suelo y las manchadas paredes. Avanzaban a buen paso, pero Miskowsky sentía que empezaba a faltarle el aliento. A pesar de su carga, el agente respiraba como un niño.
Miskowsky vio el pálido resplandor del vagón en el túnel y empezó a sudar.
—¿Te das cuenta de que nos estarán apuntando cuatro metralletas?
—¡Claro que sí! —exclamó el agente—. ¡Estoy muerto de miedo!
Rió entre dientes.
—En realidad no corremos peligro. No somos más que unos recaderos.
—Supongo que sí —dijo el agente, con indiferencia. Cambió la posición del saco de lona sobre el hombro—. Esto pesará unos diez kilos; muy poco peso para un millón de dólares.
Miskowsky soltó una risita nerviosa.
—Precisamente estaba pensando en esto: supongamos que nos atracasen. ¿Comprendes lo que quiero decir? Supongamos que un par de atracadores...
Pero la idea era demasiado fútil para desarrollarla; le haría quedar mal.
—No es tan gracioso —dijo el agente—. Conozco a un oficial de Policía a quien atracaron la semana pasada, cuando no estaba de servicio. Le atacaron por la espalda, golpeándole con una barra de acero envuelta en un periódico. Le quitaron la cartera, los documentos de identidad y la pistola. La pistola es lo más grave.
—Bueno; nosotros llevamos uniforme. Nadie se atreve a atacar a un policía de uniforme.
—Todavía no. Pero ya llegará el día.
—Hay alguien en la puerta trasera del vagón —dijo el agente de tráfico—. ¿Lo ves?
—¡Jesús! —exclamó Miskowsky—. Confío en que se dará cuenta de que somos nosotros. Ojalá no se confunda y empiece a disparar.
—Todavía no —dijo el agente.
—¿Qué quieres decir con eso de
todavía
no?
—Que no lo hará hasta que pueda vernos el blanco de los ojos —dijo el agente, mirando de soslayo a Miskowsky y riendo entre dientes.
Artis James estaba aterido. Tenía la impresión de que había estado siempre en aquel túnel y de que seguiría estando para siempre en él. Se había convertido en su elemento: un océano subterráneo, oscuro, húmedo, lleno de susurros.
No se atrevía a mirar atrás, por miedo a lo que pudiesen contener las sombras. Hasta el vagón que estaba frente a él era más tranquilizador, ya que se trataba de algo conocido. Se echó el pico del gorro hacia atrás y aplicó el ojo al borde del pilar, como si fuese una mirilla vertical, y vio aparecer parte de una figura: la mitad de la cabeza y el hombro derecho. La figura permaneció allí durante unos diez segundos y se retiró. Después, volvió a aparecer a intervalos de un minuto, aproximadamente, y Artis comprendió que era el centinela de la parte posterior del vagón, que observaba la vía y mantenía recto el cañón de la metralleta, como una antena exploradora. La segunda vez que apareció aquella figura, Artis pensó que, gracias a la luz del vagón, constituía un buen blanco para cualquiera. Desde luego, un revólver tenía poca precisión a aquella distancia, salvo para un tirador excepcional. Como él, por ejemplo. Si tenía tiempo para apuntar bien, si podía apoyar el arma y la muñeca en el borde del pilar, sabía que no fallaría.
Trató de recordar las órdenes exactas que le había dado el sargento de Operaciones. ¿Estarse quieto? Algo así: permanecer quieto y no hacer nada. No obstante, si podía presentar como excusa a un criminal muerto, ¿lo castigarían por no cumplir las órdenes al pie de la letra? Cuando la corpulenta figura apareció de nuevo en la puerta del vagón, Artis tenía su revólver en la mano, apoyado el cañón en la muñeca izquierda. Apuntó, esperó a que la figura se retirase y volvió a enfundar el arma. Pero volvió a sacarla inmediatamente y a colocarse en posición de tiro. Cuando la figura apareció de nuevo, apretó el gatillo.
Si hubiese quitado el seguro, se habría apuntado en su haber un delincuente muerto. Al retirarse la figura, puso y quitó el seguro varias veces, por ningún motivo especial, y volvió a enfundar el revólver. Pero dudó acerca de cómo había quedado el seguro, por lo cual sacó de nuevo el arma y lo comprobó. Estaba puesto. Artis era demasiado experto para cometer esta clase de errores. Siguió empuñando el arma, pero ésta pendía junto a su pierna cuando apareció de nuevo la figura. Al desaparecer ésta, apuntó a la puerta, y esta vez, impulsivamente, quitó el seguro.
