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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

Maldita (15 page)

A duras penas consiguió saltar la ventana. Hubiera querido pasar antes por la cocina y coger algo de comida para Lucía, pero su tía estaba preparando el almuerzo, de manera que sólo podría llevarle el trozo de bizcocho que él había sido incapaz de desayunarse. Tendría que atravesar el pequeño bosque de eucaliptos, no podía arriesgarse a que su tía lo viera desde la cocina alejarse por camino que atravesaba la ladera.

Los últimos cien metros fueron los peores. Las rodillas se le doblaban, la vista se le nublaba y sentía unas náuseas espantosas. Finalmente vomitó, la aspirina y el medio vaso de leche que la acompañó. Comprendió que si cuando decidió visitar a Lucía, se sintió mejor, fue mera sugestión; la aspirina estaba sin digerir.

Por fin, se encontró frente a la puerta y, con un hilo de voz, llamó a Lucía mientras la empujaba:

—Lucía, Lucía —pronunció su nombre bajito, como siempre, para no asustarla, aunque en aquella ocasión no hubiera podido levantar más la voz, estaba exhausto.

—¡Ángel! —Lucía siempre lo recibía con alegría—. No te esperaba, Juanito me ha dicho que estabas enfermo.

—La verdad es que me encuentro fatal. ¿Me dejas que me eche en tu cama?, no me tengo en pie. —Y se tumbó sin esperar respuesta, después de tirar sobre la mesa el trozo de bizcocho.

—¿Quieres algo? No tenías que haber venido. Qué mala cara tienes —dijo la pequeña agachándose y apoyando los codos en la cama para verlo mejor.

—No te acerques tanto Lucía, no quiero contagiarte.

—Vale —dijo la niña apartándose un poquito.

—Juanito te ha castigado ¿verdad pequeña? —preguntó de inmediato por el tema que lo había llevado hasta allí.

—Sí, dice que no va a traerme la comida en una semana. Pero no me importa, hay comida en la despensa.

—Bueno, ya encontraré la manera de traerte algo, te he dejado un trozo de bizcocho en la mesa.

—No te preocupes Ángel, no debes salir de la cama hasta que estés mejor, me las arreglaré. —A su corta edad, Lucía era una niña muy consciente y compasiva.

—¿Vas a estar una semana a queso y carne de membrillo, sin ni siquiera un trozo de pan?

—También hay manzanas, y tomates, y nueces y…, y almendras, ¡ya sé partirlas! Además, Pedro viene cada dos días a saludarme, le diré que me traiga leche y pan. —Intentaba convencerlo con argumentos de peso para que no se preocupara por ella y se cuidara.

—Bueno, bueno. Lucía, ¿te acuerdas de la caja de aspirinas que te traje hace tiempo para tu dolor de garganta?

—Sí —contestó rápidamente—, creo que queda alguna.

—¡¿Alguna?! —Ángel levantó milagrosamente la voz, el comentario de la niña lo había asustado—. Si te traje una caja entera. ¿Te las has tomado tú sola sin consultarme?

A la pequeña le preocupó la reacción de Ángel e intentó explicarse rápidamente para tranquilizarlo:

—Sólo media cada vez, como tú me dijiste. Yo… a veces me encuentro mal.

—No vuelvas a tomar medicinas sin consultarme, ¿comprendes? —Bajo un poco el tono al ver la triste expresión de Lucía.

—Sí.

—Las medicinas no deben tomarse a la ligera.

—Pero a veces me he encontrado enferma y estaba sola, ¿cómo voy a consultarte? También he tomado jarabe para la tos, creo que me he bebido la mitad, pero sólo cuando tenía muchas tos y no podía dormir, y a cucharaditas pequeñas, como tú me dijiste. —No quería ocultarle nada a su protector—. ¿Estás enfadado conmigo?

—No pequeña, no estoy enfadado. Anda, dame una de esas aspirinas y un poco de agua.

—Vale, pero sólo media, son muy peligrosas.

