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Authors: John Godey

Pelham 123 (24 page)

—Las tres, las tres —dijo el comisario del distrito—. Diez minutos, y todavía no han empezado.

—Si matan a alguien —dijo el jefe de la Policía de Tráfico—, soy partidario de entrar allí con todas nuestras fuerzas y barrerlos del mapa.

—Yo soy partidario de hacer lo que me mandan —dijo el jefe del distrito—, tanto si me gusta como si no. Sí matan a uno, quedarán todavía dieciséis. Si empezamos a disparar, lo más probable es que mueran todos. ¿Tomaría usted una decisión como ésta?

—Hasta ahora —dijo el jefe de la PT—, nadie me ha pedido que tome
ninguna
decisión.

El capitán de Policía que se había identificado ante el reportero como capitán Midnight se cuadró delante del comisario del distrito y saludó. Tenía la cara roja cómo un tomate.

—Señor —preguntó, irritado—, ¿qué estamos haciendo aquí?

El comisario del distrito respondió:

—Esperando. ¿Se le ocurre algo mejor?

—No me gusta sentirme tan impotente, señor. Además, es terrible, para la moral de los hombres, ver que esos bandidos se salen con la suya...

—¡Oh! Márchese, capitán —dijo el comisario del distrito, con voz cansada.

El rubor aumentó en el rostro del capitán, llegando hasta sus ojos. Dirigió una mirada asesina al comisario y, después, dio media vuelta y se alejó del puesto de mando.

—No le censuro —dijo el comisario—. Puede no ser muy listo, pero es un hombre. Sin embargo, ahora no necesitamos hombres, sino negociadores.

—Señor... —Un sargento, sentado en la parte posterior del coche del comisario del distrito, con los pies apoyados en el pavimento, alargó el teléfono de mano—. El jefe de Policía, señor.

El comisario cogió el aparato, y la voz del jefe de Policía dijo:

—Informe de lo que pasa ahí.

—Estamos esperando que llegue el dinero. Todavía no lo tenemos, y no creo que pueda llegar a tiempo. Son ellos quienes deben dar el próximo paso. —Hizo una pausa—. A menos que se cambien mis órdenes.

—No hay cambio —dijo el jefe de Policía, rotundamente—. Le hablo desde mi coche. Nos dirigimos hacia ahí. Me acompaña el alcalde.

—Estupendo —dijo el comisario del distrito—. Retendré a la multitud hasta que llegue.

El jefe de Policía bufó ligeramente.

—Cuando llegue, Su Excelencia dirigirá un llamamiento personal a los secuestradores.

Dominando el tono de su voz, el comisario del distrito dijo:

—¿Algo más, jefe?

—Eso es todo —contestó, pesadamente, el jefe de Policía—. Eso es todo, Charlie.

El «Fed»

Aunque estos asuntos tan insignificantes no constan en acta, es indudable que, en los sesenta años de historia del Banco de Reserva Federal, jamás el presidente de un Banco de la categoría del «Gotham National Trust» había telefoneado al presidente del «Fed» para un asunto de cuantía tan insignificante como un millón de dólares. En circunstancias normales, las peticiones de dinero efectivo, de importe muy superior al indicado, se realizan por los cauces corrientes, de manera parecida a aquella en que un cuentacorrentista de un Banco retira cierta cantidad de dinero. El Banco miembro envía una autorización —no mucho más complicada que el talón corriente de los Bancos pequeños, aunque con cifras astronómicamente mayores— firmada por uno de sus representantes legales; el «Fed» cuenta el dinero, lo mete en un saco de lona e introduce éste en el coche blindado del Banco asociado.

Prácticamente, así funciona el «Fed», y por esto, con su sencillez acostumbrada, se califica de «Banco para los Bancos». Naturalmente, a un nivel más refinado, el «Fed» actúa como agencia extragubernamental para el control de la circulación monetaria y el mantenimiento del equilibrio de la economía nacional. Esto quiere decir, en términos generales, que aumenta el suministro de dinero en períodos de recesión y desempleo, y lo reduce en épocas de prosperidad y de inflación.

El «Fed» no se enoja fácilmente; en realidad, se mantiene siempre impertérrito. Sin embargo, sufrió un ligero ataque de nervios a causa de la llamada telefónica del presidente del «Gotham National Trust» a su propio presidente. No por la llamada en sí, por extraordinaria que fuese, sino por las especiales instrucciones sobre la clase de billetes que se habían de entregar y la forma de empaquetarlos. Generalmente, el «Fed» tiene una sola manera de hacer sus entregas de dinero efectivo a los Bancos asociados: todo el dinero se reúne en fajos de cien billetes cada uno, sujetados con una tira de papel de la misma anchura de aquéllos; después, se agrupan de diez en diez, se atan con una cinta blanca y se les da el nombre de paquetes. Los billetes nuevos, recién salidos de la imprenta, llegan envueltos en papel de embalar, son conocidos por el nombre de «ladrillos» y parecen, a simple vista, resmas de papel de estraza.

El «Fed»
no
empaqueta los billetes en fajos de doscientos;
no
los ata con cintas de goma y
no
los escoge usados. En general, hace los paquetes al azar, con los billetes que tiene disponibles, mezclando los nuevos con los usados.

