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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

Maldita (8 page)

—¿Vas a ayudarme o no?

—¿Qué desayuna una niña de tres años? —Se rindió, dispuesto a comenzar su nueva tarea, con la esperanza de que sólo fuesen unos días, de otro modo tendría que enfrentarse otra vez a su madre.

—Lo mismo que has desayunado tú.

—Bien, prepara un café, una copa de coñac, un trozo de panceta y una par de cigarros. —Le encantaba desconcertar a su madre y comprobar, una vez más, que era tonta de remate. Luisa nunca lo decepcionaba.

—¿Qué has desayunado esta mañana? —preguntó asustada, no se acostumbraba al humor negro de su hijo. Su agudeza la desbordaba.

—¿Todavía no conoces a tu hijo? Venga, terminemos con esto de una vez. ¿Dónde está mi careta?

—No te verá nadie, sólo la niña.

—¿Dónde está mi careta?

Cuando Juanito entró en la casa, la niña estaba despierta, sentada en la cama, pegada a su chupete, su manta y su muñeca. Parecía tranquila, pero tenía las mejillas húmedas.

—¡Buenos días! Soy el primo de Ángel o, mejor dicho, el hijo de Luisa. Me llamo Juan, pero puedes llamarme Lisiado. Te traigo el desayuno.

Lucía se acercó rápidamente a la mesa, donde había dejado Juanito el desayuno mientras saludaba, y se dispuso a comer, tenía un hambre terrible. No parecía sorprendida por el extraño aspecto del visitante. Si Diego llevaba una caja en la cabeza, ¿qué tenía de raro que aquel hombre llevara un trozo de tela en la cara?

—¿Has dormido bien? —Tenía curiosidad por escuchar su tono de voz, aunque le importaba muy poco cómo había dormido.

Lucía se encogió de hombros, lo que Juanito interpretó como que no lo había entendido, pero nada más lejos de la realidad, ella quiso decirle con su movimiento de hombros que había dormido regular, ni bien ni mal.

—¿No sabes hablar?

Volvió a encogerse de hombros, quería decirle que no lo sabía, nunca lo había intentado.

Mirándola comer, Juanito tuvo una revelación. Su ágil mente encontró cómo sacar partido de la tarea que le habían encomendado. Lucía era una niña que apenas tenía influencia del mundo exterior, su mente estaba prácticamente virgen, ni siquiera sabía hablar. Él sería su maestro. ¡Eso es!, le enseñaría todo lo que debía saber: a leer, a escribir, matemáticas, geografía… Podía hacerlo, de hecho había demostrado tener más nivel intelectual que cualquiera de los profesores de su colegio. Decidió que sería su maestro. A partir de ese momento Juanito pensaría en Lucía como en su futura obra. Ahora, Lucía no era nada, pero con el tiempo sería lo que él hiciera de ella. ¡Qué maravillosa oportunidad le había brindado el destino! No, su destino no, pensó, la oportunidad estaba ahí para cualquiera, sólo que él era el único con la capacidad suficiente como para reconocerla. Para Juanito, el destino era algo que uno se hacía a sí mismo con esfuerzo y constancia; no había sido el destino quien lo hizo caer en el brasero, sino su torpe modo de llevar a cabo un plan. Era un reto fascinante, una forma de dar salida a tanto conocimiento acumulado desde la más tierna infancia. Siempre se había imaginado envejeciendo entre libros, acumulando conocimientos como el avaro el dinero, para finalmente morir solo y que su sabio cerebro fuese devorado por los gusanos como el de cualquier otro mortal; aquella oportunidad cambiaba las cosas.

