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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

Maldita (22 page)

—Mnn… —Se paró a pensar paseando su inocente mirada por el techo y con el dedo índice entre los labios—. Espera, espera. Mnn… No me acuerdo, pero su nombre está en uno de mis libros —dijo con la cabeza ya metida en el baúl.

Herminia la miraba sorprendida, con la escoba entre las manos, apoyada en el pecho. No se cansaba de mirarla. Siempre le habían gustado los niños, pero Luci especialmente, aunque no entendía por qué. ¿Quizás por su extraordinario candor? Qué tontería; todo los niños eran ingenuos. Tal vez ella tuviera un valor añadido: su especial juicio. Porque, a medida desarrollan su inteligencia, los niños iban perdiendo la inocencia. Pero ella no. Sí, era eso lo que la maravillaba, eso unido a su salvaje belleza.

—Pero chiquilla ¿qué guardas en ese baúl?

—Las cosas importantes. Aquí está. —Y así, de rodillas frente a su baúl, se puso a pasar las páginas de un libro—. La obra es de Jules Massenet, solo de violín del segundo acto de Medi… Meditatión reli… gi… euse, conocido como Meditatión de Tha… ïs. Es un compositor francés, por eso resulta tan raro pronunciar su nombre y el de la obra. Es bonita ¿verdad?

—Y que lo digas hija, y que lo digas.

—Estoy ensayando mucho para tocarla el día del cumpleaños de Ángel, será una sorpresa. ¿Tú crees que le gustará?

—Le va a encantar. Pues ale, toca, toca, que ya me ocupo yo de las tareas.

—Pero tengo que hacer mis deberes.

—¡Bah! No te preocupes, hoy no vendrá Juanito, la nieve debe llegar hasta la cintura. ¡Uf! Sigue nevando —dijo mirando la ventana—, espero que podamos apañarnos con lo que hay en la despensa para comer. Bueno, si nos falta algo, ya lo cogeré yo de la cocina de Diego.

—¡Je, je! —Lucía soltó su pícara sonrisa.

Finalmente, Herminia cocinó un riquísimo puchero en la cocina principal del cortijo con el que alivió los estómagos y el frío de Diego, su hijo y los jornaleros que aún seguían encerrados. Después, compartió otro tanto con Lucía en la casucha. No se había visto una nevada igual desde hacía décadas.

* * * *

—¡Ya va!, ¡ya va! —Doña Rosa arrastraba los pies como si las suelas de sus zapatillas fueran de plomo—. ¿Sí? ¿Qué desea? —consiguió decir algo agitada después de abrir la puerta.

Un abrigo negro de astracán estaba plantado en el umbral de su puerta. Debía de haber alguien en su interior, porque a su cuello alzado asomaba una cabecita con abundante y plateado cabello, muy corto para ser de una mujer. Unas gafas oscuras ocupaban el espacio que quedaba entre el crespo y mal cortado flequillo y el cuello del abrigo. Por los bajos descosidos del gabán asomaban dos finos tobillos enfundados en unos leotardos de lana gris, que acababan en unas viejas zapatillas de paño estampadas con gastadas flores burdeos. Quien habitaba dentro del enorme abrigo no acertaba a decir palabra y estaba muerta de frío; temblaba como una hoja.

—Perdón señora, ¿puedo ayudarla en algo?

—¿Tanto tiempo ha pasado que ya no me reconoces?

—¡Ana! ¡Dios Santo! ¿Qué haces aquí?

—¿No vas a invitarme a pasar? —Ana tenía un frío espantoso.

—Sí, claro, pasa, pasa. ¡Madre mía! —dijo Rosa mientras la acompañaba a la salita de estar. Las dos conocían el camino.

Ya sentadas en la mesa camilla, al calor del brasero, Ana se quitó las gafas, pero no el abrigo; fuera hacía un frío que dolía y necesitaba un tiempo junto a las ascuas para entrar en calor. Había caminado más de una hora desde la estación hasta allí sobre el hielo que había quedado después de la nevada; prefirió caminar a esperar ¡Dios sabría hasta cuando!, y congelarse en la parada del autobús. Aunque aquel día por fin el sol se había dignado a dorar los campos, aún seguían bajo cero.