Cuando reapareció la figura, quedó situada ante su punto de mira. Artis inspiró profundamente y apretó el gatillo. El disparo retumbó en el túnel como la explosión de una bomba, y Artis oyó, o creyó oír, un tintineo de cristal roto, al penetrar la bala por la ventanilla. Vio que la figura retrocedía bruscamente, y comprendió que había hecho blanco. De pronto, el túnel se convirtió en un infierno de fogonazos y balas que robotaban en las paredes. Artis se encogió detrás de la pilastra, para resguardarse, y tuvo la seguridad de que, si no lo mataban los secuestradores, caería bajo las balas de los policías del túnel, si éstos decidían replicar al fuego.
Cuando sonó el tiro, el sargento Miskowsky gritó:
—¡Disparan contra nosotros!
Y se tiró al suelo, arrastrando consigo al agente de tráfico. Sonó una ráfaga de metralleta. Miskowsky ocultó la cabeza entre los brazos, al tiempo que se oía el tableteo de una segunda ráfaga.
El agente de Tráfico puso el saco delante de ellos.
—No creo que sirva de mucho —dijo—. Hay un millón de dólares, pero una bala los atravesaría con la misma facilidad que una ventana abierta.
Cesó el fuego, pero Miskowsky esperó un minuto antes de levantar la cabeza. El agente observaba con curiosidad la parte posterior del vagón, mirando por encima del saco.
—¿Qué hacemos ahora? —murmuró Miskowsky—. ¿Crees que debemos levantarnos y meternos en el fregado?
—¡No, por mil diablos! —exclamó el agente—. No nos moveremos hasta saber lo que pasa. ¡Mira que tener que estar tumbados en este puerco suelo! Jamás volveré a tener limpio el uniforme.
Al cesar los disparos, el túnel pareció mucho más oscuro que antes, y el silencio, más profundo. Miskowsky, aplastado detrás del débil baluarte del saco, se sintió más tranquilo.
Mientras Ryder avanzaba por el pasillo, los pasajeros, que lo seguían con ojos asombrados, parecían pasmados por la violencia de las detonaciones. Al fondo, la ventanilla de la puerta trasera había saltado hecha añicos. Welcome se hallaba en pie frente a ella, casi al descubierto para los que estaban en el túnel, con los pies bien fijos en el suelo, sobre una capa de cristales rotos. El cañón de su arma, asomando por la rota ventanilla, describía lentamente un semicírculo, escrutando el túnel, como la antena de un maligno insecto. Steever, sentado en el asiento aislado, parecía tranquilo; pero Ryder pudo ver que había sido herido. Había una mancha oscura y húmeda en su manga derecha, justo debajo del hombro.
Se detuvo frente a Steever y le dirigió una mirada interrogadora.
—No es grave —dijo Steever—. Creo que la bala entró y volvió a salir.
—¿Cuántos disparos?
—Sólo uno. Yo he soltado varios. —Tocó la metralleta que tenía sobre las rodillas—. No podía ver nada; por consiguiente, era inútil disparar. Creo que hice una tontería. Entonces, llegó ése —hizo un breve ademán en dirección a Welcome—, corriendo por el pasillo, y disparó una ráfaga.
Ryder asintió con la cabeza y fue a colocarse al lado de Welcome. A través de la puerta sin cristal, el túnel aparecía oscuro y silencioso, como un bosque subterráneo de sombrías columnas. Allí había hombres, pero estaban bien escondidos.
Se apartó de la abertura. Welcome temblaba excitado, y su respiración era agitada.
—Abandonaste tu puesto sin que te lo ordenase —dijo Ryder—. Vuelve al centro del vagón.
—¡Vete al diablo! —exclamó Welcome.
—¡Regresa a tu puesto!
Welcome se volvió con rapidez, y, fuese intencionadamente o no, el cañón de su arma tocó el pecho de Ryder. Después aumentó la presión, y Ryder sintió, a través de la tela de su impermeable, el disco hueco de la boca del cañón. Pero ni pestañeó. Mantuvo los ojos clavados en Welcome, echando chispas detrás de las rendijas de su máscara.
—¡Vuelve a tu puesto! —repitió.
—Me río de tus órdenes —dijo Welcome; pero Ryder comprendió, por la entonación de la voz o por algún cambio sutil en el brillo de los ojos, que Welcome se batía en retirada.
El conflicto había terminado. Al menos, por aquel momento.
Welcome se apartó y, con rígidas zancadas, se dirigió al centro del vagón. Ryder esperó a que hubiese recobrado su posición de vigilancia de los pasajeros, y, después, observó el túnel. Nada se movía en la oscuridad. Se apartó y se sentó junto a Steever.
