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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

Maldita (24 page)

—Sí, sí claro. Hasta mañana. —Se despidió aliviado.

Pero Diego no se marcho a casa, sabía que lo que Pedro se traía entre manos debía ser algo que le concernía de alguna manera, de otro modo, ¿por qué iba a ocultárselo? Se subió a la camioneta y se marchó; pero aparcó en la calle paralela. A los dos minutos oyó arrancar la motocicleta de Pedro y después la vio salir por la bocacalle colindante, dirección norte. No iba a la casa de la maestra, ni tampoco a la ciudad, se dirigía a campo abierto, el único destino plausible era la antigua casa de sus padres, abandonada desde hacía más de treinta años; cuando eran muchachos los dos amigos habían pasado allí algunas noches de verano y sabía en las condiciones que estaba. Aquello no tenía ningún sentido.

No podía seguirlo, no había forma de camuflar la camioneta por aquel camino, pero se acercaría en mejor momento. Estaba claro que en la vieja casa de los Torres estaba viviendo alguien; alguien que tenía mucho interés en esconderse. Pero ¿por qué Pedro no quería contárselo? Tal vez lo había prometido, Pedro era tan ingenuo y fácil de convencer. Seguro que cualquier chalado le había pedido ayuda y había sido incapaz de negarse, quizás un ex presidiario, o un indigente, a saber. No se le ocurría que pudiera ser cualquier otro el motivo. Lo más curioso era que doña Rosa parecía ser cómplice.

* * * *

Llegó arrecido, apenas sentía las piernas y los brazos; como le había advertido Diego, estuvo a punto de salirse del camino en un par de ocasiones. Apagó la moto y antes de desatar los bultos quiso asegurarse de que había alguien en la vivienda.

La casa tenía un aspecto deprimente, mucho peor de lo que recordaba, más parecía un lugar para guardar bestias que la morada de un ser humano: la madera de la puerta y las ventanas parecían cartón mojado; las tejas que quedaban en el techo se mostraban desordenadas, habían sido empujadas por la maleza que asomaba entre los restos de nieve que a duras penas resistían su batalla contra el astro sol; sus muros de piedra parecían las paletas de un pintor descuidado que se hubiese dedicado durante años a pintar paisajes bucólicos; y los postigos estaban cerrados a cal y canto, seguramente los cristales estarían rotos y Ana había sacrificado la luz para resguardarse del frío. Él nació en aquella casa y pasó en ella los cinco primeros años de su vida. Tenía un vago recuerdo de aquel tiempo y no se parecía en nada a lo que ahora contemplaban sus ojos. Recordó el pequeño camino que conducía hasta la puerta flanqueado por los rosales rojos que su madre plantó y que cuidaba con tanto mimo. Evocó los postigos color cerezo que contrastaban con el lustre de la piedra, siempre de par en par. Y, por un momento, vio las sábanas níveas ondeando en la pequeña pradera como orgullosas banderas. El tétrico paisaje que lo rodeaba no tenía nada que ver con el que acompañó su niñez; durante el tiempo que vivió allí, siempre fue primavera.

Tocó la puerta mientras la llamaba:

—¡Ana! ¿Está usted ahí? ¡Ana!

—Empuja desde fuera, la puerta se ha hinchado por la humedad y está atascada —se oyó una voz demasiado provecta para pertenecer a alguien que aún no había cumplido los sesenta.

—¡Hola Ana! ¿Qué tal está? —Quiso mostrar un fingido entusiasmo, para él la situación no era plato de gusto—. Soy Pedro, el hijo de Rosa. —De un empujón la puerta cedió y se coló en la casa.

—¡Pedro! —Ella sí estaba emocionada—. Estás tan… Qué tontería, cómo vas a estar, como lo que eres: un hombre.

