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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

Maldita (13 page)

—Me importa una mierda lo que sepa o no esa mocosa, para lo que le va a servir; pero me tranquiliza saber que las idas y venidas del Lisiado son para eso. —Parecía que el efecto del aguardiente se le estaba pasando, hablaba sin trabarse—. Bueno, ¿qué?, ¿has encontrado la manzanilla?

—Sí, sí, voy a hervir agua. Si no te importa, me quedaré a dormir esta noche, mañana me iré temprano. Mi moto hace un ruido muy extraño, no me gustaría que me dejase tirado por esos caminos a estas horas.

—Cómprate ese jodido coche que tanto te gusta de una puta vez hombre. Bueno, haz lo que quieras, yo me voy a la cama, presiento que mañana voy a tener un día ajetreado. ¡Joder!, estoy hecho polvo. —Y se dirigió al dormitorio agarrándose de la baranda como si tuviera que escalar el Everest y estuviera exhausto, mirando la cima abatido, como tantas noches.

Pedro se sintió un miserable. Mientras estaba trajinando en la cocina no podía dejar de pensar en cómo, poco a poco, apenas sin darse cuenta, se había convertido en el cómplice de un tirano. Se sentía como un cofre inaccesible donde todo el mundo depositaba sus más oscuros secretos, secretos que lo estaban destrozando por dentro. Comprendió que con su afán de proteger a todo el mundo, probablemente, estaba consiguiendo el efecto contrario, y que guardaba un montón de bombas que tarde o temprano explotarían, reventándolo a él en primer lugar. De todo aquello, lo que de verdad le preocupaba era el fatal destino que podría esperarle a una niña como Lucía, criada en cautividad, a merced de dos muchachos que se odiaban; pensó que tal vez esa alternativa fuese mejor que crecer bajo la villanía de Diego. Se le pasó por la cabeza que quizá debería dar parte a la guardia civil, pero inmediatamente se dio cuenta de que lo que tenía que decir carecía de consistencia. ¿Qué iba a denunciar?, que Diego tenía encerrada en la casucha a su hija como un animalillo, no era cierto, la niña no salía porque no quería; que no le daba de comer, tampoco era cierto, tenía la despensa a su disposición y comía caliente a diario; que no le estaba dando una educación, nada más lejos de la verdad, Lucía sabía leer con cinco años. Diego tenía las espaldas bien cubiertas. Eso sin contar la influencia que ejercía el terrateniente sobre las autoridades y lo difícil que tendría Pedro encontrar a alguien dispuesto a enfrentarse al señor feudal. Desde pequeño, de una forma o de otra, Diego había controlado a las personas que formaba parte de su vida atemorizando, chantajeando o manipulando. ¡Ay de aquel que osara pasar por encima de él! Isidro lo intentó y…

Abstraído en sus pensamientos, en un despiste, el vaso con la infusión hirviendo cayó de sus manos, reventando contra el suelo. Pedro pensó que el estruendo debía haber llegado hasta el último rincón del cortijo. Se quedó inmóvil, esperó a que Diego apareciera en la cocina. Nada, al parecer no se había enterado. Después pensó en Lucía. Abrió por segunda vez la puerta de la despensa y, de nuevo, vio luz bajo la puerta contigua.

—Lucía, pequeña, ¿te he despertado?

La niña estaba sobre su cama, agarrada a su muñeca, engarrotada, muerta de miedo. Miró a Pedro con los ojos desencajados.

—Tranquila, soy yo, Pedro. Se me ha caído un vaso al suelo, lo siento.

Lucía esbozó una tímida sonrisa al comprobar quién había empujado la puerta. ¡Era Pedro! Más tranquila, volvió a recostarse, y Pedro volvió a arroparla.

—Vuelve a dormirte pequeña, no pasa nada.

* * * *

Cuando Diego vio a Luis, por el rabillo del ojo, acercarse por el camino, se disponía a tomarse un aperitivo en el porche; hacía una mañana espléndida. Se encontraba ya sentado frente a un buen plato de jamón y una botella de vino, a un lado de la mesa y con los pies sobre una de las sillas libres, cuando la sombra de Luis lo cubrió. No se molestó en levantarse para recibirlo, ni siquiera lo miró a la cara. Luis se sentó frente a él, en el filo de la silla, no quería que pareciera que se tomaba ningún tipo de confianza, se había sentado sólo porque tenía que escribir. Arrastró con la mano hacia un lado un montón de cáscaras de almendras que había sobre la mesa y abrió su libro de informes. «¡Qué buena mesa hizo mi tío!», pensó mientras la despejaba. En realidad, el famoso carpintero del pueblo hizo la mesa por encargo de su hermana, la madre de Luis, para amasar el pan en la tahona. Pero el cuarto don Diego la vio un día que pasaba por el taller y mandó a un mensajero a la carpintería para que la adquiriera por el triple de su valor. A su tío le hacía falta el dinero. Luego, el cacique, fue diciendo por ahí que la había mandado a hacer para él.

Diego permanecía inmutable, demostrando con su actitud cuánto le aburría aquel formalismo.

