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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

Maldita (17 page)

—Lo siento lucía, siento mucho que perdieras tan pequeña a las personas que más te quisieron. Creo que la vida no ha sido justa contigo.

—¿Tú me quieres Ángel?

—¡Por supuesto! Muchísimo, ya lo sabes.

—Pues entonces tengo más suerte que mucha gente. Los dos tenemos suerte, aunque nos dejaron solos muy pequeños, nos hemos encontrado.

—Llevas razón, no debemos quejarnos. Tengo que irme, aquí te dejo con tu nuevo juguete, acuérdate de esconderlo. —Se quedó mirando el baúl y lo señaló—. Creo que cabrá ahí.

—Sí. ¡Je, je! —rió con picardía y complicidad y, una vez más, la alegría de sus ojos encandilaron la triste vida del muchacho.

Ángel recorrió el sendero que lo llevaba a casa dando saltitos y silbando, como un chiquillo despreocupado y feliz que no hubiera conocido aún el lado oscuro de la vida. Se sentía dichoso. Haber hecho feliz a Lucía había disipado sus pesares, de repente, todo volvía a valer la pena. Ángel tenía dieciséis años. Los últimos momentos dichosos que recordaba se remontaban al último verano que paso con su madre: cuando ella, para entretenerlo en las largas y solitarias tardes, lo ayudaba a recoger semillas de Don Pedro, para que luego él las ensartara en una hebra de hilo e hiciera pulseras y collares para regalárselos. ¡Qué sonrisa más tierna tenía su madre! Mientras él se afanaba en su tarea de hacer bellas joyas, ella cosía, y de vez en cuando paraba para mirarlo: «¡Qué bonito es mi niño!», era la única expresión que estaba seguro de haberle escuchado más de una vez. Por eso no entendía cómo era posible que Lucía recordara tantas frases de su abuela, siendo sus recuerdos de una edad anterior a la suya. Lucía no era una criatura normal, pensó.

* * * *

Una vez más, Pedro se encaminó hacia el cortijo de Diego con la intención de hablarle a su amigo sobre la niña. Casi diariamente, se asomaba a la ventana de la antigua casa de los caseros para comprobar cómo estaba Lucía; parecía crecer feliz. Unas veces la encontraba sola y otras acompañada por alguno de los muchachos, que él difícilmente distinguía entre sí. De espaldas a la ventana parecían idénticos, aunque por la hora del día podía intuirlo: a media mañana y media tarde, sólo podía ser Ángel. ¡Juanito era tan metódico y previsible! Aunque a simple vista la pequeña no manifestaba problemas graves en su crecimiento, incluso parecía sonreír con frecuencia, su conciencia no lo dejaba tranquilo. Pensaba en Adela, a la que tanto quiso y admiró, de la que estuvo enamorado desde que era un niño. Si ella levantara la cabeza; si pudiera ver a su hija, encerrada entre cuatro paredes, abandonada como un perro por el hombre a quien entregó su vida. Todo hubiera sido tan distinto si Adela hubiera sobrevivido.

A mitad de camino decidió sentarse, sobre una piedra que encontró bajo uno de los centenarios eucaliptos. «¡Adela!», gritó en el silencio como si estuviera herido de muerte. ««¿Qué extraña fuerza te hizo enamorarte de tu verdugo?». Las lágrimas llegaron a mojar su camisa, olvidó coger un pañuelo antes de salir, y no quería apartarlas con las manos y que el gesto lo delatara: dos mujeres se acercaban por el camino. Eran Luisa y una prima de ésta. Pedro se quedó fijo mirando el suelo, intentando aparentar normalidad; era una tarde muy calurosa, el hecho de que se hubiera sentado en el camino bajo el fresco abrigo de los eucaliptos no debía ser sospechoso. Pensó que debía haber esperado unos metros para sentarse, dentro de las tierras de Diego, que no eran un lugar de paso.

—¿Tomando un poco el fresco? —preguntó Luisa a modo de saludo.