Pedro hubiera querido decirle que, aunque él apenas la recordaba, no esperaba encontrarse con una mujer tan anciana; pero habría sido una desconsideración, además de un comentario trivial teniendo en cuenta la trascendencia de los motivos que lo habían llevado hasta allí y que no le estaba haciendo una visita de cortesía. Además, tenía un frío terrible y estaba loco por meter los bultos y entrar.

—Aquí hace un frío espantoso. Voy a coger los paquetes que le he traído en la moto, creo que hay algo de carbón. ¡Jesús, qué frío! —Y se volvió de inmediato dejándola parada en la puerta.

Se sentía confuso. Ana lo observaba bajo su viejo abrigo y la bufanda que había colocado a modo de velo en su cabeza. Sus manos engarrotadas intentaban desatar lo más rápido posible los bultos de la moto.

—A ver, ¿dónde ponemos esto? —le preguntó de nuevo en el interior a la mujer que lo seguía como un perrillo faldero.

La casa era gélida y desoladora. Un montón de hojas secas y porquería se amontonaban en un rincón bajo una vieja escoba; Ana había estado despejando el suelo de aquella pocilga. La única luz de la estancia se colaba por un ventanuco trasero que aún conservaba el cristal y por las rajas de los postigos y un agujero que había en la puerta principal donde debería estar la cerradura. Una mesa, dos sillas y un cochambroso camastro eran todo el mobiliario existente. Una enorme chimenea presidia la habitación. Daba la impresión de que aquel lugar, en algún momento, había servido de refugio a algún caminante. Había velas a medio consumir sobre la chimenea, una manta deshilachada sobre el catre, dos botellas de vino vacías en un rincón… Su madre nunca hubiera dejado allí todo aquello.

Recordó que en la parte trasera había un pequeño cobertizo donde guardaban la leña; quizás hubiera algo. Sin decir una palabra salió por la puerta de atrás y al momento volvió con un montón de troncos sobre los brazos.

—Hay algo de leña en el cobertizo, creo que no eres la primera en habitar esta… —miró su entorno dudando— casa desde que nos fuimos. Vamos a ver si la chimenea sigue funcionando y calentamos esta nevera antes de que perezcamos. ¡Qué frío! —dijo frotándose las manos después de haber dejado la leña en el suelo—. No recuerdo un invierno tan duro.

Conversaba sobre cosas triviales mientras encendía la chimenea, para acercar posiciones y, una vez caldeado el ambiente, sentarse a charlar con algo más de confianza. Ana lo observaba sin decir palabra, tiritando como un cachorrillo; el hecho de haber abierto las puertas había aumentado el frío aún más y no podía ni pensar, sólo deseaba que la chimenea ardiera de una vez y acercar a ella sus manos y pies, antes de que se le cayeran los dedos a trozos.

—Listo, acerque una silla y siéntese junto al fuego, está usted entumecida.

Fue en aquel momento, y por primera vez, cuando Pedro la miró directamente a los ojos y, súbitamente, se sumergió en ellos, como cuando miraba a Lucía. No le cupo ninguna duda: Ana era la abuela de Lucía. Pensó en Diego, pero se obligó a seguir con la insustancial conversación.

—Habrá que reponer los cristales, esto es insufrible.

Ana pensó que no estaba en sus planes quedarse mucho tiempo en aquella covacha, pero una buena chimenea y cristales en las ventanas quizás la harían cambiar de opinión. Conforme entraba en calor su estómago iba tomando protagonismo; tenía un hambre canina, llevaba muchas horas sin comer. Por una de las cajas asomaba lo que parecía media hogaza y un trozo de chorizo.

—¿Tienes una navaja? —le preguntó a Pedro que todavía estaba agachado frente a la chimenea.

—Creo que mi madre ha echado una en las cajas.

Rosa había pensado en todo: pan, chorizo, leche, un trozo de bizcocho, unos arenques ahumados, un vaso, un plato, productos y utensilios para fregar…, incluso una garrafa de agua por si no había podido sacarla del pozo. Pero sí, el pozo seguía teniendo agua y, milagrosamente, no se había congelado. Limpió un poco la mesa y se dispuso a comer.