—A mí puedes dármela entera, soy mucho mayor que tú.

—¡Ah! —Y se dirigió a la zona de la cocina muy dispuesta y contenta de ser ella quien, por una vez, cuidaba a Ángel.

Lucía abrió el pequeño cajón donde guardaba los cubiertos y cogió la caja de aspirinas. Después se dispuso a llenar un vaso de agua. Mientras Ángel observaba cómo la niña se subía en el cajón para poder llegar al grifo y llenar el vaso, pensó que, vista con distancia, aquella situación debía parecer una locura. Lucía vivía sola desde los tres años y medio. Se aseaba y peinaba sola, limpiaba su casa prácticamente sin ayuda e, incluso, era su propia enfermera. Por suerte, tenía una salud de hierro y no había necesitado especiales cuidados; que cogiera un resfriado de vez en cuando estaba dentro de lo normal, sobre todo teniendo en cuenta el lugar tan umbrío donde vivía. A pesar de las horas que pasaba sola, nunca se quejaba, no se aburría jamás. Cualquier tarea, por nimia que fuera, le entusiasmaba, y ponía en ella todo su empeño. Era una niña excepcional, un tesoro, un tesoro escondido.

Ya había llenado el vaso. Lo soltó sobre el filo del fregadero para bajarse del cajón y así poder agarrarse al poyo de mármol con las dos manos. Una vez con los pies en el suelo, se inclinó un poco para volver a coger el vaso. Toda la maniobra la realizó muy concentrada, como si fuera una niña mayor. Pero no lo era, por eso resultaba tan graciosa. Primero le llevó el vaso a Ángel, cogido con las dos manos, caminando despacito, mirando el agua, para asegurarse de que no cayera al suelo. Después volvió rápidamente a por la caja de aspirinas y cogió una.

—Tómatela, verás cómo te encuentras mejor.

—Gracias. Lucía, tú no lo sabes, pero eres muy bonita.

—Sí, lo sé —contestó la pequeña con seguridad mientras esperaba con las manos entrelazadas a que Ángel se tomara la aspirina.

—¡Ah, sí!

—Claro, mi abuela me decía todos los días que era la niña más bonita del mundo.

—Pero si eras muy pequeña, ¿cómo puedes acordarte?

—La escuchaba con mucha atención, me hubiera gustado decirle que ella también era la abuela más bonita del mundo, pero no sabía hablar.

—¿Qué le has dicho a Juanito cuando te ha preguntado por el libro?

—Que era de mi abuela y lo saqué del baúl. ¿Y tú?

—Que se lo dejé hace años a tu abuela porque me pidió un libro de cuentos para leértelos.

—¡Je, je…! —Lucía soltó una risa muy simpática por la que asomaba su pequeña dentadura mellada y a los lados dos pequeños hoyitos.

—¿Dónde está el libro?

—En la ventana, Juanito lo tiró al agua, pero yo lo rescaté rápidamente y lo puse al sol. Me encanta ese libro, y todavía me quedan muchos cuentos por leer. Voy a mover las hojas para que no se peguen. —Muy dispuesta, se dirigió a coger el cajón para llevarlo hasta la ventana y alcanzar el libro.

—Tengo que irme Lucía, si mi tía se da cuenta de que no estoy en mi cuarto le dará un ataque.

—Vale. ¿Estás mejor?

—Sí, creo que estoy un poco mejor.

—Me alegro de verle señor Pedro. —A su salida Ángel se encontró con Pedro.

—Igualmente. ¿Te encuentras bien? —Pedro observó de inmediato el mal estado del muchacho.

—Pues la verdad es que me encuentro fatal, debería estar en la cama, pero Juanito ha decidido castigar a Lucía y no traerle comida caliente durante una semana y he venido arrastrándome para saber de ella. Creo que esta semana va a necesitar ayuda extra por su parte, no puede alimentarse tantos días con lo que hay en la despensa.

