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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

Maldita (14 page)

Lucía pensó rápidamente, si se veía obligada a responder… «Ya está, estaba entre las cosas de mi abuela», pensó satisfecha. Para empezar, se encogió de hombros.

—No te hagas la tonta conmigo. ¿Quién te ha traído este libro?

Ella negó con la cabeza, jamás delataría a Ángel. ¡Jamás!

Ángel era el que le traía los libros de cuentos y novelas infantiles, que cogía de la misma biblioteca de la que su primo seleccionaba los que consideraba interesantes para instruir a Lucía: ortografía, matemáticas, historia, diccionarios…, todos libros de texto.

Juanito no quería dar el más mínimo abrigo a la fantasía de la niña. Estaba convencido de que ese tipo de lectura la distraería de lo importante y, sobre todo, la podía incitar a pensar en otros mundos que para ella estaban prohibidos. Lucía no tenía que desarrollar la imaginación ni pensar por sí misma, tenía que aprender, por supuesto, lo que su maestro considerara importante para su formación. Mientras el mundo emocional estuviera fuera de su alcance su experimento sería viable.

—No vas a contestarme. Muy bien, ya sabes que tu desobediencia tiene consecuencias y tendré que castigarte.

A la pequeña le importaba muy poco que Juanito estuviera un par de días sin llevarle la comida, tenía una alternativa mejor: que se la llevara Ángel. Pero no quería que sospechara de su primo. De manera que se levantó y se dirigió al baúl que estaba cerca de la ventana, lo señaló y esperó su reacción.

—¿El libro estaba en ese baúl? Bien, veamos que más hay en el baúl de tu abuela.

Lucía se sentó encima del arcón, se dio cuenta de que nunca debió señalarlo. Hasta aquel momento había pasado desapercibido. Contenía los únicos referentes que tenía sobre sus orígenes, sus únicas posesiones.

—¡Quítate de ahí!

No se movió.

—¡Que te quites he dicho!

Siguió inmóvil, mirándolo con provocación. Sabía que él no se atrevería a tocarla para apartarla. Por alguna extraña razón para ella, Juanito evitaba a toda costa el contacto físico, lo que le proporcionaba una gran ventaja.

—Tú lo has querido, no puedo perder mi tiempo con una mocosa insolente como tú. Si lo que hay en ese baúl es para ti más importante que todo lo que yo te ofrezco, te dejaré a solas con él durante una semana. Te aconsejo que entre tanto reflexiones. Dentro de siete días volveré para darte una única oportunidad de continuar tus clases. —Por supuesto, estaba mintiendo, no dejaría en paz a Lucía por nada del mundo, y ella lo sabía—. Me parece que vas a tener que hurgar en la despensa mucho más de lo que te gustaría. —Él sabía que la despensa le daba pavor—. A ver si eres capaz de encontrar algo comestible.

Mientras Juanito lanzaba con despotismo sus amenazas, Lucía lo miraba con indiferencia. Aunque seguramente no comiera caliente a la hora propicia, sabía que Ángel le llevaría todo lo que pudiera sisarle a su tía de la cocina. Por supuesto, Luisa vivía al margen de los castigos que le imponía su hijo a Lucía y seguía apartándole una porción de sus guisos a la niña. Pero Juanito salía con la fiambrera y uno de sus libros de estudio de la casa y, al pasar por la cochinera, les echaba la comida de la niña a la pareja de cerdos que esperaba cada año la matanza. Luego se sentaba por los alrededores a estudiar para hacer algo de tiempo.

Pero Juanito no había terminado de hablar, tenía una última sorpresa para la niña: él sabía que, cuando la castigaba, su primo llevaba algo de comida a Lucía, aunque estaba seguro de que no se atrevía a entrar en la casa y pensaba que se la dejaba en la ventana. Había visto en varias ocasiones a Ángel rondar la casa, siempre a lo lejos, de manera que no pudo apreciar que se ponía su parche para usurparle la identidad. Nunca amenazó por esta causa a ninguno de los dos, total, Lucía no hablaba, no podía afectar a su educación que le dejara algo de comida en la ventana.