—¿Qué ocurrió durante la partida? —El agente no tenía ningún interés en perder su tiempo. Los del Valle nunca le habían caído bien y no se molestaba en disimularlo.

—Lo que tú ya sabes. No tengo nada que añadir a lo que ya te han contado los que estuvieron en el bar anteayer por la noche.

A Diego tampoco le caía bien Luisito, como lo llamaban en el pueblo a pesar de sus canas. De hecho, los del Valle nunca le habían comprando el pan a su madre, aunque de su tahona salían las mejores hogazas de la provincia.

—Ya, pero tienes que contármelo tú, para contrastar declaraciones, ¿comprendes? —contestó el representante de la autoridad con sarcasmo y desprecio.

—La partida comenzó a las siete y serían algo más de las once cuando descubrimos que Isidro estaba haciendo trampa, se produjo una desagradable discusión y finalmente nos marchamos, cada uno a su casa, o eso pensé —explicó Diego mirando al techo del porche, manifestando sin sutileza que la situación lo aburría soberanamente.

—¿Cuánto dinero había sobre la mesa?

—No estoy seguro.

—Más o menos.

—Fíate de lo que han dicho mis compañeros de partida, yo no me acuerdo. —No pensaba colaborar lo más mínimo.

—¿Por qué estás tan seguro de que fue Isidro el que hizo trampa?

—Sólo podían haber sido Isidro o Pedro, tú conoces a Pedro ¿verdad?

—Sí, sí claro.

—Y a Isidro, ¿lo conocías?

—También. —Sin darse cuenta, el interrogado estaba resultando ser él.

—Entonces ¿a qué viene esa pregunta? Pero come jamón hombre, está de muerte. El pan no te lo aconsejo, nada que ver con el de tu madre, ¡je, je!

—No, gracias. ¿Qué hiciste cuando saliste del bar de Paco?

—Cogí mi camioneta y volví al cortijo. Algunos viernes voy a la ciudad a buscar…, ya sabes. Pero ayer se nos hizo demasiado tarde y estaba de muy mala leche.

—¿Hay alguien que pueda corroborarlo?

—Sí, mis vacas y mis cerdos, tengo una marrana a punto de parir y fui a echarle un vistazo. —Luisito lo miraba con un desprecio que no se molestaba en disimular.

—Hemos terminado por el momento, pero es muy probable que tengamos que interrogarte de nuevo en el transcurso de la investigación —dijo ya levantándose y recogiendo su material.

—Creo que os va a costar mucho encontrar al asesino de Isidro, sus enemigos se contaban a docenas, a la mayoría les debía dinero, era un ser despreciable. Cualquiera pudo esperarlo aquella noche para vengarse y, mira tú por dónde, de paso se cobró la deuda con el dinero que le acababa de robar a Pedro.

—¿Tú odiabas a Isidro? ¿Te debía dinero?

—Nunca le presté dinero, sólo presto a la gente de palabra, o sea a nadie, la gente de palabra no pide dinero. Y nunca lo odié, el odio es un sentimiento demasiado noble para malgastarlo con ratas. Sólo me veía con él en las partidas de los viernes, porque era de los pocos que apostaban fuerte, de dónde sacara el dinero o a quién se lo pidiera no era mi problema.

Pero Luis no quería acabar el interrogatorio sin hacerle una última pregunta y a punto de marcharse se dio media vuelta:

—¿Qué tal está tu hija? —La pregunta tenía toda la intención, él también había oído los rumores que circulaban por el pueblo, tal vez fuese la única manera de pillarlo en algún descuido y amedrentarlo.

—Estupendamente. Ahora mismo está en la casa de los antiguos caseros. Le gusta estar allí y jugar a las casitas, ya sabes, cosas de niños. Si quieres puedes asomarte a la ventana y echarle un vistazo, la casa queda justo detrás.

—Lo haré antes de marcharme, no te quepa duda.

—Muy bien, hombre. —Diego estaba muy seguro de que no encontraría nada digno de apuntar en su libreta de informes.

Lo que Luis encontró tras la ventana era una postal idílica: una preciosa niña, rodeada de libros, muy concentrada en su tarea. A su alrededor parecía haber cierto orden y limpieza. Iba dispuesto a hacerle algunas preguntas a la cría, pero se dio cuenta de que, si quería cazar a su viejo enemigo, ese no era el camino, por mucho que se rumoreara en el pueblo.

Antes de que el curioso visitante se marchara, Lucía levantó la vista un momento de sus libros y le regaló una de sus mejores sonrisas. Estaba acostumbrada a que la gente se asomara por su ventana y no le daban miedo los extraños, ni siquiera la peculiar vestimenta del agente, sólo temía a Diego, pero eso Luis no lo sabía.

El caso quedó sin resolver después de reiterados interrogatorios a todos los vecinos del pueblo que pudieran tener algún tipo de relación con la víctima, y a los conocidos de la ciudad con quienes Isidro tenía cuentas pendientes. La investigación llegó a un punto muerto. Aunque Luis seguía convencido de que tanto Diego como Pedro sabían más de lo que contaban. Una vez más, Diego salió ileso de su tropelía. Por otro lado, la mujer y los hijos de Isidro parecían más interesados en repartir la poca tierra que habían heredado que en averiguar quién perpetró el asesinato. En realidad, tanto para su familia como para los habitantes del pueblo, la muerte de Isidro fue un alivio.