—No te preocupes Ángel, tú sabes que, a mi manera, también estoy pendiente de ella. Y, aunque no te lo parezca, Diego también sabe en todo momento cómo está, si se da cuenta de que Juanito no aparece, procurara dejar lo necesario en la despensa. —Pedro quiso justificar a su amigo ante un muchacho, se sintió ridículo.

—Sí, bueno, ya. Tengo que irme. Muchas gracias señor Pedro.

—Hasta pronto, que te mejores.

Pedro se acercó hasta la ventana de la casucha y dio dos toques con el puño en el cristal. Le sorprendió encontrarse con el libro de Andersen de par en par tomando un baño de sol. La pequeña se acercó y le sonrió.

—¡Hola Lucía! ¿Qué tal estás?

Ella asintió para contestar. A Pedro tampoco le hablaba, sólo a Ángel, el único en quien confiaba plenamente.

—¿Has desayunado?

Ella volvió a mover la cabeza afirmativamente sin dejar de sonreír.

Durante esa semana, Pedro se ocupó de que en la despensa no faltaran alimentos básicos como pan, leche, plátanos, jamón y queso ya cortados en lonchas, mantequilla, pescado en conserva fuera ya de su lata para que la niña pudiera comerlo… Él mismo se acercaba cada tarde y, después de saludarla por la ventana, se dirigía a la vivienda principal y desde allí accedía a la despensa.

Diego estaba al tanto de la situación. No se molestaba porque Pedro estuviera ocupándose de ese menester, muy al contrario, para él suponía un alivio. Cuando su amigo le comentó que el Lisiado había castigado a la niña se echó a reír y dijo: «Qué huevos tiene el Lisiado. ¿De quién los habrá heredado? A saber, teniendo en cuenta lo golfa que es su madre». Pedro se estremeció.

* * * *

A medida que pasaba el tiempo, Lucía se hacía cada vez más autosuficiente. Poco a poco, empezó a hacer pinitos en la cocina. Primero se atrevió con una tortilla francesa, en la despensa nunca faltaban huevos. Al final resultó una masa deforme de un extraño color, a pesar de haber seguido al pie de la letra las instrucciones del libro de cocina que le proporcionó Ángel. Cuando se sentó frente a su cena lo hizo llena de satisfacción. Quizás no era la mejor tortilla del mundo, incluso puede que fuera la peor, pero era la primera tortilla que se hacía ella misma y, después de la infinidad de contratiempos que se sucedieron en su elaboración, allí estaba, sobre su plato, esperándola junto a un buen trozo de pan. Estuvo a punto de abandonar la ingestión de la…, bueno, del huevo cocinado, cuando probó el primer bocado; era lo más amargo que había probado en su vida. Tal vez no había entendido bien el concepto de medio fuego, o lo que era realmente una pizca de sal. Finalmente se obligó a sí misma y no dejó ni resto, con una gran porción de pan acompañando cada trozo de lo que en realidad parecía un pedazo de cartón quemado, para paliar su desagradable sabor. Ella sabía que un huevo en aquellos tiempos tenía un valor incalculable, aparte de que, según su libro, contenía una gran cantidad de proteínas; había oído a Diego decirle al capataz que tuviera cuidado con su segadora porque valía un huevo. También le había contado Ángel que la mujer que planchaba en casa de su tía era capaz de trabajar todo el día por una docena de huevos. No había mucha coherencia entre lo que opinaban unos y otros sobre el valor de un huevo. Su lógica le decía que la planchadora debería de cambiar la docena de huevos por doce segadoras para salir de su miseria. Tendría que aclarar sus dudas sobre los huevos con Ángel. De cualquier forma, no estaba dispuesta a tirar un huevo a la basura.

Estaba a punto de cumplir los siete años y tenía altura suficiente como para no tener que utilizar el cajón de madera para llegar al fregadero. La necesidad había hecho que se volviera muy ágil con las manos y realizaba las tareas de la casa con rapidez y eficacia. Limpiaba, planchaba, se lavaba su ropa… No había tarea que se le resistiera, bueno, cocinar, pero estaba en ello; si no había aprendido antes era porque Ángel le tenía prohibido utilizar el fogón. Levantada la prohibición, con ayuda de sus libros, estaba segura de que en unos meses podría hacerse ella sola la comida. De seguir así, en poco tiempo, lo único que necesitaría de los demás para sobrevivir sería que le proporcionaran del exterior lo que no encontrara en la despensa.