—Mi madre le ha preparado también un canasto de fruta, pero no cogía en la moto, se lo traeré después —le dijo Pedro al verla comer con tantas ganas.

—Gracias Pedro.

Pedro no le contestó, sólo esperaba que aquella situación no se prolongara demasiado.

Con el estómago lleno y algo menos de frío, aunque aún no se había quitado ni el abrigo ni la bufanda, Ana se sentó frente al fuego junto a Pedro. Ninguno de los dos encontraba la forma de abordar la conversación que ocupaba sus mentes.

Por fin, Ana se decidió:

—Creo que Dieguito y tú seguís siendo amigos.

—Sí, desde que éramos pequeños, ya sabes, de hecho antes de venir hemos estado hablando. —A Ana le dio un vuelco el corazón.

—No le habrás dicho que he vuelto.

—No, no le he dicho nada, ha sido un encuentro casual. Él piensa que usted está muerta, aunque nunca haya recibido tal noticia, estos años de silencio han sido más que reveladores. —Puso énfasis en sus últimas agrias palabras.

—Bueno, pronto tendrá noticias mías. No me juzgues, no tienes ni idea de lo que ha sido de mi vida. —Ana se daba cuenta de su actitud resentida—. Pero dime, ¿cómo ha sido la vida de mi hijo todos estos años? Cuéntame cosas de él. Creo que se casó.

—Sí, se casó, pero… —No estaba seguro de que empezar la conversación por la parte más ácida fuera lo más acertado.

—¿Qué? —Ana lo apremió.

—Es viudo, su mujer murió hace más de siete años. Prácticamente al año de su boda.

—¡Jesús! No tenía ni idea, tu madre no…

—Murió de parto, la niña vivió. —Ya estaba dicho todo lo que pensaba decirle, no iba a contarle ni un detalle más.

Ana enmudeció, apenas dijo alguna palabra hasta que media hora después Pedro se marchó. No sabía qué decir, tuvo miedo de saber más; algo en el modo de hablar de Pedro le decía que detrás de sus palabras se escondía una historia oscura, otra más.

Durante el resto del día su cabeza no paró de darle vueltas a lo mismo: ¡tenía una nieta! Esta noticia no la había contemplado, y mucho menos que su hijo, a los treinta y cinco años, fuera viudo. Ni siquiera le preguntó a Pedro cómo se llamaba la niña. ¿Qué otras sorpresas le depararía la vida a su edad? Teniendo en cuenta la posición de su hijo, seguramente, la habría internado en un buen colegio, ¿o no? ¿Cómo se las iba a arreglar un hombre joven y viudo viviendo con una niña? Las preguntas se agolpaban en su mente como si una enorme bandada de pájaros quisiera meterse en una pequeña cueva. Tal vez debió llevarse a su hijo aquel día, pero ahora, probablemente, tendría lo mismo que ella: nada. Pensó que hizo lo correcto, justificándose una y otra vez; ahora Diego tenía un buen nivel social, un apellido, tierras, bienes…, una hija. ¿Cómo se tomaría la noticia de que su verdadero padre era Isidro? Dudó de si debería seguir guardando el secreto. Fue la última duda que la asaltó antes de quedarse dormida sobre el cochambroso catre frente a las últimas ascuas de la chimenea.

* * * *

Después de los fríos meses de febrero y marzo parecía que la primavera quisiese dar un adelanto al paisaje y, en tan sólo dos semanas, el álamo que enmarcaba la ventana mostraba con timidez unos brotecitos verdes; casi imaginarios. Era un domingo magnífico y Lucía había abierto la ventana de par en par dejando que el sol entrara orgulloso hasta su cama. Tenía la radio puesta, muy bajita. Los sábados y domingos Juanito descansaba de su ardua tarea de maestro, nunca se había saltado esa norma y ella podía poner la música a su antojo. Tampoco los trabajadores pululaban por el cortijo, naturalmente, la mayoría de ellos se marchaba el sábado por la tarde para no volver hasta el lunes bien temprano, sólo aparecía el encargado de ordeñar las vacas. El único que no solía faltar era Ángel.

