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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

Maldita (26 page)

* * * *

Un solo día en la vida de Lucía era mucho más que toda la existencia de muchos de sus semejantes. Aprendía mil cosas: matemáticas, ciencias, geografía, historia, lenguaje…; leía, escribía, y dedicaba un tiempo a estudiar música y tocar su violín. Además de sacar tiempo para limpiar su casa y atender las visitas, que cada vez eran más numerosas: Pedro, Herminia, Rosi, Juanito y Ángel desfilaban por allí casi a diario. Ella siempre los recibía con entusiasmo y disposición. Seguía negándose a salir al mundo y el mundo venía a ella.

Los fines de semana, como para el resto de la humanidad, eran especiales para Lucía. Los deberes que Juanito le encargaba los viernes antes de irse, los hacía inmediatamente y el sábado amanecía libre de las obligaciones más pesadas. Hacía tiempo que Juanito había dejado de ir los sábados por la mañana; desde que Lucía sabía cocinar no era imprescindible la comida caliente, aunque durante la semana Luisa seguía mandándole aquellos platos que más le gustaban, aprovechando las idas y venidas de su hijo.

Contra todo pronóstico, Lucía era feliz. No deseaba nada que hubiera más allá de sus paredes.

Aunque el cielo había echado el telón aquella mañana y su actor principal se encontraba tras él, no hacía frío. Le gustaba el otoño. Esa última semana de octubre le ofrecía una paz que ella apreciaba y saboreaba especialmente. Parecía que todo estuviera esperando, con la tranquilidad de quien tiene seguro lo venidero. Los árboles esperaban la caída de sus hojas, los campos la lluvia, los pájaros el momento de marcharse…, y ella esperaba a que todo, una vez más, ocurriera. Era consciente de que sin su mirada violeta no tendría sentido que las hojas cayeran ante su ventana, la lluvia golpeara los cristales o los pájaros impulsaran el vuelo en su cordel. Tenía la plena seguridad de que todo aquello ocurría para ella, y así era.

Herminia doblaba primorosamente la ropa que acababa de recoger, ante la amenaza de lluvia. Mientras, la niña parecía en trance, después de haber cerrado repentinamente el libro de oraciones de su madre que había rescatado del baúl. La mujer la observaba por el rabillo del ojo.

—¿En qué piensas Luci?

—En Dios —respondió de inmediato con su natural sinceridad—. ¿Tú lo conoces?

—Ay, qué cosas preguntas. Pues verás, así, conocerlo como a ti, cara a cara, no he tenido la dicha, pero creo en él y sé que existe.

—¿Y cómo puedes estar segura de que existe si no lo has visto?

—Es difícil de explicar, a ver… ¿qué sientes tú cuando escuchas una música que te gusta?

—Pues…, espera, tengo que pensarlo. —Lucía se quedó unos instantes mirando al techo con el libro entre las manos. Herminia esperaba pacientemente mientras doblaba la última prenda de la niña—. Es difícil —dijo al fin—, siento que mi corazón es tan feliz que se me olvida todo o, no, no, es al revés, es como si todo fuese más… ¿importante? Ya sé, la música hace que sienta mucho más; si escucho una música alegre, me pongo más alegre de lo normal y, si es triste, más triste de lo normal. Es como si de pronto, cuando enciendo la radio, entendiese cuanto importan las cosas más sencillas; no es lo mismo fregar los cacharros con música que sin ella.

—¿Y puedes verla?

—No Herminia, la música no se ve, se siente.

—Pues algo así pasa con Dios, sabes que existe porque lo sientes, porque, como tú dices, con Él las cosas más sencillas se vuelven importantes y las más difíciles se soportan mejor, aunque no lo puedas demostrar.

—¡Ah!, ya lo entiendo. ¿Y tú le rezas?

—A todas horas hija, a todas horas.

—¿Y para qué?

—Para no sentirme sola. Estás muy preguntona hoy ¿no?