Él no era como los demás, no se distraía en banalidades, ni se dejaba vencer por la pereza. Era capaz de estar concentrado en sus tareas catorce horas diarias. No necesitaba a nadie para resolver sus problemas, tenía sus libros, en los que siempre encontraba la información exacta y veraz de lo que necesitaba, sin tener que soportar extensas y confusas explicaciones de profesores con más ego que sabiduría. Cuando se sentaba a la mesa con su familia y se veía obligado a escuchar a sus padres y a su primo hablar de vacas, creía morirse de asco. Cada día se sentía tentado de proponerle a su madre que le llevara el almuerzo y la cena a su cuarto, pero no sabía qué era peor: si aguantarles a sus padres un sinfín de largas discusiones sobre la importancia de comer en familia o soportar las conversaciones sobre vacas. Total, no solía tardar en comer más de quince minutos.

Pensó que Lucía tenía mucha suerte de que hubiera decidido ser su educador. Pero había un problema: Ángel. Tenía que impedir que siguiera visitándola. «Siempre mi primo Ángel, ¡qué fastidio!», pensó. Ya se le ocurriría algo. Desde luego, lo que tenía muy claro es que en su proyecto, para que diera el resultado deseado, no podía intervenir nadie.

Mientras pensaba en su plan, observaba atentamente cómo la niña mojaba una magdalena en la leche, metiendo los dedos hasta el fondo del vaso. Tendría que enseñarle incluso a comer, era como un animalillo salvaje. Todo un reto.

—Qué barbaridad, comes como un cerdo. —Esto no lo entendió la niña, que lo miró un segundo mientras la leche de la magdalena chorreaba por su antebrazo empapando la manga de su pijama y siguió comiendo.

—¿Sabes lavarte y vestirte sola? —Quiso saber si se libraría de esta molesta tarea.

Lucía estaba bebiéndose las últimas gotas de leche y, con el vaso inclinado sobre su boca, asintió efusivamente, el tintineo que produjeron los golpes del cristal contra sus dientes acompañó su vehemente afirmación. Sus ojos asomaron, por el filo superior del vaso, claros y francos, como su espíritu.

—Pues vamos a hacer una cosa, mientras tú te arreglas un poco: te lavas, te vistes y te peinas, yo voy a ir a mi casa a por unas cosas con las que nos vamos a entretener esta mañana, ¿te gustaría? —Juanito le habló en un tono intencionadamente tierno, sobreactuando.

Era su primera actuación de chico tierno, y Lucía, cuya inteligencia emocional estaba muy desarrollada, lo supo, pero movió su cabeza de arriba abajo con entusiasmo ante la expectativa de pasar la mañana acompañada. Nada podía ser peor que estar sola todo el día. ¡Echaba tanto de menos a su abuela!

La tarea de lavarse, vestirse y peinarse no resultó tan fácil como esperaba; fue demasiado ingenua al afirmar con tanta rotundidad que era capaz de lavarse y arreglarse sola. Se dirigió a su pequeño baño y abrió el grifo del agua caliente del rincón de la ducha para llenar el barreño de zinc que había sobre el plato de porcelana, como había visto hacer a su abuela tantas veces. Al menos había agua caliente; no siempre se preocupaba Diego de tener la caldera encendida. Al principio, el agua salía ardiendo, no podría darse un baño hasta que pasara un buen rato y se templara un poco. Pero…, rememoro todos los pasos que daba su abuela cuando se disponía a bañarla. «¡Ya está!», se acordó que abría los dos grifos a la vez, el de la caliente y el de la fría, y manipulaba un rato las llaves, mientras metía una mano bajo el agua, hasta que salía a su gusto. Muy diligente, Lucía la imitó y aunque tanto ella como el suelo del baño terminaron empapados, ¡lo consiguió! Se enjabonó de los pies a la cabeza sentada en el barreño y, cuando se dispuso a enjuagarse el pelo, se dio cuenta de que la jarrita, que usaba su abuela para sacar agua y echársela poco a poco por el cabello, estaba bajo el lavabo. Al salir del barreño para ir a buscarla se resbaló y se dio un golpe contra la puerta, estuvo a punto de echarse a llorar, no por el dolor del chichón, sino por lo que echaba en falta a su abuela. Pero no, ella era muy fuerte y se repuso enseguida. Tardó bastante en secarse, sobre todo el pelo, que no paró de chorrear agua jabonosa un buen rato después de haber empapado dos toallas con él. Vestirse se le dio mejor, o al menos eso le pareció a ella. Cuando hubo terminado, cogió el cajón que utilizaba para sentarse a observar a su abuela cuando cocinaba, lo puso bajo el lavabo, se subió en él y se asomó al espejo. Bueno…, no estaba mal, su abuela lo hacía mucho mejor, pero no estaba mal, la rebeca lila que le había tejido Carmen, de repente, le quedaba muy estrecha —la camiseta interior que se había puesto era de su abuela y estaba toda apretujada bajo su jersey—, pero, en conjunto, le pareció que tenía buen aspecto. Se bajó del cajón satisfecha. El baño había quedado hecho un desastre, pero ya lo arreglaría después.