—¿Estás seguro de que sólo dispararon una vez?
Steever asintió con la cabeza.
—¿No respondieron cuando disparaste tú o cuando lo hizo Welcome?
—Sólo dispararon un tiro.
Alguien se puso nervioso o se volvió loco —dijo Ryder—. No creo que haya más incidentes. ¿Puedes empuñar el arma?
—Lo hice, ¿no? Me duele un poco, pero no mucho.
—Fue sólo la estupidez de un individuo —dijo Ryder—, pero no debemos tolerarla.
—Ya se me ha pasado el enfado —dijo Steever.
—No se trata de eso. Tenemos que cumplir nuestra promesa. El éxito depende de que crean que hablamos en serio.
—¿Liquidar a un pasajero? —dijo Steever.
—Sí. ¿Quieres escoger a uno?
Steever se encogió de hombros.
—No tengo preferencias.
Ryder se inclinó sobre la herida. La sangre fluía lentamente a través de la rasgada tela del impermeable.
—En cuanto haya despachado este asunto, echaré un vistazo a tu hombro. ¿De acuerdo?
—Sí.
—Te enviaré a un pasajero. ¿Podrás hacerlo?
—Estoy bien —dijo Steever—. Mándalo.
Ryder se levantó y se dirigió al centro del vagón. ¿Cuál de ellos? Probablemente, la vieja borracha no significaría ninguna pérdida para el mundo... Pero, no. Él no debía hacer juicios morales; sólo encontrar una víctima.
—Usted —dijo, señalando sin mirar adónde—. Acérquese, por favor.
—¿Yo? —preguntó alguien, tocándose el pecho con un dedo tembloroso.
—Sí —dijo Ryder—. Usted.
Denny Doyle soñaba despierto. Conducía un tren metropolitano, aunque por una línea muy extraña. Era subterránea, desde luego, pero discurría en medio de un paisaje: árboles, lagos y colinas, bañado todo ello por la brillante luz del sol. Había estaciones, y gente en los andenes —las estaciones eran subterráneas; sólo entre ellas corría el tren al aire libre—, pero nadie lo obligaba a pararse. Era un viaje perfecto, a toda marcha, con todas las señales verdes, de modo que ni una sola vez tenía que tocar el freno.
El agradable sueño se desvaneció al sonar el primer tiro en el túnel, y, cuando disparó la metralleta, Denny encogió los hombros y hundió la cabeza entre ellos. Cuando vio aquella mancha húmeda en la tela azul del impermeable, le faltó poco para marearse. No podía soportar la vista de la sangre ni, en realidad, ninguna clase de violencia, a excepción de los partidos de rugby que transmitía la TV y en los que podía oírse el rudo choque de carne contra carne. A decir verdad, era físicamente cobarde, pecado contra natura en un irlandés.
Su primer impulso, cuando le señaló el jefe de los secuestradores, fue negarse a levantarse; pero tenía demasiado miedo para desobedecerle. Se levantó, con piernas temblorosas y dándose cuenta de que todos los pasajeros le miraban. Tenía las piernas entumecidas, y esto le sugirió la idea de dejarse caer al suelo, para que el jefe, viendo su impotencia, le permitiese sentarse de nuevo. Pero temió que el jefe descubriese sus intenciones y se enfadase. Por consiguiente, se dirigió al centro del vagón, asiéndose a las anillas. Cuando éstas terminaron, buscó una de las barras centrales, se agarró a ella con ambas manos y miró a los ojos grises del jefe a través de los agujeros de la máscara.
—Conductor, tenemos un trabajo para usted.
Denny tenía la boca y la garganta llenas de saliva, y tuvo que tragar dos veces antes de poder hablar.
—Por favor, no me hagan daño.
—Venga conmigo —dijo el jefe.
Denny se agarró más fuerte a la barra.
—¿Por qué yo? Tengo esposa y cinco hijos pequeños. Mi esposa está enferma; tiene que ir continuamente al hospital...
—No se preocupe. —El jefe empujó a Denny, apartándolo de la barra—. Quieren que lleve los nueve vagones al sitio donde hay corriente.
Asió a Denny de un brazo y lo condujo a la parte posterior del vagón. El hombre robusto se levantó y salió a su encuentro. Denny apartó los ojos de la manga ensangrentada.
—Diríjase a la cabina del primer vagón —dijo el jefe— y espere instrucciones del Centro de Control. Le ayudaré a saltar a la vía.