—Sí, hace una tarde infernal —contestó Pedro.

—Venga, hasta luego. —Parecían tener prisa.

«Por ti, Adela, por ti», hablaba en voz baja. «Seguiré esta mentira por ti. No permitiré que Diego destruya a tu hija. Mantendré esta falsa amistad para poder estar cerca de Lucía y contarle algún día quién fuiste y quién es ella».

Reanudando el camino se sentía confuso. La firme decisión que había tomado antes de dirigirse al cortijo empezó a tambalearse. De repente no estaba tan seguro de qué era lo mejor para Lucía, tal vez todo se resolviera con el tiempo.

Hizo el resto del sendero muy despacio, dándose tiempo para tomar una decisión. Era domingo, se había esmerado en vestirse adecuadamente, no tenía ganas de escuchar las persistentes críticas de Diego sobre su atuendo. Incluso, se había echado un poco de loción perfumada después de afeitarse, el frasco llevaba más de un año esperando el momento, «se lo había regalado…, su hermana mayor, o ¿fue un regalo de su madre para su cumpleaños?», se preguntó; entre sus pensamientos sobre las cuestiones que le preocupaban, se colaban otros nimios cada vez que un olor a jarabe dulzón golpeaba su nariz, tenía la sensación de ir acompañado por un extraño. Se miró los zapatos, había olvidado cepillarlos un poco, su aspecto terroso desmerecía el resto de su imagen. Se paró un momento y se frotó cada zapato con la pantorrilla de la pierna contraria. Ahora las puntas de sus zapatos lucían como perlas de azabache entre el barro y en la zona trasera de su impecable pantalón beige llevaba tatuadas dos manchas de polvo, revueltas con el betún que usó en la última boda, pero él nos las veía.

Hablaría con Diego, alguien tenía que hacerlo.

Antes de dirigirse a la puerta principal, dio un rodeo a la vivienda para ver a la niña. Lucía estaba sola, sentada frente a un montón de libros y libretas, muy concentrada. No parecía haber advertido la presencia de Pedro; pero sí. Dio dos golpes en el cristal de la ventana abierta y la niña lo saludó con la mano y una inocente sonrisa. Llevaba su abundante cabello cogido en una desgarbada trenza, una camisa a cuadros de chico cuyas mangas parecía que hubiesen sido arrancadas y un pantalón corto marrón. Estaba descalza. A pesar de todo, era lo menos parecido a un muchacho. Pedro le hizo un gesto con la mano para que se acercara y Lucía obedeció con agrado.

—¡Hola Lucía! ¿Cómo estás?

La niña asintió afirmativamente mientras abría los brazos mostrando la palma de las manos, como diciéndole que la mirara, que estaba estupendamente. El hecho de negarse a hablar había dado lugar a que desarrollara un lenguaje gesticular muy gracioso.

—Me alegro. Ya veo que estás haciendo tus deberes, no te entretengo. Sabes que si necesitas algo sólo tienes que pedírmelo ¿verdad?

Lucía corrió rápidamente a por su libreta de apuntes y escribió: «Necesito libretas, un sacapuntas, una goma de borrar y lápices de colores». Antes de entregarle la libreta a Pedro, se arrepintió y volvió a escribir: «Bueno, los lápices de colores no los necesito. Gracias». Todo sin una falta de ortografía.

A Pedro le sorprendió la bonita y correcta caligrafía de la niña. Antes de devolverle la libreta, leyó rápidamente algunas frases que estaban escritas, en la misma página, anteriormente: «No entiendo el segundo problema. Ya me sé los ríos. Necesito ropa interior…». La última frase lo conmovió. Definitivamente, Lucía necesitaba compañía femenina, alguien que al menos estuviera pendiente de los asuntos propios de una niña de su edad. Sintió escalofríos, aquello era una locura, ¿o no? Como hombre sabio que era, él dudaba de casi todo.