—Pero si tienes a tu marido y a tus hijos, ¿cómo puedes sentirte sola?

—Ay, Luci, cuando seas mayor te darás cuenta de que por mucha gente que tengas alrededor que te quiera, a veces te sientes sola. Ya ves tú si me quiere mi marido, pues a veces se enfada y me dice unas cosas…, entonces hablo con Dios, le rezo una oración y se me pasa la tristeza. Si es que por más que nos empeñemos hay cosas de las que no podemos protegernos unos a otros, y entonces sientes mucho miedo, y ahí está Dios, que te alivia lo imposible, ¿comprendes?

—Sólo un poquito. Mi abuela rezaba conmigo antes de acostarnos.

—Pero niña, eras muy pequeña, ¿cómo puedes acordarte? —Herminia había terminado de su tarea y había acercado una silla a la mesa para sentarse frente a Lucía.

—Sí, ¡ji, ji!, y me acuerdo de la oración, la rezo en mi cabeza todas la noches; bueno, a veces estoy tan cansada que me quedo dormida antes de terminarla, ¿tú crees que Dios se enfadará conmigo por eso?

—Seguro que no, ¿cómo iba a enfadarse nadie contigo? Pero ¿de verdad te acuerdas?, si ni siquiera sabías hablar.

—Sí, ¿te la digo?

—A ver.

—Jesusito de mi vida, / tú eres niño como yo, / por eso te quiero tanto, / y te doy mi corazón. // Tómalo, tuyo es, mío no. // Cuatro esquinitas/ tiene mi cama, / cuatro angelitos / que me las guardan, / dos de día y dos de noche. //Hasta mañana si Dios quiere.

—¡Jesús, Jesús! Si no lo veo, no lo creo.

—¿Quién es Jesusito?

—El hijo de Dios, que también fue niño.

—¡Ah! ¿Es el mismo que tú nombras todo el día cuando dices ¡Jesús, Jesús!? —Lucía dijo estas dos últimas palabras poniendo el mismo énfasis que ponía siempre Herminia al pronunciarlas.

—Sí, ese. —Se sintió aliviada de que ella misma hubiera respondido a su pregunta y confió en que dejara la conversación.

—Entonces ¿Dios tuvo un hijo? —La niña seguía.

—Sí, pero en realidad todos somos sus hijos. —Se arrepintió de inmediato de haber hecho el último comentario, si la niña seguía preguntando no sabría qué decirle; ella misma no lo tenía muy claro.

—¿Yo también?

—Sí, tú también.

—Creo que no lo entiendo. Entonces…

—Bueno, otro día seguimos, tengo que irme. —Herminia terminó la conversación temiéndose lo peor.

—Vale.

—Adiós Luci, lo mismo mañana traigo a mi Rosi. —Y se marchó, dejando a Lucía en la misma posición que comenzó la conversación, con el libro entre las manos.

—Hasta mañana Herminia.

A los quince minutos, a lo lejos, escuchó unas voces que la sacaron de su peculiar meditación. Corrió hacia la ventana. La quietud de aquella mañana otoñal permitía que llegaran hasta ella algunas frases: «Quítate ese parche, estás ridículo», parecía la voz de Juanito, «todo el mundo sabe que usurpas mi personalidad para rondar a la Maldita». Lucía avistó a unos cien metros con quién discutía Juanito. «Se llama Lucía», Ángel gritó. Los dos muchachos, que físicamente ya eran hombres hechos y derechos y bastante fornidos, estaban a punto de llegar a las manos. El corazón de Lucía quería salirse por su boca. En su amable y tranquilo mundo, nunca había vivido una situación parecida. Era cierto que Juanito tenía un carácter hosco, pero con ella no había pasado de hablarle con cierta agresividad y despotismo.