Seguía negándose a salir de su casa, ni siquiera se atrevía a poner un pie fuera del escalón. Ese era su único miedo. Desde que aprendió a caminar, había oído muchas veces a su abuela y a Diego decir que su seguridad dependía de que no saliera de la casucha. Algo en su interior le decía que mientras cumpliera esa elemental norma su mundo seguiría siendo perfecto y, a su manera, podría crecer feliz.

Además de haber conseguido a su edad ser autosuficiente, la cualidad más extraordinaria en ella era su capacidad de adquirir conocimientos. Cuanto más aprendía más aumentaba su curiosidad. En su pequeño mundo, el universo se había colado contenido en libros, y ella lo exploraba incansable cada día: matemáticas, geografía, biología, historia…, todo despertaba en ella un gran interés. Aunque de todas las disciplinas, las que más le fascinaban eran las relacionadas con el arte, quizás porque su maestro las consideraba innecesarias para su formación, una pérdida de tiempo; como al resto de los mortales, lo prohibido la seducía especialmente.

Juanito pensaba que la pintura, la música o la literatura eran materias totalmente subjetivas, inútiles para la sociedad, inventadas por hombres entregados a la pereza. Lucía debía crecer totalmente al margen de ese mundo que sólo habitaba en la imaginación. Dar rienda suelta a la fantasía era incompatible con la lógica y el conocimiento a través de la observación, y hacía que la gente enloqueciera por la imposibilidad llevar a la práctica ideas absurdas, fruto de los desvaríos del exceso de ocio. Todo lo que una persona debía saber —según le decía Juanito— estaba en el mundo que la rodeaba; una pequeña parte ya conocida y el resto aún por explorar, pero totalmente real.

Si alguna vez Juanito se permitió soñar que volvía a ser bello y que, con su atractivo e inteligencia, conquistaba un mundo que se rendía a sus pies seducido por sus encantos, todo acabó al despertar y mirarse de nuevo al espejo. El insoportable dolor que le provocaba la cruel realidad sólo era consecuencia de haberse permitido soñar y dejar que su mente se abstrajera de sus verdaderas circunstancias. De manera que exilió de su mente la imaginación, los sueños, la ilusión…, y sobre todo los recuerdos de sus primeros años, cuando a cada instante escuchaba de sus mayores que era el niño más guapo que habían conocido; esa parte de su memoria sólo le hacía sufrir. A los cuatro años dejó de tener un físico perfecto y había que eliminar la posibilidad de fantasear con lo que pudo haber sido y ya nunca sería. Cuando volvió del hospital, después del desgraciado accidente, se encontró con que a partir de ese momento, además de convivir con su dantesca nueva imagen, tendría que hacerlo con su primo el resto de su vida. Su tía había muerto, y la posibilidad de que Ángel viviera con ellos sólo una temporada se había esfumado. Luisa estaba dispuesta a educar a los dos niños como hermanos. Ángel también era un niño especialmente agraciado, de hecho, cuando eran pequeños, los mayores que los conocían solían compararlos: «Aunque los dos son guapísimos, Juanito es todavía más perfecto», comentaban. Después del incidente del brasero, los comentarios eran muy distintos. La mayoría de la gente era prudente y, de hacer algún comentario, se limitaban a elogiar ligeramente el aspecto de Ángel. Pero los necios más seguían haciendo comparaciones, aunque ahora decían: «Ay que ver qué pena de chiquillo, si era más guapo que su primo». Sólo encontró una manera de sobrevivir a la hostil situación: despreciando de plano todo aquello que no pudiera racionalizar, incluidas las personas que anteriormente habían sido tan queridas para él.

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