Read Maldita Online

Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

Maldita (18 page)

—Yo no tuve madre. Nadie puede parecerse a quien no existió. —Miró a Pedro arrojando por sus ojos todo el rencor que tenía encerrado—. ¿Lo entiendes?

Pero, esta vez, Pedro encontró el valor suficiente como para sobreponerse a la actitud desafiante de Diego. Era muy arriesgado, estaba en su casa, hurgando en su herida más dolorosa y dispuesto a censurarlo abiertamente. Sorprendentemente, en aquel momento no le tenía ningún miedo, más bien sentía compasión por él. Lo único que realmente temía era que lo echara de su casa y no pudiera volver a ver a la niña. Lucía lo necesitaba, necesitaba que alguien hablara por ella, que la defendieran, que velaran por sus derechos. Pensó en Adela, por un instante tuvo la tentación de marcharse sin más, al recordar el sufrimiento que le provocó durante su embarazo el hombre que tenía enfrente, pero siguió allí.

—Sí, claro que lo entiendo. Entiendo que has decidido enterrar todo aquello que no puedes comprender. Entiendo que eres un cobarde, que has decidido esconderte detrás de tu mal carácter y tu arrogancia para no encontrarte cara a cara con la ver…

—No voy a consentir…

—Déjalo ya Diego, hoy no te van a servir tus amenazas, hoy no. Lucía es tu hija, Adela nunca te engañó.

—¡Cállate! Vete de mi casa.

—Como quieras. Pero tarde o temprano te encontrarás con la realidad por más que te empeñes en huir de ella —dijo para terminar, y se marchó.

Estaba satisfecho, había conseguido mucho más de lo que esperaba. Había tenido la oportunidad de decirle lo que pensaba y, pasados unos días, podría volver al cortijo como si nada. Antes de salir de las tierras de Diego, volvió a asomarse a la ventana de Lucía. Allí seguía, en el mismo lugar, con la misma labor. Se quedó mirándola largo rato, usurpándole un trozo de intimidad a la pequeña. Ella, aunque no había levantado la cabeza de su libro, lo sabía. Siempre sabía cuando alguien se paraba en la ventana y quién era. Incluso su oído era capaz de reconocer los pasos de cada cual: los secos y pesados de Diego, como los de Juanito, pero más contundentes; los sigilosos y rápidos de Ángel; y los ligeros y e inseguros de Pedro, como los de un niño distraído. Tampoco pasaban desapercibidos para ella los de algunos trabajadores que recorrían el camino de atrás para ir a trabajar, atropellados por las mañanas, con prisa, y lentos y torpes por las tardes, cansados. Lucía tenía un oído muy fino. En su pequeño mundo, carente de sorpresas, todo ocurría repetitivamente y a horas determinadas. Le fue fácil familiarizarse con los sonidos que la rodeaban. Juanito nunca miraba por la ventana, empujaba la puerta con dominio, como si entrara en su propia casa, de lunes a viernes, a las ocho y media de la mañana, una y media de la tarde y ocho y media de la noche. En cambio Ángel se aproximaba reduciendo el paso cuando ya estaba cerca de la casa y se asomaba con timidez a la ventana, con la misma actitud empujaba la puerta, siempre a media mañana y a media tarde, o los fines de semana a cualquier hora. Pedro era más imprevisible, podía asomarse a la ventana en cualquier momento: hasta tres veces al día, o dejaba pasar dos jornadas, y no necesariamente entraba en la casa; en muchas ocasiones sólo daba dos golpecitos en el cristal, saludaba y le preguntaba si necesitaba algo. Le gustaba Pedro, le hablaba con palabras que podía entender, con cariño, como si para dirigirse a ella sacara el niño que fue. Diego en cambio pasaba por su puerta a cierta distancia, rápidamente, como si tuviera prisa. Miraba por la ventana de soslayo, sin acercarse demasiado, sólo para comprobar si todo seguía inalterable. Diego no le gustaba, y agradecía que mantuviera las distancias. Nadie se lo había confirmado abiertamente, ni ella lo había preguntado, pero estaba segura de que el gigante del sombrero era su padre. Todo el mundo tenía un padre, lo había leído: «Todos los seres humanos somos fruto de una relación sexual entre un hombre y una mujer adultos». Su madre fue Adela, siempre lo supo, nunca se lo habían ocultado y se referían a ella como su madre. Pero quién era su padre fue algo que averiguó poco a poco. Pedro, Ángel y Juanito se referían a él como Diego o el dueño del cortijo. ¿Por qué nadie se atrevía a nombrarlo como su padre? Tenía claro que Diego y su madre tuvieron una relación, la fotografía de la boda y el traje de novia que guardaba en el baúl lo constataban, y no parecía que su madre hubiese tenido otra relación con hombre alguno. Estaba claro: Diego era su padre. El hecho de haber averiguado una cuestión tan fundamental en la vida de un ser humano, lejos de aclarar sus dudas, hacía que surgieran mil más: ¿Por qué le había prohibido vivir con él? ¿Por qué no podía llamarlo papá? ¿Por qué su abuela le odió tanto? Tendría que preguntárselo a Ángel, o tal vez a Pedro, que parecía tener más relación con Diego. En aquel momento Pedro estaba en su ventana, podía aprovechar, pero no, primero le preguntaría a Ángel.