—Por cierto, debes saber que Ángel está en cama con una de sus fuertes infecciones de garganta, no creo que pueda levantarse en varios días. En fin, me voy. —A su medio rostro asomaba un sarcasmo impropio de un muchacho tan joven.

La mirada de Lucía se tornó lánguida y asustadiza. Sentada en su baúl, así desaliñada, parecía una triste y vieja muñeca. Rara vez había conseguido su déspota vecino arrancarle una expresión de tristeza, por mucho que la hubiera amedrentado. Su desolación era provocada por la enfermedad de Ángel. ¿Cómo le hubiera gustado poder cuidarlo?, como él había hecho tantas veces con ella, arriesgándose a que Diego lo echara a patadas de allí, o algo peor.

—Te dejo este estúpido libro de cuentos, tengo otro igual en casa. Creo que debería asegurarme de que sigue en su lugar. —Y lo tiró al pequeño fregadero que estaba lleno de agua jabonosa—. No te olvides de tus tareas, tendrás que seguir el plan de estudios estos días tú sola.

Con una espantosa mueca en la cara, al intentar sacar una irónica sonrisa de su deforme boca, dio un portazo y se marchó.

Lucía fue corriendo al fregadero, casi se cae al intentar subirse en el cajón, llevada por la premura. Sacó como pudo el montón de celulosa chorreante. ¡Tenía que recuperarlo! Debía volver ileso a su lugar. Para ella un libro era un tesoro, un amigo y un compañero de soledad, su mejor consuelo, pero sobre todo, quería terminar de leer sus maravillosos cuentos. Aquel era el libro más bonito que había caído en sus manos. A los que traía Juanito les debía casi todo lo que sabía, eran importantes porque sin ellos no podría haber disfrutado del que tenía en las manos. Pero a los cuentos de Christian Andersen…, a ellos les debía algo mucho más importante: la posibilidad de soñar. En ellos había encontrado amigos que sentían el mundo igual que ella. Todavía recordaba las primeras frases del cuento de La abuela: «Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas, y el pelo completamente blanco, pero sus ojos brillan como estrellas, sólo que mucho más hermosos, pues su expresión es dulce, y da gusto mirarlos. También sabe cuentos maravillosos…». Se estremeció mientras recordaba aquellas palabras. Ese cuento le había hecho revivir los felices días con su abuela. Ella no lo hubiera podido explicar mejor.

De pronto cayó en la cuenta, todo el tiempo había estado pensando en sí misma. ¿Y Ángel?, ¿qué pasaría con él cuando Juanito se diera cuenta de que el libro que estaba goteando en sus manos era el mismo que faltaba en la biblioteca de su casa? Ángel estaba enfermo, ¿cómo iban a arreglárselas para ponerse de acuerdo y solventar la situación?, y ¿qué iba a comer ella en los próximos días? Se recriminó por su egoísmo. Sobreviviría. Ahora lo importante era salvar aquel maravilloso libro. Echó a un lado lo que había sobre la mesa y lo puso encima de ésta. Después se dirigió al baño y regresó con una vieja toalla. «Si esta toalla es capaz de secar mi abundante cabello, hará lo mismo con las hojas del libro», pensó, muy satisfecha de haber encontrado una solución. Lo envolvió cuidadosamente en la toalla, como si fuera un bebé, y con sus manos comenzó a darle pequeños apretones para que la ósmosis hiciera su trabajo. Cuando estuvo satisfecha, se dirigió a la ventana. Hacía una mañana muy soleada. Separó con primor la celulosa del algodón y puso el libro al sol sobre el poyete de la ventana, pensó que abierto los rayos del sol harían mucho mejor su trabajo, y lo abrió al azar. Algo borrosas, sus letras contaban:

«Y se recostó, tomó aliento y se durmió. Pero cada vez estaba más quieta, su rostro estaba lleno de paz y felicidad, como si la luz del sol se derramara sobre él. Y entonces dijeron que había muerto».