A Luisa le sorprendió el frenesí con el que volvió su hijo. No recordaba haberlo visto en esa actitud tan eufórica jamás.

—¿Adónde vas tan deprisa? —preguntó mientras lo seguía.

—A mi cuarto a buscar… ¿Tú sabes dónde están mis primeras cartillas con las que aprendí a leer?

—En el altillo de tu armario. Están sin estrenar, tú ya sabías leer cuando te las pidieron en el colegio, recuerdo que te negaste a hacer los ejercicios porque decías que eran tonterías.

—Sí, sí madre —decía con retintín mientras se dirigía al cuarto de los trastos a zancadas—, ya me lo has contado un millón de veces. —No soportaba tenerla detrás mientras le contaba las historietas de cuando era niño. Detestaba escuchar lo fantástica que fue su más tierna infancia y, mucho más, esa manía de su madre de recordarle a todo el mundo que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Juanito cogió la escalera del trastero y se dirigió a su cuarto, empujando a su madre cada vez que se interponía en su camino.

Luisa no entendía a qué venía su interés por las cartillas.

—¿Para qué quieres ahora las cartillas?

—Voy a enseñar a Lucía a leer y a escribir —contestó sin haber mirado aún a su madre desde que llegó, mientras ponía la escalera frente al armario.

—Primero tendrás que enseñarle a hablar, porque, que yo sepa, todavía no ha dicho su primera palabra.

Luisa, al ver a su hijo tan entusiasmado y por un proyecto tan altruista, se contagió; también ella parecía excitada.

—Sí, sí.

«Qué sabrá ella lo que ha de ser primero», pensó Juanito. Aun así siguió la conversación sin su despotismo de siempre, estaba contento.

—Hablar no es tan importante como leer y escribir, sobre todo leer. ¿Y mi primo? —De repente se acordó del escollo que iba a encontrar en su proyecto—. ¿Cómo está? —Ya se encontraba con las cartillas en la mano, en lo alto de la escalera.

—Regular, tiene las anginas como melones. ¿Y ese repentino interés por tu primo?

Juanito hizo una parada en su ajetreada tarea para mirar a su madre; de arriba abajo se encontró: sus rulos envueltos en una red rosa anudada a la nuca; sus gruesas gafas, y sus saltones ojos detrás; su bata floreada de guata, con el cinturón bien anudado para marcar cintura; y, como peana, las borlas fucsia de sus zapatillas de paño. Pensó que la naturaleza no había sido muy justa con ella, bueno, nada justa. Ni siquiera tenía la inteligencia mínima como para comprender el porqué de su repentino interés por la salud de su primo. Juanito había aprendido a utilizar el corto entendimiento de su madre en su propio beneficio. La manejaba a su antojo y, por medio de ella, también a su padre, o eso pensaba él. Siempre salía airoso de sus fechorías con cualquier excusa, Luisa se lo creía todo. Si ella le exigía un culpable ante la evidencia de que la travesura no podía haber sido un accidente, él le nombraba a su primo, mientras se llevaba la mano a su lado deforme de la cara; y ya está, ella se moría de compasión e iba en busca de su sobrino para reprenderlo. Luisa no había heredado ni la dulzura física de su madre ni la inteligencia de su padre. En cambio, él portaba lo mejor de la genética de sus progenitores, sólo que, su torpeza le había arrebatado la que se manifestaba en su aspecto exterior.