La puerta principal de la mansión estaba abierta. Pedro no se molestó en llamar y avanzó por el fresco pasillo sin pedir permiso, agradecido por la pequeña tregua que le ofrecía en aquella sofocante tarde, el hecho de que estuviera ubicado en el centro de la robusta vivienda construida con anchos muros lo convertía en un oscuro túnel, pero aislado de la calina. La salita donde Adela pasó su embarazo no estaba totalmente cerrada, como lo había estado desde que murió. Pedro empujó la puerta levemente y se asomó. La persiana de la habitación estaba echada. En la penumbra, la mecedora de Adela parecía balancearse sutilmente. Por un momento, Pedro pensó que el fantasma de Adela se estaba meciendo; aunque la ventana estaba abierta ante la persiana, la corriente era inexistente, aquella tarde ni siquiera corría la más leve brisa. A la derecha de la mecedora, el costurero de Adela se alzaba sobre sus largas patas; cerrado parecía una mesita auxiliar. Pero estaba abierto de par en par, y su interior sobresalía revuelto como si alguien hubiera buscado algo con prisa. A la izquierda de la puerta, una mesa redonda, vestida con un faldón, mostraba sobre ella la silueta de una botita de bebé y otra a medio hacer con la aguja de croché aún enganchada. Pedro supo lo que estaba haciendo Adela en el momento que la muerte y la vida, cogidas de la mano con complicidad, fueron a buscarla. Siete años llevaba la inconclusa labor esperando.

—¿Qué haces ahí mirando? Pasa de una vez.

—¡Jesús! Qué susto me has dado, pensaba que no había nadie en la habitación. —De repente, Pedro se dio cuenta de su torpeza, por el espaldar de la mecedora asomaba un trozo del sombrero de Diego—. ¿Qué haces aquí?

—Estoy en mi casa ¿recuerdas? —Él siempre tan desagradable.

—Ya, claro. Vengo de ver a Lucía. —Abordó la conversación sin preámbulos.

—¿Vienes a que te dé las gracias?

—No estaría mal por una vez, pero te las puedes ahorrar, no lo hago por ti.

—Ten cuidado con lo que dices, no me hagas sospechar también de ti.

—No me toques las narices Diego. —Pedro no iba a consentir de ninguna manera que Diego insinuara siquiera que él pudiera haber tocado a Adela. Jamás lo intentó, ni ella se lo hubiera permitido. Diego lo sabía, lo sabía todo: lo que Pedro había sentido por Adela desde niño y que su lealtad estaba por encima de cualquiera de sus deseos. Su ironía era una forma de reírse de la situación.

—¿Qué quieres?

—¿Qué vas a hacer con Lucía?

—No te cansas nunca ¿eh? Nada, ya estoy haciendo suficiente dejándola vivir bajo mi techo, no empieces con ese tema otra vez.

—Si estás tan seguro de que no es tu hija ¿por qué dejas que siga viviendo aquí?

—No puedo echarla, la gente ya ha hablado demasiado, no voy a permitir que sigan mancillando a los del Valle por culpa de esa maldita niña. Las cosas están bien así.

—Nunca te ha importado demasiado la gente.

—Que la gente dedique su tiempo libre a inventar chismes me importa muy poco, pero si echara de mi casa a la Maldita les daría una prueba, eso es diferente.

—Ya la has echado de tu casa.

—La casa de los caseros también es mía. —La conversación se estaba tornando absurda.

Pedro estaba echado sobre el filo de la ventana, frente a Diego. Éste se mecía cada vez con más fuerza. Estaba nervioso, a punto de acabar la conversación con malos modos. Tiró de la cuerda de la persiana para iluminar el rostro de Diego y le sujetó la mecedora pisando uno de los travesaños curvos de un golpe. Quería obligarlo a escuchar con atención.

—¿La has mirado alguna vez a los ojos?

—Te estás pasando Pedro.