«La pusieron en el ataúd negro, donde yacía envuelta en su blanco sudario. Estaba bellísima aunque tenía los ojos cerrados, todas las arrugas habían desaparecido y tenía la sonrisa en los labios. Su cabello era blanco como la plata, muy noble, no daba…».

La casualidad había hecho que el libro quedara abierto por donde más lo necesitaba, releyendo la muerte de La abuela de Andersen recordó la de la suya. Dos lágrimas recorrieron sus mejillas. Su inocencia no le permitió llorarla como se merecía, hacía ya casi tres años, pero a medida que adquiría conciencia, iba comprendiendo cuanto la extrañaba y la importancia de su legado. Juanito nunca metería sus sucias manos en el baúl, ¡nunca!, porque encerraba lo único que le pertenecía, su verdadera identidad. «No olvides nunca quién eres cariño, tú eres Lucía del Valle Espinosa. Todo esto te pertenece y algún día será tuyo. No permitas que difamen el nombre de tu madre, lo único que hizo desde que llegó a este mundo fue amar, y así murió, por amor a ti», le repetía incansable su abuela cada día, con la esperanza de que la niña memorizara sus palabras. Carmen no llegó a saberlo, pero lo consiguió. Aunque Lucía nunca le repitió una sola de sus palabras y ni siquiera llegaba a comprender con claridad el mensaje de su abuela, en su mente quedaron grabadas de la misma forma que si hubiesen sido un verso infantil. Gracias a que se aprendió el mensaje antes de que muriera su abuela, casi tres años después, podía entender su significado.

Llena de nostalgia, abrió una vez más su baúl. ¡Allí estaban sus raíces! Cada objeto contaba una historia con absoluta claridad, reconfortándola, devolviéndole la identidad que intentaban robarle Diego y Juanito. Uno a uno, sacó los recuerdos de Adela que su abuela había guardado: un pañuelo de seda de su madre, rosa y suave, como la mantita que le compro a ella antes de que naciera; una postal de navidad, escrita por ella misma desde Madrid a su novio Diego durante unas vacaciones que pasó con unos tíos, en ella le contaba a su futuro marido cómo lo añoraba y sus ansias por volver para preparar la boda; una cajita de carey que contenía su anillo de casada y un colgante en forma de corazón; un libro de Santa Teresa de Jesús, que leería cuando estuviese preparada, lo había intentado, pero no conseguía entenderlo aún; una biblia encuadernada en piel con los filos dorados y las pastas unidas por una cinta de la misma piel y un broche, este libro también tendría que dejarlo para más adelante; dos diarios de su puño y letra, que aún no se había atrevido ni siquiera a abrir; una foto de su boda con Diego, se la veía feliz, sonreía y sus ojos brillaban; y un dedal de plata. Todo flotando sobre el tul de su vestido de novia. Esas eran las pocas pertenencias que, después de la muerte de su hija, Carmen había conseguido salvar de la gran hoguera, que Diego hizo a unos metros del cortijo tres días después de enterrar a su esposa.

Después de beberse una botella de vino, poseído por uno de sus ataques de cólera, Diego vació todos los armarios de la casa y seleccionó todo aquello que pertenecía a Adela o que le recordara su matrimonio. Vestidos, zapatos, cajas con recuerdos, álbumes de fotografías, objetos de tocador…, incluso algunas muñecas que ella había guardado desde su infancia por si tenía una hija, todo ardía en la gran fogata, cuya humareda envolvía la finca, ennegreciendo el claro día, tan esperado después de las sucesivas tormentas. Cuando Carmen advirtió las intenciones de su yerno, cogió a la pequeña recién nacida, la metió dentro de su capazo y la encerró en el baño contiguo a su habitación, por miedo a que sus pequeños pulmones no asimilaran la humareda. Después acercó la mecedora a la ventana abierta y se sentó. Impávida, se quedó mirando las llamas, dejando que el negro humo penetrara en la habitación. Así permaneció hasta que se apagó el último rescoldo, respirando con fuerza, dejando que los recuerdos de su hija la invadieran hasta casi ahogarla. Quiso gritar, pero su sufrimiento era tal que no encontró fuerzas. Estaba a punto de caer desfallecida cuando el llanto de Lucía la devolvió a la vida. Por ella sobrevivió, sólo por ella.