Pero, como es natural, cuando la orden viene de su propio presidente, el «Fed»
hace
lo que
no
hace normalmente.

Todo el dinero que entra y sale es manejado en el tercer piso del Federal Reserve Building, de Liberty Street 33, en el centro del gran distrito financiero de Nueva York. Este edificio es una fortaleza inexpugnable, un monolito cuadrado, con ventanas enrejadas en los pisos inferiores. Los visitantes del tercer piso —que no son muchos— entran por una puerta maciza, vigilada por guardias armados, y, mientras permanecen en el interior, sus movimientos son seguidos por cámaras de televisión de circuito cerrado. Después de cruzar otra puerta, se encuentran en un largo pasillo, de aspecto bastante vulgar, pero en el cual hay unas cuantas cajas de madera sobre ruedas; éstas sirven para transportar el dinero dentro del edificio y para llevarlo a la cámara acorazada y sacarlo de la misma. Por allí se pasean guardias armados. A la izquierda del visitante, y detrás de puertas enrejadas, están los ascensores de seguridad, en los que se baja el dinero hasta los andenes de carga, en el lado del edificio que da a Maiden Lane. Más al fondo del pasillo, detrás de ventanillas enrejadas, está «Pagos/Cobros», y, detrás de unas mamparas de cristal, «Clasificación/Cuenta».

«Pagos/Cobros» es un almacén en el cual circula constantemente el dinero en dos direcciones. Los empleados de Cobros reciben y firman recibos de los sacos de billetes que los Bancos miembros remiten al «Fed» y, después, los pasan a la sección de «Clasificación/Cuenta». Los empleados de Pagos hacen los paquetes que han de ser retirados por los Bancos miembros, los meten en sacos y, para su entrega, los pasan a los guardias armados.

«Clasificación/Cuenta» revisa el dinero enviado al «Fed» por los Bancos miembros. Los contadores, en su mayoría varones, emparedados en jaulas individuales, rompen los sellos de los sacos de lona que contienen el dinero (los nuevos, son blancos, pero pronto se vuelven grises, imitando el color del aire de Nueva York) y cuentan los paquetes, pero no los billetes que hay en cada uno de ellos.

Los clasificadores, en su mayoría mujeres, ocupan una amplia oficina de aspecto carcelario. La técnica de los clasificadores consiste en tomar un fajo de billetes, doblarlo longitudinalmente y, después, casi más de prisa de lo que puede observar el ojo humano, distribuirlo, según los valores, entre los diversos buzones de una máquina, donde los billetes son contados automáticamente. A pesar de su asombrosa rapidez, los clasificadores separan los billetes rotos o excesivamente gastados y los marcan para ser destruidos, e incluso descubren los falsos, que con frecuencia les pasan inadvertidos a los cajeros de los Bancos.

Los billetes malos se llaman mutts, con cierta ironía, o, tal vez, con desdén
[6]
.

La orden especial de pago de un millón de dólares formulada por el presidente del «Gotham National Trust» fue atendida en pocos minutos por un empleado de Pagos. Disimulando su enfado por el procedimiento nada ortodoxo, buscó diez paquetes de billetes de cincuenta, cada uno de ellos compuesto por diez fajos de cien billetes, y cinco paquetes de billetes de cien, cada uno, de diez fajos de cien billetes de esta cuantía. Después cortó las tiras de papel de los paquetes, los dispuso en pares y los ató con una gruesa cinta de goma. Cada nuevo paquete de doscientos billetes tenía un grueso aproximado de dos centímetros y medio. Una vez juntados todos, el total de quince mil billetes formaba un bloque de unos cincuenta centímetros de altura por unos treinta de largo.

Cuando hubo terminado, el empleado metió el bloque de billetes en un saco de lona, empujó éste a través de la ventanilla levantada y lo entregó a los dos guardias que esperaban en la habitación contigua. Los guardias salieron a toda prisa de la estancia, cargados con el dinero, que pesaba unos diez kilos, y se echaron a correr por el pasillo hacia la derecha. Otro guardia abrió una puerta que conducía a los ascensores de seguridad, y descendieron en uno de ellos hasta el andén de carga de la planta baja.

El agente Wentworth

Los agentes de la Brigada de Operaciones Especiales estaban acostumbrados a la improvisación, incluso a gran escala; a pesar de ello, el agente Wentworth, sentado detrás del volante de una «camioneta» aparcada junto al bordillo y frente a las plataformas de carga del Banco de Reserva Federal, en Maiden Lane, se sentía impresionado por la singularidad de la ocasión. Su compañero, el agente Albert Ricci, permanecía sumido en un mutismo total, cosa que Wentworth consideraba como un don del cielo. Ricci era un parlanchín empedernido, con un solo tema de conversación: su numerosa y volátil familia siciliana.

Wentworth contemplaba, satisfecho, a los ocho hombres del destacamento motorizado, sentados a horcajadas en sus máquinas, con sus altas botas, sus gafas y sus chaquetas de cuero, y activando de vez en cuando sus motores con un ligero toque en el acelerador. Él tenía también el motor en marcha y lo aceleraba a breves intervalos. Era un motor potente y suave, pero no podía compararse con el rugiente de las motos.