Arrimó los pies al brasero y sintió cómo las suelas de goma de sus zapatillas se calentaban, resucitando los dedos de sus pies.

—Si te hubieras quitado las gafas antes de llamar a la puerta, te habría reconocido enseguida, sigues teniendo los ojos más bonitos de la ciudad.

—¿Por qué dejaste de visitarme? —Ana obvió el piropo, estaba resentida con su vieja amiga—. Llegué a pensar que habías muerto.

—Las dos últimas veces que fui a verte me quedé esperándote en el patio, pensé que ya no querías mi compañía y después…

—Estuve enferma, hubo un tiempo en que casi me vuelvo loca de verdad. —Ana la interrumpió.

—Nadie me lo dijo.

—No es una enfermedad rara estar mal de la cabeza en un manicomio, ¿no crees?

—Entiendo. Pero ¿cómo pudiste pensar que había muerto?, no dejé de mandarte bombones en tu santo y en Navidad.

—No me los entregaron.

—Ya. —Rosa supo que alguien se había endulzado la vida a su costa—. Pero cuéntame, ¿cómo es que has vuelto?

—Hace unos días ingresó en el manicomio una nuera de Isidro y, en uno de los pocos momentos de lucidez que tiene, me contó que a su suegro lo habían asesinado hace unos años en la puerta de su casa. Como sabes, nunca existió razón alguna para que yo estuviera ingresada entre locos. Hace cuatro años que se jubiló el director del psiquiátrico que, sobornado por Diego, elaboró el informe falso que me condenaba a estar encerrada en el manicomio el resto de mi vida. Después de revisar mi caso, el nuevo director me dijo que podía marcharme cuando quisiera; es increíble, pero todavía queda gente honrada. Pero no sabía adónde ir, qué podía encontrar aquí a mi regreso. La muerte de Isidro cambia las cosas: muertos los dos hombres que podían hacer daño a Dieguito para vengarse de mí si regresaba, nada me impedía volver y explicarle a mi hijo por qué me marché. Tienes que ayudarme Rosa. —Rosa no parpadeaba—. Necesito que mi hijo sepa que estoy aquí, viva, que sepa lo que pasó, que jamás lo abandoné. Cuéntame: ¿qué ha sido de él?, ¿está bien?

—Sí, sí, está bien, se casó hace años y… bueno, ahora vive sólo con… —Rosa no estaba segura de la información que podía tener Ana, ni de si ella debía proporcionársela; en aquel momento estaba muy confusa, prefirió desviar la conversación—. ¿Vas a aparecer de repente en el cortijo?

—No lo sé, todavía no lo he pensado. Necesito que me dejes vivir en tu casita de la loma.

—Pero si aquello es un cuchitril, ni siquiera hay electricidad, y está a tres kilómetros del pueblo, ¿cómo vas a sobrevivir allí con estos fríos? La vivienda de la taberna sigue siendo tuya…

—Sobreviviré. —Ana la interrumpió—. No quiero que por el momento la gente del pueblo sepa que he vuelto. Ya pensaré en la manera de conseguir que alguien me lleve algo de comida y carbón para calentarme.

—Se lo diré a mi hijo Pedro, él nos guardará el secreto, aunque es muy amigo de Diego, no se lo dirá.

—¿Estás segura? —Ana dudó que entre dos buenos amigos pudiese haber un secreto tan importante.

—Sí, creo que es la persona adecuada. Pero dime, ¿qué pasó aquel día para que salieras de esa forma tan repentina de la casa de Diego y desaparecieras tantos años?

En el pueblo se había especulado mucho, incluso hubo gente que aseguró que don Diego la había matado y enterrado bajo sus tierras. Rosa sabía dónde estaba y lo que había ocurrido detrás de aquella boda, pero nunca llegó a enterarse del motivo que la hizo salir de repente y de incógnito del cortijo, abandonando a su hijo y para no volver jamás.