* * * *

Escuchó que la puerta de su dormitorio se abría. No se molestó en abrir los ojos, sería su tía con alguno de sus remedios caseros. Se sentía como si le hubieran dado una fuerte paliza, le dolía cada centímetro de su cuerpo. Tenía unos escalofríos tan fuertes que, aún bajo el gran peso del cúmulo de mantas, le hacían temblar convulsivamente, y la garganta le punzaba como si la tuviera en carne viva.

—¿Qué hacía el libro de los cuentos de Andersen en casa de la Maldita? —No se molestó en saludar ni preguntar por la salud, le importaba muy poco.

—¿Qué? —Ángel no había oído bien a su primo, no estaba para charlas. Lo último que deseaba en aquel momento era discutir con él.

—¿Qué cuándo le has llevado a la maldita niña el libro de los cuentos de Andersen? —repitió levantando la voz.

Ángel se dio un tiempo para responder, necesitaba darle una respuesta coherente y le dolía hasta pensar.

—¡¿Me has oído?! —Juanito levantó aún más la voz.

—No recuerdo haberle llevado ese li… ¡Ah! Sí, sí. —Intentaba ser un actor convincente—. Pero eso fue hace mucho tiempo, cuando vivía su abuela. Recuerdo que doña Carmen me pidió que le buscara un libro de cuentos para leérselo a su nieta. Le llevé el primero que encontré, supongo que sería ese. —No estaba seguro de si su versión coincidiría con la de la niña, pero sí lo estaba de que nunca lo delataría.

—Debiste pedirme permiso, esos libros eran de mi abuelo, no tienes derecho a prestarlos, tu torpeza le ha costado un duro castigo a la Maldita. —Se arrepintió de haber dicho esto último, no convenía que nadie supiera lo que pasaba entre él y su alumna, pero no pudo resistir la tentación de hacerlo sufrir.

—¿Qué has castigado a Lucía? —No podía levantar la voz, la garganta le iba a reventar. Tragó saliva, sangre, pensó—. ¿Por qué? ¿Quién te has creído que eres? —Hizo un intento de incorporarse para poder mirarlo a la cara.

—¿Es que no podéis estar ni un minuto sin discutir? —Luisa irrumpió en la habitación con una bandeja en las manos.

—Tranquila madre, ya me voy, sólo he venido a preguntarle por la salud, pero parece que además de enfermo está de mal humor.

—Vale, vale, dejadlo ya.

Cuando Ángel volvió a quedarse solo, intentó sacar de su maltrecho cerebro algo de lucidez para reflexionar sobre la nueva situación. No podía pensar con claridad, no imaginaba qué clase de castigo le habría impuesto su primo a la pequeña. La única forma de averiguarlo era haciéndole una visita. Lucía le necesitaba y tenía que ir aunque fuese a rastras. La aspirina que su tía le había dado media hora antes parecía surtir algún efecto: la fiebre había bajado un poco y los dolores eran más soportables. Tendría que salir por la ventana y dar un rodeo, si su tía lo veía salir de casa se lo impediría.

Con mucha precaución al principio, se fue incorporando en la cama. Al sacar medio cuerpo de las mantas, volvió a sentir frío y a temblar. Caminó hacia el armario para coger ropa de abrigo. Sus pasos eran inseguros, sintió que se mareaba, la habitación le daba vueltas. Regresó a la cama para vestirse sentado.

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