Pedro estaba a punto de marcharse cuando Lucía levantó la vista de su libro y le dedicó una sonrisa.

—Hasta pronto Lucía. Te traeré lo que me has pedido.

La niña asintió con alegría y lo despidió con la mano.

* * * *

Una figura femenina y desgarbada, que a cada paso tenía que dedicar un tiempo a recolocar sus huesos, se acercaba hacia Pedro por el camino que recorría parte de la finca de Diego.

—Buenas tardes, caballero.

—Muy buenas.

—¿Usted no será por casualidad don Diego?

—No, lo siento, me llamo Pedro.

—Verá, me dirijo a la casa de este señor para pedirle trabajo. ¿Viene usted de allí? ¿Sabe si está en su casa?

—Sí, está en su casa, acabo de estar con él.

—Pues voy a ver si me recibe. Yo es que trabajo en casa de Juan, ¿sabe usted quién es? —Inmediatamente se dio cuenta de que no debía haber contado este detalle a un amigo de Diego, conocía la enemistad entre los vecinos.

Pedro asintió abrumado, la mujer hablaba muy deprisa y con seguridad. No le dejaba el tiempo necesario para contestarle como era debido.

—Principalmente me ocupo de lavar, planchar y ayudar a la señora en la casa. Claro, sólo tengo libres las tardes, la señora me necesita por las mañanas. Con lo que gano allí no tengo suficiente para sacar adelante a mis cinco hijos. —Pedro no daba crédito, la mujer le estaba contando su vida sin conocerlo, y, en aquel momento, le costaba concentrarse en sus palabras—. Se me ha ocurrido que a don Diego podría venirle muy bien que le echara una mano en la casa. Había pensado pedir trabajo en el pueblo, pero me pilla muy lejos para ir y venir en el día, pasaría la mitad del tiempo en el camino, yo vivo allí arriba en la colina. —Dirigió su dedo índice hacia el lugar—. El cortijo de don Diego es muy grande, tiene que haber trabajo para mí. —Mientras hablaba mantenía las manos metidas en los bolsillos de su impoluto delantal, con una de ellas hacía sonar continuamente unas monedas, seguramente el jornal que había recibido en casa de Juan—. Él es viudo ¿no?

—Sí. —A Pedro no le dio tiempo a decir más.

—Ya ve usted, viudo y con una hija pequeña, seguro que le viene bien que le eche una mano.