—Isidro llegó al cortijo a media mañana como loco. —Ana comenzó a relatarle los hechos—. Había estado bebiendo toda la noche y estaba muy ebrio. El día anterior se había enterado de que Diego había hecho una extraña maniobra para quitarle unas tierras colindantes a las suyas; necesitaba el pozo que había en ellas. Diego supo que Isidro las había puesto en venta a sus espaldas porque no quería que él se quedara con ellas. Creo que Diego hizo un trato con el capataz, Alfonso, ¿te acuerdas?

—Sí, claro —contestó Ana con rapidez, apremiándola para que siguiera su narración.

—Alfonso compró las tierras y luego se las revendió a Diego. Yo ignoraba todo eso, Diego y yo apenas nos hablábamos. Cuando Isidro se enteró de que sus tierras habían pasado a manos de su peor enemigo, se emborrachó para armarse de valor y decirle a Diego todo lo que pensaba. Llegó al cortijo fuera de sí, dando voces y diciendo, una y otra vez, que había consentido que se quedara con su hijo, pero que nunca le permitiría a un del Valle disfrutar las tierras de su familia. Era época de matanza, ¿recuerdas?

—Sí, sí —Ana estaba deseando escuchar el desenlace.

—Creo que en un principio Diego no lo escuchó por el ruido que hacían los marranos. Yo no sabía qué hacer, tuve miedo, pensé que si Diego llegaba a oírlo lo mataría allí mismo, pensé en Dieguito. Sólo se me ocurrió decirle que Diego estaba en el piso de arriba, en nuestro dormitorio, para hacerlo subir e intentar calmarlo a puerta cerrada y evitar que Diego escuchara sus voces. En unos minutos se vino abajo y cayó desplomado sobre nuestra cama. Yo… no sabía lo que hacer. Pensé en llamar a Alfonso y pedirle que lo llevara a su casa; ya sabes lo discreto que era. Cuando Isidro vio a Alfonso en el dormitorio, a pesar de su enorme borrachera, reaccionó. Se dio cuenta de que aquella situación le daba la oportunidad de vengarse y comenzó a gritar que había ido al cortijo para hacerme otro hijo ya que Diego no valía ni para eso. En aquel momento Diego entraba por la puerta del dormitorio.

—¡Madre mía! —Rosa estaba atónita, no pestañeaba—. Y ¿qué dijo Diego?

—Nada, no dijo absolutamente nada. Entre Alfonso y él arrastraron a Isidro hasta la camioneta por la puerta de atrás, por la vivienda de los caseros, para que nadie se diera cuenta, y después Alfonso lo llevó hasta su casa. A la salida volvió a caer medio muerto y nadie lo oyó. Yo seguía en el dormitorio, sin saber qué hacer, imagínate mi desesperación. Luego entró Diego para decirme que tenía el resto de la mañana para recoger mis cosas y que, si decidía dejar a Dieguito en el cortijo, él lo educaría como si fuera su propio hijo, pero que yo había roto mi promesa y no podía seguir allí ni un día más, que no podía arriesgarse a deshonrar el apellido de su familia. Me dijo que haría un trato con Isidro: le devolvería sus tierras a cambio de que jamás dijera que Dieguito era su hijo.

—Pero ¿tú no le explicaste que Isidro no había ido al cortijo por causa tuya, que no te estabas viendo con él?

—No quiso escucharme, estaba convencido de que nos habíamos acostado en su cama, bueno, en la mía, porque Diego seguía durmiendo en su dormitorio de soltero. Pensé llevarme a mi hijo, pero… ¿Adónde podía ir? Como sabes, acabábamos de enterrar a mi madre y mi padre nunca me hubiera acogido después de saber que Dieguito fue fruto de…, bueno, ya sabes cómo era. Creo que al final lo supo todo, nunca se preocupó de ir a visitarme, ni de ayudarme a salir de allí, ni siquiera me escribió unas letras. Sé que murió pocos años después, supongo que lleno de amargura.

—Sí, a la semana de marcharte cerró la taberna y en la casa sólo entraba su hermana Soledad para cuidarlo. Después de ser tan conocido en pueblo, por poco no nos enteramos de su muerte, fue todo tan extraño —quiso aclararle Rosa.