No respondió a la última pregunta de su madre, estaba tan excitado con su nuevo proyecto que no se le ocurría una mentira plausible.

—Bueno, ya está. Me voy —dijo mientras se rascaba la nuca, la goma de la última careta que le había hecho su madre le apretaba demasiado.

Luisa lo vio marchar desde la puerta, cargado de libretas. Visto de espaldas era un muchacho muy apuesto, de una complexión fuerte, a pesar de que no practicaba deporte alguno, y tenía unos andares muy seguros. Le pareció que su hijo tenía cierto aire aristocrático. «¡Y era tan listo!», suspiró.

—¿Has ido a ver a Lucía?

Ángel se alegró de que su tía apareciera por su cuarto, estaba desando tener noticias de Lucía, aunque los pensamientos le ardían por la fiebre, no podía quitársela de la cabeza. Sabía que Diego le había prohibido pisar la finca a Luisa, pero también estaba seguro de que ella no sería capaz de dejarla a la buena de Dios.

—¡Madre mía! Cómo tienes la garganta, parece que tuvieras una nuez en la campanilla. No se te ocurra salir de la cama. —Luisa obvió su pregunta y se apresuró a tocarle la frente para comprobar su temperatura.

—¿Cómo está Lucía? —insistió, haciendo un gran esfuerzo para que sus cuerdas vocales vibraran.

—Lucía está bien, no te preocupes, tu primo está ahora con ella, le ha llevado el desayuno y ha vuelto como loco diciendo que le va a enseñar a leer y escribir. Ha cogido unos libros y se ha vuelto a marchar —decía mientras le estiraba un poco la cama—. Voy a traerte algo para desayunar, un vaso de leche caliente con miel te vendrá muy bien.

—¡¿Qué Juanito está con Lucía?! —Se incorporó de la cama para dar más énfasis a su pregunta.

—Sí, ¿no es increíble? Con lo difícil que resulta que interrumpa sus horas de estudio.

Ángel no dijo nada más. No sabía qué pensar y tampoco estaba en condiciones de hacerlo, pero se temió lo peor. Constantemente tenía la sensación de ser el único que verdaderamente conocía a Juanito.

* * * *

—Siéntate en esta silla Lucía, que voy a enseñarte algo. —Le señaló una de las sillas que había junto a la mesa.

La niña estaba sobre la cama, con las piernas cruzadas sobre su manta, abrazada a su muñeca azul y haciendo bailar su chupete. Se había lavado, vestido y peinado. Sus coletas eran una ofensa a la simetría y le habían empapado la ropa, seguían húmedas; su vestido parecía tener más botones que ojales y el trozo que asomaba bajo su rebeca lila parecía un gurruño. Pero lo había conseguido, ¡Y ella sola!

Lucía arrastró su trasero por la cama para atravesarla y luego se deslizó por su filo libre hasta tocar el suelo con los pies. Sin soltar en ningún momento sus amuletos, se sentó en la silla señalada.

—Vas a tener que sacarte el chupete de la boca y soltar la muñeca y la manta.

Ella se agarró con fuerza a sus objetos y negó con firmeza.

—Vale, pues deja sólo el chupete, es imposible que aprendas a hablar si siempre tienes la boca ocupada.

Redujo sus peticiones a una sola, no quería enfadarla el primer día: una experiencia negativa en el comienzo podría marcar el resto de su aprendizaje; tenía que ganarse su confianza.

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