Aprovechando la benevolencia de la naturaleza, se dispuso a lavar la ropa que se había acumulado durante la semana. Gracias a Herminia, que había ordenado a su hijo que le instalara unos cordeles cerca del filo de la ventana, ahora podía tender al aire libre sin salir de casa, siempre que el tiempo lo permitía, ayudada por una silla claro está; todavía no tenía suficiente estatura como para llegar a ellos con holgura. Ya no tendría que convivir con los charquitos que se formaban en el suelo cuando echaba la ropa húmeda sobre las sillas; por más que la estrujaba y la dejaba escurrir en el lavabo siempre quedaban restos de agua.

Satisfecha por el trabajo realizado se dispuso, por primera vez, a tender en sus cordeles; había lavado hasta el último calcetín. Colocó bajo la ventana las dos sillas que tenía, una para subirse y la otra para poner el barreño y no tener que estar bajando y subiendo de la silla cada vez que fuese a coger un trapo; ella pensaba en todo. En la radio, un tal Antonio Machín cantaba «Angelitos negros», o al menos eso creía que había dicho la locutora, ¡la tenía tan bajita!

Estaba terminando su accidentada tarea —un calcetín y unos calzoncillos habían caído de sus manos al exterior— cuando Los Panchos cantaban «Quizás, quizás, quizás». A lo lejos, por el pequeño sendero que recorría la colina, avistó dos figuras. Esperó a que estuvieran más cerca, echada en la ventana. Era Herminia y… ¡sí! Quien la acompañaba debía ser su hija. Había cumplido su promesa. Las saludó con la mano muy entusiasmada y fue correspondida. Rápidamente colocó las sillas y el barreño en su lugar y abrió la puerta. Desde el umbral, con la punta de las zapatillas de paño fuera del escalón, esperó a que recorrieran el tramo que les faltaba. Se miró un momento los pies: ¡uf!, casi precipita a la calle llevada por la ansiedad de acercarse todo lo posible a su inminente visita.

—¡Herminia, has traído a tu hija! —la saludó con alegría y un efusivo abrazo.

—¡Hola Luci! —saludó Rosi, también a ella parecía alegrarle el encuentro.

Lucía se quedó mirando a la niña un momento. Los rayos del sol iluminaban su pelo antojándosele los hilos de cobre que asomaban por el cable de su radio o hebras de azafrán. ¡Tenía el pelo anaranjado! Nunca antes había visto un pelo así. Sus ojos eran negros y pequeños como granos de café, lo que resaltaba su palidez. Unas manchitas marrones que salpicaban sus mejillas y su nariz entronaban su mirada, paliando un poco su lividez y lilas ojeras. Lucía, con su natural intuición, supo ver bajo el aspecto enfermizo de Rosi a una niña vivaracha e inteligente que luchaba estoicamente contra su escasa salud. Desde el escalón le pareció diminuta, y estaba segura de que aun bajándolo le llevaba al menos una cuarta; no parecía que tuviera su misma edad, pero eso ya se lo había advertido Herminia en varias ocasiones. Vestía una gruesa rebeca azul marino, una falda celeste y unos leotardos de gruesa lana del color de su chaquetilla. Sus zapatos eran viejos, pero brillaban como espejos, como su rojo pelo. No podía dejar de mirarla, era la primera vez que se encontraba frente a frente con una niña de su edad.

Rosi empezó a impacientarse, Lucía tardaba en devolverle el saludo. Se sentía algo decepcionada, su madre le había dicho que su visita sería un gran motivo de alegría para Luci, pero sólo había mostrado entusiasmo con Herminia. Quizás esperaba a alguien de su tamaño.

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