Herminia no tenía ni idea de lo acertadas que eran sus palabras. Por supuesto que a Diego y a Lucía les vendría muy bien la presencia de una mujer en el cortijo, sobre todo a Lucía. La miró detenidamente, a pesar de tener a sus espaldas muchas horas de trabajo y de mostrar graves problemas de huesos, se la veía aseada y con energía suficiente como para seguir trabajando un par de jornadas seguidas. Padecía un fuerte estrabismo y, mientras hablaba, Pedro tenía la sensación de ser ignorado y de que Herminia conversaba con un acompañante invisible que estuviera a su derecha. Tenía un hombro más alto que otro, lo que hacía que la ropa pareciera colgarle de un lado. Su asimetría física era muy acusada. Observándola más detenidamente, se dio cuenta dónde estaba su problema de huesos: tenía una pierna bastante más corta que la otra, por eso uno de sus zapatos se alzaba sobre una suela de unos quince centímetros más alta que la del el otro. Éste era el motivo de su extraño caminar y de que pareciese que su cuerpo amenazara constantemente con precipitar hacia un lado. Obviando sus dolencias, era una mujer de aspecto saludable, de cuarenta y tantos años, pensó Pedro.

—Pues la verdad es que sí, que le vendría muy bien que le echaran una mano en casa, aunque no estoy seguro de que esté dispuesto a aceptarla, se ha acostumbrado a vivir solo y no parece molestarle la mugre que se le está acumulando por los rincones. —Pensó que había hablado demasiado a una extraña, pero estaba dicho—. En fin, todo es cuestión de intentarlo. Le deseo suerte. —Quiso terminar Pedro, ya dispuesto a reanudar su camino.

—Ay, si usted quisiera acompañarme, seguro que si aparezco sola ni siquiera me recibe. Parece usted un buen hombre, y dicen por ahí que Diego tiene muy mal carácter. No sabe usted la falta que me hace el traba…

—No creo que mi compañía pueda ayu…

—Venga, no sea usted así. —Herminia no estaba dispuesta a dejarse vencer tan fácilmente, y Pedro, verdaderamente, era un buen hombre.

Finalmente, Herminia consiguió trabajo en el cortijo. A pesar de la discusión que había mantenido momentos antes con Pedro, Diego no opuso ninguna resistencia a recibirlo de nuevo y con semejante compañía y proposición. Eso sí, impuso a Herminia unas condiciones que no podía saltarse bajo ningún concepto: no quería chismes, si se enteraba de que Herminia se dedicaba a ir contando por ahí lo más mínimo de los asuntos del cortijo, la pondría en la calle inmediatamente —Herminia era lista, omitió deliberadamente que por las mañanas trabajaba en la casa de Juan, sabía más de lo que parecía—; no podría llevarse de la finca nada sin permiso del capataz, «¡Ni un pimiento!», le dijo Diego poniendo mucho énfasis; y no quería que le nombrara a la niña jamás, si quería visitarla era su problema. A Herminia no le sorprendió el modo en que se refirió a su hija, todo el mundo en el pueblo conocía la mala relación que tenía con ella, hacía tiempo que se rumoreaba que no estaba en un colegio y que vivía en la zona trasera del cortijo.

—Ya ve usted, diez duros a la semana, y no va a darme ni un pimiento para los niños. ¿Ha visto usted las espuertas de verduras que tenía al sol en la puerta de la casa? Con el calor que hace para mañana estará todo hecho caldo. ¡Ay! Con lo bien que les vendría a mis niños un gazpacho esta noche —decía Herminia a Pedro mientras salían de la finca.

—No se preocupe, es verdad que don Diego tiene muy mal genio, pero ninguno de sus empleados se queja de su forma de pagar. Le ha dicho que no se lleve nada sin su permiso, lo que no quiere decir…

—¡Señora! ¡Señora! —El capataz estaba llamando a voces a Herminia con unos canastos en la mano.

Rápidamente, Herminia volvió sobre sus pasos; a pesar de su cojera, tan ligera que a Pedro le costaba trabajo alcanzarla. Verdaderamente, aquella mujer debía estar muy necesitaba, se dijo Pedro.