Por su parte, tiempo después, Diego, a su manera, se encargó de devolver a Pedro el dinero que ganó en la partida y que tenía en su poder; no se hubiese quedado con él por nada del mundo, pero no encontraba la manera de dárselo sin levantar sospechas. De manera que esperó la oportunidad. Cuando Pedro decidió comprarse el coche, lo pagó en dos plazos: uno que dio como señal y compromiso para encargarlo y otro que haría efectivo al recogerlo. Ya en el concesionario, frente a su esperado coche, se encontró con la sorpresa de que ya estaba pagado. «Vamos hombre, no me vengas con remilgos a estas alturas, te aseguro que no me ha costado nada hacerte este regalo, absolutamente nada, ¿comprendes?», le dijo Diego cuando Pedro fue a buscarlo para pedirle explicaciones. El dueño del flamante coche dejó ahí la conversación; lo había comprendido todo perfectamente.

* * * *

Eran la nueve de la mañana, Lucía se había quedado dormida. Había pasado una mala noche, después de que la caída del vaso la despertara le costó reconciliar el sueño. El joven maestro encontró a la niña sumida en un profundo sueño del que no quería marcharse. ¿Cómo abandonar un sueño en el que corría por la fresca hierba de la mano de su abuela bajo un limpio cielo? Ella no había disfrutado de esa realidad, pero la soñaba cada noche y sabía lo que se sentía.

Juanito, en un principio, se acercó a la cama con gesto de preocupación; que estuviera enferma era un fastidio, esa semana ya iban bastante retrasados en matemáticas. No había forma de que a Lucía se le metiera en la cabeza la división; él la dominaba perfectamente desde que tenía un año menos que ella. Por otro lado, era capaz de comprender cualquier texto a la perfección, siempre que fuese sobre materias que ella ya conocía. Si el muchacho, después de leer algún tema, le pedía a Lucía que hiciera un resumen, el resultado siempre superaba sus expectativas: hacía unas excelentes síntesis de los contenidos. Para Juanito era intrascendente que Lucía siguiera sin decir una palabra, de hecho no la alentaba en absoluto a hablar, su mudez era para él más bien una ventaja, consideraba que la gente charlatana lo único que pretendía con tanta palabrería era perder el tiempo. Todo lo que Lucía se veía obligada a comunicarle lo escribía en una libreta, que siempre tenía a mano. Si después de explicar algún tema a la niña le surgía alguna duda, rápidamente ésta la escribía en la libreta. Desde la primera hoja las frases se sucedían sin sentido entre ellas: «¿como se escribe escelente?, ¿donde esta la hoja de la tabla del 7?, necesito ir al baño, no entiendo el problema número 2, dile a tu madre que las lentejas estavan muy buenas, ¿que verbos me tengo que estudiar para mañana?, Diego nos esta mirando por la bentana…». Las oraciones tenían bastantes faltas de ortografía, y Juanito siempre aprovechaba para rectificárselas y hacer que las escribiera de nuevo; las que tenían algún error iban seguidas de otra idéntica, pero escrita correctamente. Las últimas apenas tenían errores, y era raro encontrar una acompañada de su gemela perfecta.

Cuando Juanito comprobó que Lucía estaba en perfecto estado y que su único problema era que se había dejado llevar por la pereza, indignado, se decidió a despertarla:

—¡Despierta Maldita! Tengo cosas mucho mejores que hacer que contemplar tu vagancia.

La niña abrió los ojos de inmediato. Asustada y aturdida se bajo de la cama, abandonando sus amuletos, y se dirigió al baño con un caminar algo torpe. En unos minutos estaba sentada frente a su maestro. Alrededor de los ojos sus pestañas húmedas parecían rayos de sol pintados por un niño; no se había entretenido en secarse la cara. Su coleta asomaba por delante del hombro derecho desmadejada, ya se peinaría como es debido después. Su estómago le estaba pidiendo al menos un vaso de leche caliente, pero no se atrevió a hacer esperar más a Juanito, cuyo medio rostro gritaba su mal humor. Él nunca esperaba a que desayunara. Se suponía que el desayuno que le traía cada mañana era para ese mismo día, pero ella lo guardaba para el día siguiente, de manera que cuando Juanito llegaba, en su estómago ya estaba el del día anterior, así no lo hacía esperar ni un segundo. El almuerzo y la cena eran otra cosa, normalmente venía caliente y listo para comer en el momento, así que comía lo más deprisa que podía, observada con impaciencia por el ojo de Juanito.

Ya sentada en la mesa, miró por primera vez al dictador. Se avecinaba tormenta, Juanito tenía en las manos el libro de cuentos con el que se había quedado dormida la noche antes. Al principio no comprendía por qué estaba sobre la mesa, pero enseguida recordó la visita nocturna de Pedro. El ojo de Juanito se iba a salir de su cueva.

—¿De dónde has sacado este libro?

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