Su intento de imponerse le sorprendió. Diego jamás había consentido que cuestionaran sus decisiones. En su orden de prioridades, rectificar sus errores o pedir perdón no ocupaban ni el último lugar, aunque en su fuero interno era consciente de que en su vida sentimental sólo había acumulado fracasos. ¡Antes morir que arrodillarse!, lo tenía muy claro. Él pertenecía a ese reducido grupo de hombres que habían venido al mundo para conquistarlo y dominarlo, sin sentimentalismos, sin permitirse debilidades, siempre hacia adelante, con paso firme. A sus treinta y cuatro años, estaba completamente solo; la soledad del líder, se decía a sí mismo. Muy pocos llegan a la cima, la mayoría lo intentan, pero van quedando en el camino seducidos por banalidades. Para él, eran seres débiles.

—¿La has mirado a los ojos? —Pedro volvió a preguntar, sabiendo a lo que se exponía.

—¿Qué hay en los ojos de la Maldita?

—Son de color violeta.

Se produjo un incómodo silencio. Pedro le estaba tocando su lado más vulnerable. Incluso Diego, tenía una debilidad: su madre. Sabía de qué color eran los ojos de Lucía, tuvo el infortunio de sorprenderlos una de las veces que se asomó a la ventana, cuando aún vivía su suegra. Pero sólo una vez, después se impuso el olvido de aquellos frescos y claros manantiales violetas que lo llevaron a su más tierna infancia, cuando todavía su madre iluminaba la casa con ellos, y la llenaba de abrazos y sonrisas. Aquellos cuatro primeros años de su vida pasaron como una estrella fugaz, pero le dieron la única felicidad que había conocido. Abrigaba la esperanza de que Pedro no se atreviera a abordar ese tema con él. No estaba preparado para responder, no quería.

—Muy bien, gracias por la información. Quiero estar solo.

—Son iguales que los de tu madre.

Diego dio un fuerte puntapié al zapato que sujetaba la mecedora. Volvió a mecerse. ¡Nadie tenía los ojos iguales a los de su madre! Eran únicos. Había guardado en lo más hondo las frescas miradas que aliviaron la dura disciplina a la que lo sometía su padre. Después de que ella se marchara, cada vez que su padre cargaba su amargura sobre él, recurría a ellos para sentirse seguro, aunque sólo fuese por un momento. La mirada de su madre dormitaba aún en algún lugar de su mente y, cuando la evocaba, lo inundaba de gozo. Nadie que la conociera pudo olvidar sus ojos, cómo iba a hacerlo él.

Desde el día que ella salió del cortijo, quedó totalmente prohibido por su padre nombrarla, no era como si estuviera muerta, era como si no hubiese existido. Jamás supo lo que pasó aquel día. Sólo recordaba que cuando volvió de corretear los campos con su perro, ella ya no estaba allí. La llamó; no estaba en la cocina, ni en el jardín, ni… La casa estaba vacía. ¡Mamá! ¡Mamá! Nada. En su lugar apareció su padre, avanzando por el pasillo como una bestia embravecida. Llevaba un machete en la mano que goteaba… ¿sangre?, ya no estaba seguro, el tiempo moldea los recuerdos a su capricho. Pero sí recordaba aún los rojos ojos de su padre, fuera de sus órbitas, y sus palabras: «Mamá no está, se ha ido y no volverá jamás. No vuelvas a nombrarla en esta casa, hazte a la idea de que nunca existió». Después, conforme fue creciendo, escuchó mil comentarios en el colegio, en el mercado, en los bares… Todo el mundo creía saber lo que había pasado: unos decían que había engañado a su marido y él la había echado, otros que él la había matado en un ataque de celos y, los más, que se había marchado con uno de los jornaleros, que casualmente desapareció sin decir palabra el mismo día que ella. La verdad se fue a la tumba con su padre. Diego nunca tuvo el valor de preguntarle por ella, dio por hecho que, independientemente de los motivos, su padre había hecho lo correcto. Día tras día, año tras año, tuvo que ahogar sus preguntas, sus recuerdos; de su silencio dependía que no perdiera también a su padre.

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