Los canastos estaban a rebosar: tomates, pimientos, cebollas, ajos, judías verdes, media docena de huevos y una botella de aceite. En un instante Pedro se reconcilió con Diego, era un hombre lleno de defectos atroces, pero su generosidad estaba fuera de toda duda; por eso, a pesar de su agrio carácter, los jornaleros del pueblo preferían trabajar en su finca.

Con un canasto en cada mano, Herminia salió del cortijo como loca, ni siquiera permitió que Pedro la ayudara a aliviar su carga el tramo del camino que debían hacer juntos. Los canastos eran suyos, para ella un gran tesoro, por nada del mundo iba a soltarlos, aunque tendría que hacer un esfuerzo ciclópeo para transportarlos durante los dos kilómetros que la separaban de su modesta casa en la colina.

—Y yo hablando mal de este buen hombre —relataba Herminia—, si es que tenía que haber nacido muda. —Pedro sonrió para sí, mientras miraba cómo se balanceaban los canastos con el vaivén de su cojera y los huevos luchaban por mantenerse dentro; sólo le hubiese faltado eso, que hubiera nacido muda—. No se va a arrepentir de haberme dado trabajo, ya lo verá usted —decía a Pedro entre los resuellos provocados por el esfuerzo.

* * * *

Los pasos que rompían su silencio se hacían cada vez más contundentes. Eran completamente extraños para ella, sonaban irregulares, carentes de toda sincronía. La curiosidad la llevó hasta la ventana. La mujer que se dirigía hacia su casa caminaba como si estuviera bajando una interminable escalera.

—¡Hola niña! —saludó Herminia mientras se apoyaba en el filo de la ventana.

Lucía ni se inmutó, miraba a Herminia fijamente, intentando atrapar aquel ojo que huía por su derecha y la desconcertaba. Pensó que los humanos podían tener miradas muy distintas. A saber: Juanito miraba con un solo ojo, Diego…, Diego no miraba, Ángel no apartaba sus ojos de ella y aquella mujer miraba en dos direcciones. Sintió unas ganas irrefrenables de ponerse ante el espejo del baño y examinar sus ojos, pero no era el momento; aunque tenía muy claro que sus ojos también eran diferentes, al menos de otro color.

—¡Madre mía! Qué ojos. Tú eres Lucía, ¿no?

La niña asintió tímidamente, mientras pensaba que, efectivamente, también sus ojos sorprendían a los demás. Tuvo claro que los ojos eran como una seña de identidad.

—Ay, qué tonta soy, yo me llamo Herminia, y a partir de hoy voy a trabajar todas las tardes en el cortijo, para encargarme de la limpieza y la ropa, ya sabes. Así que me tienes a tu disposición. Intentaré venir todos los días a darte una vuelta, puedes pedirme lo que necesites. ¿Qué edad tienes? —Cambió de tema radicalmente.

Lucía mostró sus manos con siete dedos extendidos y una sonrisa; empezaba a mostrarse más confiada. Pasada la primera impresión, Herminia le pareció simpática.

—Mira, la misma que mi Rosi. ¿Estás subida a algún sitio? —preguntó la curiosa señora, dudando de que con siete años la ventana enmarcara a la niña más abajo del pecho.

Lucía movió la cabeza hacia los lados con gesto de extrañeza. Había entendido la pregunta, aunque no comprendía el interés que tenía la mujer por saber si estaba sobre el suelo o sobre el cajón, hacía meses que no lo utilizaba.

—Pues estás muy alta para tu edad. Lo mismo es que mi Rosi es más bajita de lo normal. Claro, si es que el alma mía come muy poco. Desde que nació ha sido muy delicada para comer, no había manera de que me cogiera el pecho.

Lucía no entendió la importancia que tenía en el crecimiento que su Rosi no le hubiera cogido el pecho; aunque, pensándolo bien, ella se crió entre los de su abuela, tal vez por eso le había parecido tan alta a Herminia. Le miró los pechos; desde luego, nada que ver con los de su abuela. Tendría que buscar información en algún libro, había algo que se le escapaba.

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