Habían empezado a darse empujones. «Se acabó, es la última vez que te acercas a su casa, hablaré con Diego, él se ocupará de ti», decía Juanito. «Eres tan cobarde que tienes que buscar ayuda y recurrir a tus sucios trucos para solucionar tus problemas. ¿Por qué no los solucionamos nosotros solos?», habló ahora Ángel. Juanito empujó con tanta ira a Ángel que éste cayó al suelo y su primo se abalanzó sobre él y empezó a propinarle golpes a diestra y siniestra. Lucía sólo acertaba a ver una maraña de piernas, brazos y cabezas forcejeando de una forma inútil.

Supo que Ángel corría peligro. Tenía que ayudarlo. Corrió hacia la puerta y la abrió de par en par de una forma instintiva. Pero sus pies se clavaron en el peldaño de la salida; no podía moverlos. Tenía las piernas como columnas de piedra. Por más que su mente les mandaba órdenes para que avanzaran, se mostraban sin vida. Ya no descifraba lo que decían los muchachos; gemían y rugían como animales. Una fuerte angustia le oprimía el pecho.

—Jesusito de mi vida, / tú eres niño como yo… —Supo que ese era el momento de rezar, ese momento de soledad al que se refería Herminia.

En verdad sus oraciones fueron escuchadas y, aunque no consiguió mover los pies del escalón, su garganta venció el miedo.

—¡Suéltalo, Juanito! —La voz de Lucía corrió por el camino como un relámpago, haciendo temblar la tierra.

Lo había conseguido, de alguna forma, parte de ella había traspasado los límites. Por primera vez, se había sentido obligada a hacerse presente en el mundo exterior; quizá su actuación no había sido suficiente, pero para ella era todo un logro y, por unos instantes, se sintió orgullosa.

Juanito supo que aquel grito clamoroso en defensa de su víctima era de Lucía. Desde el primer momento no tuvo la más mínima duda de que había sido ella. Pero aun así, su curiosidad le hizo volver la cabeza; era la primera vez que escuchaba su voz. Ángel aprovechó el momento de distracción de su primo para escabullirse.

—Métete en casa Lucía —gritó Ángel temiendo que ella fuera la próxima víctima de la ira de su primo.

Diego estaba echando de comer a los caballos. Ni siquiera sabía por qué conservaba aquellas viejas bestias; desde que compró la camioneta y los tractores de carga, no habían hecho otra cosa que comer. Estaba absorto en sus pensamientos cuando el grito de Lucía lo interrumpió. Paró un momento para prestar más atención y escuchó, más en la lejanía, la voz de Ángel. Dudó unos momentos, pero finalmente decidió acudir al lugar del que provenían las voces. Antes de emprender la marcha, entró un momento en su casa para coger una de las escopetas, siempre a punto, que guardaba detrás de la puerta. Rodeó el cortijo sin demasiada premura, maldiciéndose a sí mismo por no haber parado a tiempo el chorro de visitas que llegaban a sus tierras por el camino de atrás.

Lucía seguía clavada en el umbral de su puerta. Diego pasó a escasos metros sin dedicarle ni una fugaz mirada, como si no estuviera, con los ojos fijos en el sendero que llevaba hasta el cortijo de Juan, y que años atrás las dos familias recorrían sin reparo. «Malditos muchachos de mierda», iba mascullando mientras apretaba el paso para alcanzarlos.

Después del shock que supuso para Juanito saber que Lucía hablaba y que Ángel era cómplice de su secreto, su ira explotó, hasta tal punto, que sus fuerzas alcanzaron las de un enorme animal y consiguió de nuevo inmovilizar a Ángel, presionándole el pecho bajo sus rodillas y agarrando su cuello con las manos.

—¡Separaos!

Los muchachos seguían forcejeando como fieras. Juanito acababa de coger una piedra con la intención de golpear a Ángel en la cabeza. Estaba fuera de sí. Con el forcejeo había perdido el parche y su rostro se veía como un terrible monstruo enfurecido.