Una voz impaciente e importante sonó en la radio, preguntando si tenían ya el dinero. Era la quinta llamada recibida en este sentido durante los últimos cinco minutos.

—No; señor; todavía no, señor —dijo Ricci—. Seguimos esperando, señor.

Se cortó la comunicación, y Ricci movió la cabeza y dijo a Wentworth:

—Un caso. Un verdadero caso.

Los peatones que pasaban por la vieja y estrecha calle observaban la furgoneta y, en particular, la escolta motorizada. La mayoría de ellos seguían su camino sin detenerse; pero se había formado un grupito al otro lado de la calle. Llevaban carteras atadas a las muñecas, y Wentworth pensó que serían ordenanzas que transportaban miles o, tal vez, millones de dólares en sus carteras. Dos chiquillos se detuvieron junto a los motoristas y les preguntaron algo, mirando con respeto sus vehículos. Pero se apartaron rápidamente, al tropezar con el silencio helado de los guardias.

—¿Te sientes honrado al tener a la Gestapo por escolta? —pregunt Wentworth a Ricci.

—Todo un espectáculo —dijo Ricci.

—Es algo más —replicó Wentworth—, puesto que hay un policía en cada bocacalle a lo largo del trayecto. No digas que es «todo un espectáculo».

—¿Crees que podremos conseguirlo? —preguntó Ricci, mirando su reloj—. ¿Por qué tardarán tanto?

—Están contando —dijo Wentworth—. ¿Sabes las veces que hay que mojarse el pulgar para contar un millón?

Ricci lo miró, receloso.

—Me estás tomando el pelo. Deben de tener una máquina o algo por el estilo.

—Exacto. Una máquina que les moja los pulgares.

Ricci dijo:

—No podremos hacerlo. Es materialmente imposible. Aunque nos trajesen el dinero en este mismo instante...

Dos guardias salieron del edificio, llevando entre los dos un saco de lona, y ambos empuñando sendas pistolas. Corrieron a la portezuela de Wentworth.

—Por el otro lado —dijo éste, metiendo la primera.

Ricci abrió su portezuela. Los guardias arrojaron el saco sobre sus rodillas y cerraron aquélla de golpe. Los policías motorizados empezaron a moverse, accionando las marchas con el pie derecho y haciendo sonar las sirenas.

—Vamos allá —dijo Wentworth, y oyó que Ricci hablaba ya por radio.

Al llegar a la esquina, un agente les hizo una señal, y giraron a la derecha, metiéndose por la Nassau Street, una de las calles más estrechas de la ciudad. Pero los otros coches se subieron a las aceras, y ellos siguieron avanzando sin tropiezo, dejaron atrás John Street y cruzaron Fulton, Ann y Beekman. En Spruce, donde termina Nassau Street, giraron a la derecha y entraron en Park Row, en dirección prohibida, dejando la Alcaldía a su izquierda.

Era estupendo, pensó Wentworth, aquello de volar entre el tráfico interrumpido, mientras los motoristas les abrían paso con sus sirenas y con el rugido de sus motores.

—No pierdas el dinero, Al —dijo Wentworth, riendo entusiasmado.

—Esos bastardos lo soltaron en el lugar preciso —dijo Ricci—. Me duele como un condenado.

Wentworth rió de nuevo.

—Si tienen que cortárselo, el alcalde te llamará al hospital para expresarte su simpatía. Eres un polizonte afortunado.

—No podremos hacerlo —dijo Ricci—. Es inútil.

Al llegar al Municipal Building, Wentworth pasó al lado derecho de la calle. El tráfico procedente del Puente de Brooklyn había sido detenido en la rampa. Pasada Chambers Street, enfiló Centre Street, siguiendo a los motoristas, y dejó atrás el edificio del Tribunal Federal, con sus blancas columnas, el viejo Tribunal de la Ciudad, todavía hermoso a pesar de la mugre acumulada en sus paredes, y la imponente mole de los Tribunales de lo Criminal. En Canal, giraron a la izquierda, serpenteando entre coches y camiones, y siguieron hasta Lafayette, donde giraron de nuevo hacia el Norte.

Al ponerse en marcha, Wentworth no estaba muy seguro de que hubiese un policía en cada bocacalle; pero así era. Era impresionante el número de agentes movilizados para la operación. Sin duda se habían quedado las otras calles sin vigilancia, y los ladrones y rateros debían de hacer su agosto en ellas. Se encendieron las luces rojas de los frenos de las motos, y Wentworth vio que un coche les cerraba el paso en la próxima encrucijada. Pisó el freno, pero las motos siguieron corriendo, y entonces comprendió que no tenían intención de pararse y que su frenazo había sido instintivo. Volvió a pisar el acelerador. Un policía, junto a un coche parado, parecía empujarle; pero el coche no se movía. Después, justo en el momento en que parecía que las motos iban a estrellarse contra él, el automóvil arrancó con un rugido y dejó el camino libre. Wentworth dobló la esquina detrás de las motos.

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