—No sabes cómo me dolió marcharme de aquella manera, sin despedirme de mi hijo, mientras Diego seguía con la matanza como si nada. Alfonso me llevó hasta la vieja casa en la que él había vivido durante el año que fue guardabosques. Allí estuve durante dos días, loca de desesperación; el tiempo justo que Diego tardó en arreglar los papeles para ingresarme en el manicomio. Llegué a pensar en quitarme la vida. Sólo pensaba en mi hijo; pero sabía que conmigo lo único que le esperaba era miseria y deshonra. Diego lo trataba como a un hijo, esa es la verdad, y estaba dispuesto a dejárselo todo. ¿Qué podía ofrecerle yo? ¿Qué habrías hecho tú? —Ana buscó compasión y complicidad en Rosa.

—Eso ya no importa, agua pasada no mueve molinos —le dijo para no contestarle lo que realmente pensaba y no hacerle más daño. Pero en realidad ella lo tenía muy claro: nunca se hubiera casado con un hombre al que no amaba, simplemente por dinero y seguridad.

Rosa no reaccionaba. Siempre creyó que Ana acabaría sus días en el psiquiátrico. Cierto era que ingresó sin problemas de salud; pero después de todo lo que había pasado y habiendo vivido tantos años entre enfermos mentales…, tenía muchas papeletas. Últimamente apenas pensaba en ella y, cuando lo hacía, contemplaba la posibilidad de que hubiera muerto y no mandarle más bombones; pero claro, de haber fallecido, alguien le hubiera dado la noticia, ¿o no? Habían pasado tantos años. Nunca supo lo que pasó en realidad. Sólo recordaba que aquella tarde, mientras un espantoso viento extirpaba el sol del horizonte, entre los fuertes golpes de la persiana oyó que aporreaban el cristal de la ventana de su dormitorio con desesperación: «Tengo que irme, posiblemente para siempre, vigila a mi hijo Ana», y alguien la arrancó de las rejas.

Frente a los envejecidos ojos de Ana, Rosa recordó el revuelo que hubo entre la población durante los días previos al enlace. La boda estaba en marcha; en unos meses sería la esposa del hombre más rico del pueblo, de la ciudad tal vez. Por muy bonitos que fuesen sus ojos, de los que se hablaba más allá de aquellas tierras, era la hija del tabernero. ¿Por qué seguía encontrándose con Isidro cuando su padre cerraba la taberna? Se había enamorado. Hay cosas que no tienen explicación, y el por qué y de quién nos enamoramos es una de ellas. Por más que su amiga Rosa le aconsejó lo contrario, ella seguía abriéndole a su amante la trastienda de la taberna cada noche, para entregarse a la pasión entre botellas de vino y restos de comida. Porque antes de Isidro nadie había conseguido que olvidara su mísera vida; porque de ella sólo habían deseado sus ojos, no su pasado, ni su ignorancia, ni su vulgaridad, ni su pobreza… Pero Isidro la quiso entera; aunque sólo fuera un rato cada noche, así lo sentía ella. Después vino la propuesta de matrimonio de don Diego. Se sintió tan halagada que no supo negarse.

Don Diego tenía casi veinte años más que ella. Prometió a su suegro no tocarla hasta el día de la boda, como si ella fuese una damisela. ¡Sus padres estaban tan ilusionados! Nunca había estado tan concurrida la taberna. Todo el mundo hablaba del próximo enlace: don Diego, el soltero de oro, después de haber sido seducido durante décadas por todas las muchachas solteras del pueblo, se había decidido por la hija de Andrés, quizás la única que nunca había puesto sus lindos ojos en él, la única que no había soñado con vivir en su cortijo como la señora del Valle, quizás por eso. Y cumplió lo prometido, no la tocó. Por eso, cuando Ana supo que estaba embarazada no tuvo alternativa, ni la quería, y se vio obligada a decírselo. No sabía cómo librarse de aquella boda y la naturaleza se lo puso fácil, le dio la excusa perfecta. En el fondo se alegró ante la expectativa de acabar con aquella pantomima y casarse finalmente con quien de verdad amaba, aunque supusiera una gran decepción para sus padres y la comidilla del pueblo durante mucho tiempo. Primero hablaría con Isidro y después con don Diego —dos meses antes de la boda todavía lo llamaba don Diego.

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