—¡Suelta esa piedra Lisiado! —Diego gritó con tanta fuerza que el corazón de Lucía tembló—. ¡Suéltala, maldita sea!, o te meto un cartucho en tu horrible cara. —Y disparó un tiro al aire.

El capataz y un par de jornaleros, que eran el escaso personal que esa mañana estaba en el cortijo, corrieron al lugar. Amenazado por la escopeta de Diego y forzado por los fuertes brazos de los dos jornaleros, Juanito soltó por fin a su víctima, que sangraba por la nariz como un marrano en el matadero.

—Mírame con el único ojo que tienes y escúchame con atención: no quiero volver a verte por aquí, ni a ti tampoco, el resto de mis días. —Miró un segundo a Ángel—. Si queréis pegaros hacedlo en vuestras tierras, este camino está en las mías. Si se os ocurre volver a pisarlo, no dudaré en volaros la cabeza alegando que creí ser amenazado por animales salvajes, que es lo que sois —habló, todo el tiempo sin dejar de apuntar a Juanito con su escopeta.

Por supuesto, Diego se estaba tirando un farol, nunca se metería en semejante lío por algo que no valía la pena. Pero ellos le creyeron sin vacilar. Diego era toda una leyenda más allá de los límites del pueblo, todo el mundo le tenía miedo, aunque él lo confundía con respeto.

—Pero Lucía… —Ángel se atrevió a nombrar a la niña delante de su padre con la voz quebrada, no por el miedo, sino por el dolor físico que empezaba a notar, pero fue interrumpido inmediatamente.

—Creo que no lo has entendido. Se acabó, esta es la última vez que pisáis mis tierras. ¡Marchaos! Marchaos antes de que apriete el gatillo.

Juanito había emprendido la marcha antes de que terminara su frase y al momento le siguió Ángel, cojeando y agarrándose el estómago, intentando sacar fuerzas para aparentar dignidad.

—Lucía, entra en casa. —Unas manos la arrastraron al interior con seguridad y ternura—. Venga mi niña, ya pasó todo. Esto tenía que ocurrir tarde o temprano.

La puerta de la casucha se cerró.

* * * *

El lunes siguiente a la pelea que protagonizaron los primos en las tierras de Diego, dos guardias civiles se personaron en el cortijo de Juan. Luisa abrió la puerta; casi se muere del susto al ver los tricornios. Pensó que su marido había tenido un accidente con la moto, había ido a la ciudad y llovía torrencialmente. Traían una carta certificada que notificaba a Juan haber sido multado con quinientas pesetas por allanamiento de morada, y otra con una orden de alejamiento para todos los miembros de su familia. Diego se había dado prisa en solucionar el molesto problema. Una vez más, había demostrado la gran influencia que ejercía en la zona su apellido.

Cuando Juan recibió la noticia a la hora del almuerzo, con todos sentados en la mesa, habló con determinación:

—Se terminaron las visitas a la casa de Diego. ¡¿Me habéis oído?! —Miró primero a Juanito, cosa que solía evitar a toda costa, y después a la enorme nariz amoratada de su sobrino político—. Esta vez no voy a ceder y, creedme, el que se atreva a desobedecerme sufrirá las consecuencias. Esto va para ti también. —Se dirigió ahora desafiante a su mujer.

—¡Herminia! —Juan no había terminado.

Herminia estaba en la cocina, ordenando la despensa, con la oreja puesta en el comedor. Dio un respingo y contestó:

—Sí, don Juan. —Fue al encuentro del dueño de la casa sin soltar los botes de conserva que tenía en las manos. No se acostumbraba a llamarlo don Juan, era lo menos parecido a un viril galán, con sus facciones y ademanes visiblemente afeminados.

—Haz el favor de escucharme un momento.

—Dígame don Ju…

—Deja de llamarme don Juan en ese tonito, no estoy para guasas, y creo que lo que tengo que decirte a ti también te va a quitar el buen humor. —Todos miraban a Juan sorprendidos.

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